Julio Cortázar
Aunque no creo necesario decirlo,
el primer recorte es real
y el segundo imaginario.
El escultor vive en la calle Riquet, lo que no me parece una idea
acertada, pero en París no se puede elegir demasiado cuando se es argentino y
escultor, dos maneras habituales de vivir difícilmente en esta ciudad. En
realidad nos conocemos mal, desde pedazos de tiempo que abarcan ya veinte años;
cuando me telefoneó para hablarme de un libro con reproducciones de sus
trabajos más recientes y pedirme un texto que pudiera acompañarlas, le dije lo
que siempre conviene decir en estos casos, o sea que él me mostraría sus
esculturas y después veríamos, o más bien veríamos y después.
Fui por la noche a su departamento y al principio hubo
café y finteos amables, los dos sentíamos lo que inevitablemente se siente
cuando alguien le muestra su obra a otro y sobreviene ese momento casi siempre
temible en que las hogueras se encenderán o habrá que admitir, tapándolo con
palabras, que la leña estaba mojada y daba más humo que calor. Ya antes, por
teléfono, él me había comentado sus trabajos, una serie de pequeñas esculturas
cuyo tema era la violencia en todas las latitudes políticas y geográficas que
abarca el hombre como lobo del hombre. Algo sabíamos de eso, una vez más dos
argentinos dejando subir la marea de los recuerdos, la cotidiana acumulación
del espanto a través de cables, cartas, repentinos silencios. Mientras hablábamos,
él iba despejando una mesa; me instaló en un sillón propicio y empezó a traer
las esculturas; las ponía bajo una luz bien pensada, me dejaba mirarlas
despacio y después las hacía girar poco a poco; casi no hablábamos ahora, ellas
tenían la palabra y esa palabra seguía siendo la nuestra. Una tras otra hasta
completar una decena o algo así, pequeñas y filiformes, arcillosas o enyesadas,
naciendo de alambres o de botellas pacientemente envueltas por el trabajo de
los dedos y la espátula, creciendo desde latas vacías y objetos que sólo la
confidencia del escultor me dejaba conocer por debajo de cuerpos y cabezas, de
brazos y de manos. Era tarde en la noche, de la calle llegaba apenas un ruido
de camiones pesados, una sirena de ambulancia.
Me gustó que en el trabajo del escultor no hubiera nada
de sistemático o demasiado explicativo, que cada pieza contuviera algo de
enigma y que a veces fuera necesario mirar largamente para comprender la
modalidad que en ella asumía la violencia; las esculturas me parecieron al
mismo tiempo ingenuas y sutiles, en todo caso sin tremendismo ni extorsión
sentimental. Incluso la tortura, esa forma última en que la violencia se cumple
en el horror de la inmovilidad y el aislamiento, no había sido mostrada con la
dudosa minucia de tantos afiches y textos y películas que volvían a mi memoria
también dudosa, también demasiado pronta a guardar imágenes y devolverlas para
vaya a saber qué oscura complacencia. Pensé que si escribía el texto que me
había pedido el escultor, si escribo el texto que me pedís, le dije, será un
texto como esas piezas, jamás me dejaré llevar por la facilidad que demasiado
abunda en este terreno.
–Eso es cosa tuya, Noemí –me dijo–. Yo sé que no es
fácil, llevamos tanta sangre en los recuerdos que a veces uno se siente
culpable de ponerles límites, de manearlos para que no nos inunden del todo.
–A quién se lo decís. Mirá este recorte, yo conozco a la
mujer que lo firma, y estaba enterada de algunas cosas por informes de amigos.
Pasó hace tres años como pudo pasar anoche o como puede estar pasando en este
mismo momento en Buenos Aires o en Montevideo. Justamente antes de salir para
tu casa abrí la carta de un amigo y encontré el recorte. Dame otro café
mientras lo leés, en realidad no es necesario que lo leas después de lo que me
mostraste, pero no sé, me sentiré mejor si también vos lo leés.
Lo que él leyó era esto:
La
que suscribe, Laura Beatriz Bonaparte Bruschtein, domiciliada en Atoyac, número
26, distrito 10, Colonia Cuauhtémoc, México 5, D.F., desea comunicar a la
opinión pública el siguiente testimonio:
1.
