H. G. Wells
Es
un punto controvertido si el robo en domicilios ha de considerarse un deporte,
un oficio o un arte. Para oficio la técnica es muy poco rigurosa, y sus
pretensiones de que se le considere un arte están viciadas por el elemento
mercenario que determina sus triunfos. En general lo más apropiado parece ser
clasificarlo como deporte, un deporte para el que en la actualidad todavía no
se han formulado las reglas y cuyos premios se distribuyen de una manera extremadamente
informal. Fue esta informalidad del robo domiciliario lo que llevó a la
lamentable extinción de dos prometedores novatos en el parque de Hammerpond.
Los premios ofrecidos en este asunto consistían principalmente
en diamantes y otros diversos objetos personales propiedad de la recién casada Lady
Aveling. Dicha señora, como recordará el lector, era la hija única de la señora
Montague Pangs, la famosa anfitriona. Su enlace matrimonial con Lord Aveling fue
extensamente anunciado en los periódicos, así como la cantidad y calidad de los
regalos de boda, y el hecho de que la luna de miel la iban a pasar en Hammerpond.
El anuncio de estos valiosos premios creó una gran sensación en el pequeño círculo
cuyo líder indiscutible era el señor Teddy Watkins y se decidió que, acompañado
por un ayudante debidamente cualificado, visitaría la aldea de Hammerpond en plan
profesional.
Siendo como era hombre de natural retraído y modesto,
el señor Watkins decidió realizar la visita de incógnito y, tras considerar debidamente
las condiciones de la empresa, escogió el papel de pintor de paisajes y el nada
comprometido apellido de Smith. Precedió a su ayudante, quien, según se decidió,
no se le uniría hasta la última tarde de su estancia en Hammerpond.
Ahora bien, el pueblecito de Hammerpond es uno de los
rincones más bellos de Sussex. Todavía sobreviven muchas casas con tejado de paja;
la iglesia, construida en pedernal y con la alta aguja de la torre anidando bajo
la colina es una de las más finas y menos restauradas del país, y los bosques de
hayas y junglas de helecho por los que discurre la carretera hasta la gran mansión
son especialmente ricos en lo que los artistas y fotógrafos vulgares llaman estampitas.
De forma que cuando llegó el señor Watkins con dos lienzos vírgenes, un caballete
flamante, una caja de pintura, baúl de viaje, una ingeniosa escalerilla construida
por secciones –siguiendo el modelo del difunto y llorado maestro Charles Peace–,
palanca y rollos de alambre se encontró con que le daban la bienvenida con efusión
y cierta curiosidad media docena de otros hermanos del pincel. Esto convirtió en
inesperadamente plausible el disfraz que había escogido, pero lo obligó a soportar
una cantidad considerable de conversación estética para la que estaba muy mal preparado.
–¿Ha hecho muchas exposiciones? –preguntó el joven Porson
en el bar Coches y Caballos, donde el señor Watkins acumulaba hábilmente información
local la noche de su llegada.
–Muy pocas –respondió Watkins–, sólo alguna que otra.
–¿En la Academia?
–En su momento. Y en el Palacio de Cristal.
–¿Lo colgaron bien? –preguntó Porson.
–No diga tonterías –dijo el señor Watkins–. Eso no me
gusta.
–Quería decir si le pusieron los cuadros en un buen sitio.
–¿Qué insinúa? –preguntó suspicaz el señor Watkins–. Se
diría que estaba tratando de averiguar si me habían puesto a la sombra.
Porson había sido criado por unas tías y, a pesar de ser
artista, era un joven educado. No sabía lo que significaba ser puesto a la sombra,
pero pensó que lo mejor era indicar que no pretendía nada de eso. Como la cuestión
de colgar parecía un punto doloroso para el señor Watkins, trató de desviar un poco
la conversación.
–¿Hace usted pintura figurativa?
–No, nunca se me dieron los números –respondió el señor
Watkins–. Mi señora, la señora Smith, quiero decir, se encarga de todo eso.
–¡Ella pinta también! –exclamó Porson–. Eso es bastante
divertido.
–Mucho –opinó el señor Watkins, aunque realmente no lo
pensaba, y, sintiendo que la conversación se le estaba yendo un poco de las manos,
añadió–: He venido aquí para pintar la mansión de Hammerpond a la luz de la luna.
–¡Hombre! –exclamó Porson–, es una idea bastante novedosa.
