Eduora Welty
No
se conocían, como tampoco conocían demasiado bien el lugar; estaban sentados el
uno junto al otro en aquella comida: una reunión que se volvió desenfadada
cuando los amigos de él y de ella comenzaron a reconocerse en el salón del
Galatoire. Era un domingo de verano, a esa hora de la tarde que parece tiempo
muerto en Nueva Orleans.
En cuanto vio el rostro atrevido y pálido de ella, él
supo que era el de una mujer que estaba teniendo una aventura amorosa. Fue uno
de aquellos extraños encuentros en que el impacto es tan grande que debe ser
convertido de inmediato en especulación de alguna clase.
Con un hombre casado, probablemente, supuso,
dejándose llevar por la emoción –él llevaba mucho tiempo casado–, sintiendo de
repente que su curiosidad era muy convencional, mientras ella seguía sentada a
su lado, con la mejilla apoyada en la mano, sin mirar más allá de las flores
que había en la mesa, y con ese sombrero que llevaba.
A él no le gustaba el sombrero más de lo que podían
gustarle las flores tropicales. No era el sombrero apropiado para ella, pensó
aquel hombre de negocios del Este que no tenía el menor interés en la ropa
femenina ni criterio para opinar sobre ella; y pensó en aquella inusual
ocurrencia de mala gana.
Debe de ser más que evidente, pensó ella, por eso
todos creen que pueden quererme u odiarme sólo con mirarme. ¿Cómo la perdimos,
aquella forma lenta y segura que, en el pasado, tenía la gente de saber cómo se
sentían los otros, con el privilegio asociado de retraerse cuando esa parecía
la mejor opción? La gente enamorada como yo, supongo, revela la forma de
acceder a los secretos de todo el mundo.
Aunque, decidió él, podía concluirse algo sobre el
problema de aquella mujer, al menos por el momento; sin duda, los implicados
aún seguían vivos. Sin embargo, su problema era el único del que él se sentía
del todo seguro en aquel lugar, como la única sombra reconocible en el
restaurante, donde los espejos y los ventiladores se apresuraban a perturbar la
luz, mientras las conversaciones se atropellaban y perturbaban la paz. La
sombra se encontraba entre los dedos de la mujer, entre su mano, pequeña y vulgar,
y su mejilla, como algo que siempre fuera mejor llevar encima. Entonces, de
repente, cuando ella bajó la mano, el secreto siguió allí, iluminándola. Era
una luz fuerte, vigorosa, que se alzaba desde debajo del ala de aquel sombrero,
tan cerca de todos ellos como las flores que había en el centro de la mesa.
¿Soñaba él con hacer que ella abandonara la
desesperanza que, era evidente, había cultivado allí abajo? Sabía muy bien que
no era así. No eran más que dos norteños que se hacían compañía. Ella alzó la
vista, miró el reloj grande de oro que colgaba de la pared y sonrió. Él no le
devolvió la sonrisa. Ella tenía la clase de rostro ingenuo que él relacionaba,
sin razón aparente, con el Medio Oeste, porque decía “enséñame”, tal vez. Era
un rostro de seriedad, de “ándense con mucho cuidado”, que la dejaba totalmente
huérfana en compañía de aquellos sureños. Él adivinó la edad de la mujer, como
no fue capaz de adivinar la de ellos: treinta y dos. Él tenía algunos más.
De todos los estados de ánimo del ser humano, la
impenetrabilidad deliberada es quizá la que se comunica con mayor rapidez: tal
vez sea la señal más exitosa y fatal de todas. Y dos personas pueden permitirse
ser impenetrables como pueden permitirse ser cualquier otra cosa.
–Tú tampoco tienes mucha hambre –dijo él.
Las aspas de las sombras de los ventiladores se
cernían sobre las cabezas de ambos, lo vio al mirar distraídamente al espejo, y
se vio a sí mismo sonriendo a la mujer como un malvado. Aquel comentario había
sonado lo suficientemente dominante y grosero para que todos los presentes
prestaran atención durante unos segundos; sonó incluso como la respuesta a una
pregunta que ella hubiera acabado de hacer. Las otras mujeres lo miraron. La
mirada sureña –la máscara sureña– de ironía, de “la vida es un sueño”, que
podía convertirse en todo un desafío en el momento más inesperado, él la
deseaba bien lejos. Prefería la ingenuidad.
–El calor de aquí abajo me deprime –dijo ella, con el
corazón de Ohio en la voz.
–Bueno, la verdad es que a mí también me crispa un
poco –respondió él.
Se miraron con agradecida solemnidad.
–Tengo el coche aquí, en esta misma calle, un poco
más abajo –dijo a la mujer mientras, terminada la comida, todos se levantaban
para marcharse, deseosos de regresar a sus casas y dormir–. Si te parece… ¿Has
ido alguna vez más al sur?
Fuera, en Bourbon Street, bajo el calor de julio,
ella preguntó a su hombro:
–¿Al sur de Nueva Orleans? No sabía que hubiera algo
más al sur. ¿Sigue y sigue sin cesar?
Ella se rio y se ajustó aquel exasperante sombrero de
un modo distinto. Era más que frívolo, era llamativo, y llevaba una especie de
cinta brillante atada alrededor de la paja, que colgaba y revoloteaba.
–Eso es lo que te voy a enseñar.
–Oh. ¿Has estado allí?
–¡No!
La voz de él resonó en aquella acera estrecha y
desigual y se deslizó por las paredes. Las fachadas de las casas, coloridas y
desconchadas, tenían manchas como las de las bestias desvaídas y asustadizas, y
estaban calientes como un muro de vegetación que parecía respirar igual que una
flor por encima de ellos mientras caminaban hacia el coche allí aparcado.
–Es sólo que no puede ser peor… ya veremos.
–De acuerdo –dijo ella–. Lo veremos.
Así, sus acciones reducidas a amabilidad, entraron en
el coche; un Ford convertible rojo claro que tenía por techo una lona raída y
que llevaba al sol todas aquellas horas que había durado el almuerzo.
–Es de alquiler –dijo–. Pedí que le retiraran la
capota y me dijeron que me había vuelto loco.
–Es desmedido. Un calor degradante –dijo ella, y
añadió–: no importa.
