domingo, 4 de agosto de 2024

El decurión

Abelardo Castillo

 

La vida es doble. O por lo menos doble. Mi amigo Moraes lo descubrió alrededor de los cuarenta años, en una exposición de acuarelas naïve, aunque, según me dijo, ya lo sospechaba desde hacía bastante tiempo. También hacía bastante tiempo, había comenzado a beber fuerte, si a eso vamos. No es que me pliegue a los rumores que circularon cuando desapareció, ya que esos rumores se referían más que nada al hecho, imperdonable en una ciudad como la nuestra, de que un abogado próspero abandonara a la mujer y a los hijos. Lo que quiero decir es que yo también me he emborrachado a veces y sé que en esos casos uno imagina y hasta descubre cosas. No suelo tomar partido por nadie; pero a Moraes le creo. Se puede decir que nos criamos juntos. Cuando de la noche a la mañana abandonó a la familia, la gente dejó volar la imaginación, aunque tal vez la dejó volar en un sentido equivocado. Se habló de su creciente tendencia a beber no sólo los fines de semana, no sólo en el Club Social; se habló de la más o menos simultánea desaparición de una señorita de reputación muy oscura, aunque quince años menor que Elisa, su mujer. Y hasta se habló de no sé qué irregularidades en el juicio sucesorio de unos campos, en el que Moraes trabajaba en esa época. Yo sé que ninguna de estas razones tiene nada de verdad. Ignoro cuál es la verdad, pero me inclino a pensar que Moraes no puede ser juzgado a la ligera. Si la vida es doble, como él decía, ahora debe andar por ahí, buscando una grieta, una puerta o una claraboya que lo saque de ésta. Uso las palabras que él pronunció una noche, en el Club Social. Me preguntó si me lo imaginaba, a él, intentando pasar por una claraboya o una grieta, y se tocó la barriga. Se reía de un modo ambiguo, como si le doliera la cara. O tal vez esta impresión la causaba el whisky, no me refiero sólo al de él. Me acuerdo haberle dicho que hiciera régimen, y él me miró como si yo fuera idiota. Insistí en que no le vendría mal bajar un poco de peso, debía de estar veinte kilos por encima de lo razonable. Treinta, me corrigió él; pero agregó que lo muy por encima de lo razonable era intentar explicarme nada. Yo, lo reconozco, no suelo prestar demasiada atención a los que hablan mucho, los dejo y me pongo a pensar en mis cosas; una manera como cualquier otra de armonizar con la gente. Se dicen demasiados disparates en esta vida; si uno escucha tiene la tentación de discutirlos. Moraes, además, era la última persona con la que me hubiese gustado discutir. Era un amigo, y hasta puede decirse un buen amigo. Todo lo amigo que puede ser, en una ciudad como la nuestra, uno de esos desconocidos a quienes vemos todos los días. Fui padrino del mayor de sus hijos, en la adolescencia estuve un poco enamorado de Elisa, habíamos ido juntos al colegio uno o dos años, nos emborrachábamos los fines de semana. Él no me cobraba su asesoramiento de abogado y yo, una vez por año, le regalaba cariñosamente un libro, que él no abría. La amistad, en la vida real, es más o menos así. Como el amor es más o menos lo que Moraes sentía por Elisa. En los libros las cosas ocurren de manera algo distinta, pero éste es un argumento contra los libros. Y no digo más, no vaya a ser que me pase lo de Moraes. Yo tampoco estoy muy conforme con mi persona, pero me gusta ser bibliotecario. Y lo que a Moraes le pasaba, ya lo dije, es que había ido descubriendo, poco a poco, que en ciertas vidas hay más de una vida. O que en la de él las había. Lo empezó a sospechar en sus conversaciones con la tía Teresa, la tía abuela que lo había criado cuando murieron los padres. La tía Teresa, sin embargo, no era un testigo muy sólido. Era casi centenaria. Estaba arteriosclerótica desde hacía por lo menos treinta años.