–Sí –aseguró el señor Watkins–. Me pareció una idea bastante
buena cuando se me ocurrió. Espero empezar mañana por la noche.
–¿Qué? No pretenderá pintar al aire libre de noche.
–Sí, eso es lo que pretendo.
–Pero ¿cómo verá el lienzo?
–Con una maldita linterna de policía… –comenzó el señor
Watkins respondiendo demasiado rápidamente a la pregunta, y luego, dándose cuenta
de ello, le pidió a voces otro vaso de cerveza a la señorita Durgan.
–Voy a utilizar algo llamado linterna oscura –le dijo
a Porson.
–Pero ahora estamos a punto de luna nueva –objetó Porson–.
No habrá luna.
–En cualquier caso la mansión estará allí. Yo voy, ya
sabe, a pintar primero la casa y después la luna.
–¡Oh! –exclamó Porson demasiado sorprendido para continuar
la conversación.
–Aseguran –intervino el viejo Durgan, el dueño del bar,
que había mantenido un respetuoso silencio durante la conversación técnica– que
hay no menos de tres policías procedentes de Hazelworth de servicio en la mansión
a causa de las joyas de la tal Lady Aveling. Uno de ellos le ganó cuatro chelines
y seis peniques al segundo mayordomo a cara o cruz.
Al día siguiente hacia el crepúsculo el señor Watkins,
lienzo virgen, caballete y una caja muy considerable con otros utensilios en la
mano, caminó por el agradable sendero a través de los bosques de hayas hacia el
parque de Hammerpond y clavó su aparato en una posición que dominaba la mansión.
Allí fue observado por el señor Raphael Sant, que volvía de un estudio de las canteras
de creta cruzando el parque. Habiéndole picado la curiosidad lo que Porson relataba
del recién llegado, se dio la vuelta con la idea de discutir el arte nocturno.
El señor Watkins aparentemente no se dio cuenta de su
llegada. Acababa de terminar una conversación amistosa con el mayordomo de Lady
Hammerpond y aquel sujeto se alejaba rodeado de los tres perros favoritos una vez
cumplida la obligación que tenía de pasearlos después de la cena. El señor Watkins
estaba mezclando colores con aire de gran concentración. Sant, acercándose más,
quedó sorprendido al ver que el color en cuestión era un verde esmeralda tan fuerte
y brillante como es posible imaginar. Habiendo cultivado una extrema sensibilidad
al color desde su más temprana edad, expulsó el aire bruscamente entre los dientes
tan pronto como vislumbró esa mezcla. El señor Watkins se volvió. Parecía molesto.
–¿Qué diablos va a hacer usted con ese verde brutal?
–preguntó Sant.
El señor Watkins comprendió que su celo en aparecer ocupado
a los ojos del mayordomo evidentemente lo había traicionado haciéndolo cometer algún
error técnico. Miró a Sant y dudó.
–Perdone mi rudeza –dijo Sant–, pero realmente ese verde
es demasiado sorprendente. Me conmocionó. ¿Qué pretende hacer con él?
El señor Watkins hacía acopio de fuerzas. Sólo una actitud
decidida podía salvar la situación.
–Si viene aquí a interrumpir mi trabajo –dijo–, le voy
a pintar la cara con él.
Sant se retiró, pues tenía sentido del humor y era hombre
pacífico. Bajando el monte se encontró con Porson y Wainwright.
–Una de dos, ese hombre es un genio o un lunático peligroso
–explicó–, suban aunque sea sólo a ver su color verde.
Y continuó su camino, el semblante iluminado por la agradable
premonición de una animada refriega en torno a un caballete al anochecer y el derramamiento
de mucha pintura verde.
Pero con Porson y Wainwright el señor Watkins fue menos
agresivo y les explicó que el verde estaba pensado para ser la primera capa del
cuadro. Se trataba, según admitió en respuesta a una observación, de un método absolutamente
nuevo, inventado por él mismo. Pero a continuación se hizo más reticente, explicó
que no iba a contar a todo el que pasara el secreto de su propio y particular estilo
y añadió algunos comentarios sobre la bajeza de alguna gente que remoloneaba por
allí para enterarse de los trucos que podía de los maestros, lo que inmediatamente
lo alivió de su compañía.
