Abelardo Castillo
El apodo se lo debía a su incapacidad para distinguir el
pie derecho del pie izquierdo y al incierto humor del capitán Losa, jefe del
segundo escuadrón, con quien está entrampado ahora bajo la nieve, en el socavón,
en un desvío del camino a Zapala. Alfonso Juan, se llamaba. Alfonso de
apellido. Cómo o por qué lo habían incorporado al Ejército, nadie se lo
explicaba muy bien. El caso es que estaba. Llegó una mañana a hacer el Servicio
Militar, o lo trajeron a la fuerza de los toldos. Y se quedó tres años, como
esperando algo. No hacía mal a nadie y lo dejaron que se quedara. Cuidar las
mulas del escuadrón, con las que a veces dormía, hacer de cuartelero y silbar
eran las únicas cosas para las que parecía estar dotado. Verlo comer el rancho
de tropa era cómico, quizá temible. Comía sin levantar la cabeza del plato, con
algo de chico o de animal de jauría, mirando de reojo a sus compañeros como si
en cada uno de ellos pudiera ocultarse un enemigo eventual –o un eventual
hermano– capaz de disputarle aquella incomparable inmundicia. Pastoseco,
era el apodo. El capitán Losa, que había llegado a ese destacamento de
frontera, bajo castigo, sin que tampoco nadie supiera por qué o de dónde, el
capitán Álvaro Losa, una noche, hacía tres años, le ordenó atarse al borceguí
izquierdo un manojo de pasto seco y otro de pasto verde al borceguí derecho, y
mientras se hacía cebar mate por algún imaginaria lo obligó a marchar solo por
la cuadra al grito de “seco, verde; seco, verde”, con todo el segundo escuadrón
tiritando en calzoncillos al pie de las camas, mirándolo. (Y ahora están encerrados
juntos en este agujero de casi cuatro metros de hondo, en alguna de las
encrucijadas de la ruta a Zapala, suponiendo que la brújula marcara realmente
el Norte después que el caballo del capitán la pisó y antes de que perdieran
brújula y caballo al derrumbarse la primera hondonada: una súbita tormenta de
viento y nieve los apartó del pelotón de reconocimiento, se perdieron juntos en
los ventisqueros, rodaron abrazados hacia la hoya, algo estalló sobre sus
cabezas y Losa y Pastoseco quedaron entrampados en esa grieta. Algo se
podría intentar, sin embargo, piensa el capitán Losa. Mira el reloj, mira los
ojos de Pastoseco y no se atreve a decir nada). Desde aquella noche le
había quedado esa mirada al indio. Porque Pastoseco era indio, o medio
indio. Descendiente de pampas o araucanos, nadie sabía bien. Y el apodo y esa mirada
los tenía desde entonces, desde la noche de aquel desfile solitario entre las
camas, ida y vuelta muchas veces por el centro de la cuadra de tropa, todo el
escuadrón de pie a los costados del pasillo mirándolo pasar, y él marchando,
con un atadito de pasto en cada borceguí: verde y seco. O la mirada no, sólo el
apodo. La mirada la traía de antes, desde lejos. Como más fría que los ojos,
ésa era la impresión. Tenía unos grandes ojos pardos, que parecían claros. Cosa
rara en un indio. Y unos puntitos brillantes, plomizos, alrededor del iris,
aquello era lo que impresionaba. Esa noche fue también la noche en que el
capitán Losa habló de las pelotas y las alitas. Sucedió así: en una de las idas
y venidas, el indio, con toda naturalidad, se detuvo. Se quedó parado y no marchó
más; y Losa, que no lo miraba, siguió repitiendo “seco, verde” durante unos
segundos. Después, sin embargo, debió notar alguna cosa en el pesado silencio
de la cuadra. No aceptó el mate que el furriel le ofrecía, dio vuelta la cabeza
y miró al indio: su espalda. Porque el indio estaba allá, a unos diez metros,
de espaldas al capitán y absolutamente quieto. Losa se puso de pie como
