Julio Cortázar
Le hasard meurtrier se dresse au coin de la première rue.
Au retour I'heure-couteau attend.
MARCEL BÉLANGER, Nu et noir.
Uno se va contando despacito las cosas, imaginándolas al principio a base
de Flora o una puerta que se abre o un chico que grita, después esa necesidad
barroca de la inteligencia que la lleva a rellenar cualquier hueco hasta
completar su perfecta telaraña y pasar a algo nuevo. Pero cómo no decirse que a
lo mejor, alguna que otra vez, la telaraña mental se ajusta hilo por hilo a la
de la vida, aunque decirlo venga de un puro miedo, porque si no se creyera un
poco en eso ya no se podría seguir haciendo frente a las telarañas de afuera.
Flora entonces, todo lo que me fue contando de a poco cuando nos juntamos, por
supuesto ya no trabajaba en la casa de la señora Matilde (siempre la llamó así
aunque ahora no tenía por qué seguirle dando esa seña de respeto, de sirvienta para
todo servicio) y a mí me gustaba que me contara recuerdos de su pasado de
chinita riojana bajando a la capital con grandes ojos asustados y unos pechitos
que al fin y al cabo le iban a valer más en la vida que tanto plumero y buena
conducta. A mí me gusta escribir para mí, tengo cuadernos y cuadernos, versos y
hasta una novela, pero lo que me gusta es escribir y cuando termino es como
cuando uno se va dejando resbalar de lado después del goce, viene el sueño y al
otro día ya hay otras cosas que te golpean en la ventana, escribir es eso,
abrirles los postigos y que entren, un cuaderno detrás de otro; yo trabajo en
una clínica, no me interesa que lean lo que escribo, ni Flora ni nadie; me gusta
cuando se me acaba un cuaderno porque es como si hubiera publicado todo eso, pero
no se me ocurre publicarlo, algo golpea en la ventana y así vamos de nuevo, lo mismo
una ambulancia que un nuevo cuaderno. Por eso Flora me contó tantas cosas de su
vida sin imaginarse que después yo las revisaba despacito entre dos sueños y
algunas las pasaba a un cuaderno, Emilio y Matilde pasaron al cuaderno porque
eso no podía quedarse solamente en un llanto de Flora y pedazos de recuerdos;
nunca me habló de Emilio y de Matilde sin llorar al final, yo la dejaba
tranquila unos días, le alentaba otros recuerdos y en una de ésas le sacaba de
nuevo aquello y Flora se precipitaba como si ya se hubiera olvidado de todo lo
que me llevaba dicho, empezaba de nuevo y yo la dejaba porque más de una vez la
memoria le iba trayendo cosas todavía no dichas, pedacitos ajustables a los
otros pedacitos, y por mi parte yo iba viendo nacer los puntos de sutura, la
unión de tanta cosa suelta o presumida, rompecabezas del insomnio o de la hora
del mate delante del cuaderno; llegó el día en que me hubiera sido imposible
distinguir entre lo que me contaba Flora y lo que ella y yo mismo habíamos ido
agregando porque los dos, cada uno a su manera, necesitábamos como todo el
mundo que aquello se completara, que el último agujero recibiera al fin la
pieza, el color, el final de una línea viniendo de una pierna o de una palabra
o de una escalera.
Como soy muy convencional, prefiero agarrar desde el
principio, y además cuando escribo veo lo que estoy escribiendo, lo veo
realmente, lo estoy viendo a Emilio Díaz la mañana en que llegó a Ezeiza desde
México y bajó a un hotel de la calle Cangallo, se pasó dos o tres días dando
vueltas por barrios y cafés y amigos de otros tiempos, evitando ciertos
encuentros pero tampoco escondiéndose demasiado porque en ese momento no tenía
nada que reprocharse. Probablemente estudiaba despacio el terreno en Villa del
Parque, caminaba por Melincué y General Artigas, buscaba un hotel o una pensión
baratieri, se instalaba sin apuro, tomando mate en la pieza y yendo a los boliches
o al cine por la noche. No tenía nada de fantasma pero hablaba poco y con pocos,
caminaba sobre suelas de goma y se vestía con una campera negra y pantalones terrosos,
los ojos rápidos para el quite y el despegue, algo que la dueña de la pensión llamaría
furtividad; no era un fantasma pero se lo sentía lejos, la soledad lo rodeaba como
otro silencio, como el pañuelo blanco en el cuello, el humo del faso pocas
veces lejos de esos labios casi demasiado finos.