El anochecer se hizo más oscuro, primero apareció una
estrella y después otra. Las cornejas de los altos árboles a la izquierda de la
mansión hacía tiempo que habían caído en soporífero silencio, la mansión misma había
perdido todos los detalles de su arquitectura convirtiéndose en un contorno gris
oscuro, y entonces las ventanas del salón lucieron brillantes, se iluminó la galería
de las plantas y aquí y allá amarilleó alguna que otra ventana de dormitorio.
Si alguien se hubiera acercado al caballete en el parque
lo habría encontrado abandonado. Una palabra breve y grosera en un verde brillante
manchaba la pureza del lienzo. El señor Watkins estaba ocupado en los arbustos con
su ayudante, que se le había unido directamente desde la carretera. El señor Watkins
tendía a autofelicitarse por el ingenioso ardid que había empleado para transportar
su aparato descaradamente a la vista de todos justo hasta el teatro de operaciones.
–Ése es el vestidor –explicó a su ayudante–, y tan pronto
como la doncella se lleve la vela y baje a cenar haremos una visita. ¡Caramba! ¡Qué
bonita está la mansión a la luz de las estrellas y con todas las ventanas y luces!
Que me aspen, Jim, si ahora no me gustaría ser un pintor de ésos. Encárgate de poner
el alambre cruzando el sendero desde la lavandería.
Se acercó cautelosamente a la mansión hasta que estuvo
bajo la ventana del vestidor y comenzó a ensamblar la escalera plegable. Era un
profesional demasiado experimentado para sentir ninguna excitación desacostumbrada.
Jim estaba explorando el salón de fumar. De repente, muy cerca del señor Watkins,
en los arbustos, hubo un choque violento y una maldición sofocada. Alguien había
tropezado con el alambre que su ayudante acababa de poner. Oyó pies que corrían
por el sendero de grava de más allá. El señor Watkins, como todo buen artista, era
particularmente tímido, y sin poder contenerse dejó caer la escalera plegable y
empezó a correr prudentemente por los arbustos. Era confusamente consciente de que
dos personas venían pisándole los talones y creyó que distinguía el contorno de
su ayudante delante de él. En otro instante había saltado el bajo muro de piedra
que deslindaba los arbustos y estaba en parque abierto. Dos golpes secos sobre el
césped siguieron a su propio salto.
Se trataba de una ceñida persecución en la oscuridad a
través de los árboles. El señor Watkins, de constitución ágil y bien entrenado,
ganó, golpe a golpe, a la figura que jadeaba trabajosamente por delante. Ninguno
habló, pero como el señor Watkins se puso deprisa a su lado, le sobrevino un escrúpulo
de duda terrible. El otro hombre volvió la cabeza al mismo tiempo y profirió una
exclamación de sorpresa.
–No es Jim –pensó el señor Watkins, y simultáneamente
el extraño se lanzó, como si dijéramos, a las rodillas de Watkins y directamente
estaban luchando a brazo partido los dos juntos en el suelo.
–Échame una mano, Bill –gritó el extraño cuando llegó
el tercer hombre.
Y Bill lo hizo, de hecho, con las dos manos y recalcando
con algunos pies. El cuarto hombre, presumiblemente Jim, al parecer se había dado
la vuelta y dirigido en una dirección diferente. En cualquier caso no se unió al
trío.
La memoria del señor Watkins sobre los incidentes ocurridos
en los dos minutos siguientes es extremadamente vaga. Se acuerda oscuramente de
tener el pulgar en la comisura de la boca del primer hombre y de que, sintiendo
ansiedad por su seguridad y durante unos segundos al menos, mantuvo contra el suelo
la cabeza del caballero que respondía al nombre de Bill agarrándole por el cuello.
También fue pateado en gran número de sitios diferentes aparentemente por una ingente
multitud. Después el caballero que no era Bill logró poner la rodilla bajo el diafragma
de Watkins y trató de doblarlo sobre ella.
Cuando sus sensaciones se hicieron menos confusas estaba
sentado sobre el césped y ocho o diez hombres –la noche era oscura y estaba demasiado
confuso para contar– estaban de pie a su alrededor, aparentemente esperando a que
se recuperara. Tristemente llegó a la conclusión de que había sido capturado y probablemente
habría hecho algunas reflexiones filosóficas sobre la veleidad de la fortuna si
sus sensaciones internas no le hubieran quitado las ganas de hablar.
Rápidamente observó que no tenía las manos esposadas y
luego le pusieron en ellas un frasco de brandy. Esto lo emocionó un poco, era una
amabilidad tan inesperada.
