Adolfo Bioy Casares
Si
dentro de algunos años quiero imaginar a Margot, la memoria, fatalmente
selectiva, omitirá alguna circunstancia molesta y exaltará los rizos de oro, la
piel rosada y blanca, los ojos misteriosamente iluminados, la talla que no
vacilo en calificar de pesada, el pecho de paloma, la inmarcesible frescura de
su inocencia y las enormes nalgas; pero, antes de entrar de lleno en la
historia galante que la concierne, permítanseme unas breves consideraciones
morales. Primero la verdad, después el amor.
Más que facultad, yo diría que la imaginación es
virtud. En el origen de todo acto cruel ¿no hay una pobreza de imaginación, que
impide la menor corridita simpática, el traslado, siquiera momentáneo, a la
situación del prójimo? El egoísmo proviene de idéntico defecto. Con visión
clara de nuestra futilidad ¿pondríamos tanto empeño en fomentarnos y en
agasajarnos?
La mente humana, máquina bastante simple, trabaja con
pocas ideas. El párrafo anterior registra una de las que habitualmente me
ocupan. Aquí va otra: los viajes, porque nos enriquecen de recuerdos, agrandan
la vida. Despachado el ideario, me apresuro a declarar que mi conducta es
libre. Quienes aplican con excesiva literalidad los principios de la conducta
–no recuerdo qué autor famoso lo sostuvo– se nos antojan excéntricos, aun
incongruentes. Respecto a la imaginación y los viajes, yo dejo que la primera duerma
la siesta y si el azar no descarga su providencial empujoncito, para mí no se
rompe el tejido de los días iguales y la hora de la partida no llega. Por
fortuna, hoy funcionó el azar, yo recibí el empujón y antes de que sea tarde me
convertiré en viajero, por los polvorientos caminos que más allá de Bahía
Blanca penetran la desnuda y desmedida Patagonia, para concluir en los hielos
del Sur: lo más probable, por cierto, es que yo no pase de Tres Arroyos.
Sin duda, echaré de menos el Club Atlético, sobre
todo ahora, que volvía a frecuentarlo, después de un alejamiento que duró un
mes entero, en que trabajé en la editorial desde la mañana hasta la noche;
mudamos las oficinas y, como dice el gerente, si no estoy yo para poner un poco
de orden ocurre quién sabe qué. En tiempos normales, buena parte de mi vida se
desliza en el club. Éste, por qué negarlo, no es el de antes. Para compensar el
aumento de gastos, la temida espiral de que todos hablamos, la Comisión
Directiva apela a maniobras en extremo turbias, incluso la de admitir ¡en
calidad de socios! a damas y caballeros, desde luego de honorabilidad
intachable, que por toda credencial esgrimen una solicitud debidamente
apadrinada y el pago de una exorbitante cuota de ingreso. El pretexto está bien
calibrado, pero la amarga verdad es que, hoy por hoy, en el club usted se topa,
al menor descuido, con caras nuevas. Como socio viejo, soy de los primeros en
proclamar la necesidad de poner un límite a este avance y retemplo mi espíritu
en conversaciones con los muchachos de mi grupo, fraternalmente solidarios en
el clamor: Bolilla negra para los de afuera. Sin embargo confesaré –en estas
páginas las omisiones u ocultaciones no tendrían sentido– que la actual situación
personalmente me favorece. Por un lado, como quiere el refrán, a río revuelto,
y por otro recuérdese que el sector femenino de nuestro club –las pobres chicas
de la guardia vieja– nunca fue extraordinario y que de veintitantos años a esta
parte pide a gritos renovación.
El viernes yo disputaba, en una de las canchas del
fondo, un interminable partido con ese Mac Dougall que parece pintado al minio.
Mi contrario, cada vez que perdía una jugada, se llevaba una mano al hombro
derecho y prorrumpía en lamentos.
–¿Qué pasa? –pregunté.
–Me rompí la clavícula –contestó.
–¿Cuándo? ¿Cómo?