Matilde lo vio por primera vez –por esta nueva primera
vez– desde la ventana del dormitorio en los altos. Flora andaba de compras y se
había llevado a Carlitos para que no lloriqueara de aburrimiento a la hora de
la siesta, hacía el calor espeso de enero y Matilde buscaba aire en la ventana,
pintándose las uñas como le gustaban a Germán, aunque Germán andaba por
Catamarca y se había llevado el auto y Matilde se aburría sin el auto para ir
al centro o a Belgrano, la ausencia de Germán era ya costumbre pero el auto le
seguía doliendo cuando él se lo llevaba. Le había prometido otro para ella sola
cuando se fusionaran las empresas, a ella se le escapaban esas cosas de
negocios salvo que por lo visto todavía no se habían fusionado, a la noche iría
al cine con Perla, pediría un remise, cenarían en el centro, total el garaje le
pasaba la cuenta del remise a Germán, Carlitos estaba con una erupción en las
piernas y habría que llevarlo al pediatra, la sola idea le daba más calor,
Carlitos haciendo escenas, aprovechando que no estaba el padre para darle un
par de cachetadas, increíble ese chico cómo chantajeaba cuando se iba Germán,
apenas si Flora con arrumacos y helados, también Perla y ella tomarían helados
después del cine. Lo vio junto a un árbol, a esa hora las calles estaban vacías
bajo la doble sombra del follaje juntándose en lo alto; la figura se recortaba
al lado de un tronco, un poco de humo le subía por la cara. Matilde se echó
atrás, golpeándose la espalda en un sillón, ahogando un alarido con las manos
oliendo a barniz malva, refugiándose contra la pared en el fondo de la pieza.
“Milo”, pensó, si eso era pensar, ese instantáneo vómito
de tiempo y de imágenes. “Es Milo”. Cuando fue capaz de asomarse desde otra
ventana ya no había nadie en la esquina de enfrente, dos chicos venían a lo
lejos jugando con un perro negro. “Me ha visto”, pensó Matilde. Si era él la
había visto, estaba ahí para verla, estaba ahí y no en cualquier otra esquina,
contra cualquier otro árbol. Claro que la había visto porque si estaba ahí era
porque sabía dónde quedaba la casa. Y que se hubiera ido en el instante de ser
reconocido, de verla retroceder tapándose la boca, era todavía peor, la esquina
se llenaba de un vacío donde la duda no servía de nada, donde todo era certeza
y amenaza, el árbol solo, el aire en el follaje.
Volvió a verlo al caer la tarde, Carlitos jugaba con su
tren eléctrico y Flora canturreaba bagualas en la planta baja, la casa de nuevo
habitada parecía protegerla, ayudarla a dudar, a decirse que Milo era más alto
y más robusto, que tal vez la modorra de la siesta, la luz cegadora. Cada tanto
se alejaba del televisor y desde lo más lejos posible miraba por una ventana,
nunca la misma pero siempre en los altos porque al nivel de la calle hubiera
tenido más miedo. Cuando volvió a verlo estaba casi en el mismo sitio pero del
otro lado del tronco, anochecía y la silueta se desdibujaba entre otras gentes
que pasaban hablando, riendo, Villa del Parque saliendo de su letargo y yéndose
a los cafés y a los cines, empezando lentamente la noche del barrio. Era él, no
podía negárselo, ese cuerpo sin cambios, el gesto del brazo alzando el
cigarrillo a la boca, las puntas del pañuelo blanco, era Milo que ella había
matado cinco años atrás después de escaparse de México, Milo que ella había
matado en papeles fabricados con coimas y complicidades en un estudio de Lomas
de Zamora donde le quedaba un amigo de infancia que hacía cualquier cosa por
plata pero acaso también por amistad, Milo que ella había matado de una crisis
cardíaca en México para Germán, porque Germán no era hombre de aceptar otra
cosa, Germán y su carrera, sus colegas y su club y sus padres, Germán para
casarse y fundar una familia, el chalet y Carlitos y Flora y el auto y el campo
en Manzanares, Germán y tanta plata, la seguridad, entonces decidirse casi sin pensarlo,
harta de miseria y espera, al final del segundo encuentro con Germán en casa de
los Recanati el viaje a Lomas de Zamora para confiarse al que primero había
dicho no, que era una enormidad, que no se podía hacer, que muchos pesos, que
bueno, que en quince días, que de acuerdo, Emilio Díaz muerto en México de una
crisis cardíaca, casi la verdad porque ella y Milo habían vivido como muertos
en esos últimos meses en Coyoacán, hasta ese avión que la había devuelto a lo
suyo en Buenos Aires, a todo eso que también había sido de Milo antes de irse
juntos a México y deshacerse poco a poco en una guerra de silencios y de
engaños y de estúpidas reconciliaciones que no servían de nada, los telones
para el nuevo acto, para una nueva noche de cuchillos largos.