–Está volviendo en sí –dijo una voz que se imaginó pertenecía
al segundo lacayo de Hammerpond.
–Los tenemos, señor, a los dos –dijo el mayordomo de Hammerpond,
el hombre que le había ofrecido el frasco–. Gracias a usted.
Nadie respondió a esta observación. Sin embargo no llegó
a comprender cómo se la aplicaban a él.
–Está bastante aturdido –dijo una voz extraña–, el bribón
casi lo mata.
El señor Teddy Watkins decidió seguir bastante aturdido
hasta comprender mejor la situación. Se percató de que dos de las negras figuras
que lo rodeaban estaban en pie una junto a la otra con aire abatido y había algo
en la posición de los hombros que sugirió a sus experimentados ojos que tenían las
manos atadas. ¡Dos! Se irguió con la rapidez del rayo. Vació el pequeño frasco y
se tambaleó hasta ponerse en pie con la ayuda de unas manos serviciales. Hubo un
murmullo de simpatía.
–Deme la mano, señor, deme la mano –dijo una de las figuras
junto a él–. Permítame que me presente. Tengo una gran deuda con usted. Eran las
joyas de mi mujer, Lady Aveling, las que atrajeron a estos dos bribones a la mansión.
–Encantado de conocer a su excelencia –dijo Teddy Watkins.
–Supongo que vio a los bribones dirigiéndose a los arbustos
y cayó sobre ellos.
–Eso es exactamente lo que pasó –dijo el señor Watkins.
–Debería usted haber esperado a que entraran por la ventana
–explicó Lord Aveling–. Lo habrían tenido mucho peor si de hecho hubieran cometido
el robo. Y tuvo suerte de que dos policías estuvieran fuera junto a la verja y los
siguieran a ustedes tres. Dudo que usted solo hubiera podido apresar a los dos,
aunque fue condenadamente valiente por su parte de todas formas.
–Sí, debí haber pensado en todo eso –dijo el señor Watkins–,
pero no se puede pensar en todo.
–Desde luego que no –asintió Lord Aveling–. Siento que
lo hayan magullado un poco –añadió.
La partida se dirigía ahora hacia la mansión.
–Cojea bastante. ¿Puedo ofrecerle mi brazo?
Y en lugar de acceder a la mansión de Hammerpond por la
ventana del vestidor, el señor Watkins entró en ella –ligeramente intoxicado y ahora
propenso de nuevo a la alegría– del brazo de un auténtico par del reino de carne
y hueso y por la puerta principal.
–¡Esto –pensó el señor Watkins– es robar con estilo!
Los bribones, vistos a la luz de gas, demostraron ser
puros aficionados locales, desconocidos para el señor Watkins. Los bajaron a la
despensa, siendo allí vigilados por tres policías, dos guardas con las escopetas
cargadas, el mayordomo, un mozo de cuadra y un carretero, hasta que el amanecer
permitió su traslado a la comisaría de policía de Hazelworth. Al señor Watkins le
obsequiaron en el salón. Le dedicaron todo un sofá y no quisieron ni oír hablar
de su vuelta al pueblo esa noche. Lady Aveling estaba segura de que era brillantemente
original y expuso su idea de que Turner era otro tipo semejante, tosco, medio borracho,
de mirada profunda e ingenioso. Alguien trajo una notable escalerilla plegable que
había sido recogida en los arbustos y le mostró cómo se ensamblaba. También le describieron
cómo se habían encontrado alambres en los arbustos, evidentemente colocados allí
para hacer caer a perseguidores incautos. Había tenido suerte de haberse librado
de esas trampas. Y le enseñaron las joyas.
El señor Watkins tuvo el sentido común de no hablar demasiado
y ante cualquier dificultad en la conversación se refugiaba en sus dolores internos.
Al final la rigidez de espalda y el bostezo se apoderaron de él. De repente todo
el mundo cayó en la cuenta de que era una vergüenza tenerlo allí hablando después
de la refriega, así que se retiró temprano a su habitación, la habitacioncita roja
contigua a la suite de Lord Aveling.
La
aurora encontró un caballete abandonado que soportaba un lienzo con una inscripción
verde en el parque de Hammerpond y encontró la mansión de Hammerpond alborotada.
Pero si encontró al señor Watkins y a los diamantes de Lady Aveling no comunicó
la información a la policía.
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