El forastero de visita en Nueva Orleans siempre se
dispone a salir de allí como si lo hiciera de un laberinto. Avanzaron por
calles estrechas de sentido único, dejando atrás flores violeta pálido en
plazas cansadas, campanarios marrones y estatuas, el balcón con el
probablemente famoso mono negro que se desliza a toda velocidad por la verja
como si lo hiciera por una pista de baile, por los enrejados y celosías hasta
llegar a los cisnes de hierro, pintados de color carne, que hay en las
escaleras de entrada a las casas de la periferia.
Conduciendo, él desplegó su mapa nuevo y señaló un
lugar con el dedo. En la intersección marcada como Arabi, donde la carretera se
apartaba del laberinto y él la tomó, un negro sentado debajo de una sombrilla
oscura, a horcajadas sobre una caja en la que se leía la palabra “bolero”
escrita con gis, alzó su mano negra y rosa y les dijo adiós lánguidamente. Ella
se dio cuenta y le devolvió el saludo.
Por debajo de Nueva Orleans había insectos
enfurecidos a ambos lados de la carretera de hormigón, aunque no estaban
juntos; parecía que fueran dos bandas musicales que tocaran por separado. El
río y el talud seguían en el lado de ella, desperdicios, maraña y algún que
otro poblado en el de él: las casas de los pobres. Familias más grandes que las
casas llenaban los jardines. Él conducía, saludaba con la cabeza de un lado a
otro, mirando a la gente, casi con gesto ceñudo. A medida que pasaba el tiempo
y se alejaban de Nueva Orleans, se veían muchachas cada vez más jóvenes y de
piel más oscura en los porches, en las escaleras de los porches, con el cabello
negro azabache recogido en alto, y abanicos de hoja de palma desgarrados que se
alzaban y caían como bandadas de mariposas.
Los niños que correteaban por allí iban casi todos
desnudos.
Ella observaba la carretera. Cangrejos de río
cruzaban sin cesar frente a las ruedas, con su expresión adusta y aquellos
sombreritos, a toda prisa.
–How the Old Woman Got Home –murmuró ella para
sí.
Él señaló, mientras pasaba por delante a toda
velocidad, una cacerola llena de cinias que descansaba sobre la puerta abierta
de un buzón, a un lado de la carretera, y llevaba una notita anudada al asa.
Viajaron prácticamente todo el tiempo en silencio. El
sol continuaba aplastándolos. Se encontraron con pescadores y otros hombres
dedicados a distintas actividades, algunos vestidos con pantalones de color
azufre, paseando o montados a caballo; vieron carros, camiones, barcas
transportadas en camiones, barcas en lo alto de vehículos: todos salían a su
encuentro, como si allí de donde venía aquel coche sucediera algo de gran
trascendencia, y él y ella hubieran decidido perdérselo. En la litera de casi
todos los camiones, por lo demás vacíos, había un hombre tumbado, sin zapatos,
con el aspecto vulgar y enrojecido de quienes duermen durante el día,
agitándose en sueños. Después llegaron a una especie de tierra de muerte, donde
nadie salió a su encuentro. Él se aflojó el cuello de la camisa y la corbata.
Atravesaban el calor a toda velocidad y era como si tuvieran ventiladores
enfocados hacia sus mejillas. Los claros se alternaban con la jungla y los
cañaverales como algo probado, probado de nuevo. Carreteras de conchas pequeñas
se abrían a ambos lados; de vez en cuando un camino de tablones conducía hasta
el verde amarillento.
–Como una pista de baile, ahí dentro –señaló ella.
–Ahí dentro hay petróleo, creo –le informó él.
Había miles, millones de mosquitos y jejenes. Todo un
universo de mosquitos, que no hacía más que crecer.
Una familia de ocho o nueve personas caminaba por la
carretera en la misma dirección que el coche, golpeándose con los palmitos.
Talones, hombros, rodillas, pechos, parte posterior de la cabeza, codos, manos,
recibían el golpe cada uno a su debido tiempo como si jugaran cada uno consigo
mismo.
Él se dio una palmada en la frente y aceleró. (Su
esposa no mostraría su lado más benévolo si llevara la malaria a casa y la
contagiara a toda su familia). Más y más cangrejos y otras criaturas con
caparazón plagaban el camino, correteando o arrastrándose. Aquellas pequeñas
muestras, simples bromas de la creación, persistían y en ocasiones perecían,
cuantas más había más se adentraban en la carretera. Tortugas de agua dulce y
tortugas marinas se asomaban sin cesar al horizonte de los taludes.
Allí atrás, en los márgenes, era aún peor; pieles
reptantes que las balas no lograban atravesar, cuya presencia era difícil de
creer, sonrisas que emergían del lodo primigenio.
–Despierta.
Ella le dio un golpecito muy oportuno en el brazo. Se
habían desviado hacia el otro lado de la carretera. Aún conduciendo deprisa, él
desplegó el mapa.
Como un amanecer fuera de lugar, la luz del río
inundaba el entorno; ellos dos subían el talud por una pequeña carretera hecha
de conchas.
–¿Cruzamos aquí? –preguntó él con educación.
Es probable que él, a lo largo de años y kilómetros,
hubiera calculado el tiempo exacto que podían hacer esperar a aquel diminuto
ferry. Derrapando de bajada por la falda del talud, el suyo fue el último coche
en entrar, el único que aún pudo hacerse un hueco. Bajo la escasa sombra de un
sauce, la pequeña embarcación, de aspecto poco profesional, golpeó el agua
mientras él, con la pericia de un experto, subía a bordo.
–¡Dígale que le pondremos tapacubos! –gritó uno de
los muchos jóvenes de ojos oscuros y piel aceitunada que había allí de pie,
vestidos con llamativas camisetas, abrazándose con alegría porque el último en
llegar ya había embarcado. Otro muchacho trazó sus iniciales sobre el polvo que
había en la puerta del lado de la mujer.
Ella abrió la puerta del coche y salió, y tras
permanecer un instante inmóvil en la plataforma, comenzó a subir por la pequeña
escalera de hierro. Apareció arriba, por encima del coche, en el diminuto
puente que había debajo de la ventana del capitán y la sirena.
Desde allí, mientras el barco seguía demorándose en
una suerte de trance –como si estuviera demasiado lleno para intentar la salida–,
ella se fijó en la cubierta alargada, separada por un borde herrumbroso del
agua reluciente e inclinada.