El cigarrillo se seguía quemando lentamente en la boca de
Milo apoyado en el tronco, mirando sin apuro las ventanas de la casa. “Cómo ha
podido saber”, pensó Matilde agarrándose todavía a ese absurdo de seguir
pensando algo que estaba ahí, pero fuera o delante de cualquier pensamiento.
Claro que había terminado por saberlo, por descubrir que estaba muerto en
Buenos Aires porque en Buenos Aires estaba muerto en México, saberlo lo habría
humillado y golpeado hasta la primera hojarasca de la rabia chicoteándole la
cara, tirándolo a un avión de vuelta, guiándolo por un dédalo de averiguaciones
previsibles, acaso el Cholo o Marina, acaso la madre de los Recanati, los viejos
apeaderos, los cafés de la barra, los pálpitos y por ahí la noticia segura, se
casó con Germán Morales, che, pero decime un poco cómo es posible, te digo que
se casó por iglesia y todo, los Morales ya sabes, la industria textil y la
guita, el respeto, viejo, el respeto, pero decime cómo es posible si ella había
dicho, si nosotros creíamos que vos, no puede ser, hermano. Claro que no podía
ser y por eso era todavía más, era Matilde detrás de la cortina espiándolo, el
tiempo inmovilizado en un presente que lo contenía todo, México y Buenos Aires
y el calor de la siesta y el cigarrillo que subía una y otra vez a la boca, en
algún momento de nuevo la nada, la esquina hueca, Flora llamándola porque
Carlitos no se dejaba bañar, el teléfono con Perla inquieta, esta noche no,
Perla, debe ser el estómago, andá sola o con la Negra, me duele bastante, mejor
me acuesto y mañana te llamo, y todo el tiempo no, no puede ser así, cómo es
que no le avisaron ya a Germán si sabían, no es por ellos que encontró la casa,
no puede ser por ellos, la madre de los Recanati lo hubiera llamado enseguida a
Germán nada más que por el drama, por ser la primera en anunciarlo porque nunca
la había aceptado como mujer de Germán, fíjate qué horror, bigamia, yo siempre
dije que no era de fiar, pero nadie había llamado a Germán o a lo mejor sí pero
a la oficina y Germán ya viajaba lejos, seguro que la madre de los Recanati lo
esperaba para decírselo en persona, para no perderse nada, ella o cualquier
otro, de alguien había sabido Milo dónde vivía Germán, no podía haber encontrado
el chalet por casualidad, no podía estar ahí fumando contra un árbol por casualidad.
Y si de nuevo ya no estaba era igual, y cerrar todas las puertas con doble llave
era igual aunque Flora se asombrara un poco, lo único seguro eran las pastillas
para dormir, para al final de horas y horas dejar de pensar y perderse en una
modorra rota por sueños donde nunca Milo pero ya de mañana el alarido al sentir
la mano de Carlitos que había querido darle una sorpresa, el llanto de Carlitos
ofendido y Flora llevándoselo a la calle, cerrá bien la puerta, Flora.
