Julio Cortázar
Epílogo a un cuento
Querida Glenda, esta carta no le será enviada por las
vías ordinarias porque nada entre nosotros puede ser enviado así, entrar en los
ritos sociales de los sobres y el correo. Será más bien como si la pusiera en
una botella y la dejara caer a las aguas de la bahía de San Francisco en cuyo
borde se alza la casa desde donde le escribo; como si la atara al cuello de una
de las gaviotas que pasan como latigazos de sombra frente a mi ventana y
oscurecen por un instante el teclado de esta máquina. Pero una carta de todos
modos dirigida a usted, a Glenda Jackson en alguna parte del mundo que
probablemente seguirá siendo Londres; como muchas cartas, como muchos relatos,
también hay mensajes que son botellas al mar y entran en esos lentos,
prodigiosos sea-changes que Shakespeare cinceló en La Tempestad y
que amigos inconsolables inscribirían tanto tiempo después en la lápida bajo la
cual duerme el corazón de Percy Bysshe Shelley en el cementerio de Cayo Sextio,
en Roma.
Es así, pienso,
que se operan las comunicaciones profundas, lentas botellas errando en lentos
mares, tal como lentamente se abrirá camino esta carta que la busca a usted con
su verdadero nombre, no ya la Glenda Garson que también era usted
pero que el pudor y el cariño cambiaron sin cambiarla, exactamente como usted
cambia sin cambiar de una película a otra. Le escribo a esa mujer que respira
bajo tantas máscaras, incluso la que yo le inventé para no ofenderla, y le escribo
porque también usted se ha comunicado ahora conmigo debajo de mis máscaras de
escritor; por eso nos hemos ganado el derecho de hablarnos así, ahora que sin
la más mínima posibilidad imaginable acaba de llegarme su respuesta, su propia
botella al mar rompiéndose en las rocas de esta bahía para llenarme de una
delicia en la que por debajo late algo como el miedo, un miedo que no acalla la
delicia, que la vuelve pánica, la sitúa fuera de toda carne y de todo tiempo
como usted y yo sin duda lo hemos querido cada uno a su manera.
No es fácil escribirle esto porque usted no
sabe nada de Glenda Garson, pero a la vez las cosas ocurren como si yo tuviera que
explicarle inútilmente algo que de algún modo es la razón de su respuesta; todo
ocurre como en planos diferentes, en una duplicación que vuelve absurdo cualquier
procedimiento ordinario de contacto; estamos escribiendo o actuando para terceros,
no para nosotros, y por eso esta carta toma la forma de un texto que será leído
por terceros y acaso jamás por usted, o tal vez por usted pero sólo en algún lejano
día, de la misma manera que su respuesta ya ha sido conocida por terceros mientras
que yo acabo de recibirla hace apenas tres días y por un mero azar de viaje.
Creo que si las cosas ocurren así, de nada serviría intentar un contacto directo;
creo que la única posibilidad de decirle esto es dirigiéndolo una vez más a quienes
van a leerlo como literatura, un relato dentro de otro, una coda a algo que
parecía destinado a terminar con ese perfecto cierre definitivo que para mí deben
tener los buenos relatos. Y si rompo la norma, si a mi manera le estoy
escribiendo este mensaje, usted que acaso no lo leerá jamás es la que me está
obligando, la que tal vez me está pidiendo que lo escriba.
Conozca, entonces, lo que no podía conocer
y sin embargo conoce. Hace exactamente dos semanas que Guillermo Schavelzon, mi
editor en México, me entregó los primeros ejemplares de un libro de cuentos que
escribí a lo largo de estos últimos tiempos y que lleva el título de uno de ellos,
Queremos tanto a Glenda. Cuentos en español, por supuesto, y que sólo serán
traducidos a otras lenguas en los años próximos, cuentos que esta semana empiezan apenas a circular en México y que usted no ha podido
leer en Londres, donde por lo demás casi no se me lee y mucho menos en español.