–Justamente –dijo Moraes–. Ellos recuerdan perfectamente el pasado. Y lo que yo digo empezó a sucederme en su pasado.

–No sé si te sigo.

–Empezó a sucederme cuando yo tendría diez años. Vos te acordás de mí cuando tenía diez años.

Le dije que sí. Íbamos al mismo colegio. No lo tenía demasiado presente pero evocaba a un chico flaquito y callado, al que siempre elegían cuando alguien debía recitar poesías en las fiestas. Costaba armonizar aquella imagen con la del formidable doctor extravertido que tenía delante. Se lo hice notar, amistosamente.

–Entonces estás empezando a darte cuenta –dijo Moraes.

Moraes habló mucho, y no sólo esa noche. Yo recuerdo sus palabras a mi manera, sin intentar transcribirlas. Los abogados, con el tiempo, terminan articulando una jerga que hace increíble cualquier historia, salvo para los jueces. Lo que siempre me ha hecho dudar seriamente de la sensatez de la Justicia. Y lo que él me contó parecía muy convincente, al menos con una botella de whisky a mi lado. Para decirlo sin más demora: hubo un momento en su vida, muchos años atrás, en que Moraes estaba en dos lugares al mismo tiempo. En nuestra ciudad y en un internado salesiano de Ramos Mejía. En nuestra ciudad y en un pueblo naïf de tarjeta postal. Este descubrimiento, lo repito, fue gradual, y al principio no estuvo acompañado por el recuerdo. Una tarde, mientras tomaban el té, la tía Teresa mencionó unas medallas, y él, por el gusto de hacerla hablar y porque la trataba con esa forma invertida de amor filial con que los hijos adultos tratan a las madres escleróticas, como si fueran nenas, le preguntó cuáles medallas, si las que el abuelo había ganado en la guerra contra el Paraguay.

–De qué está hablando este loco –dijo la tía Teresa–, esas medallas que decís fueron un baldón. Yiya y la abuela le tenían prohibido que se las pusiera. Y cuando nos vinimos pobres se vendieron todas, gracias al cielo. Hablo de tus medallas.

–Cómo me llamo, tía –preguntó Moraes, cautelosamente.

–Cómo que cómo te llamas, cursiento. Me estás insinuando que te confundo con el coronel, que murió hace sesenta años. Sé muy bien quién sos. Hablo de las tres medallas que ganaste en los salesianos.

Moraes me contó que en ese momento sucedieron dos cosas. La tía pareció olvidar todo lo que había dicho, y él tuvo una alucinación. Una doble alucinación. Sintió en la mano el peso de un objeto frío y circular, del tamaño de una gran moneda, y vio, en algún lugar de su memoria, una medalla de bronce que tenía pintada una Cruz de Malta azul con la inscripción Ora et Labora.

–Duró un segundo –dijo Moraes–. Menos. Pero era más real que esta botella.

Ora et Labora –comenté, sirviéndome whisky–. Pudo ser un mensaje de Dios –Moraes me miraba con algo muy parecido a la furia, y a mí me ponen mal los hombres violentos–. Lo raro es que Teresita habló de tres medallas –continué con naturalidad–. ¿Cómo eran las otras dos?

–Vi una sola –dijo Moraes–. Vi y sentí una sola. Y lo raro no es eso. Lo raro es que yo nunca fui a ningún colegio salesiano. Yo estaba acá, con ustedes, en quinto grado, cuando el otro que era yo ganaba esas medallas en el internado. Y querés que te diga cómo se llamaba ese colegio, se llamaba Wilfrid Barón de los Santos Ángeles.

–Te darás cuenta de que eso es imposible –le dije.

–No –me dijo–. El problema, justamente, es que no es imposible. Porque ahora sí recuerdo perfectamente las tres medallas. Una tenía la cara de Don Bosco, era plateada. La otra es una especie de sol incásico. Vamos a mi estudio, quiero mostrarte algo.

–Las medallas –dije.

Dijo que no. Quería mostrarme una pintura naïfe.