Sin ningún disimulo soslayó la explicación, pero la
vergüenza lo traicionó y el minio de la cara subió de tono a ojos vista. ¿Por
qué tanto misterio? Comprendí que el gordo Mac Dougall engrosaba el número de
los jugadores a quienes la derrota duele moral y físicamente. ¿Notaron ustedes
la infinidad de rengueras, manqueras e invalideces de todo género que sale a
relucir ni bien el desarrollo de un partido se presenta desfavorable? El
nuestro, muy parejo, concluyó con una pelota dudosa, que me apresuré a ceder
por buena en favor del contrario. A esa hora me importaba menos el resultado
que un inmediato final. Mi único anhelo era de paredes y techo, porque el sol
caía, el aire perdía calor y yo, al tragar, palpaba en la garganta un dolorcito
que desembocaría, de no mediar una enérgica ducha y un té caliente, en
calamitoso apretón de garganta. Entre las personas que miraban –en su
ignorancia inaudita el socio nuevo concurre con interés a encuentros como el
nuestro– divisé a Margot, una socia nueva demasiado rosada, rubia y ampulosa,
para que la pasara por alto. Pensé que estaría tomando sol, pero debió de
seguir el partido, porque me detuvo con la observación:
–Fue mala esa pelota.
–Mi contrario creyó que era buena.
Yo quería echar mano a pullovers y demás abrigos que
había dejado en el banco. Logré discretamente rodearla.
–¿A usted no le importa perder?
–Sospecho que a él le importa ganar.
–¿Para que él ganara usted dio por buena la pelota?
–Es claro.
–Qué generosidad. Qué espíritu deportivo.
Desde un remolino de mangas la miré. Creí que hablaba
en broma; hablaba en serio. Los grandes ojos azules manaban lágrimas y un dedo
experto corregía los deplorables efectos del rimmel corrido.
Con ella volví de la cancha. Mac Dougall –uno de eso
bobos que si lo ven a usted acompañado se retiran con ostensible delicadeza–
murmuró:
–Permiso.
Partió al trote. Margot caminaba despacio, porque
debía de imaginar que a su tipo de belleza le convenía un andar majestuoso; yo
me apresuraba, porque el sudor se me pasmaba en la espalda y en el pecho.
Irritado y arrepentido sucesivamente, a lo largo del trayecto la dejaba atrás y
la aguardaba. Margot no advertía la irregularidad; seguía embelesada con mi
actitud.
–¡En el último tanto! –exclamó–. En su lugar, a mí no
me bastaría con mi propio aplauso. Yo buscaría reconocimiento universal y algún
premio.
–No exagere –dije.
–No exagero –contestó–. Lo merece. Un buen perdedor.
Un deportista.
De nuevo creí que se burlaba, pero olvidé la
sospecha, perturbado por la mera confrontación ocular con aquel busto. Su
aspecto más interesante era el volumen. Cuando llegamos a la casa del club,
Margot me aseguró que la ausencia de espíritu caballeresco se dejaba notar en
las canchas de fútbol. Estando mi salud en juego soy capaz de resoluciones
enérgicas, de modo que murmuré, en tono de excusa, palabras poco inteligibles y
corrí, escaleras arriba, rumbo al vestuario de socios. Allí adentro estaba a
salvo. No miré hacia atrás; me bastó la suposición de que la pobre señora se
mostraría desconcertada, para divertirme un rato.
Me desvestí, no di pie a los amigos, dispuestos a
retenerme (¿para que sudado y desnudo me enfriara?) con matizadas explicaciones
de encuentros que ni bien jugados ingresan en la categoría de lo que no fue,
corrí a los baños, me sometí a la grata protección del agua caliente, no
escuché las admoniciones del gallego. –“Triple tarifa para los que se quedan
más de tres minutos”– discutí con Mac Dougall, de ducha a ducha, a través de
nubes de vapor y de diálogos, a gritos, de consocios, las alternativas del partido
que habíamos jugado. Inesperadamente Mac Dougall vociferó:
–Te felicito, hermano. Levantaste a la gorda.
En cualquier terreno yo desapruebo las vulgaridades
de la camaradería masculina, pero de veras me halagó el comentario.
Ya vestido y listo, busqué a Mac Dougall para que
bajáramos a tomar el té.
–Tengo para rato –dijo–. No me esperes.
Por lo visto se mantenía en su papel de señor
delicado. No dije nada, por pereza de protestar y explicar.