Levantarse y verlo de nuevo, ahí, mirando directamente las ventanas sin el
menor gesto, echarse atrás y más tarde espiar desde la cocina y nada, empezar a
darse cuenta de que estaba encerrada en la casa y que eso no podía seguir así,
que en algún momento tendría que salir para llevar a Carlitos al pediatra o
encontrarse con Perla que telefoneaba cada día y se impacientaba y no comprendía.
En la tarde anaranjada y asfixiante Milo recostado en el árbol, la campera negra
con ese calor, el humo subiendo y desflecándose. O solamente el árbol pero lo mismo
Milo, lo mismo Milo a cualquier hora borrándose apenas un poco con las pastillas
y la televisión hasta el último programa.
Al tercer día Perla vino sin avisar, té y scones y
Carlitos, Flora aprovechando un momento a solas para decirle a Perla que eso no
podía ser, la señora Matilde necesita distraerse, se pasa los días encerrada,
yo no entiendo, señorita Perla, se lo digo a usted aunque no me corresponde, y
Perla sonriéndole en el office haces bien, m’hijita, yo sé que los querés mucho
a Matilde y a Carlitos, yo creo que está muy deprimida por la ausencia de
Germán, y Flora nada, bajando la cabeza, la señora necesita distracción, yo solamente
se lo digo aunque no me corresponde. Un té y los chismes de siempre, nada en
Perla que pudiera hacerla sospechar, pero entonces cómo Milo había podido, imposible
imaginar que la madre de los Recanati se quedara callada tanto tiempo si sabía,
ni siquiera por el gusto de esperarlo a Germán y decírselo en nombre de Cristo
o algo así, te engañó para que la llevaras al altar, exactamente así diría esa
bruja y Germán cayéndose de las nubes, no puede ser, no puede ser. Pero sí
podía ser, solamente que ahora a ella no le quedaba ni siquiera esa
confirmación de que no había soñado, que bastaba ir hasta la ventana pero con
Perla no, otra taza de té, mañana vamos al cine, te prometo, vení a buscarme en
auto, no sé lo que me pasa en estos días, mejor vení en auto y vamos al cine,
la ventana ahí al lado del sillón pero no con Perla, esperar a que Perla se
fuera y entonces Milo en la esquina, tranquilo contra una pared como si esperara
el colectivo, la campera negra y el pañuelo al cuello y después nada hasta otra
vez Milo.
Al quinto día lo vio seguir a Flora que iba a la tienda y
todo se hizo futuro, algo como las páginas que le faltaban en esa novela
abandonada boca abajo en un sofá, algo ya escrito y que ni siquiera era
necesario leer porque ya estaba cumplido antes de la lectura, ya había ocurrido
antes de que ocurriera en la lectura. Los vio volver charlando, Flora tímida y
como desconfiada, despidiéndose en la esquina y cruzando rápido. Perla vino en
auto a buscarla, Milo no estaba ahí y tampoco estuvo cuando volvieron tarde en la
noche pero por la mañana lo vio esperándola a Flora que iba al mercado, ahora
se le acercaba directamente y Flora le daba la mano, se reían y él le tomaba el
canasto y después lo traía con la verdura y la fruta, la acompañaba hasta la
puerta, Matilde dejaba de verlos por la saliente del balcón sobre la vereda
pero Flora tardaba en entrar, se quedaban un rato charlando delante de la
puerta. Al otro día Flora llevó a Carlitos de compras y los vio a los tres
riéndose y Milo le pasaba la mano por el pelo de Carlitos, a la vuelta Carlitos
traía un león de pana y dijo que el novio de Flora se lo había regalado. Entonces
tenés novio, Flora, las dos a solas en el living. No sé, señora, él es tan simpático,
nos encontramos así de repente, me acompañó de compras, es tan bueno con Carlitos,
a usted no le molesta, señora, verdad. Decirle que no, que eso era cosa suya pero
que tuviera cuidado, una chica tan joven, y Flora bajando los ojos y claro,
señora él solamente me acompaña y hablamos, tiene un restaurante en Almagro, se
llama Simón. Y Carlitos con una revista en colores, me la compró Simón, mamá,
es el novio de Flora.