Esa pintura, según Moraes, era la casi exacta reproducción de un pueblo que la tía Teresa, después de aquella primera conversación en que aparecieron las medallas, le había descrito fragmentariamente muchas veces. Era un lugar en el que habían vivido cuando ella, en 1943, lo sacó del Don Bosco. El cuadro, apaisado, de unos cuarenta centímetros por treinta, era algo así como un apelmazamiento de casitas para enanos vistas en perspectiva de pájaro. Moraes señalaba con el dedo un camino, una casa, un grupo de árboles, y me decía que él había estado cien veces en esos lugares, y no porque lo dijera la tía Teresa sino porque él lo recordaba. El problema, al menos para mí, es que también en esa época él se recordaba a sí mismo en nuestra ciudad, me recordaba a mí tal como yo lo recordaba a él, un poco vagamente pero sin que la continuidad entre su infancia y este momento sufriera la menor ruptura. Moraes hablaba de cadenas y eslabones. Decía, o quería decir, que el yo es una noción que establece la memoria, una cadena compuesta por eslabones de recuerdos. No había ningún vacío en su vida, ningún hueco. El chico que perdió a los padres a los ocho años y el hombre que ahora me hablaba eran una continuidad, casi podría decirse una fatalidad. Sólo que, a partir de aquella conversación con la tía Teresa, había ido descubriendo un espacio dual, una tierra de nadie en la que se superponían dos Moraes. Y él, si yo estaba entendiendo bien, sentía que algo o alguien le había impedido seguir siendo el otro. Le insinué que en algún sentido a todo el mundo le pasa, y él me gritó que no todo el mundo lo siente como él lo sentía. Traté de calmarlo preguntándole cómo había conseguido esa pintura. La había comprado en un viaje a Barcelona. Moraes pasaba un atardecer frente a una galería y vio el nombre de García Curten.

–Ese mamarracho no lo pintó García Curten –dije yo.

Claro que no lo había pintado García Curten. Lo había pintado una infradotada que, a su vez, parecía pintada por García Curten. Tenía un ojo caído y le faltaba un dedo. Moraes había entrado en esa galería pero nunca pasó de la primera sala. Había una exposición naïve. Vio en una de las paredes ese cuadro y quedó hipnotizado. Acá intercaló una pregunta que yo no supe contestar. Me preguntó si a mí me parecía normal que él, el gordo doctor Moraes, tuviera a veces la compulsión de entrar en una galería de pintura, en una sala de conciertos. Yo iba a contestarle que por lo menos no tenía la compulsión de leer los libros que le regalaba, pero me callé. Había algo de cierto en lo que estaba diciendo; Moraes tenía una especie de amor larval por la belleza. Lo que no entendí es qué quería demostrarme. El caso es que Moraes estaba tan hechizado por ese cuadro que cuando la autora se acercó a preguntarle si le gustaba, dijo que no, que se trataba de otra cosa, menos mal que de inmediato agregó que quería comprarlo. Le costó una fortuna. Lo demás había sido un malentendido gigantesco y más bien cómico. Moraes preguntó a la mujer dónde se había inspirado para pintar aquello, cómo se llamaba ese lugar. Ella dijo que ese lugar era ninguna parte. O acaso ella misma. Los artistas, le dijo a Moraes, se inspiraban en paisajes interiores, tomaban un arbolito de acá, unas vacas de allá, evocaban un cielo perdido en los pliegues de la infancia y luego, gracias al sufrimiento y al genio, inventaban cosas. “Pero yo conozco este lugar”, me dijo Moraes que le había dicho al esperpento, “mi tía me lo describió mil veces”. La pintora parecía estupefacta y conmovida. Le dijo a Moraes que la tía y ella debían ser espíritus gemelos o que quizá, y esto era lo más probable, el arte había conseguido una vez más su objeto, imitar la realidad.

–Tan tan descaminada no andaba –observé–. Leonardo decía casi lo mismo.