incrédulo, gritó qué pasa ahí y gritó marche y desenvainó a medias la
charrasca. El indio no se movió. “Por lo que veo”, dijo el capitán, “tengo la
suerte de mandar un escuadrón de soldaditos muy corajudos y rebeldones, muy
toros”. Ahora hablaba con todos: “¿Es cierto o no es cierto?”. Y el escuadrón
gritó a coro: “No, mi capitán”. El capitán se paseaba, pensativo, delante de
las camas, sin mirar al indio. Terminó de desenvainar el sable bayoneta y se
golpeaba rítmicamente la bota con la hoja. Sacando el labio hacia afuera, movió
la cabeza como abstraído. Después dijo: “Así que no es cierto”. “No mi capitán”,
contestó el escuadrón. Entonces Losa gritó: “¿Así que no? Quiere decir que yo
miento, carajo. ¡Paso vivo en sus puestos todo el mundo!”. Y, durante diez
minutos, todo el segundo escuadrón, en calzoncillos, desfiló marcialmente sobre
una baldosa a veinte centímetros de sus camas. Sólo Alfonso estaba quieto. Como
si le costara entender, se había quedado inmóvil en el centro de la cuadra. Una
raya honda como un tajo le partía el entrecejo. Los ojos se le habían achicado
como hendijas. “Firmes”, gritó Losa. El capitán era un hombre alto, corpulento
y alto, y más de un recluta lo había visto tumbar una mula empacada, de un
puñetazo entre los ojos; Pastoseco era más bien esmirriado, o parecía
chico al lado del otro. (Demasiado flaquito, piensa Losa en el hoyo, mirando la
saliente, y ve asomarse más arriba la mula de Pastoseco, que los ha
seguido entre la ventisca y que ahora los observa con la inexpresividad de un
ídolo, desde lo alto. Demasiado flaquito, piensa, no me va a poder aguantar el
peso). Aunque esmirriado no es la palabra. Agotado. No por las idas y vueltas,
agotado como si le viniera de siglos, de estirpe, ya manso o amansado a través del
tiempo, la humillación y los degüellos. Cuando Losa llegó a su lado y gritó “carrera
mar al fondo de la cuadra”, su voz fue tan autoritaria que muchos conscriptos,
al pie de sus camas, iniciaron el movimiento instintivo de correr. El indio no
se movió. Por un instante, Losa y el indio parecieron solos en el mundo, tan
grande era el silencio. Losa, entonces, se calmó de golpe. Metió la mano en el
bolsillo alto de su garibaldina y sacó un objeto diminuto, plateado, una
especie de distintivo: unas alitas. “¡Furriel!”, llamó, y el furriel llegó
trotando, se cuadró y dijo: “Ordene, mi capitán”. “¿Qué es esto?”, preguntó
Losa. “Unas alitas, mi capitán”. “Hable más fuerte”, dijo Losa sin levantar la
voz, “que lo oigan bien todos”. “Unas alitas”, gritó el soldado. Losa dijo que
había algo más. “Hay otra cosa, ahí abajo”, dijo señalando el borde inferior de
las alitas: “Mire bien, soldadito”. Entonces el furriel se rio y no dijo nada. “¿No
ve lo que hay?”, dijo Losa. “Sí, mi capitán”, gritó sonriendo el soldado, y
Losa dijo que lo que había, y miró a todos los conscriptos al pie de sus camas,
era un par de pelotas. Con alitas. Y, sin levantar la voz, repitió aquello
varias veces. “Un par de pelotas, y este escudito viene a ser una alegoría, un
emblema, ¿a que ninguno sabe lo que quiere decir emblema? Un símbolo”, gritó. “Y
eso, ¿qué quiere decir?: quiere decir que acá, en mi escuadrón, las pelotas se
dejan en el cofre durante todo el año”. Mientras hablaba caminó en distintas
direcciones unos pasos, de tal modo que al terminar estaba frente al indio
mostrándole las alitas. “Porque acá, el que tiene pelotas, vuela”. Guardó las
alitas, dijo cuerpo a tierra y con el canto del empeine de su bota le pegó al indio
en la caña del borceguí, y el indio se vino en bloque hacia adelante, medio
patinó unos metros en el piso de baldosas y cayó de costado, pero sin dejar de
