Julio Ramón Ribeyro
De pura casualidad me encontré con Francesca en el Boulevard
Saint-Germain y como hacía dos o tres años que no la veía y como según me explicó
se había mudado a un departamento a dos pasos de allí subimos a su piso a tomar
una copa.
Era un departamento
pequeño, con vista al bulevar, pero sin duda poca cosa comparado con la linda y
amplia casa que tuvo en una época en Versalles, cuando aún estaba casada con el
pintor Carlos Espadaña. Yo recordaba con simpatía los grandes almuerzos que se dieron
en esa casa, almuerzos que se prolongaban hasta el atardecer y donde los veinte
o treinta amigos que asistíamos, después de comer magníficamente y beber como condenados,
terminábamos discutiendo a gritos en la terraza, jugando fútbol en el enorme jardín
y algunos tumbados en el césped y durmiendo la siesta.
Francesca me invitó
una copa de Sancerre. Me contó que después de su divorcio se había instalado en
ese pequeño departamento y se dedicaba al comercio del arte. Pero las cosas no iban
muy bien, pues se pasaba por una época de recesión y las transacciones de cuadros
y grabados eran escasas y poco productivas. Yo la escuchaba, observando el salón,
en cuyos muros se veían algunos de los cuadros de su exmarido, pero sobre todo muchos
grabados y dibujos de autores de segundo orden o desconocidos. En las estanterías,
en cambio, había una buena colección de libros de arte y catálogos de pintores y,
cuando me levanté para curiosear, vi el lomo de un libro forrado en damasco y sin
ninguna referencia. Al sacarlo noté que todas sus páginas estaban en blanco. Pero
era un hermoso libro, no sólo por la encuadernación sino por la calidad del papel,
que era grueso, ligeramente estriado y sus bordes exteriores bañados en pan de oro.
–Qué lindo –dije–.
Es como para escribir allí una obra maestra.
–¿Te gusta? Me lo
dejó mi hermano Domenico, el anticuario, ¿te acuerdas? Ese pesado que me detestaba
porque me casé con un peruano. Me lo regaló hace ya cinco años o más, cuando tuvo
que liquidar su negocio, mucho antes de que me divorciara de Carlos. Yo pensé siempre
escribir algo allí, pero no soy escritora. Mira, si te gusta –durante un momento
pareció dudar–, si te gusta te lo regalo. Tú le vas a sacar más provecho que yo.
Tú que eres escritor te puede inspirar.
Francesca insistió
y terminé por aceptar, pues yo era aficionado a ese tipo de cuadernos raros, antiguos,
que me servían para tomar notas o para dibujar. Ya me imaginaba escribiendo en esas
páginas sentencias o microtextos memorables. Luego de una larga cháchara me levanté.
Francesca tuvo la gentileza de acompañarme hasta el ascensor y se despidió con un
abrazo que yo encontré agradablemente caluroso.
El libro en blanco
lo coloqué en uno de los estantes de mi biblioteca y me olvidé por completo de él.
Lo que no impidió que a menudo me viniera a la mente la imagen de Francesca, sus
delicados rasgos de florentina que, a pesar de los años y de los difíciles momentos
que había pasado en su vida, conservaban un irresistible atractivo. Fue sobre todo
en los últimos tiempos que tuvo que pasar por dolorosos trances. Aparte de su divorcio,
uno o dos años antes su marido sufrió un grave accidente de auto que lo condujo
al hospital durante varios meses. Luego, estando ambos de vacaciones en Italia,
entraron ladrones a la casona de Versalles y se llevaron todo lo que pudieron, salvo
los cuadros abstractos de Carlos, cuyo valor artístico sin duda no comprendieron,
lo que los movió tal vez a tasajearlos con una navaja. Siempre pensé que lo que
más dolió a Carlos no fue que destruyeran sus cuadros sino que no se los llevaran,
desdeñándolos por los sofás, el televisor o la refrigeradora. Lo cierto es que este
incidente lo puso de un humor de perros, su vida en común se hizo insostenible y
meses después se divorciaron.
Dejé de ver a Francesca
durante un año o más hasta que reapareció en mi vida en circunstancias particulares.
Mi situación en mi trabajo –era traductor en una agencia de noticias– se había ido
deteriorando a raíz de la llegada de un nuevo jefe, un cretino que no admitía que
los periodistas tuvieran veleidades literarias. Un día me sorprendió, en un momento
de poco trabajo, leyendo a Proust y esto lo sacó de quicio.
–¡Leyendo novelas!
–exclamó–. ¡Y nada menos que En busca del tiempo perdido! ¿Cree que está
aquí para perder el tiempo? Así haya momentos de calma, los redactores deben aprovecharlos
para releer los cables del día o para repasar el Manual de redacción de la
agencia.
Como castigo por
lo que a sus ojos era una gravísima falta, me pasó al turno de la noche y tuve que
trabajar durante meses de una a siete de la mañana. Esto trastocó todos mis hábitos,
me era difícil dormir de día, comía a horas imposibles y finalmente resurgió una
antigua úlcera estomacal, sufrí una hemorragia y terminé en el hospital operado
de urgencia.