Aída Leonora Bruschtein Bonaparte, nacida el 21 de mayo de 1951 en Buenos
Aires, Argentina, de profesión maestra alfabetizadora.
Hecho:
A las diez de la mañana del 24 de diciembre de 1975 fue secuestrada
por personal del Ejército argentino (Batallón 601) en su puesto de trabajo, en
Villa Miseria Monte Chingolo, cercana a la Capital Federal.
El
día precedente ese lugar había sido escenario de una batalla que había dejado
un saldo de más de cien muertos, incluidas personas del lugar. Mi hija, después
de secuestrada, fue llevada a la guarnición militar Batallón 601.
Allí
fue brutalmente torturada, al igual que otras mujeres. Las que sobrevivieron
fueron fusiladas esa misma noche de Navidad. Entre ellas estaba mi hija.
La
sepultura de los muertos en combate y de los civiles secuestrados, como es el
caso de mi hija, demoró alrededor de cinco días. Todos los cuerpos, incluido el
de ella, fueron trasladados con palas mecánicas desde el batallón a la
comisaría de Lanús, de allí al cementerio de Avellaneda, donde fueron
enterrados en una fosa común.
Yo seguía mirando la última escultura que había quedado sobre la mesa, me negaba
a fijar los ojos en el escultor que leía en silencio. Por primera vez escuché
un tictac de reloj de pared, venía del vestíbulo y era lo único audible en ese
momento en que la calle se iba quedando más y más desierta; el leve sonido me
llegaba como un metrónomo de la noche, una tentativa de mantener vivo el tiempo
dentro de ese agujero en que estábamos como metidos los dos, esa duración que
abarcaba una pieza de París y un barrio miserable de Buenos Aires, que abolía
los calendarios y nos dejaba cara a cara frente a eso, frente a lo que
solamente podíamos llamar eso, todas las calificaciones gastadas, todos los
gestos del horror cansados y sucios.
–Las que sobrevivieron fueron fusiladas esa misma
noche de Navidad –leyó en voz alta el escultor–. A lo mejor les dieron pan
dulce y sidra, acordate de que en Auschwitz repartían caramelos a los niños
antes de hacerlos entrar en las cámaras de gas.
Debió ver cualquier cosa en mi cara, hizo un gesto de
disculpa y yo bajé los ojos y busqué otro cigarrillo.
Supe
oficialmente del asesinato de mi hija en el juzgado número 8 de la ciudad de La
Plata, el día 8 de enero de 1976. Luego fui derivada a la comisaría de Lanús,
donde después de tres horas de interrogatorio se me dio el lugar donde estaba
situada la fosa. De mi hija sólo me ofrecieron ver las manos cortadas de su
cuerpo y puestas en un frasco, que lleva el número 24. Lo que quedaba de su
cuerpo no podía ser entregado, porque era secreto militar. Al día siguiente fui
al cementerio de Avellaneda, buscando el tablón número 28. El comisario me
había dicho que allí encontraría “lo que quedaba de ella, porque no podían
llamarse cuerpos los que les habían sido entregados”. La fosa era un espacio de
tierra recién removido, de cinco metros por cinco, más o menos al fondo del
cementerio. Yo sé ubicar la fosa. Fue terrible darme cuenta de qué manera
habían sido asesinadas y sepultadas más de cien personas, entre las que estaba
mi hija.
2.
Frente a esta situación infame y de tan indescriptible crueldad, en enero de
1976, yo, domiciliada en la calle Lavalle, 730, quinto piso, distrito nueve, en
la Capital Federal, entablo al Ejército argentino un juicio por asesinato. Lo
hago en el mismo tribunal de La Plata, el número 8, juzgado civil.