mirarlo, mirándolo con aquellos ojos de un color raro y como con estrellitas
heladas rodeándole las pupilas. Y ahora, en el socavón, Losa rememora sin
querer esa mirada, recuerda que al agacharse junto al indio y gritarle carrera
mar se sorprendió de la mansedumbre pétrea de aquellos ojos y le causó piedad
el indio, pero vio un segundo sus pigmentos fríos, tan cerca estaban sus caras,
y temió que el indio no le acatara la próxima orden: “Carrera, march: al fondo de
la cuadra”, gritó mirando al indio entre las cejas, desviando imperceptiblemente
los ojos de aquella mirada que ahora se superpone a ésta, en el socavón, porque
es la misma. La mula, arriba, vuelve a asomarse. Losa se ha quedado mirando una
saliente que hay sobre sus cabezas, a unos cuatro metros del suelo, y piensa
que de todos modos no hay más que una forma de salir de allí, pero no se anima
a proponer que sea el indio quien se trepe sobre sus hombros. Capaz de irse
solo, piensa. Cien soldados en calzoncillos, hacía tres años, apostaban su alma
a que el indio no le iba a obedecer: Losa supo que toda su autoridad dependía
de que el indio obedeciera sin volver a golpearlo. No repitió la orden. Y el
indio, quien dio por un segundo la impresión de que iba a hacer otra cosa, se
puso de pie, corrió hasta el fondo de la cuadra, fue y vino y rodó sobre las
baldosas al compás de la voz del capitán, perdió el gorro, desparramó pasto en
todas direcciones, anduvo por la cuadra en cuatro patas y, al fin, sentándose
en el piso, resopló y terminó pidiendo “Basta, capitanito”, en medio del
regocijo de cien conscriptos y de la carcajada increíblemente franca del propio
capitán Álvaro Wenceslao del Sagrado Corazón Losa que esa vez le dijo: “Bueno,
pero antes de acostarte me barres bien barrida la cuadra, Pastoseco”, y
que ahora está en el pozo con él, apretado y casi abrazado a él, y acaba de decidir
que si en una hora no llega una patrulla a rescatarlo tendrá que salir de ahí
de cualquier modo. O esta noche, en el parte de retreta del destacamento, van a
figurar un oficial, su caballo, y una mula menos, piensa. Suponiendo que haya
quedado algo del destacamento. Y dentro de una semana, si quedó alguien para
avisar a la Guarnición, su mujer va a recibir un telegrama de la Patria.
Desaparecido en cumplimiento de misión. Ascendido a Mayor por los servicios
prestados. Tan duros que nos van a tener que enterrar en el mismo cajón,
piensa, pensando por primera vez en el indio. Por ahí, hasta me lo hacen cabo.
Y desde aquella noche de hacía tres años, el indio empezó a llamarse Pastoseco
y a ser el conscripto más envidiado del segundo escuadrón, porque a partir de esa
noche o más precisamente de aquel gesto de sentarse resoplando en el piso de la
cuadra y decirle “capitanito”, Losa, de quien se contaban historias con mulas
tumbadas de un solo puñetazo en medio de la frente, a partir de aquel gesto o
de aquella palabra –o quizá en razón de esa hermandad que va creciendo
indescifrablemente entre el humillador y el que se humilla, entre el animal
golpeado y el hombre que lo amansa–, el capitán no daba un paso sin el indio y
lo hizo su asistente: “Mi lugarteniente”, decía, palmeándolo, o decía: “Las
botas, Pastoseco”, y el indio se las lustraba con una dedicación
minuciosa, casi ceremonial, pero sin servilismo y acaso impersonalmente, como
nieva o suceden las cosas que están dentro del orden de la naturaleza. Lo
curioso es que Losa nunca se hizo lustrar las botas si las tenía puestas, ni le
ordenó al indio sacárselas o ponérselas, o acaso hubo una primera vez en que el
araucano decidió que eso ya no entraba en el orden natural de las cosas.