Los pasajeros que caminaban y avanzaban a empujones
por allí tenían también un aspecto extrañamente poco profesional, como si
fueran viajeros aficionados. Disfrutaban tanto. Todos se conocían. Las latas de
cerveza pasaban de mano en mano, se hacían apuestas en voz alta, una tras otra,
sobre asuntos locales, especiales, que a todos interesaban. Un hombre
pelirrojo, en un arrebato de desenfreno, trató de regalar su carga de gambas a
un hombre que había en el otro extremo del barco –casi todos los camiones iban
cargados de gambas–, lo cual provocó algún que otro insulto y luego gritos de “¡Son
buenas! ¡Son buenas!” por parte de quien ofrecía el regalo. Los jóvenes, que se
apoyaban los unos en los otros, se preguntaron qué sucedería a continuación y
entornaron los ojos con expresión ausente.
Una radio agujereó el aire por detrás de la mujer.
Como un enorme gato cerniéndose sobre ella, el capitán asimilaba la noticia del
robo de un magnífico automóvil.
Finalmente se produjo una tremenda explosión: la
sirena. Los contornos cercanos al sonido se estremecieron, todos dijeron algo,
todos los demás.
Empezaron a avanzar sin percibir el movimiento, pero
el sombrero de ella salió volando. Cayó trazando espirales a la cubierta de
abajo, donde él, gracias al cielo, salió del coche a toda velocidad y logró
atraparlo. Todos alzaron la vista para mirar con franqueza a la mujer, que se
cubría la cabeza con las manos.
El pequeño sauce comenzó a alejarse y con él su
sombra. Ella sentía el calor como una carga sobre la cabeza. Se agarró a la
barandilla ardiente que tenía frente a sí. Era como manejar un hornillo. Los
hombros caídos, el cabello revoloteando, la falda zarandeada por aquel viento,
fuerte y repentino, la mujer permaneció allí de pie, pensando que los demás se
darían cuenta de que lo único que podía hacer toda ella era esperar. Las manos
resueltas, con el bolso que le colgaba de la muñeca y se balanceaba hacia delante
y hacia atrás: los tres parecían objetos que se estuvieran destiñendo, como si
no pertenecieran a nadie. Ella no tenía ninguna sensación en la piel del
rostro; tal vez estuviera llorando, sin saberlo. Podía mirar abajo y verlo a él
en el piso inferior, su sombra oscura, el sombrero rescatado, su cabello negro.
Aquel cabello que, a causa del viento, resultaba excesivamente largo y
ondeante. Él no podía imaginar que desde allí arriba tuviera un brillo rojizo,
como el de un animal. Cuando ella alzó la vista y la dirigió al exterior, un
vórtice de luz atravesó y cubrió las olas marrones como una estrella en el
agua.
Al fin él le subió el sombrero. Ella lo recogió –inservible–
y lo sujetó contra su falda. Lo que decían abajo era más agradable que sus
rostros reflectores.
–¿De dónde crees que es ese hombre?
–Apuesto a que es de Lafitte.
–¿De Lafitte? ¿Y qué apuestas, eh? –Todos ellos
agachados bajo la sombra de los camiones, en cuclillas, riéndose.
Ahora la sombra de él cubrió en parte el cuerpo de
ella; el barco había dado una sacudida por culpa de la corriente. El brazo y la
mano ensombrecidos de ella se sintieron apartados del ardor de la luz y el
agua, y la mujer deseó humildemente un poco de esa sombra en la cabeza. Le
había parecido algo tan natural, aquello de subir por la escalera y quedarse al
sol.
Los chicos tenían una sorpresa: un caimán a bordo.
Uno de ellos lo sujetaba con una cadena y lo paseaba por cubierta, entre los
coches y los camiones, como si fuera un juguete: un trozo de piel que caminaba.
Él pensó: bueno, tenía que llegar el día en que atraparan alguno. Es domingo
por la tarde. Así que lo han subido a bordo, y lo pasean por el río
Mississippi… Las ganas de jugar del caimán sorprendieron a todos los que
viajaban en aquel ferry. La ronquedad de la sirena del barco, por decirlo de
forma breve, parecía formar parte de la apreciación general.
–¿Quién quiere pelear con él? ¿Quién quiere, eh? –gritaron
dos muchachos, mirando hacia arriba.
Otro, que tenía los brazos del mismo color que los camarones,
correteaba de un lado para otro, fingiendo que el caimán lo había mordido.
¿Qué tenían de divertido unas mandíbulas capaces de
morder? ¿Y qué peligro había en aquella repulsión para tener que exhibir con
vanidad la captura de aquella prueba definitiva y real de una suerte de horror
heroico hacia el dragón ante los ojos de payasos campesinos?
Él se dio cuenta de que ella miraba el caimán sin la
menor sombra de miedo. Había establecido la distancia: el número de pies y
pulgadas entre ella y el animal parecía importarle.
Tal vez su serenidad era para él lo mismo que la
sombra de su cuerpo para ella, ambos inflexibles, allí arriba, cruzando el río,
que semejaba el mar y tenía todo el aspecto de la tierra bajo sus pies; lleno
de tierra rojiza, cargado de ella. Delante del barco parecía que se abriera una
veta mineral. Daba la sensación de que el río crecía en su vasta mitad con la
curva de la tierra. El sol se perdía por debajo de ellos. Como en memoria del
tamaño de las cosas, árboles arrancados de raíz se interponían en su camino,
cortando el aire y derrumbándose los unos sobre los otros.
Cuando llegaron al otro lado se sentían igual que si
hubieran estado haciendo carreras de cuadrigas en la arena, entre leones. La
sirena hizo vibrar las escaleras mientras ellos bajaban. Los muchachos, que
ahora parecían más altos, habían sacado sus coloridos peines y se peinaban el
cabello húmedo hacia atrás, en solemnes copetes sobre las radiantes frentes.
Poco antes se habían bañado en el río.
Los coches y camiones, después los pasajeros a pie y
los caimanes, que desfilaban balanceándose como un niño camino a la escuela,
todos ellos desembarcaron y subieron por el talud salpicado de algas.