Estuve gravísimo
y fue entonces cuando Francesca reapareció. Se enteró de mi percance a través de
la amiga con la cual yo vivía y vino a verme casi todos los días al hospital. Me
traía frutas, revistas, mostrándose muy solícita y alarmada por mi salud. Durante
sus gratas visitas me contó que su situación había al fin mejorado, pues se había
producido un nuevo boom en el mercado del arte y había hecho excelentes negocios.
Al fin me dieron de alta y pude reanudar mi vida normalmente.
Normalmente es un
decir, pues mi jefe volvió a sorprenderme un día leyendo esta vez Elogio de la
pereza, de Bertrand Russell. La cosa la tomó no sólo como la reiteración de
una falta profesional sino como una burla a su persona. Empezó entonces a hostigarme
a tal punto, que mi vida en la agencia se volvió insoportable y no me quedó otro
remedio que presentar mi carta de renuncia.
Pasé unos meses
viviendo de mi indemnización, mientras buscaba otro trabajo. Para colmo, entretanto,
mi madre enfermó gravemente y tuve que viajar al Perú de urgencia. Por fortuna se
recuperó, pero este viaje me acarreó gastos que mermaron mis ya menguados recursos.
De regreso a París empecé a vivir de trabajos esporádicos y mal pagados –clases
de español, traducciones al destajo–, en la estrechez y la incertidumbre, al punto
que mi amiga me dejó y quedé sumido en la soledad y la melancolía.
Para olvidar estos
malos momentos recibía de cuando en cuando en mi pequeño departamento a tres o cuatro
amigos escritores, tan desvalidos como yo, para beber vino barato, compartir nuestras
desventuras e ilusionamos con las obras maestras que esperábamos escribir. El único
que tenía realmente talento y gozaba de mejor situación era el poeta Álvaro Chocarlo.
Luego de años de pellejerías había conseguido entrar en la editorial Gallimard como
lector y se había casado hacía poco con una profesora francesa de liceo. Era el
único además que se entretenía en husmear en mi biblioteca, a diferencia de los
otros que jamás se dieron el trabajo de mirar otra cosa que mi bar.
Fue así que una
noche descubrió el libro en blanco, del cual me había olvidado por completo. Acarició
su forro de damasco, olió sus gruesas páginas de filo dorado y a tal punto lo noté
fascinado por la belleza y la rareza de este precioso objeto que en un momento de
desprendimiento se lo regalé.
–Para que escribas
tus mejores poemas –le dije–. Es un libro de notas florentino del siglo XVIII. Yo
jamás pude poner en él una línea.
Algún tiempo después
conseguí un trabajo seguro y dejé de frecuentar a mis amigos. Como periodista de
los programas en español de una radio francesa tenía que preparar los noticieros,
hacer entrevistas y reportajes, de modo que disponía de poco tiempo para el vino
y las amanecidas literarias. Por otra parte, mi relativa bonanza y estabilidad me
permitieron reanudar mis relaciones con la vieja amiga que me abandonó. Al fin,
me dije, la vida me volvía a sonreír.
De pronto me enteré
de algo que me acongojó: Álvaro Chocano se encontraba mal. Me lo dijo Monique, su
esposa, una noche en que me llamó por teléfono muy preocupada. Tenía mareos, insoportables
dolores de cabeza, a veces se desvanecía. Prometí ir a verlo y el día en que me
disponía a hacerlo Monique me avisó que lo había hospitalizado. Al parecer tenía
un tumor en el cerebro. Días después lo operaron. Fui a visitarlo, pero estaba semiinconsciente,
apenas me reconoció, musitó algo acerca de un libro, de un largo poema que no había
podido terminar. Su estado empeoró y a la semana siguiente murió.
Entretanto volví
a encontrarme con Francesca, quien se quedó muy sorprendida al verme tan recuperado
de mi operación y más aún al saber que había reanudado mis relaciones con Patricia
y que pensábamos casarnos. Me dijo también que sus negocios iban viento en popa
y que, por coincidencia, veía con frecuencia a Carlos y que a lo mejor volvían a
casarse. Bromeamos diciendo que podíamos tal vez celebrar nuestros matrimonios juntos
en la casona de Versalles que Carlos, después del famoso robo, había reamoblado
y donde estaba pintando mejor que nunca.
No pasó de una broma.
Una tarde Monique me llamó por teléfono y me dijo que cumpliendo un deseo de Álvaro
me iba a dejar sus poemas inéditos y parte de su biblioteca. Eran cuatro grandes
cajas de cartón, por lo cual para transportarlas tuve que alquilar una pequeña camioneta.
Como en mis estanterías no había sitio para más libros arrumbé las cajas en el desván
dejando para más tarde la revisión de los inéditos de Álvaro y las gestiones para
su eventual publicación.