–Ya ves, todo esto no sirve de nada –dijo el escultor,
barriendo el aire con un brazo tendido–. No sirve de nada, Noemí, yo me paso
meses haciendo estas mierdas, vos escribís libros, esa mujer denuncia
atrocidades, vamos a congresos y a mesas redondas para protestar, casi llegamos
a creer que las cosas están cambiando, y entonces te bastan dos minutos de
lectura para comprender de nuevo la verdad, para…
–Sh, yo también pienso cosas así en el momento –le dije
con la rabia de tener que decirlo–. Pero si las aceptara sería como mandarles a
ellos un telegrama de adhesión, y además lo sabes muy bien, mañana te
levantarás y al rato estarás modelando otra escultura y sabrás que yo estoy
delante de mi máquina y pensarás que somos muchos aunque seamos tan pocos, y
que la disparidad de fuerzas no es ni será nunca una razón para callarse. Fin
del sermón. ¿Acabaste de leer? Tengo que irme, che.
Hizo un gesto negativo, mostró la cafetera.
Consecuentemente
a este recurso legal mío, se sucedieron los siguientes hechos:
3.
En marzo de 1976, Adrián Saidón, argentino de veinticuatro años, empleado,
prometido de mi hija, fue asesinado en una calle de la ciudad de Buenos Aires
por la policía, que avisó a su padre.
Su
cuerpo no fue restituido a su padre, doctor Abraham Saidón, porque era secreto
militar.
4.
Santiago Bruschtein, argentino, nacido el 25 de diciembre de 1918, padre de mi
hija asesinada, mencionada en primer lugar, de profesión doctor en bioquímica,
con laboratorio en la ciudad de Morón.
Hecho:
el 11 de junio de 1976, a las 12 de mediodía, llegan a su
departamento de la calle Lavalle, 730, quinto piso, departamento 9, un grupo de
militares vestidos de civil. Mi marido, asistido por una enfermera, se
encontraba en su lecho casi moribundo, a causa de un infarto, y con un pronóstico
de tres meses de vida. Los militares le preguntaron por mí y por nuestros
hijos, y agregaron que: Cómo un judío hijo de puta puede atreverse a abrir
una causa por asesinato al Ejército argentino. Luego le obligaron a levantarse,
y golpeándolo lo subieron a un automóvil, sin permitirle llevarse sus
medicinas.
Testimonios
oculares han afirmado que para la detención el Ejército y la policía usaron
alrededor de veinte coches. De él no hemos sabido nunca nada más. Por
informaciones no oficiales, nos hemos enterado que falleció súbitamente en los
comienzos de la tortura.
–Y yo estoy aquí, a miles de kilómetros, discutiendo con un editor qué
clase de papel tendrán que llevar las fotos de las esculturas, el formato y la
tapa.
–Bah, querido, en estos días yo estoy escribiendo un
cuento donde se habla nada menos que de los problemas psi-co-ló-gi-cos de una
chica en el momento de la pubertad. No empieces a autotorturarte, ya basta con
la verdadera, creo.
–Lo sé, Noemí, lo sé, carajo. Pero siempre es igual,
siempre tenemos que reconocer que todo eso sucedió en otro espacio, sucedió en
otro tiempo. Nunca estuvimos ni estaremos allí, donde acaso…
(Me acordé de algo leído de chica, quizá en Agustín
Thierry, un relato de cuando un santo que vaya a saber cómo se llamaba
convirtió al cristianismo a Clodoveo y a su nación, de ese momento en que le
estaba describiendo a Clodoveo el flagelamiento y la crucifixión de Jesús, y el
rey se alzó en su trono blandiendo su lanza y gritando: “¡Ah, si yo hubiera
estado ahí con mis francos!”, maravilla de un deseo imposible, la misma rabia
impotente del escultor perdido en la lectura).
5.
Patricia Villa, argentina, nacida en Buenos Aires en 1952, periodista,
trabajaba en la agencia Inter Press Service, y es hermana de mi nuera.
Hecho:
Lo mismo que su prometido, Eduardo Suárez, también periodista,
fueron arrestados en septiembre de 1976 y conducidos presos a Coordinación
General, de la policía federal de Buenos Aires. Una semana después del
secuestro, se le comunica a su madre, que hizo las gestiones legales
pertinentes, que lo lamentaban, que había sido un error. Sus cuerpos no han
sido restituidos a sus familiares.
6.
Irene Mónica Bruschtein Bonaparte de Ginzberg, de veintidós años, de profesión
artista plástica, casada con Mario Ginzberg, maestro mayor de obras, de
veinticuatro años.
