Teresa Wilms Montt
Job era el nombre de un
modesto pollino que tenía por exclusiva tarea llevar, desde el trillo al
granero, las alforjas repletas de rubio trigo.
Estaba
viejo el pobre Job. La carga y los palos que, sin mayor motivo, propinábale su
arriero, le habían aniquilado. A pesar de todo, humilde, resignado, cumplía con
su deber, pensando, allá en las tinieblas del calabazudo cerebro. que su
destino era morir, las alforjas sobre el lomo, durante el cotidiano trajín.
Como
la providencia es maternal y a toda cuita da su alivio, sucedió que Job fue
jubilado en repentino ablandamiento sentimental del amo. Era tiempo. Catorce
años de trabajo asiduo, del alba al crepúsculo, bien merecían recompensa. Job
se la ganó honradamente con abundante sudor de sus costillas.
Libre
ya de penurias, nuestro peludo héroe fue llevado al potrero, donde serpenteaba
cual rayo de luna, un despreocupado hilo de agua.
Verdino
estaba el campo, mansa la pradera y extendido manto de sedas flotaba en las
faldas de la montaña.
Job
abría grandes las fosas nasales, resoplando sobre las yerbas, aspirando sus
frescuras.
Sus
orejas se movían a impulsos de graciosos gestos, que él hacía para percibir
mejor las notas bulliciosas de los miles de insectos que amenizan la gran
fiesta estival.
Su
hocico iba de un lado a otro, voluptuoso de golosinas vegetales, mordiendo sin
método toda clase de malezas sabrosas.
Por
fin se regalaba a gusto después de una vida de privaciones. Entre tanto halago
recordaba el infeliz su juventud. “¿Fue acaso juventud la mía?”, se preguntaba.
Nació
hermoso. El cuerpecillo cubierto de rizada piel plateada, vacilaba sobre las
delgadas patas.
Largas,
derechas, las orejas amenazaban tocar los cuernos de la luna. Así se lo decía
su honesta madre, una paciente burra de noria, en tanto que amorosa hacía el
aseo del hijo, lamiéndolo tiernamente.
Cuando
Job pudo comer cáscaras de patata, cortezas de melones y otras blandas
cosillas, brutales los arrieros arrancáronlo de la protección materna, y sin
consultar su vocación, le pusieron al trabajo.
En
su joven seso, no concebía Job seres desalmados. ¿Por qué podían ellos existir
si él era resignado y ante todas las vilezas doblaba su larga cabeza gris?
Pero
había hombres crueles, pues él sentía que cargaban sus ancas con pesos que su
cuerpecito endeble, de tierno pollino, apenas podía resistir.
Sufría
mucho. Llenaban el corralón sus rebuznos doloridos. ¿Mas quién prestaría
atención a un burro?
Al
cabo del primer año de trabajo, su conducta obediente llamó la atención del
mayordomo de la granja, y éste bautizolo, irónicamente con el nombre de Job.
También
recordaba el cuadrúpedo las bromas de sus compañeros de establo; amargo sabor
subía a su gaznate, volviéndole incomibles las jugosas verduras.
Una
noche, después de rudo trabajar, advirtió que su corazón se abría dulcemente al
amor; también los asnos tienen corazón.
La
silueta robusta de una hermosa yegua baya que pacía en los alrededores del
establo, turbó su tranquilidad.
Espontáneo,
lleno de entusiasmo acercose el inexperto jumento al objeto de su inquietud y
puso a sus patas la ofrenda de pasión. Más le valiera haber guardado su
entusiasmo. ¡Infeliz Job! Como recompensa recibió un par de coces, viniendo a
amargar sus recién nacidas tribulaciones, los rebuznos de insolente regocijo
con que acogieron tan celebrado gesto los gaznápiros del corralón.
Desde
entonces, el desengañado burro escondió sus sentimientos, dedicándose a
rumiarlos tristemente, mientras hacía el camino desde el trillo al granero y
desde el granero al trillo. Todo a su alrededor predicábale esperanzas. La
campiña luminosa, inmenso racimo de apretados trigos; los árboles donde anidan
las voces del sol y de la vida, el collado quebrado en sombras, que se ofrece a
las alturas celestes en holocausto de mieses aromadas.