Tengo que hablarle de uno de ellos sintiendo al mismo tiempo, y en eso reside el
ambiguo horror que anda por todo esto, lo inútil de hacerlo porque usted, de una
manera que sólo el relato mismo puede insinuar, lo conoce ya; contra todas las
razones, contra la razón misma, la respuesta que acabo de recibir me lo prueba
y me obliga a hacer lo que estoy haciendo frente al absurdo, si esto es absurdo,
Glenda, y yo creo que no lo es aunque ni usted ni yo podamos saber lo que es.
Usted recordará entonces, aunque no puede recordar algo que nunca
ha leído, algo cuyas páginas tienen todavía la humedad de la tinta de imprenta,
que en ese relato se habla de un grupo de amigos de Buenos Aires que comparten
desde una furtiva fraternidad de club el cariño y la admiración que sienten por
usted, por esa actriz que el relato llama Glenda Garson pero cuya carrera
teatral y cinematográfica está indicada con la claridad suficiente para que
cualquiera que lo merezca pueda reconocerla. El relato es muy simple: los
amigos quieren tanto a Glenda que no pueden tolerar el escándalo de que algunas
de sus películas estén por debajo de la perfección que todo gran amor postula y
necesita, y que la mediocridad de ciertos directores enturbie lo que sin duda
usted había buscado mientras las filmaba. Como toda narración que propone una
catarsis, que culmina en un sacrificio lustral, éste se permite transgredir la
verosimilitud en busca de una verdad más honda y
más última; así el club hace lo necesario para apropiarse de las copias de las
películas menos perfectas, y las modifica allí donde una mera supresión o un
cambio apenas perceptible en el montaje repararán las imperdonables torpezas
originales. Supongo que usted, como ellos, no se preocupa por las despreciables imposibilidades prácticas de una operación que el relato describe sin detalles farragosos; simplemente
la fidelidad y
el dinero hacen lo suyo, y un día el club puede dar por terminada la tarea y entrar en el séptimo día de la felicidad. Sobre todo de la felicidad porque
en ese momento usted anuncia su retiro del teatro y del cine, clausurando y perfeccionando
sin saberlo una labor que la reiteración y el tiempo hubieran terminado
por mancillar.
Sin saberlo... Ah, yo soy el autor del cuento,
Glenda, pero ahora ya no puedo afirmar lo que me parecía tan claro al escribirlo.
Ahora me ha llegado su respuesta, y algo que nada tiene que ver con la razón me
obliga a reconocer que el retiro de Glenda Garson tenía algo de extraño, casi de
forzado, así al término justo de la tarea del ignoto y lejano club. Pero sigo contándole
el cuento aunque ahora su final me parezca horrible puesto que tengo que contárselo
a usted, y es imposible no hacerlo puesto que está en el cuento, puesto que todos
lo están sabiendo en México desde hace diez días y sobre todo porque usted también
lo sabe. Simplemente, un año más tarde Glenda Garson decide retornar al cine, y
los amigos del club leen la noticia con la abrumadora certidumbre de que ya no les
será posible repetir un proceso que sienten clausurado, definitivo. Sólo les
queda una manera de defender la perfección, el ápice de la dicha tan duramente
alcanzada. Glenda Garson no alcanzará a filmar la película anunciada, el club hará
lo necesario y para siempre.
Todo esto, usted lo ve, es un cuento dentro de un libro, con algunos
ribetes de fantástico
o de insólito, y coincide con la atmósfera de los otros relatos de ese volumen que
mi editor me entregó la víspera de mi partida de México. Que el libro lleve ese
título se debe simplemente a que ninguno de los otros cuentos tenía para mí esa
resonancia un poco nostálgica y enamorada que su nombre y su imagen despiertan en
mi vida desde que una tarde, en el Aldwych Theater de Londres, la vi fustigar con
el sedoso látigo de sus cabellos el torso desnudo del marqués de Sade;
imposible saber, cuando elegí ese título para el libro, que de alguna manera
estaba separando el relato del resto y poniendo toda su carga en la cubierta,
tal como ahora en su última película que acabo de ver hace tres días aquí en
San Francisco, alguien ha elegido un título, Hopscotch, alguien que sabe
que esa palabra se traduce por Rayuela en español. Las botellas han
llegado a destino, Glenda, pero el mar en el que derivaron no es el mar de los
navíos y de los albatros.