Cuarenta y cinco minutos, piensa Losa, y vuelve a mirar la saliente que hay sobre
sus cabezas. El indio se ha puesto a silbar. Unos cuatro metros, piensa Losa.
El cálculo es fácil: aun suponiendo que Pastoseco fuese capaz de
aguantar sobre sus hombros los ciento dos kilos del capitán (demasiado
chiquito, piensa), la saliente quedaría, lo menos, a veinte o treinta
centímetros de sus manos, y después, y esto sí era seguro, ni dos indios juntos
como éste se aguantaban para levantarlo a pulso hasta la cornisa.
–Vení –dice Losa–. Subí acá.
Se arrodilla. Pone las manos a la altura de
los hombros, como estribos, y hace que Pastoseco apoye los pies allí.
–Trata de llegar a esa piedra –dice.
Se va levantando, despacio, con el indio
encima, mirando hacia la saliente sin perder de vista las manos de Pastoseco.
Cuando las manos están a punto de agarrar la saliente, Losa, de golpe, vuelve a
arrodillarse y baja al indio.
–Se llega –dice Pastoseco.
–Sí –dice Losa–. Se llega.
Mira el reloj y le dice al indio que se
arrime. El indio había vuelto a sentarse, lejos. Dos metros es lejos en un hoyo
que tiene un piso de dos metros. Le dice al indio que se arrime, que se va a
helar de frío. No dice: Nos vamos a helar. Te vas a helar, dice. Arrimate que
te vas a helar de frío, indio huevón.
–Tu mula tiene una soga, ¿no? –dice Losa–.
Y una pica.
–Tiene.
–Si uno de los dos llega arriba –dice Losa–,
le ata la soga a la cincha y tira la soga y la pica acá, al pozo. Y el otro
trepa.
La cara de Pastoseco se ilumina.
Hace un gesto raro, riéndose con toda la boca. La primera vez que Losa veía
reírse así a un indio.
–¿Y si no, cómo, capitanito?
Al rato, sólo le queda la sombra de
siempre, el fantasma de una sonrisa en su cara de piedra. Ha cerrado los ojos y
Losa teme que se duerma. Si se duerme, se muere, piensa. Y yo también me muero
si me duermo.
Saca la pistola y dispara un tiro al aire.
El indio no abre los ojos.
–No duermo –dice el indio, con los ojos
cerrados–. Y no tirotiés más que se nos va a venir todo encima. Toda la nieve.
Malo también si se espanta la mula.
Lejos, se oye el último de los ecos del
balazo. Después un principio de trueno, un fragor que parece acercarse y hace
temblar el fondo del pozo. Después, nada. Sólo el silbido del indio. (Se quedó
tres años como podría haberse quedado trescientos. Nunca hizo guardia y no
hacía imaginaria más que cuando Losa estaba de semana. Iba y venía silbando y
cebaba mate sin parar. Una madrugada, el conscripto que dormía en la primera
cama entró al Detall de Losa. “¿Qué pasa?”, dijo Losa. “Que no se puede dormir,
mi capitán”, y señaló al indio: “el silbido”. “¿Cómo era que se llamaba usted?”,
dijo Losa. “Petrucelli, Ornar”, dijo el soldado; “Jódase”, dijo Losa: “Y ya que
está en vela, vístase y cébenos mate a los dos”. Y después, mientras Petrucelli
cebaba mate: “Este que ve ahí, soldado Petruchoto, es un pampa: un araucano. O
lo que queda de un araucano. Cuando Miguel Ángel chupaba vermicelli en los
andamios de la Capilla Sixtina, los abuelos de éste empezaron a pelear con los
míos. Trescientos años los pelearon. Meta tiro y meta lanzazo. Trescientos años
nos costó dejarles esta cara de boludos. Cuando ustedes todavía no habían
puesto una pata en la pampa…”. Y el indio lo interrumpió bajito, como si no lo
interrumpiera: “Calfucurá se paseó a caballo por la calle principal de Bahía
Blanca”. El capitán Losa lo miró: “¿Qué dijiste?”. “Cosas que cuenta la gente vieja”,
dijo apenas Pastoseco. “Y vos qué sabés quién era Calfucurá”. El indio
se quedó mirando el mate. “Un indio”, dijo. “Termina de una vez ese mate”, dijo
Losa, “y andate a dormir, y antes lústrame las botas”. Pastoseco le miró
los borceguíes que Losa tenía puestos y después, inexpresivamente, le miró la
cara. “No, carajo”, dijo Losa, “las botas de salida, las que están en el cofre.