Respetables y clementes, aquellas pieles, pensó la
mujer, forzándose a pensar de nuevo en el caimán al tiempo que se volvía para
mirarlo. Líbranos de los desnudos de corazón. (Como le habían dicho a ella).
Cuando llegaron al camino pavimentado, él oyó que
ella soltaba un leve suspiro y vio que su cabeza de color paja se volvía para
mirar atrás una vez más. Ahora que viajaba con el sombrero en el regazo,
también los pendientes resultaban llamativos. Una pequeña bola de metal
engastada entre diminutas y pálidas piedras preciosas bailaba junto a sus
mejillas, angulosas y ligeramente aterciopeladas.
¿Deseaba que viajara con ellos alguien más? Él pensó
que probablemente prefiriera viajar con su marido, si es que estaba casada (la
voz de su esposa) que con el amante que él le atribuía. Al margen de lo que la
gente decidiera pensar, las situaciones (si no las escenas) solían constar de
tres partes: siempre había alguien más. Aquel que no entendía, que no podía
entender a los otros dos se convertía en el formidable tercero.
Él echó una ojeada al mapa, que ondeaba en el
asiento, entre los dos, después a su reloj, luego a la carretera. Allí fuera,
el increíble resplandor de las cuatro en punto.
En esa zona del río la carretera continuaba por la
parte baja del talud y lo seguía. Hacía un calor más profundo, deslumbrante e
intenso que el anterior: su coraje. La carretera se fundió con el calor como se
había fundido con el río invisible. Serpientes muertas extendidas a lo largo de
la carretera cual indicadores: mosaicos de franjas incrustadas, secas como el
polvo, que las ruedas lamían a intervalos que comenzaban a parecer mecánicos.
No, el calor estaba frente a ellos, un poco más
adelante. Lo veían haciéndoles señales, tembloroso en el aire sobre el blanco
de la carretera, siempre a cierta distancia, titilando levemente como una tela,
con bordes ondeantes de verde y oro, fuego y azul celeste.
–En Syracuse nunca hace este calor –dijo él.
–Tampoco en Toledo –respondió ella con los labios
secos.
El coche corría por una inmensidad desierta y
cruzaban cada vez menos ciudades, más insignificantes. Debajo de todo había
agua. Incluso allí donde quedaban extensiones de jungla, se oían chapoteos bajo
los árboles. En las aguas abiertas algunos barcos avanzaban lentamente a través
de lo que parecían interminables praderas de flores de plástico.
Con los ojos dominados por el brillo y la enormidad,
ella sintió que el pánico crecía en su interior, como una náusea repentina. ¿Se
habían adentrado mucho más allá de preguntas y respuestas, ocultación y
confesiones? Aquella era una pregunta nueva, cargada con una fuerza propia, que
esperaba. ¿Cuánto costaría aquel viaje? ¿Resultaría muy costoso?
–Me da la impresión de que tu carretera no puede
llegar demasiado lejos –comentó ella con tono animado–. Mira allí, ya es todo
agua.
–Tiempo muerto –dijo él, y después giró por una
carretera de conchas blancas que se abrió apresuradamente ante ellos por la
izquierda.
Cruzaron a toda velocidad las cercas para el ganado,
donde unas flores púrpura, con rayas y crestas, se abrían entre las enredaderas
del talud, y llegaron a un claro largo, estrecho, verde y segado: un
cementerio. Un camino pavimentado se extendía entre dos cortas hileras de
sepulcros elevados, todos ellos blanqueados, limpios y brillantes como rostros
con el inmenso cielo teñido de rojo de fondo.
El camino era igual de ancho que el coche, tan solo
le sobraban unas pulgadas. El hombre condujo entre los sepulcros lentamente
pero como si fuera una proeza. Los nombres ocuparon poco a poco sus lugares en
las paredes, a la altura de los ojos, nombres tan cercanos como los de alguien
que se detiene a media conversación, y tan lejanos en cuanto a sus orígenes, y
a su música y su vieja añoranza, como España. A intervalos se veían ramilletes
de cinias, adelfas y alguna clase de flores púrpuras, todas ellas frescas,
colocadas en tarros de cristal, como hermosos símbolos de bienvenida sobre una
cómoda.
Siguieron avanzando hacia un terreno que se abría un
poco más adelante, con hierba de un verde violento, que se extendía ante la
silueta verde y blanca de la iglesia con arriates alrededor, nochebuenas sin
flores que llegaban hasta los alféizares de las ventanas. Más allá había una
casa, y a la izquierda de la puerta de la casa, un bagre acabado de pescar que
tenía el tamaño de un bebé; un pescado con barbillas que no dejaba de sangrar.
Colgada de la cuerda del tendedero, en el jardín, se aireaba la sotana de un
sacerdote, balanceándose a la altura de un hombre, con una oscilación vaga,
como la de un tren o la de una dama, movida por una brisa vespertina que de
otro modo habría parecido imaginaria, procedente del río que no veían pero
sentían.
Con el motor apagado y el rugido de los insectos
alrededor, se quedaron contemplando el verde, y el blanco, y el negro, y el
rojo y el rosa, apoyados en los lados del vehículo.
–¿Cómo es tu mujer? –preguntó ella. La mano derecha
de él se levantó y se desplegó: una mano de hierro, de madera, cuidada. Ella
alzó los ojos hacia el rostro de él. Él la miró como aquella mano.
A continuación él encendió un cigarrillo, y el
retrato, y el gesto de su mano derecha, se desvanecieron. Ella sonrió con
naturalidad, como si estuviera presenciando una obra de teatro, y él estaba
molesto, en el cementerio. Ninguno de los dos se arriesgó a hablar del marido
de ella, en caso de que lo tuviera.
Bajo los postes que sostenían la casa del sacerdote,
donde había un barco, terminaba el suelo firme y los palmitos y los jacintos de
agua no podían esperar a comenzar. De súbito, los rayos de sol, desde detrás
del coche, alcanzaron aquel punto bajo e impactaron contra las flores. El
sacerdote salió a su porche en ropa interior, miró fijamente el coche durante
unos segundos, como preguntándose qué hora sería, después recogió la sotana del
tendedero, el pescado de la puerta, y volvió a entrar en su casa. A él le
esperaban las vísperas.