Días más tarde,
Patricia, que subía jubilosamente las escaleras de la casa para anunciarme que ya
tenía todos los papeles listos para nuestro matrimonio, se resbaló y rompió una
pierna. Estuvo dos semanas en el hospital y luego tuvo que someterse a un tratamiento
de reeducación. Esto nos obligó a postergar nuestros proyectos. Pero como si fuera
poco surgieron problemas en mi trabajo. Un argentino de origen israelita –y en esto
no hay ninguna connotación racista– y que por añadidura era trotskista y diplomado
en psicoanálisis, entró a trabajar en la radio y gracias a su inteligencia y a sus
intrigas fue ganándose la simpatía de mis jefes y al final logró desplazarme de
mi puesto. Por una cuestión de dignidad tuve que renunciar, lo que me dejó nuevamente
sin cargo ni salario. Patricia soportó mal la cosa, se dio tal vez cuenta que no
valía la pena liarse con un tipo que no sabía bandearse y luchar como un ogro para
abrirse un camino en la vida y apenas dejó las muletas me abandonó para alejarse
rápidamente de mí sobre sus propias patitas.
Otra vez quedé así
librado a la soledad, la pobreza y la melancolía. Y sin ánimo de convocar a mis
viejos amigos escritores, para desquitarnos en casa de nuestras frustraciones en
ágapes secretos, alcohólicos y muchas veces turbulentos. Quise aprovechar esos momentos
de enclaustramiento para escribir artículos y rematarlos al primer diario o revista
que se interesara, pero me encontraba seco y estéril y no pude sino pergeñar banalidades
que fueron rechazadas. Para matar el tiempo me puse a ordenar mis libros y papeles
y por vía de consecuencia me encontré con las cajas que me dejó Álvaro Chocano.
Las puse en el centro de mi salita y empecé a revisar su contenido con curiosidad,
pues me acordé de pronto del poema inédito de que me habló antes de morir. Encontré
decenas de cuadernos con borradores indescifrables y cientos de libros de poesía
española, francesa, inglesa, china y de pronto, entre ellos, oh sorpresa, el libro
en blanco que le regalé. Lo abrí con emoción, pensando hallar allí el poema famoso,
pero seguía en blanco, tal como yo se lo ofrecí. Defraudado, no me quedó otra cosa
que meterlo en uno de los estantes de mi biblioteca.
Justamente por esos
días recibí una esquela de Francesca. Me anunciaba su nuevo matrimonio con Carlos
para dentro de un mes y me invitaba a la ceremonia en la municipalidad de Versalles.
Me rompí la cabeza pensando qué le iba a regalar pues, sin trabajo y sin recursos,
no podía embarcarme en gastos importantes. Y me vino de pronto a la mente el libro
en blanco. Recordé la vacilación que mostró antes de regalármelo y me dije que sería
para ella agradable recibir este precioso objeto como un obsequio que era más bien
una restitución. Hice un lindo paquete con él y se lo envié por correo con mis líneas
de felicitación.
Días después, días
en que me sentí muy optimista y con ganas de escribir, de buscar un nuevo trabajo,
de salir en suma de mi estado de aislamiento e indolencia, recibí un sobre recomendado.
Al abrirlo me encontré con el libro en blanco. Francesca me lo devolvía, con una
pequeña nota en la que decía: “Lo regalado no se devuelve.”
Tuve un momento
el libro en las manos, admiré nuevamente su forro adamascado y el oro del filo de
sus páginas, y cuando lo abrí distinguí la pequeña letra cursiva de Álvaro Chocano.
Era un poema de apenas diez líneas. ¿Cómo no lo había visto la última vez que lo
abrí? Sin duda porque el libro, sin título ni portada, podía abrirse en ambos sentidos.
Contienen todas las penas del
mundo
Líbrate de ellos como de una maldición
La de la gitana que desdeñaste en tu infancia
La del amigo que ofendiste un día
Una estatuilla egipcia puede enloquecerse
Un anillo arruinarte
Un libro no escrito conducirte a la muerte.
La lectura de este
poema me dejó atónito. Pasé unos días aterrado, sin atreverme a tocar el libro en
blanco que dejé sobre mi escritorio. Por un momento pensé en regalárselo a alguien,
pero no me atreví, hubiera sido un acto cruel, odioso, y no tenía aún enemigos dignos
de este castigo. La única solución era deshacerse de él, tirarlo a la basura, tanto
más que entretanto empecé a sentirme mal, con fuertes dolores de estómago que me
recordaron los síntomas de mi antigua úlcera. Al fin opté por lo más práctico. Como
mi pequeño departamento quedaba no lejos del parque Monceau, salí al atardecer y
busqué un lugar donde arrojarlo. Estábamos en primavera y los macizos de flores
resplandecían en medio del césped bajo el sol crepuscular. Al fin distinguí un tupido
parterre de espléndidas rosas cerca de una alamedilla. Cuidándome de no ser visto
lancé el libro en medio de ellas y regresé a casa aliviado.
Días más tarde pasó
un viejo amigo por París y se me ocurrió llevarlo a conocer el parque Monceau. Le
mostré las estatuas de Chopin, Musset, Maupassant, los viejos cedros y el gigantesco
platanus orientalis. Admiramos los macizos de tulipanes y para concluir lo
conduje hasta el rosedal. Al llegar quedé paralizado. No quedaba de él sino las
ramas secas sobre un manto de pétalos marchitos.
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