Germán telefoneó desde Salta anunciando que volvería en
unos diez días, cariños, todo bien. El diccionario decía bigamia, matrimonio
contraído, después de haber enviudado, por el cónyuge sobreviviente. Decía
estado del hombre casado con dos mujeres o de la mujer casada con dos hombres.
Decía bigamia interpretativa, según los canonistas, la adquirida por el
matrimonio contraído con mujer que ha perdido la virginidad, por haberse
prostituido, o por haberse declarado nulo su primer matrimonio. Decía bígamo,
que se casa por segunda vez sin haber muerto el primer cónyuge. Había abierto
el diccionario sin saber por qué, como si eso pudiera cambiar algo, sabía que
era imposible cambiar nada, imposible salir a la calle y hablar con Milo,
imposible asomarse a la ventana y llamarlo con un gesto, imposible decirle a
Flora que Simón no era Simón, imposible quitarle a Carlitos el león de pana y
la revista, imposible confiarse a Perla, solamente estar ahí viéndolo, sabiendo
que la novela tirada en el sofá estaba escrita hasta la palabra fin, que no
podía alterar nada, la leyera o no, aunque la quemara o la hundiera en el fondo
de la biblioteca de Germán. Diez días y entonces sí pero qué, Germán volviendo
a la oficina y a los amigos, la madre de los Recanati o el Cholo, cualquiera de
los amigos de Milo que le habían dado las señas de la casa, tengo que hablar
con vos, Germán, es algo muy grave, hermano, las cosas irían sucediendo una detrás
de otra, primero Flora con las mejillas coloradas, señora a usted no le molesta
que Simón venga esta tarde a tomar el café en la cocina conmigo, solamente un
ratito. Claro que no le molestaba, cómo hubiera podido molestarle si era a
plena luz y por un rato, Flora tenía todo el derecho de recibirlo en la cocina
y darle un café, como Carlitos de bajar a jugar con Simón que le había traído
un pato de cuerda que caminaba y todo. Quedarse arriba hasta escuchar el golpe
de la puerta, Carlitos subiendo con el pato y Simón me dijo que él es de River,
qué macana, mamá, yo soy de San Lorenzo, mirá lo que me regaló, mirá cómo anda,
pero mirá, mamá, parece un pato de veras, me lo regaló Simón que es el novio de
Flora, por qué no bajaste para conocerlo.
Ahora podía asomarse a las ventanas sin las lentas
inútiles precauciones, Milo ya no se detenía junto al árbol, cada tarde llegaba
a las cinco y se quedaba media hora en la cocina con Flora y casi siempre
Carlitos, a veces Carlitos subía antes de que se fuera y Matilde sabía por qué,
sabía que en esos pocos minutos en que se quedaban solos se preparaba lo que
tenía que suceder, lo que estaba ya ahí como en la novela abierta sobre el
sofá, se preparaba en la cocina, en la casa de alguien que podía ser
cualquiera, la madre de los Recanati o el Cholo, habían pasado ocho días y
Germán telefoneando desde Córdoba para confirmar el regreso, anunciar alfajores
para Carlitos y una sorpresa para Matilde, se tomaría cinco días de descanso en
casa, podrían salir, ir a los restaurantes, andar a caballo en el campo de
Manzanares. Esa noche le telefoneó a Perla nada más que para escucharla hablar,
colgarse de su voz durante una hora hasta no poder más porque Perla empezaba a
darse cuenta de que todo eso era artificial, que a Matilde le pasaba algo,
tendrías que ir a ver al analista de Graciela, se te nota rara, Matilde, haceme
caso. Cuando colgó no pudo ni siquiera acercarse a la ventana, sabía que esa
noche ya era inútil, que no vería a Milo en la esquina ya oscura. Bajó a la
cocina para estar con Carlitos mientras Flora le servía la cena, lo escuchó
protestar contra la sopa aunque Flora la miraba esperando que interviniera, que
la ayudara antes de llevarlo a la cama mientras Carlitos se resistía y se
empecinaba en quedarse en el salón jugando con el pato y mirando la televisión.