Después de salir en reversa entre las tumbas, él
siguió manejando hacia el sur, bajo la puesta de sol. Adelantaron a un anciano
que caminaba con paso brioso en la misma dirección que ellos, solo, vestido con
una camisa limpia y llamativa, con un estampado de dos palmeras, abanicándose
el pecho con fuerza. Mejor habría sido que la camisa fuera de una mujer negra y
rolliza, pero ella no la tenía. El hombre les hizo gestos ampulosos.
–Están llegando al final de la carretera –dijo el
anciano. Señaló al frente, se dio un golpecito en el ala del sombrero mientras
miraba a la dama y volvió a señalar al frente–. Fin de la carretera.
No entendían qué quería decirles.
–Llévenme.
Siguieron manejando.
–Si continuamos tendremos que ir por encima del agua,
¿no crees? –preguntó él con tono vacilante al llegar a ese punto extraño.
–Tú lo sabrás mejor que yo –respondió ella con
educación.
Hacía rato que la carretera no estaba pavimentada
sino que era de conchas. Llevaba a una población pequeña, de pocos habitantes,
pero con más terreno alrededor. Al borde del claro, justo delante de las
llamaradas de sauce tras las cuales se había escondido el sol, la hilera de
casas y chozas hacía frente a las aguas anchas, coloridas y movedizas que se
extendían hasta alcanzar el horizonte y parecían un brazo de mar. Las casas,
sobre aquellos postes enmarañados, disparejas, algunas de ellas con tablones a
modo de pasarelas en lugar de escalones, eran endebles y todas iguales, y no
mucho más grandes que las barcas atadas en el embarcadero.
–Venice –anunció él, y soltó el crujiente mapa en el
regazo de ella.
Siguieron deslizándose por el corto tramo de camino.
El final de la carretera –ella no recordaba haber visto una carretera que,
simplemente, terminara– tenía forma de cuchara, con un tocón en la hondonada
alrededor del cual dar la vuelta.
Lo rodearon y él detuvo el coche, y ambos bajaron,
decepcionados, en medio de una pausa extensa y repentina o un apagamiento que
era como un bostezo. Avanzaron a pie en dirección al agua, donde en un
embarcadero que parecía tranquilo había hombres en grupos de dos y de tres de
espaldas a ellos.
La cercanía de la oscuridad, los árboles aún sin
cortar, agua brillante escondida parcialmente bajo un lecho de flores,
casuchas, silencio, siluetas oscuras de barcos atados, después los primeros
sonidos de gente justo al otro lado de las delgadas paredes: todo eso los
alcanzó. Montículos de conchas como nieve de días, teñidos de rosa, colocados
alrededor de una choza céntrica en la que había un letrero de cerveza. En el
porche de allí arriba había un anciano que sostenía un periódico abierto, y
frente a él, un ganso gordo y blanco, sentado en el suelo. Abajo, en el claro
ahora libre de sol y de sombras, otro anciano, con un resplandeciente haz de
luz bajo el ala de su sombrero, zurciendo una vela.
Cuando la mujer miró alrededor, convencida de que en
algún lugar habían encendido una fogata, se fijó en que entre el calor había
surgido la luna llena. Justo detrás de los árboles, enorme, anaranjada, seguía
su ascenso. Surgieron nuevas luces que parecían distantes y mostraban siluetas
de musgo colgante, o se deslizaban y se astillaban sobre el agua que alcanzaba
la orilla del suelo donde estaban ellos dos.
Él le tocó el brazo, sin querer.
–Hemos llegado a los confines del mundo –dijo él.
Ella se rio, creyendo que la había tocado un
murciélago, mientras dirigía la mirada hacia un pálido montón de jacintos de
agua –aún a medio abrir, encendidos, iluminados por la luna, a ras de sus pies–
a través de los cuales se habían abierto caminos de agua para los barcos. Ella
se llevó las manos a la cara, bajo el ala del sombrero; sintió que sus propias
mejillas eran jacintos, aún tenía la piel rebosante de luz y de cielo,
desprotegida. Las estridentes campanas tocaban a vísperas.
–Creo que no estoy bien. Para empezar, he aceptado
hacer esta excursión –dijo ella, como si él lo hubiera dicho antes y ella sólo
mostrara su acuerdo de manera esperanzada, voluntariosa, desesperante.
Él la agarró del brazo y dijo:
–Venga, vamos… Al menos aquí podremos beber algo.
Pero de la superficie del agua oscurecida surgió un
sonido sordo y acompasado. Estaba llegando otro barco, abriéndose camino entre
las trampas de flores oscuras, duras, tenaces, a través de la luz temblorosa de
lo que al principio parecían antorchas. Él y ella esperaron a que llegara el
barco, confiando en la paciencia del otro. Como surgidos de una neblina de
penumbra o de un soplo, una multitud de mosquitos y jejenes llegó cantando y los
atacó. El barco daba sacudidas, los hombres reían. Alguien le ofrecía camarones
a un compañero.
Entonces él podría haber ladeado su oscurecida cabeza
de habitante de la ciudad en dirección a ella; pero ella no lo miró, sólo volteó
cuando él lo hizo. Ahora los montículos de conchas, al igual que las chozas y
los árboles, eran totalmente morados. Los cuadrados que escondían ventanas no
del todo auténticas se habían llenado de luz. Un estrecho letrero de neón, el
letrero solitario, desprendía su resplandor sobre el tejado de la choza donde
vendían cerveza: “Bar de Baba”. En el porche había una luz encendida.
El interior, que parecía un establo, estaba bien
iluminado y sin pintar, como si aún no estuviera terminado, y un tabique
separaba aquel espacio del que continuaba detrás. Uno de los cuatro jugadores
de cartas sentado a la mesa que ocupaba el centro de la sala era el hombre que
leía el periódico; ahora tenía el periódico metido en el bolsillo del pantalón.
En el centro del tabique había un bar, en forma de una ventanilla que se abría
a la otra parte, con un saliente superior de segunda mano, calado y barnizado.
Atravesaron la sala y se sentaron, allí solos, en taburetes de madera. Un
conjunto de carteles jocosos, recortes de periódico, tiras cómicas, tarjetas
agudas, ingeniosas, y mensajes personales que tenían una importancia especial
para el dueño o sus amigos decoraban el saliente y enmarcaban el lugar donde
debería haber estado Baba, que no estaba allí.