–Total que compré el cuadro y volví a la Argentina –continuó Moraes sin enterarse de mi comentario–. Cuando se lo mostré a tía Teresa, sabés qué hizo. Lo miró un rato sin dar la menor muestra de emoción, sin entender siquiera qué se esperaba de ella. Y al fin dijo que era un mamarracho.

–Tampoco ella andaba tan descaminada –creí pensar.

–¿Cómo? –dijo Moraes.

–Que sigas, por favor.

–No se acordaba de nada, por más que insistí y di vueltas no parecía recordar nada. “¿Qué viene a ser?”, me preguntó, “¿por qué está todo tan amontonado?”. Dijo que nunca había visto una tarjeta postal tan grande. Me había descrito ese lugar veinte veces, y no sólo eso, hace unas semanas volvió a temar con las medallas y con el año que pasamos juntos, y cuando yo le pregunté cómo era ese pueblo, lo describió otra vez. No sólo lo describió, me dijo: “Era casi igualito a ese tarjetón que Bartolo me mandó de Europa, ¿dónde lo metí?”. Hablaba de la pintura, claro, creía que…

–Me doy cuenta –dije.

–Te das cuenta de lo superficial –dijo violentamente Moraes–. Te das cuenta de que la tía confunde las cosas, no de lo que a mí me pasa. Oíme. Te juro que ese pueblo, lo haya inventado o no la tipa de Barcelona, existió en mi vida. Existe. Detrás de esa arboleda, ves, ahí había un aljibe. En mitad de la calle. Un aljibe público. Esos detalles no se inventan, por qué me miras.

–No veo ningún aljibe, Moraes.

–Yo tampoco lo veo, no en el cuadro; pero sé que estaba allí. Todo esto te parece una locura, una conversación de borrachos.

Le dije que no. Se lo dije con sinceridad, pero daba lo mismo; Moraes siguió hablando hasta el amanecer.

Cuento esto como si hubiera ocurrido en una sola noche incesante. Fueron varias, gritadas y caóticas. La teoría de Moraes era sencilla. Hay momentos en la vida de un hombre que son como encrucijadas secretas. Como desvíos. Sólo que nadie lo sabe. Uno elige este camino o aquél, y a veces se equivoca. Pero estoy contando mal. Moraes en realidad no creía que nadie eligiera nada, y no pensaba en los hombres en general, pensaba en él. Él se había equivocado. Y tal vez algo peor. Alguien, o algo, sin que Moraes pudiera intervenir, había decidido por él. La tía Teresa estaba del lado correcto del desvío. Desde allí le hacía señas, siempre se las había hecho; señas que cada vez se volvieron más tenues, menos comprensibles. Hasta que al fin ella misma lo olvidó todo. Al principio, cuando Moraes tenía entre diez y quince años, la transformación completa no se había operado. Y de ahí los recuerdos dobles. Creo que él pensaba algo así.

–Mirá –me dijo–. Mirá bien esto.

Sacó de un cajón del escritorio una fotografía que reconocí de inmediato. Era nuestra división, en segundo año Nacional. Me pidió que le dijera cuál de esos adolescentes era él. Confieso que me dio mucho trabajo encontrarlo, aunque sabía perfectamente dónde estaba. Era casi imposible vincular a aquel muchacho delgado, algo borroso, de aspecto ausente, con este sólido Moraes a quien me habitué a mirar en los últimos veinte años. Era él, por supuesto. Sólo que éste de ahora parecía haberse ido construyendo de cualquier modo alrededor del otro.

–Supongo que sos éste –dije molesto; sabía que era él, lo que me molestó fue haber pensado “supongo” y no habérmelo callado–. Estás al lado mío.