Toda la planta baja era como una zona diferente; nunca había comprendido
demasiado que Germán insistiera en poner el dormitorio de Carlitos al lado del
salón, tan lejos de ellos arriba, pero Germán no aceptaba ruidos por la mañana,
que Flora preparara a Carlitos para la escuela y Carlitos gritara o cantara, lo
besó en la puerta del dormitorio y volvió a la cocina aunque ya no tenía nada
que hacer ahí, miró la puerta que daba a la pieza de Flora, se acercó y tocó el
picaporte, la abrió un poco y vio la cama de Flora, el armario con las fotos de
los rockers y de Mercedes Sosa, le pareció que Flora salía del dormitorio de
Carlitos y cerró de golpe, se puso a mirar en la heladera. Le hice hongos como
a usted le gustan, señora Matilde, le subo la cena dentro de media hora ya que
no va a salir, le tengo también un dulce de zapallo que me salió muy bueno,
como en mi pueblo, señora Matilde.
La escalera estaba mal iluminada pero los peldaños eran
pocos y anchos, se subía casi sin mirar, la puerta del dormitorio entornada con
una faja de luz rompiéndose en el rellano encerado. Ya llevaba días comiendo en
la mesita al lado de la ventana, el salón de abajo era tan solemne sin Germán,
en una bandeja cabía todo y Flora ágil, casi gustándole que la señora Matilde
comiera arriba ahora que el señor estaba de viaje, se quedaba con ella y
hablaban un poco y a Matilde le hubiera gustado que Flora comiera con ella pero
Carlitos se lo hubiera dicho a Germán y Germán el discurso sobre las distancias
y el respeto, la misma Flora hubiera tenido miedo porque Carlitos terminaba siempre
sabiendo cualquier cosa y se lo hubiera contado a Germán. Y ahora de qué hablarle
a Flora cuando lo único posible era buscar la botella que había escondido
detrás de los libros y beber medio vaso de whisky de un golpe, ahogarse y
jadear y volver a servirse y beber, casi al lado de la ventana abierta sobre la
noche, sobre la nada de ahí afuera donde nada iba a suceder, ni siquiera la
repetición de la sombra junto al árbol, la brasa del cigarrillo subiendo y
bajando como una señal indescifrable, perfectamente clara.
Tiró los hongos por la ventana mientras Flora preparaba
la bandeja con el postre, la oyó subir con ese algo de cascabel o de potrillo
de Flora subiendo la escalera, le dijo que los hongos estaban riquísimos,
encomió el color del dulce de zapallo, pidió un café doble y fuerte y que le
subiera otro atado de cigarrillos del salón. Hace calor, señora Matilde, esta
noche hay que dejar bien abiertas las ventanas, yo echaré insecticida antes de
acostarnos, ya le puse a Carlitos, se durmió enseguida y eso que usté lo vio
cómo protestaba, le falta el papá, pobrecito, y eso que Simón le estuvo
contando cuentos por la tarde. Dígame si precisa algo, señora Matilde, me
gustaría acostarme temprano si usté permite. Por supuesto que lo permitía
aunque Flora nunca le había dicho una cosa así, terminaba su trabajo y se
encerraba en su pieza para escuchar la radio o tejer, la miró un momento y
Flora le sonreía contenta, levantaba la bandeja del café y bajaba a buscar el insecticida,
mejor se lo dejo aquí en la cómoda, señora Matilde, usté misma lo pone antes de
acostarse porque digan lo que digan huele feo, mejor cuando se esté preparando para
acostarse. Cerró la puerta, el potrillo bajó liviano la escalera, un último
resonar de vajilla; la noche empezó exactamente en ese segundo en que Matilde
iba hasta la biblioteca para sacar la botella y traerla al lado del sillón.