Hecho:
El día 11 de marzo de 1977, a las 6 de la mañana,
llegaron al departamento donde vivían fuerzas conjuntas del Ejército y la
policía, Llevándose a la pareja y dejando a sus hijitos: Victoria, de dos años
y seis meses, y Hugo Roberto, de un año y seis meses, abandonados en la puerta del
edificio. Inmediatamente hemos presentado recurso de habeas corpus, yo,
en el consulado de México, y el padre de Mario, mi consuegro, en la Capital
Federal.
He
pedido por mi hija Irene y Mario, denunciando esta horrenda secuencia de hechos
a: Naciones Unidas, OEA, Amnesty International, Parlamento Europeo, Cruz Roja,
etc.
No
obstante, hasta ahora no he recibido noticias de su lugar de detención. Tengo
una firme esperanza de que todavía estén con vida.
Como
madre, imposibilitada de volver a Argentina por la situación de persecución
familiar que he descrito, y como los recursos legales han sido anulados, pido a
las instituciones y personas que luchan por la defensa de los derechos humanos,
a fin de que se inicie el procedimiento necesario para que me restituyan a mi
hija Irene y a su marido Mario, y poder así salvaguardar las vidas y la
libertad de ellos. Firmado, Laura Beatriz Bonaparte Bruchstein. (De “El País”, octubre de 1978, reproducido en “Denuncia”,
diciembre de 1978).
El escultor me devolvió el recorte, no dijimos gran cosa porque nos
caíamos de sueño, sentí que estaba contento de que yo hubiera aceptado
acompañarlo en su libro, sólo entonces me di cuenta de que hasta el final había
dudado porque tengo fama de muy ocupada, quizá de egoísta, en todo caso de
escritora metida a fondo en lo suyo. Le pregunté si había una parada de taxis
cerca y salí a la calle desierta y fría y demasiado ancha para mi gusto en
París. Un golpe de viento me obligó a levantarme el cuello del tapado, oía mis
pasos taconeando secamente en el silencio, marcando ese ritmo en el que la
fatiga y las obsesiones insertan tantas veces una melodía que vuelve y vuelve,
o una frase de un poema, sólo me ofrecieron ver sus manos cortadas de su cuerpo
y puestas en un frasco, que lleva el número veinticuatro, sólo me ofrecieron
ver sus manos cortadas de su cuerpo, reaccioné bruscamente rechazando la marea
recurrente, forzándome a respirar hondo, a pensar en mi trabajo del día
siguiente; nunca supe por qué había cruzado a la acera de enfrente, sin ninguna
necesidad puesto que la calle desembocaba en la plaza de la Chapelle donde tal
vez encontraría algún taxi, daba igual seguir por una vereda o la otra, crucé
porque sí, porque ni siquiera me quedaban fuerzas para preguntarme por qué
cruzaba.
La nena estaba sentada en el escalón de un portal casi
perdido entre los otros portales de las casas altas y angostas apenas
diferenciables en esa cuadra particularmente oscura. Que a esa hora de la noche
y en esa soledad hubiera una nena al borde de un peldaño no me sorprendió tanto
como su actitud, una manchita blanquecina con las piernas apretadas y las manos
tapándole la cara, algo que también hubiera podido ser un perro o un cajón de
basura abandonado a la entrada de la casa. Miré vagamente en torno; un camión
se alejaba con sus débiles luces amarillas, en la acera de enfrente un hombre
caminaba encorvado, la cabeza hundida en el cuello alzado del sobretodo y las
manos en los bolsillos. Me detuve, miré de cerca; la nena tenía unas trencitas
ralas, una pollera blanca y una tricota rosa, y cuando apartó las manos de la cara
le vi los ojos y las mejillas y ni siquiera la semioscuridad podía borrar las
lágrimas, el brillo bajándole hasta la boca.
–¿Qué te pasa? ¿Qué haces ahí?
La sentí aspirar
fuerte, tragarse lágrimas y mocos, un hipo o un puchero, le vi la cara de lleno
alzada, hasta mí, la nariz minúscula y roja, la curva de una boca que temblaba.
Repetí las preguntas, vaya a saber qué le dije agachándome hasta sentirla muy cerca.
–Mi mamá –dijo la nena, hablando entre jadeos–. Mi papá
le hace cosas a mi mamá.