A través de la ventanilla les llegó un olor a ajo,
clavo y pimentón, una gran nube caliente se escapaba de un caldero que ahora
veían sobre los fogones, al fondo de la otra habitación. Una espalda enorme,
supuestamente femenina, coronada por un recogido de cabellos blancos
enroscados, sostenía un cucharón con los brazos en jarras. Un joven se acercó a
ella, robó algo de la olla con los dedos y se lo comió. En el bar de Baba
estaban hirviendo camarones.
Cuando pudo ir a atenderlos, Baba se acercó a paso
lento a la barra, joven, con su negra cabeza, de muy buen humor.
–La cerveza más fría que tengas. Y comida. ¿Tú qué
quieres?
–No tomaré nada, gracias –respondió ella–. En
realidad, no creo que pudiera comer.
–Yo sí puedo –dijo él, y movió la mandíbula hacia
fuera. Baba sonrió–. Quiero un buen sándwich de jamón.
–Podría haberle pedido un poco de agua –comentó ella
cuando Baba ya se había ido.
Mientras esperaban el lugar parecía muy tranquilo. El
borboteo de los camarones, la risa lejana de Baba y el sonido de las cartas,
como el golpeteo de las palomillas contra el mosquitero, parecían llegar a tropezones.
La respiración regular que oyeron procedía de un perro grande y fuerte que
dormía en un rincón. Pero el lugar era luminoso. Las luces eléctricas colgaban
desordenadamente por toda la sala en una especie de telaraña de alambres viejos
atados a las vigas.
En uno de los mensajes clavado ante sus ojos se leía:
“¡Joe! ¡Al chicoo!”. Estaba muy amarillento, parecía incluso más viejo que el
bar de Baba. Fuera, el mundo era todo oscuridad.
Dos niños, casi iguales, casi del mismo tamaño, y que
se acababan de lavar, irrumpieron en la sala con un doble golpeteo del mosquitero
y comenzaron a dar vueltas alrededor de los jugadores de cartas y a meterles
las manos en los bolsillos.
–¡Cinco centavos para caramelos!
–¡Cinco centavos para caramelos!
–¡Lárguense y déjenme jugar!
Siguieron dando vueltas y le chillaron al perro, se
metieron debajo de la barra, corrieron hasta la cocina, regresaron y se
colgaron de los taburetes del bar. Uno de los niños llevaba una lagartija viva
en la camisa, aferrada a él como si fuera un broche, como un lapislázuli.
Trayendo consigo un intenso olor a talco de geranio,
entraron varios hombres, todos ellos vestidos con camisas llamativas. Algunos
se acercaron a la barra, otros se quedaron observando la partida de cartas.
Cuando Baba salió con la cerveza y el sándwich, ella
le preguntó:
–¿Podrías traerme un poco de agua?
Baba sonreía a todo el mundo. Ella decidió que la
mujer que había allí al fondo debía de ser la madre de Baba.
A su lado, él bebía cerveza y se comía el sándwich de
jamón, queso, tomate, pepinillo y mostaza.
Antes de poder terminárselo, uno de los hombres que
acababa de entrar le hizo señas desde el otro extremo de la sala. Era el
anciano de la camisa estampada con palmeras.
Ella alzó la cabeza y vio que él se levantaba y la
dejaba sola, y todas las cabezas voltearon para mirarla, desde todos los
rincones de la sala. Durante un minuto no se jugó ninguna carta. De manera
distante, como si aceptara la luz de Arcturus, aceptó que debía de ser más
hermosa o tal vez más frágil que las mujeres que aquellos hombres veían todos
los días de su vida. Y fue precisamente aquel pensamiento reflejado en un
rostro de mujer, y a esa hora, lo que les resultaba familiar.
Baba sonreía. Había dejado una botella marrón helada
delante de ella en la barra, y un sándwich grueso, y la miraba fijamente. Baba
la obligó a cenar, por lo que era.
–Lo que el viejo quería –dijo él cuando al fin
regresó a su lado– era que un amigo suyo se disculpara. Al parecer el amigo hizo
un comentario al entrar. Y sus conocidos le dijeron que había una dama en la
sala.
–Veo que le invitaste a una cerveza –dijo ella.
–Bueno, me dio la impresión de que el viejo quería
algo.
De pronto la máquina de discos los interrumpió desde
el rincón con la misma vieja canción que sonaba en todas partes. La media
docena de máquinas de monedas que cubrían la pared fueron asaltadas como mayos
y puestas en marcha por un numeroso batallón de niños.
Había tres pequeños en cada máquina. Al parecer, la
costumbre local era que uno tiraba de la palanca por el amigo que se encaramaba
para meter la moneda de cinco centavos mientras el tercero cubría las imágenes
con la palma de la mano durante la partida, para sorprender a los otros si algo
sucedía.
El perro seguía durmiendo frente a la atronadora
máquina de discos, sus costillas agitándose como un acordeón. A un lado de la
habitación un hombre con un gorro que cubría su mata de cabello blanco se
esforzaba por abrir una puerta mosquitera, pero estaba atascada. Era él quien,
al entrar, había hecho el comentario considerado procaz, y ahora intentaba
salir por el otro lado.
Palomillas gruesas como lingotes trataban de entrar.
Los jugadores de cartas prorrumpieron en gritos de burla, de alegría, después
de burla cansada entre ellos; era probable que llevaran allí toda la tarde,
eran los únicos que no iban limpios y afeitados. Los dos niños que habían
llegado primero volvieron a entrar corriendo, con el doble golpeteo. En esa
ocasión traían monedas. Los apartaron de la mesa como si fueran mosquitos,
pasaron a toda velocidad debajo de la barra hasta llegar al caldero que había
al otro lado y se aferraron a la madre de Baba. El final de la tarde estaba a
punto de llegar.
Ahora casi nadie les prestaba atención. Él se comía
otro sándwich, y ella, que se había terminado parte del suyo, se abanicaba la
cara con el sombrero. Baba había levantado la trampilla de la barra y había
salido a la sala. Detrás de su cabeza había un cartel en el que se había
escrito con lápiz anaranjado: “El baile del camarón. Domingo P. M.”. Era
aquella noche, y aún estaba por llegar.