Bajé al comedor, me senté en una de las mesas chicas
(por casualidad, libre), pedí un té bien cargado, bien caliente, tostadas,
dulce de leche. La primera taza difundía en mi organismo su efecto reparador,
cuando una presión en el hombro interrumpió la cuarta o quinta selección de
tostadas.
–¿Molesto? –preguntó Margot, con extrema seriedad.
La buena fe de esta muchacha suscitaba en mí
alternados impulsos de protegerla y de maltratarla. El pequeño psicólogo
diletante en que todos hoy en día nos desdoblamos opinó que en ello andaba
mezclado, por increíble que pareciera, el sexo. Fácilmente me figuré a Margot
como una redonda fruta dorada, una gran ciruela o, tal vez, un gran durazno o
damasco sexual.
Su compañía no me molestó. En el espinoso momento del
té de la tarde congeniamos; coincidimos en reclamar refuerzos de dulce, de
tostadas, de teteras y todo lo devoramos en admirable armonía (yo, por el
precepto aquel de alimentar el resfrío; ella por su innata voracidad de
muchacha gorda).
Nos repantigábamos cada cual en su silla, jadeantes
aún por el mucho comer, cuando cruzó, junto a la mesa, Moduño. Porque sabe
entonar, itálico modo, acarameladas canciones del Paraguay o del Caribe, se
cree un Don Juan portentoso, el auténtico gallo del Club Atlético. Iba metido
en una suerte de escafandra blanca, enyesado hasta el nacimiento del cuello o
más abajo. No me pregunten cómo, a pesar de esa bola fantasmagórica y del
pescuezo estirado, lo identifiqué. Lo picante del caso es que él no me reconoció.
Por lo menos pasó de largo sin mirar. Que no saludara a la señora que estaba
conmigo es, quizá, perdonable, por tratarse de una socia nueva, pero ¿a mí?
Apenas contuve la tentación de soltar alguna sandez del tenor de “La gente se
ha vuelto loca”.
–Me voy –anuncié.
–¿Tiene coche? –preguntó Margot–. ¿Me lleva?
Si promete no desfondarlo, dije para mis adentros.
Cuando salimos las conversaciones callaron y todo el club nos miraba. En un
acceso de orgullo viril pensé: me voy del brazo de una reina.
Bastó una ínfima demora en calentar el motor para que
bajaran, en nuestras barbas, las barreras del paso a nivel. Enfilé por el
bosque. El elogio de mi automovilito. –“No se precisa más” repetía Margot, con
la cabeza aplastada contra el techo– nos entretuvo durante un minuto. De
acuerdo a todas las previsiones, en la zona arbolada y realmente oscura, la
muchacha me aseguró que yo merecía una recompensa. Me volví hacia ella. Mi
canallesca sonrisa de cómplice vaciló ante su desprevenida ingenuidad. No me
acobardé. La cubrí de besos. Gimió como si ya estuviéramos en cama. Este
clamor, que en el momento oportuno gratifica, me alarmaba por lo rápido y
espontáneo. ¿Estaría yo a la altura? Tampoco esta vez me acobardé y porque era
tan rubia, tan grande y tan suave, la llevé a un hotel por horas, detrás de la
Exposición Rural.
Sin ánimo de arrogarme hazañas inverosímiles afirmo
que en el proceso allá adentro registrado, sólo comparable a un desaforado y sui
generis baño de inmersión, olvidé el famoso resfrío. Lo olvidé en absoluto
y debí de cometer más de una imprudencia, pues a la noche, aunque me ufanaba de
tragar con facilidad, había trocado mi voz, habitualmente límpida, en una
afonía cerrada. Si para desahogarme eché las culpas a Margot procedí
correctamente; culparse a uno mismo no parece natural ni satisfactorio. Sin
embargo, al identificar a Margot con un demonio especialmente enviado para
hundirme en el resfrío y al aborrecerla por ello, tendí a la injusticia. La
novedad que me esperó en el garage avivaría el encono. Mi automóvil
estaba un poco ladeado hacia la derecha. Yo comenté festivamente, sin
comprender todavía la situación: “Un compadrito requintado”. Tuve que llevarlo
al taller, donde el mecánico diagnosticó:
–Elástico vencido. Lo deja para el cambio de hoja.