Tal vez iba a decir más pero sus brazos se tendieron y la
sentí pegarse a mí, llorar desesperadamente contra mi cuello; olía a sucio, a
bombacha mojada. Quise tomarla en brazos mientras me levantaba, pero ella se
apartó, mirando hacia la oscuridad del corredor. Me mostraba algo con un dedo,
empezó a caminar y la seguí, vislumbrando apenas un arco de piedra y detrás la
penumbra, un comienzo de jardín. Silenciosa salió al aire libre, aquello no era
un jardín sino más bien un huerto con alambrados bajos que delimitaban zonas
sembradas, había bastante luz para ver los almácigos raquíticos, las cañas que
sostenían plantas trepadoras, pedazos de trapos como espantapájaros; hacia el
centro se divisaba un pabellón bajo remendado con chapas de zinc y latas, una
ventanilla de la que salía una luz verdosa. No había ninguna lámpara encendida
en las ventanas de los inmuebles que rodeaban el huerto, las paredes negras
subían cinco pisos hasta mezclarse con un cielo bajo y nublado.
La nena había ido directamente al estrecho paso entre dos
canteros que llevaba a la puerta del pabellón; se volvió apenas para asegurarse
de que la seguía, y entró en la barraca. Sé que hubiera debido detenerme ahí y
dar media vuelta, decirme que esa niña había soñado un mal sueño y se volvía a
la cama, todas las razones de la razón que en ese momento me mostraban el
absurdo y acaso el riesgo de meterme a esa hora en casa ajena; tal vez todavía
me lo estaba diciendo cuando pasé la puerta entornada y vi a la nena que me
esperaba en un vago zaguán lleno de trastos y herramientas de jardín. Una raya
de luz se filtraba bajo la puerta del fondo, y la nena me la mostró con la mano
y franqueó casi corriendo el resto del zaguán, empezó a abrir
imperceptiblemente la puerta. A su lado, recibiendo en plena cara el rayo
amarillento de la rendija que se ampliaba poco a poco, olí un olor a quemado,
oí algo como un alarido ahogado que volvía y volvía y se cortaba y volvía; mi
mano dio un empujón a la puerta y abarqué el cuarto infecto, los taburetes
rotos y la mesa con botellas de cerveza y vino, los vasos y el mantel de
diarios viejos, más allá la cama y el cuerpo desnudo y amordazado con una toalla
manchada, las manos y los pies atados a los parantes de hierro. Dándome la espalda,
sentado en un banco, el papá de la nena le hacía cosas a la mamá; se tomaba su tiempo,
llevaba lentamente el cigarrillo a la boca, dejaba salir poco a poco el humo
por la nariz mientras la brasa del cigarrillo bajaba a apoyarse en un seno de
la mamá, permanecía el tiempo que duraban los alaridos sofocados por la toalla
envolviendo la boca y la cara salvo los ojos. Antes de comprender, de aceptar
ser parte de eso, hubo tiempo para que el papá retirara el cigarrillo y se lo
llevara nuevamente a la boca, tiempo de avivar la brasa y saborear el excelente
tabaco francés, tiempo para que yo viera el cuerpo quemado desde el vientre
hasta el cuello, las manchas moradas o rojas que subían desde los muslos y el
sexo hasta los senos donde ahora volvía a apoyarse la brasa con una escogida
delicadeza, buscando un espacio de la piel sin cicatrices. El alarido y la
sacudida del cuerpo en la cama que crujió bajo el espasmo se mezclaron con cosas
y con actos que no escogí y que jamás podré explicarme; entre el hombre de espaldas
y yo había un taburete desvencijado, lo vi alzarse en el aire y caer de canto sobre
la cabeza del papá; su cuerpo y el taburete rodaron por el suelo casi en el
mismo segundo. Tuve que echarme hacia atrás para no caer a mi vez, en el
movimiento de alzar el taburete y descargarlo había puesto todas mis fuerzas
que en el mismo instante me abandonaban, me dejaban sola como un pelele
tambaleante; sé que busqué apoyo sin encontrarlo, que miré vagamente hacia
atrás y vi la puerta cerrada, la nena ya no estaba ahí y el hombre en el suelo