De súbito, ella hizo un movimiento para bajar del
taburete, tal vez deseando salir de allí a la nada que se abría tras los
escalones de entrada, para estar tranquila un momento. Pero él la agarró de la
mano. Bajó del taburete y, con paciencia, rodeándole la mano con la suya –como
si ella hubiera parecido a punto de ceder, de desmayarse– comenzó a moverla,
guiándola. Estaban bailando.
–Se me ocurrió que esto es lo que hay para nosotros,
lo que tú y yo nos merecemos – susurró ella, mirando la sala por encima de su
hombro–. Y todo este tiempo, es de verdad. Es un lugar de verdad, alejado de
todo, aquí abajo…
Bailaron agradecidos, con formalidad, al ritmo de una
canción en lo que debía ser el dialecto local, sin que nadie les prestara
atención mientras siguieran juntos, y los niños se gastaban los centavos de sus
familias en las máquinas tragamonedas, tirando con fuerza de las palancas con
continuado estrépito y sin molestar a nadie mientras ganaban.
Cuando comenzaron a moverse juntos demasiado bien,
ella dijo rápidamente:
–Uno de esos recortes de prensa era sobre un tiroteo
que tuvo lugar aquí mismo. Supongo que se sienten orgullosos de ello. Y ese
espantoso cuchillo que llevaba Baba… Me pregunto qué me habrá llamado –le
susurró al oído.
–¿Quién?
–El que te pidió disculpas.
Si habían de sobrepasar los límites, ese era el
momento de hacerlo, cuando él la sujetaba cerca de su cuerpo y la hacía girar,
cuando ella se dio cuenta de que él no podía evitar ver el morado que tenía en
la sien. Debía de estar a seis pulgadas de sus ojos. Ella lo sintió
resplandecer como una estrella maligna. (Ahora le tocaba a ella vengarse por la
mano que él le había levantado cuando había intentado ser amable y le había
preguntado por su mujer). Siguieron bailando mientras cambiaba el disco, en
silencio e inmóviles, juntos en mitad de la habitación, un momento intermedio.
Después se convirtieron en un equipo compenetrado –como
bailarines españoles profesionales ataviados con máscaras– mientras sonaba la
canción lenta.
Sin duda, incluso aquellos que viven ajenos al mundo,
en esos momentos, necesitan sentir el tacto de los otros, o todo está perdido.
Rodeándose con los brazos, sus cuerpos trazando círculos sobre aquel suelo
oloroso, que hacía poco habían asegurado con clavos, ambos eran, al fin,
impermeabilidad en movimiento. La habían encontrado, y casi perdido: habían
tenido que bailar.
Eran lo que el corazón de cada uno había deseado
aquel día, para ellos mismos y para el otro.
Hacían tan buena pareja que ella levantó la cabeza
una vez y esbozó una media sonrisa.
–¿A quién beneficia que nos hayamos exhibido de este
modo?
Como la gente enamorada, tuvieron una superstición en
relación con sí mismos cuando salieron a bailar, y no se atrevieron a pensar en
las palabras “feliz” o “infeliz”, que podían caer sobre ellos, uno u otro, como
un relámpago.
Con un calor cada vez más denso siguieron bailando
mientras Baba acompañaba al cantante de voz de mosquito en el estribillo de “Moi
pas l’aimez ça”, enumerando los ças con un camarón caliente entre
los dedos. Los iba contando junto a las fuentes que la anciana ahora dejaba
sobre la barra, cada una repleta de camarones hervidos hasta la iridiscencia,
como montículos de madreselvas.
El ganso salió de la habitación de detrás, pasó debajo
de la trampilla de la barra y se paseó entre las patas de las mesas y las
piernas de la gente, sin darse cuenta de que dos bailarines lo esquivaban con
cuidado, a quienes se les había ocurrido pensar, distraídamente, que aquel era
un ganso erudito, pues un rato antes habían oído a un anciano leerle. Los niños
lo llamaban Mimi y trataban de atraerlo hacia ellos. El viejo de la mata de
cabello canoso intentó de nuevo, tambaleante, salir por la puerta lateral
atascada; le dio una patada pero alguien lo convenció para que se quedara. El
perro dormido daba sacudidas y roncaba.
Ahora eran los bailarines quienes habían de
proporcionar las monedas para la máquina de discos; Baba tenía un cajón lleno
para cada ocasión. Hasta el momento a la pareja le habían gustado todas las
canciones. Era la música que se oía lejana por las noches, procedente de
tabernas de carretera delante de las cuales se pasaba a toda velocidad, a la
vuelta de esquinas animadas cuando la ciudad ya dormía, que ascendía desde la
feria ambulante por la montaña, con una extraña melodía que siempre lograba
repetirse. Aquel parecía un lugar acogedor.
Empapados en sudor, sintiendo el falso frío que
implica ese estado, al fin se detuvieron un momento en el porche, bajo el aire
acariciador de la noche, antes de marcharse. Las primeras figuras de las niñas
subían ya las escaleras bajo la luz del porche, con sus frentes floreadas, sus
cabellos negros recogidos, emanando sensaciones, aromas de pura abundancia.
Allí donde se lo habían aplicado al salir de la iglesia, el talco brillaba como
la mica sobre sus brazos aterciopelados.
Oliendo fuertemente a geranio, desfilaron por el
porche con pasos cortos y los dedos entrelazados, preparadas para prodigar
sonrisas en el interior de la sala. Él les abrió la puerta.
–¿Estás lista para irte? –preguntó.
El viaje de regreso fue mudo, silencioso, salvo por
el motor y los insectos que impactaban contra el coche. Muy pronto el
parabrisas quedó cubierto de ellos. Las luces atrajeron otras dos tormentas
giratorias, conos de objetos voladores que parecían a punto de prenderse fuego
en el último momento.
El hombre detuvo el coche y salió para limpiar el
parabrisas con los mismos movimientos bruscos y furiosos con que conducía. El
polvo se amontonaba en forma de cráteres sobre la maleza del borde del camino.
Bajo la ahora cenicienta luna el mundo viajaba a través de estrellas muy
tenues: muchísimas estrellas lentas, muy altas, muy bajas.