Los borceguíes se los vamos a hacer lustrar a Humberto Primo. Sabe una cosa,
conscripto Pietrafofa, los únicos argentinos de veras que hay en este país son
una cruza de ese animal y de gente como yo. No se ofenda, soldado. Ustedes
también hicieron lo suyo. Por eso este país es un quilombo. Y por eso el Zoológico
está en Plaza Italia”. Y de golpe se volvió hacia Pastoseco, con voz
inamistosa. “Se paseó a caballo por la calle principal de Bahía, sí. Y también
se cuatrerió doscientas mil vacas. Y murió como un viejo choto después del
escarmiento que les dimos en Bolívar, contáselo a las viejas cascarrientas de
la tribu cuando volvás, si volvés. Ah, y no pijotiés pomada”). La mula vuelve a
asomarse al borde de la grieta. El indio, con los ojos cerrados, deja de silbar
y dice de pronto:
–Mostrame las alitas.
El otro lo mira con seriedad y
desconfianza.
–Para qué –dice.
Están tan juntos que parecen el mismo
cuerpo, ahí abajo. Una carne hermanada por el frío y la vecindad de la noche y
el presentimiento de la muerte. Pastoseco se encoge de hombros. Abre los
ojos. El otro piensa que de cualquier modo da lo mismo. Saca las alitas del
bolsillo, sin dejar de observar al indio, quien, tomándolas con la punta de los
dedos, las alza hasta sus ojos. Están mirándose así, a unos centímetros, un
hombre a cada lado del emblema, cuando el indio dice que se las regale.
–Me las regalas, che milico –dice.
–Mi capitán –dice Losa.
El indio parece hacer un esfuerzo para entender,
entiende al fin y dice:
–Me las regalas, mi capitán.
–¿Vas a aprender a llevar el paso sin
pasto? –pregunta Losa.
–Claro, mi capitán.
–Quédatelas –dice Losa.
El indio vuelve a levantar el distintivo
hasta sus ojos constelados, mira al capitán por encima de las alitas, lo mira
un segundo como si lo viera por primera vez, desvía la mirada y después,
abriendo mucho la boca, se pone a reír de tal modo que poco a poco Losa se
contagia y también ríe y durante un rato largo los dos están riéndose a
carcajadas en el fondo del socavón.
Diez minutos después, el capitán Losa
enciende un fósforo y mira el reloj. El plazo ha terminado. Pastoseco
está silbando la tonada aquella de siempre en la oscuridad.
–¿Qué es eso que silbas siempre? –pregunta
el capitán.
–No sé. Es de hace mucho, de cuando no
había nada. Los indios la silban en las cañas.
–Bueno, hermano –dice el otro–. No hay
patrulla. Subí.
Pastoseco, arriba, alcanza la saliente; pierde pie una o dos
veces, y llega al borde y sale del pozo. El aire, afuera, es más frío pero más
respirable que allá abajo. Mira las primeras estrellas y decide el rumbo; monta
su mula y se aleja silbando. Después es un puntito, lejos.
Ahora, el silencio de la noche es perfecto.
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