El sábado la campanilla del teléfono de casa me
mantuvo en un continuo sobresalto. Margot llamaba, no oía mi respuesta, cortaba
la comunicación, llamaba de nuevo. Traté de explicarle a esa boba que un
afónico por más que grite, no dispone de mucha voz. Esfuerzo inútil: cortó la
comunicación, como si yo no hablara.
Esta mañana desperté mejorado y conseguí que me
oyera. Rápidamente declaró:
–Quería decirte que la otra tarde estuviste sublime.
–Bueno –exclamé–. No te quedaste atrás.
–No digo eso –respondió–. En la cancha, al ceder el
partido. Me parece que no te premié bastante.
–No creas. Fuiste generosa.
En arrobas de rubia, pensé.
–¿Cuándo te veo? –preguntó.
Las excusas no la desanimaron y me doblegó por
cansancio.
–Bueno, podríamos ir al Tigre –concedí finalmente, y
agregué–: A tomar una copa.
–¿Dónde nos encontramos?
–Hoy no tengo coche –repliqué, enojándome–. No sé qué
pasó: el coche está con un elástico roto y yo con afonía –envalentonado concluí–.
El precio de la gloria.
Como ella nació muchos años después del estreno de la
película, mi alusión cayó en el vacío.
–¿Vamos en tren? –preguntó.
Ahora se verá si es tan firme su resolución de
premiarme, pensé.
–En tren o como te guste, pero cada cual por su lado –pertinentemente
marqué las sílabas en las últimas palabras–. Te sientas en una mesita al aire
libre, en cualquier confitería sobre el río Luján y sin apuro, como una chica
buena, me esperas. A la hora del té yo hago mi aparición.
No admitió vaguedades; laboriosamente precisó lugar y
hora. Con profética lucidez me dije: pobre Margot.
A la tarde la garganta no estaba para ventilarse
junto al río. Entre la salud por la gorda o un baño en el club no vacilé.
Aclaro que miré el reloj, pero simplemente para confirmar que ya no había
tiempo de llamarla.
En el vestuario un desparramado grupo de consocios
desnudos festejaba a carcajadas anécdotas de amoríos y de mujeres. Rondando
como chacal que no se atreve a intervenir en el festín de las fieras, un socio
nuevo, uno de tantos pobres diablos que nunca entra en la verdadera vida del
club, se atareaba en su valija mientras volcaba la atención en la charla.
Compadecido lo observé: las proporciones de ese chacal correspondían más bien a
un elefante o por lo menos a un gorila. Yo me deslicé en el grupo, no por vana
ostentación –todos me conocen en el club– sino por tendencia gregaria. No
hablé, porque debo cuidar la garganta. En el diálogo de mayor espiritualidad,
si usted no habla, se aburre. Opté por bañarme.
A la salida, el socio nuevo me preguntó:
–Señor ¿tiene coche?
Los individuos de esta especie jamás omiten el
tratamiento de señor. Moví negativamente la cabeza. El gigantón propuso:
–¿Lo llevo, señor?
A nuestra espalda un grupo de zanguangos hacía
espavientos no impropios de colegiales. Unos me decían que no con la mano,
otros remedaban mímicamente trompadas y castigos. Como si por un viaje en
automóvil yo fuera a renegar de mis convicciones.
En el automóvil me dijo el socio nuevo:
–¿Qué me cuenta de los señores de allá arriba? No los
califico para no hacer uso de un término grueso. Pobres mujeres, pensar que
están en boca de los hombres. No de los hombres de verdad, como usted, señor,
que no dijo una palabra, para no mezclarse en la difamación.
Me acometió una inexplicable premura en demostrar que
no era mudo. Disimulando, en lo posible, la afonía, observé:
–La pura verdad, pero habría que ver cómo ellas
hablan de nosotros.
–La idea es un consuelo. Sin embargo nada disculpa
ese lenguaje. ¡Hablar así de las mujeres, que merecen nuestro respeto y
protección! Yo también hablaré de una mujer. No con sarcasmos baratos. ¡Con el
corazón en la mano! Cuando allá arriba lo vi tan digno me dije: “Si apenas lo
conozco, mejor. Será un consejero imparcial. Voy a consultarlo”.
Como la barrera estaba cerrada tomó por el bosque.