Era una tierra extraña, anfibia, y ya fuera cubierta
de agua o de vegetación enmarañada, o privada por completo de agua y árboles,
como ahora, contenía la misma soledad. Él contempló la enorme curva, como la
estepa, como llanuras anegadizas, como desiertos (todos ellos lugares
imaginarios para él); pero, por encima de cualquier parecido, era el Sur. El
cielo inmenso, delgado, extenso, pálido, cubierto de estrellas extraviadas, con
sus mantos de rayos a la deriva, pendía sobre aquella tierra como lo hacía sobre
el mar abierto. Allí de pie, a solas con la noche, percibió con fuerza lo
extremo de aquel lugar, como si todos los puntos de apoyo hubieran
desaparecido, como si, de repente, hubiera comenzado a nevar.
Entró de nuevo en el coche y arrancó. Cuando se movió
para darse palmadas furiosas en las mangas de la camisa, ella se estremeció al
sentir aquel cálido y húmedo viento nocturno que levantaba la velocidad. A
continuación, los faros del coche señalaron a dos personas: una pareja de
negros, sentados el uno frente al otro en el jardín, delante de su solitaria
cabaña, medio desnudos, combatiendo el calor de la noche con largas tiras de
trapos que agitaban sin cesar, en movimientos envolventes.
En los lugares descubiertos y sin gente había lagos
de polvo, fuegos encendidos en sus corazones. Las vacas sueltas formaban corros
a su alrededor, inmóviles en medio del calor, de la noche, sus astas elevadas
con fuerza hacia el resplandor.
Finalmente él volvió a detener el coche, y en aquella
ocasión le metió el brazo por debajo del hombro y la besó, sin que jamás
supiera si lo había hecho dulcemente o con violencia. Fue no poder distinguirlo
lo que le hizo saber que eso era el ahora. Entonces sus rostros se rozaron sin
besarse, inmóviles, oscuros, durante cierto tiempo. El calor entró en el coche
y los envolvió, atenazándolos, y los mosquitos ya habían comenzado a cubrirles
los brazos e incluso los párpados.
Más tarde, mientras atravesaban un extenso campo
abierto, él vio dos incendios. Tenía la sensación de que llevaban un buen rato
conduciendo sobre un rostro: enorme, ancho y vuelto hacia arriba. En los ojos y
en la boca abierta estarían los incendios que habían vislumbrado, allí donde se
había juntado el ganado: una cara, una cabeza, allí en el sur lejano, al sur
del sur, más abajo. Un cuerpo gigantesco tendido sin compostura, hacia abajo,
más y más, siempre, constante como una constelación o como un ángel. Llameante
y tal vez cayéndose, pensó él.
Ella parecía dormir profundamente, recostada como una
niña, con el sombrero en el regazo. Él siguió conduciendo con el perfil de ella
junto al suyo, detrás del suyo, porque se había inclinado hacia delante para
conducir más deprisa. Los pendientes de ella centelleaban con el movimiento
apresurado a un ritmo casi constante. Podrían haber hablado como lenguas. Él
clavó la mirada al frente y siguió conduciendo, a una velocidad que para aquel
Ford alquilado, recalentado y en absoluto nuevo, resultaba diabólica.
Ahora a menudo parecía que se iluminara de repente la
silueta de un establo, con el tejado y todo lo otro perfilado con neones
solitarios: un cine en una encrucijada. La misma carretera larga, blanca y
llana que habían seguido hasta el final y retomado ahora para regresar parecía
capaz, a aquellas alturas del camino, de regresarlos a casa.
Algo
es increíble, si alguna vez puede llegar a serlo, sólo cuando se cuenta; cuando
regresa al mundo del que salió. Cada uno por sus razones, pensó él, ninguno de
los dos contaría aquello (a menos que se lo sonsacaran): que, sin conocerse,
habían viajado juntos a un lugar desconocido del que ahora regresaban a salvo.
Por un margen muy ajustado, tal vez, pero suficiente. Ahora, sobre el talud,
como la aurora boreal, el cielo de Nueva Orleans, al otro lado del río,
titilaba ligeramente.
En aquella ocasión tomaron el puente, suspendido por
encima de todo, y se sumaron a la larga corriente de luces y coches que se
dirigían a la ciudad.
Luego él estuvo un rato perdido por las calles,
girando casi al azar junto al ruidoso tráfico, hasta que al fin consiguió
orientarse. Cuando paró el coche en el siguiente cartel y se inclinó hacia
delante y frunció el entrecejo para leerlo, ella se incorporó a su lado.
Estaban en Arabi. Arrancó y dio media vuelta.
–Ahora vamos bien –murmuró, y se permitió un
cigarrillo.
Algo que debía haber estado con ellos todo aquel
tiempo, de repente ya no estaba. En un momento, alto como el pánico, creció,
lloró como un humano y se desplomó.
–Al final no tomé agua –dijo ella.
Ella le dijo el nombre de su hotel, él la llevó hasta
allí y le dio las buenas noches en la acera. Se estrecharon las manos.
–Perdona… –porque, justo a tiempo, se dio cuenta de
que era lo que ella esperaba de él.
Y eso fue lo que hizo. Perdonarlo. En realidad, de
haberse despertado a tiempo de un sueño profundo, le habría contado su
historia. Desapareció tras la puerta giratoria, con gesto de arreglarse el
cabello, y a él le pareció que una silueta se acercaba a recibirla en el
vestíbulo. Él volvió a entrar en el coche y se quedó allí sentado.
No saldría hacia Syracuse hasta primera hora de la
mañana. Finalmente recordó la razón; su mujer le había recomendado que se
quedara allí donde estuviera un día más para poder entretener a unas viejas
amigas de la universidad, solteras, sin que él molestara.
Mientras ponía en marcha el coche reconoció en el
olor del aire de las calles, un aire exhausto y con la calidez de los cuerpos,
en el cual el flujo del alcohol era una parte inextricable, la señal de que la
noche de Nueva Orleans acababa de comenzar. En el bar de Dickie Grogan, cuando
él pasó por delante, la famosa Josefina recorría el teclado de su órgano
tocando Claro de luna. Cuando, con cuidado, dejó el pequeño Ford en el estacionamiento,
recordó, por primera vez en muchos años, los tiempos en que era joven y
desenvuelto, y estudiaba en Nueva York, y el chillido y el horror y la terrible
asfixia del metro tenían para él su significado originario en la cadencia y las
expectativas del amor.
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