Todo se dio en un segundo, pensé
irónicamente que había venido a San
Francisco para hacer un cursillo con estudiantes de Berkeley y que íbamos a
divertirnos ante la coincidencia del título de esa película y el de la novela
que sería uno de los temas de trabajo. Entonces, Glenda, vi la fotografía de la
protagonista y por primera vez fue el miedo. Haber llegado de México trayendo
un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película
que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita
jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así; pero eso no era todo,
eso no era nada hasta que la botella se hizo pedazos en la oscuridad de la sala
y conocí la respuesta, digo respuesta porque no puedo ni quiero creer que sea
una venganza.
No es una
venganza sino un llamado al margen de todo lo
admisible, una invitación a un viaje que sólo puede cumplirse
en territorios fuera de todo territorio. La película, desde ya puedo
decir que despreciable, se basa en una novela de espionaje que nada tiene que ver con usted o conmigo, Glenda, y
precisamente por eso sentí que detrás de esa trama más bien estúpida y
cómodamente vulgar se agazapaba otra cosa, impensablemente otra cosa puesto que
usted no podía tener nada que decirme y a la vez sí, porque ahora usted era Glenda
Jackson y si había aceptado filmar una película con ese título yo no podía dejar
de sentir que lo había hecho desde Glenda Garson, desde los umbrales de esa
historia en la que yo la había llamado así. Y que la película no tuviera nada que
ver con eso, que fuera una comedia de espionaje apenas divertida,
me forzaba a pensar en lo obvio, en esas cifras o escrituras secretas que en
una página de cualquier periódico o libro previamente convenidos remiten a las
palabras que transmitirán el mensaje para quien conozca la clave. Y era así, Glenda,
era exactamente así. ¿Necesito probárselo cuando la autora del mensaje está más
allá de toda prueba? Si lo digo es para los terceros que van a leer mi relato y
ver su película, para lectores y espectadores que serán los ingenuos puentes de
nuestros mensajes: un cuento que acaba de editarse, una película que acaba de
salir, y ahora esta carta que casi indeciblemente los contiene y los clausura.
Abreviaré un
resumen
que poco nos interesa ya. En la película usted ama a un espía que se ha puesto a escribir un libro
llamado Hopscocht a fin de denunciar los sucios tráficos de la CIA, del
FBI y del KGB, amables
oficinas para las que ha trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con
una lealtad que se alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente
que ha de darlo por muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad
los esperan luego en algún rincón del mundo. Su amigo publica Hopscocht,
que aunque no es mi novela deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando
algún editor de best-sellers la publique en español. Una imagen hacia el
final de la película muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición
de mi novela debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Pantheon
Books la editó hace años. En el cuento que acaba de
salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película
usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscocht.
Usted, como siempre, es joven y bella en la película, y su amigo es viejo y escritor
como yo. Con mis compañeros del club entendí que sólo en la desaparición de Glenda
Garson se fijaría para siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también
que su amor exigía la desaparición para cumplirse a salvo. Ahora, al término de
esto que he escrito con el vago horror de algo igualmente vago, sé de sobra que
en su mensaje no hay venganza sino una incalculablemente hermosa simetría, que
el personaje de mi relato acaba de reunirse con el personaje de su película
porque usted lo ha querido así, porque sólo ese doble simulacro de muerte por
amor podía acercarlos. Allí, en ese territorio fuera de toda brújula usted y yo
estamos mirándonos, Glenda, mientras yo aquí termino esta carta y usted en
algún lado, pienso que en Londres, se maquilla para entrar en escena o estudia
el papel para su próxima película.
Berkeley, California, 29
de septiembre de 1980.
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