Job
no parecía oír ni gustar de nada: llevaba muerta la ilusión. Dicen los sabios
que a los burros les basta un desengaño para curarse de la fantasía.
El
jumento aceptaba todo. ¿Qué es la resignación sino agonía de ideales? Así,
cuando Job se encontró libre de esclavitudes, experimentó alivio y dolor.
Érale
angustiosa la libertad; sentía el cuadrúpedo la melancolía de un preso que en
cadenas hubiese perdido la vista.
Estaba
viejo. Jamás, jamás brotaría en su corazón aquel capullito que antaño le
hiciera estremecer de amor.
Vagaba
ahora por sotillos y potreros, gustando sólo del alimento, como un anciano
temeroso de soñar… Y sucedió que una de esas tardes de vagabundaje, vínole
repentino deseo de aventura y echando la pena al lomo, salió a recorrer
desconocidos senderos, sin volver la vista hacia atrás.
Caminaba
deteniéndose a trechos, para ramonear en uno que otro árbol del sendero que
tentaba con sus delicados cogollos su apetito de viejo. Perezosamente recorría
un trayecto que lo llevaría no sabía adónde.
Después
de mucho vagar, llamó su atención un punto que azuleaba sobresaliendo de los
incipientes sembrados, y que se balanceaba donairoso al soplo del viento.
–¿Qué
será aquello tan hermoso? –se decía Job–. Jamás he visto algo de igual belleza
en la granja del amo.
Pausado
el tranco, fuese allegando cautelosamente, temeroso de que el punto azul
desapareciese.
–¿Será
un pajarillo –pensaba– o será una flor?
Job
tenía sus recelos al aproximarse, pues una vez quiso demostrar su gran
admiración a una rosa y diole un beso. Torpe debió ser la caricia, pues la
flor, como creyéndose atacada, clavole sin piedad en el hocico, su puñal de
espinas.
Desconfiado,
sigiloso, acercose Job a la arrogante mata que mantenía erguido a los vientos
el objeto azul que despertara su codicia.
Una
gutural expresión de asombro escapó de su tragadero. ¿Estaría soñando? Si,
aquello era un cardo de corazón azul.
Haciendo
memoria, recordó nuestro burro la superficie del aljibe que, durante el día,
mostraba en su espejo igual colorido al de la flor; color que según oyó decir
cierto día a su arriero, era reflejo del cielo. Y el pobrecillo Job, que no
sabía de latines ni entendía de cielo, creyó que un pedazo de ese cielo había
caído para formar corazón a la flor.
Obscurecía
lentamente, montes y pinos destacábanse recortados en el horizonte
empalidecido. La noche empezaba a encender las estrellas de su cortejo.
Job
cavilaba, embebecido ante el cardo. Dura complicación albergaba en su opaco
cacumen.
La
cisterna quedaba lejos; ¿de qué medios se valdría para hacer la comparación
entre el color de la flor y del agua, si no le era posible aproximarlas?
Nervioso
husmeaba aquí y allá yerbas que no comía; su cola iba en desordenados giros
sacudiendo las hojas vecinas. ¿Cómo haría él para librarse de esta curiosidad
que le complicaba?
En
movimientos de interrogación se le ocurrió levantar por primera vez su cabeza
hacia los espacios.
Job
quedó suspenso. ¡Milagro de los milagros! la bóveda era, azul y estaba toda,
toda florecida de cardos.
***
Job ya no
recuerda sus tristezas, no sufre por su vida desierta.
Cuando
sus semejantes, todavía esclavos, reposan bajo el techo del establo, él los
abandona silenciosamente y se interna en las llanuras obscurecidas.
Allí,
en medio de la quietud, alza sus ojos al cielo envolviendo en una estática
mirada humana los fúlgidos cardos del campo azul.
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