Donde besé a Margot, el socio nuevo detuvo el automóvil, que vino a quedar en
una larga y espaciada hilera, puntuada de lucecitas. En los otros coches había
parejas.
Clavándome los ojos murmuró:
–Maricas infames.
Aventuré:
–Quizá conviniera un lugar mejor iluminado.
No me oyó.
–¿No saben que es propio de maricas hablar así de las
mujeres? Olvidémoslos –entró rápidamente en una explosión–. Un asunto de mayor
importancia me ocupa: mi señora. Con mi señora nos adoramos. Los familiares nos
llaman los gigantes unidos. Jocosamente, créame, señor. En alusión a nuestro
tamaño. Mi señora es de una generosidad de alma, de una seriedad, de una pureza.
¡Para ella encima del amor no hay nada! Cuando le hablo de personas que hacen
vida en común por interés o por costumbre, no entiende. Simplemente no
entiende, como si cometieran una misteriosa profanación. Por su propio sexo
ella profesa respeto, una genuina reverencia. Nada la induciría a malbaratarlo.
¿Le cuento ahora un aspecto gracioso? Prométame que no me interpretará mal. Si
alguna vez, con propósito didáctico, referí a mi señora historias de grandes
cortesanas, cubiertas de alhajas y de lujo, los ojitos le brillaban. ¿Adivina
usted el motivo? Yo la conozco, yo sé perfectamente qué piensa cuando le
brillan los ojitos. Piensa que esas mujeres hicieron valer su sexo. No le
atribuya, se lo ruego, la menor tentación de imitarlas. Ella nunca olvida que es
una señora y se da su lugar, pero paradójicamente, créame, se malbarata. Ya le
hablé de su generosidad de alma. Suponga, mi buen señor, que alguien cumple una
acción heroica, siquiera desinteresada, llamémosle noble. Mi señora acude a
premiarlo. La fascinación de un gesto hermoso resulta para ella abrumadora.
Desde luego todas, en el sueño dorado de su vanidad, se figuran que les es dado
conferir el don supremo. Pero mi señora pone en práctica esta convicción. Usted
me entenderá: la ocasión no falta y la pobre se prodiga en una forma que ni
para la salud conviene. Mi posición es delicada. Ella sabe que la comprendo y
busca mi simpatía. Por nada quiero desilusionarla. Pour la noblesse: el
concepto me ata de pies y manos, lo que tiene su lado ¿cómo diré? desesperante.
Desde luego cosecho satisfacciones. Al cabo de un mes o dos, mi señora me da
cuenta de sus quijotadas, una por una, y yo, cuando el caballero no se comportó
como tal, a renglón seguido procedo a castigarlo con toda esta fuerza que Dios
me ha dado: a fulano le fracturo el cuello, a zutano la clavícula y a
perengano, si se ofrece, tres costillas.
Yo dispongo de una imaginación intuitiva y rápida, de
modo que a esta altura del diálogo preví la tremenda sorpresa que se preparaba.
–Me hago la ilusión de que la fama de estas
reprimendas –continuó mi interlocutor– levante un día en torno de mi Margot una
barrera infranqueable. Usted, señor ¿qué me aconseja?
Divisé a lo lejos una lucecita que en evoluciones por
el aire incidía en la fila de luces. Al rato entendí con pavor: era la linterna
de algún policía que se asomaba a los automóviles para ver qué hacían las
parejas.
–La policía –exclamé–. Todavía nos van a confundir.
–No faltaba más –contestó con aplomo.
Dije en tono de súplica:
–Yo evitaría el momento desagradable.
Sin prisa retomó la marcha y me exhortó a que le
diera un consejo franco. Pedí un tiempo para meditarlo.
–¿Dónde vive? –preguntó–. Lo llevo hasta su casa.
–De ninguna manera –respondí.
Me dejó en la boca del subterráneo de Agüero. En casa
preparé a toda velocidad una valija y ya en el hotel, donde estoy pasando la
noche, hablé por teléfono con el gerente de la editorial, para explicarle que
me tomaré una licencia de un mes y que nadie es insustituible. Mañana el coche
está listo y me voy de viaje. ¿Con qué ánimo, con qué garantías, regresaré
finalmente? Lo ignoro. Por ahora me atengo a las palabras de un predicador:
Basta al día su afán.
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