–Supones –dijo Moraes–. Lo sabés perfectamente; éramos muy amigos en ese tiempo. Sabés que debo ser ése, pero no podés concebir que ése haya llegado a ser yo. Porque, decime: ¿cómo se llega a esto? ¿Cómo llegué a pesar 120 kilos? ¿Cuándo dejé de quererla a Elisa? ¿Cómo hice para estudiar abogacía y cuándo empezó a gustarme, si yo detestaba hasta Instrucción Cívica? Escuchame, ¿te acordás de la Sinfonía en gris mayor? El mar como un vasto cristal azogado, y todo lo demás. Miré los muros de la patria mía. Serán ceniza, mas tendrán sentido. Aljaba, almena, almohada, esas palabras vienen del árabe. En todo el idioma castellano hay una sola vocal larga. La “i” de pie. Pie del verbo piar. Ésas eran las cosas en las que me gustaba pensar. ¿Te acordás o no te acordás? Eras mi amigo, eras mi amigo justamente porque a los dos nos gustaba. Silencio sonoro, Dios mío. Silencio sonoro. Hablábamos noches enteras hasta la madrugada, hablabas vos, porque yo ni siquiera tenía facilidad de palabra. Polvo enamorado, a la caza le di alcance, oh y esta noche el viento no sé qué ritmo tiene. Yo era así. Contéstame, carajo.

–No exageres –dije–. Yo también, en algún momento, hice las cosas mal. Nos pasa a todos. Yo también cambié. Ese adolescente que está ahí tampoco tiene mucho que ver conmigo.

–Estás hablando de otra cosa –dijo Moraes–. Estás hablando del fracaso, o de la vejez. Claro que cambiaste. Pero cambiaste en tu misma dirección. Sos un bibliotecario de morondanga que se está quedando calvo y se emborracha en el Club Social los fines de semana; no es un destino brillante, y hasta es mucho menos brillante que el mío. He sentado precedentes jurídicos que figuran en tesis, he ganado juicios imposibles. Me invitan a Europa. Pero yo te miro ahí y te miro acá y digo es él, él a la caza le dio alcance. Y si no le dio alcance es porque no quiso o no lo intentó. A vos no te robaron tu vida. Vos, en todo caso, la estropeaste solo. Y no sé, no sé. Yo creo que a todos nos roban la vida.

–Me voy a casa, Moraes –dije–. No me gusta el tono de esta conversación.

–Perdóname –dijo–. Sabés que no quise molestarte. Me miraba como si me pidiera algo. Yo también lo miré.

–Me doy cuenta, Moraes –le dije.

Sé que él escuchó estas palabras no sólo como una respuesta, sino como una confirmación. Y a lo mejor yo las pronuncié así.

Durante un tiempo no volvimos a hablar del tema. Las veces que lo vi parecía mucho más tranquilo. La tía Teresa murió en agosto acertando su propio vaticinio de los últimos treinta años sobre la inclemente peligrosidad de ese mes para la gente anciana. Moraes no la lloró. Más tarde, eso fue tomado como prueba retrospectiva de su indiferencia por la familia. En el entierro, Moraes me tomó del brazo y dijo que necesitaba hablarme. Me esperaba esa misma noche en su estudio. Fui. Sobre el escritorio había dos medallas. Una plateada, con la efigie de Don Bosco, de perfil, en relieve. La otra era la Cruz de Malta; en el reverso vi la inscripción Ora et Labora.

–La tercera no apareció –dijo Moraes–. Supongo que la recordaba demasiado mal… Estaban en un arcón de la tía Teresa.

–Esto no demuestra mucho. Podrían ser de otro. Moraes estaba sereno y sonriente. Hasta me pareció más flaco.

–Son de otro, no te quepa ninguna duda. Mirá esto, por favor.

Era uno de esos anuarios que publican los colegios religiosos. Lo abrió en una página marcada con una violeta seca y lo hizo girar hacia mí. Me pidió que me fijara en el retrato de grupo de la página par. Quinto grado A, decía. Vi un orondo sacerdote sentado y un grupo de chicos de pie, todos vestidos con guardapolvos que debían ser grises y medias negras. La fotografía no era muy buena; mirados de golpe, todos parecían idénticos. Sin embargo, ahí estaba Moraes, en primera fila. A la derecha del sacerdote y con una banda cruzada sobre el guardapolvo. Moraes no me preguntó ni dijo nada.