era una mancha confusa, un trapo arrugado. Lo que vino después pude haberlo
visto en una película o leído en un libro, yo estaba ahí como sin estar pero
estaba con una agilidad y una intencionalidad que en un tiempo brevísimo, si eso
pasaba en el tiempo, me llevó a encontrar un cuchillo sobre la mesa, cortar las
sogas que ataban a la mujer, arrancarle la toalla de la cara y verla
enderezarse en silencio, ahora perfectamente en silencio como si eso fuera
necesario y hasta imprescindible, mirar el cuerpo en el suelo que empezaba a
contraerse desde una inconsciencia que no iba a durar, mirarme a mí sin
palabras, ir hacia el cuerpo y agarrarlo por los brazos mientras yo le sujetaba
las piernas y con un doble envión lo tendíamos en la cama, lo atábamos con las
mismas cuerdas presurosamente recompuestas y anudadas, lo atábamos y lo
amordazábamos dentro de ese silencio donde algo parecía vibrar y temblar en un
sonido ultrasónico. Lo que sigue no lo sé, veo a la mujer siempre desnuda, sus
manos arrancando pedazos de ropa, desabotonando un pantalón y bajándolo hasta
arrugarlo contra los pies, veo sus ojos en los míos, un solo par de ojos desdoblados
y cuatro manos arrancando y rompiendo y desnudando, chaleco y camisa y slip,
ahora que tengo que recordarlo y que tengo que escribirlo mi maldita condición
y mi dura memoria me traen otra cosa indeciblemente vivida pero no vista, un
pasaje de un cuento de Jack London en el que un trampero del norte lucha por
ganar una muerte limpia mientras a su lado, vuelto una cosa sanguinolenta que
todavía guarda un resto de conciencia, su camarada de aventuras aúlla y se
retuerce torturado por las mujeres de la tribu que hacen de él una horrorosa
prolongación de vida entre espasmos y alaridos, matándolo sin matarlo,
exquisitamente refinadas en cada nueva variante jamás descrita pero ahí, como
nosotras ahí jamás descritas y haciendo lo que debíamos, lo que teníamos que
hacer. Inútil preguntarse ahora por qué estaba yo en eso, cuál era mi derecho y
mi parte en eso que sucedía bajo mis ojos que sin duda vieron, que sin duda recuerdan
como la imaginación de London debió ver y recordar lo que su mano no era capaz
de escribir. Sólo sé que la nena no estaba con nosotras desde mi entrada en la pieza,
y que ahora la mamá le hacía cosas al papá, pero quién sabe si solamente la mamá
o si eran otra vez las ráfagas de la noche, pedazos de imágenes volviendo desde
un recorte de diario, las manos cortadas de su cuerpo y puestas en un frasco
que lleva el número 24, por informantes no oficiales nos hemos enterado que
falleció súbitamente en los comienzos de la tortura, la toalla en la boca, los
cigarrillos encendidos, y Victoria, de dos años y seis meses, y Hugo Roberto,
de un año y seis meses, abandonados en la puerta del edificio. Cómo saber
cuánto duró, cómo entender que también yo, también yo aunque me creyera del
buen lado, también yo, cómo aceptar que también yo ahí del otro lado de manos
cortadas y de fosas comunes, también yo del otro lado de las muchachas
torturadas y fusiladas esa misma noche de Navidad; el resto es un dar la
espalda, cruzar el huerto golpeándome contra un alambrado y abriéndome una rodilla,
salir a la calle helada y desierta y llegar a la Chapelle y encontrar casi
enseguida el taxi que me trajo a un vaso tras otro de vodka y a un sueño del
que me desperté a mediodía, cruzada en la cama y vestida de pies a cabeza, con
la rodilla sangrante y ese dolor de cabeza acaso providencial que da la vodka
pura cuando pasa del gollete a la garganta.
Trabajé toda la tarde, me parecía inevitable y asombroso
ser capaz de concentrarme hasta ese punto; al anochecer llamé por teléfono al
escultor, que parecía sorprendido por mi temprana reaparición; le conté lo que
me había pasado, se lo escupí de un solo tirón que él respetó, aunque por
momentos lo oía toser o intentar un comienzo de pregunta.
–De modo que ya ves –le dije–, ya ves que no me ha
llevado demasiado tiempo darte lo prometido.
–No entiendo –dijo el escultor–. Si querés decir el texto
sobre…
–Sí, quiero decir eso. Acabo de leértelo, ése es el
texto. Te lo mandaré apenas lo haya pasado en limpio, no quiero tenerlo más
aquí.
Dos o tres días después, vividos en una bruma de
pastillas y tragos y discos, cualquier cosa que fuera una barricada, salí a la
calle para comprar provisiones, la heladera estaba vacía y Mimosa maullaba al
pie de mi cama. Encontré una carta en el buzón, la gruesa escritura del
escultor en el sobre. Había una hoja de papel y un recorte de diario, empecé a
leer mientras caminaba hacia el mercado y sólo después me di cuenta de que al
abrir el sobre había desgarrado y perdido una parte del recorte. El escultor me
agradecía el texto para su álbum, insólito pero al parecer muy mío, fuera de todas
las costumbres usuales en los álbumes artísticos aunque eso no le importaba
como sin duda no me había importado a mí. Había una posdata: “En vos se ha
perdido una gran actriz dramática, aunque por suerte se salvó una excelente
escritora. La otra tarde creí por un momento que me estabas contando algo que
te había pasado de veras, después por casualidad leí France-Soir del que
me permito recortarte la fuente de tu notable experiencia personal. Es cierto
que un escritor puede argumentar que si su inspiración le viene de la realidad,
e incluso de las noticias de policía, lo que él es capaz de hacer con eso lo
potencia a otra dimensión, le da un valor diferente. De todas maneras, querida
Noemí, somos demasiado amigos como para que te haya parecido necesario
condicionarme por adelantado a tu texto y desplegar tus talentos dramáticos en
el teléfono. Pero dejémoslo así, ya sabes cuánto te agradezco tu cooperación y
me siento muy feliz de…”
Miré el recorte y vi que lo había roto inadvertidamente,
el sobre y el pedazo pegado a él estarían tirados en cualquier parte. La
noticia era digna de France-Soir y de su estilo: drama atroz en un
suburbio de Marsella, descubrimiento macabro de un crimen sádico, ex plomero
atado y amordazado en un camastro, el cadáver etcétera, vecinos furtivamente al
tanto de repetidas escenas de violencia, hija pequeña ausente desde días atrás,
vecinos sospechando abandono, policía busca concubina, el horrendo espectáculo
que se ofreció a los, el recorte se interrumpía ahí, al fin y al cabo al mojar demasiado
el cierre del sobre el escultor había hecho lo mismo que Jack London, lo mismo
que Jack London y que mi memoria; pero la foto del pabellón estaba entera y era
el pabellón en el huerto, los alambrados y las chapas de zinc, las altas
paredes rodeándolo con sus ojos ciegos, vecinos furtivamente al tanto, vecinos
sospechando abandono, todo ahí golpeándome la cara entre los pedazos de la
noticia.
Tomé un taxi y me bajé en la calle Riquet, sabiendo que
era una estupidez y haciéndolo porque así se hacen las estupideces. En pleno
día eso no tenía nada que ver con mi recuerdo y aunque caminé mirando cada casa
y crucé la acera opuesta como recordaba haberlo hecho, no reconocí ningún
portal que se pareciera al de esa noche, la luz caía sobre las cosas como una
infinita máscara, portales pero no como el portal, ningún acceso a un huerto
interior, sencillamente porque ese huerto estaba en los suburbios de Marsella.
Pero la nena sí estaba, sentada en el escalón de una entrada cualquiera jugaba
con una muñeca de trapo. Cuando le hablé se escapó corriendo hasta la primera
puerta, una portera vino antes de que yo pudiera llamar. Quiso saber si era una
asistenta social, seguro que venía por la nena que ella había encontrado
perdida en la calle, esa misma mañana habían estado unos señores para
identificarla, una asistenta social vendría a buscarla. Aunque ya lo sabía,
antes de irme pregunté por su apellido después me metí en un café y al dorso de
la carta del escultor le escribí el final del texto y fui a pasarlo por debajo
de su puerta, era justo que conociera el final, que el texto quedara completo
para acompañar sus esculturas.
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