–Sí, sos vos. O alguien de la familia, muy parecido a ustedes. Ese chico es igual a tus hijos.

–De eso también podríamos hablar –dijo Moraes–. De la belleza de mis hijos. Yo soy muy feo, y mis hijos son hermosos. Y, sin embargo, se parecen a mí. Es raro eso. Alguien mete la mano en la vida, alguien desordena las cosas. ¿Sabés qué es esa banda, la que llevo puesta? Yo sí. Me acuerdo perfectamente cuándo me la pusieron. Yo era decurión, así nos llamaban. Vaya a saber por qué. Y ahora mirá la lista de nombres que figuran al pie de la foto.

Era el apellido y el nombre de los alumnos, por orden alfabético. Sentí que cuando llegara a Moraes iba a tener miedo. Lo que no esperaba es lo que sucedió: no figuraba ningún Moraes. Ninguno de esos chicos era él. La lista saltaba de Marconi a Nahón. Leí toda la lista. Ni siquiera había un apellido parecido, en ninguna letra. Me dio un poco de lástima. Le hice notar que él no estaba allí, Moraes seguía sonriendo. Dijo que sí, que estaba. Era el de la banda.

Creo que en ese momento sí tuve miedo. Confieso que, por primera vez, pensé si Moraes no estaba algo loco. Él se puso de pie, enorme, rodeó el escritorio y se paró junto a mí. Me pasó un brazo por los hombros.

–Qué te pasa –dijo–. Estás tenso. En el cajón hay una botella de whisky, servite. Pero antes hacé algo por mí. Contá, por favor, cuántos nombres hay en esa lista. Y después contá los chicos que aparecen en la fotografía. O, si no, créeme. Falta un nombre. Contalos, no me ofendo.

Mi primera intención fue no contarlos, pero los conté. Los conté dos veces, antes y después del whisky.

Esa noche volvimos a hablar mucho, y acaso él dijo alguna de las cosas que ya referí. La vida es doble, y la de él debió ser la otra. Alguien o algo había ido borrando los rastros del tiempo que él llamaba la tierra de nadie. Tal vez les pasa a todos, o a muchos. De no haber sido por la fijeza demente de los recuerdos de la tía Teresa, aquella cosa habría logrado su propósito. La violetita, dijo Moraes, seguramente era de allá: señaló a su espalda el cuadro naïf. Entonces se me ocurrió que Moraes podría probar que tenía razón, y se lo dije. Sólo tenía que ir a ese colegio y revisar los archivos del año correspondiente. Tenía que estar anotado en alguna parte. Algún cura, además, debía acordarse. Moraes me miraba con placidez. Alguno muy viejo tal vez lo recordaría, alguno un poco arteriosclerótico. Pero lo demás era un disparate. Su nombre no iba a figurar en ningún archivo, en ningún registro. Ya estaba borrado, ya había desaparecido como desapareció en la foto. Esa cosa trabaja muy bien, decía Moraes.

Cuando nos despedimos faltaba un rato para el amanecer. Lo recuerdo, vasto y casi feliz, desperezándose con enormidad en la puerta de su estudio.

–Che, no dejes que se comenten muchas macanas de mí.

Fue lo último que me dijo.

Yo no me preocupo por lo que murmura la gente, ya lo expliqué al principio. Moraes, para mí, tenía razón. No estoy de acuerdo con eso de que tal vez a todos nos pasa, ni con que alguien o algo, deliberadamente, se tome el trabajo de intervenir en nuestra vida. Yo creo que su caso era único. También puedo aceptar lo que dice la gente de la ciudad sobre la chica que desapareció casi junto con Moraes o sobre el juicio sucesorio. Hay tantas maneras de buscarse. Pero más que nada lo imagino por ahí, solo, con un cuadro naïf bajo el brazo y dos o tres medallas en el bolsillo, olvidando poco a poco a Elisa y a los chicos, a mí, a nuestra ciudad.

 

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