La luz de la lámpara baja llegaba apenas hasta la cama en
el fondo del dormitorio, confusamente se veía una de las mesas de luz y el sofá
donde había quedado abandonada la novela, pero ya no estaba, después de tantos
días Flora se habría decidido a ponerla sobre el estante vacío de la
biblioteca. En el segundo whisky Matilde oyó sonar las diez en algún campanario
lejano, pensó que nunca había oído antes esa campana, contó cada toque y miró
el teléfono, a lo mejor Perla pero no, Perla a esa hora no, siempre lo tomaba
mal o no estaba. O Alcira, llamarla a Alcira y decirle, solamente decirle que
tenía miedo, que era estúpido pero si acaso Mario no había salido con el coche,
algo así. No oyó abrirse la puerta de entrada pero daba igual, era
absolutamente seguro que la puerta de entrada se estaba abriendo o iba a
abrirse y no se podía hacer nada, no se podía salir al rellano iluminándolo con
la luz del dormitorio y mirar hacia el salón, no se podía tocar la campanilla
para que viniera Flora, el insecticida estaba ahí, el agua también ahí para los
remedios y la sed, la cama abierta esperando. Fue a la ventana y vio la esquina
vacía; tal vez si se hubiera asomado antes habría visto a Milo acercándose,
cruzar la calle y desaparecer bajo el balcón, pero hubiera sido todavía peor,
qué podía ella gritarle a Milo, cómo detenerlo si iba a entrar en la casa, si
Flora le iba a abrir para recibirlo en su pieza, Flora todavía peor que Milo en
ese momento, Flora que se enteraría de todo, que se vengaría de Milo vengándose
en ella, revoleándola en el barro, en Germán, tirándola en el escándalo. No
quedaba la menor posibilidad de nada pero tampoco podía ser ella la que gritara
la verdad, en pleno imposible le quedaba una absurda esperanza de que Milo
viniera solamente por Flora, que un increíble azar le hubiera mostrado a Flora
por fuera de lo otro, que esa esquina hubiera sido cualquier esquina para Milo
de vuelta en Buenos Aires, de Milo sin saber que ésa era la casa de Germán, sin
saber que estaba muerto allá en México, de Milo sin buscarla por encima del
cuerpo de Flora. Tambaleándose borracha fue hasta la cama, se arrancó la
ropa que se le pegaba a la piel, desnuda se volcó de lado en la cama y buscó el
tubo de pastillas, el último puerto rosa y verde al alcance de la mano. Las
pastillas salían difícilmente y Matilde las iba juntando en la mesa de luz sin
mirarlas, los ojos perdidos en la estantería donde estaba la novela, la veía
muy bien boca abajo en el único estante vacío donde Flora la había puesto sin
cerrarla, veía el cuchillo malayo que el Cholo le había regalado a Germán, la
bola de cristal sobre su zócalo de terciopelo rojo. Estaba segura de que la puerta
se había abierto abajo, que Milo había entrado en la casa, en la pieza de
Flora, que estaría hablando con Flora o ya habría empezado a desnudarla porque
para Flora ésa tenía que ser la única razón de que Milo estuviera ahí, que
ganara el acceso a su pieza para desnudarla y desnudarse besándola, déjame,
déjame acariciarte así, y Flora resistiéndose y hoy no, Simón, tengo miedo,
déjame, pero Simón sin apuro, poco a poco la había tendido cruzada en la cama y
la besaba en el pelo, le buscaba los senos bajo la blusa, le apoyaba una pierna
sobre los muslos y le sacaba los zapatos como jugando, hablándole al oído y
besándola cada vez más cerca de la boca, te quiero, mi amor, déjame
desvestirte, dejame que te vea, sos tan linda, corriendo la lámpara para envolverla
en penumbra y caricias, Flora abandonándose con un primer llanto, el miedo de
que algo se oyera arriba, que la señora Matilde o Carlitos, pero no, habla
bajo, déjame así ahora, la ropa cayendo en cualquier lado, las lenguas
encontrándose, los gemidos, no me hagas mal, Simón, por favor no me hagas mal,
es la primera vez, Simón, ya sé, quédate así, callate ahora, no grites, mi
amor, no grites.
Gritó pero en la boca de Simón que sabía el momento, que
le tenía la lengua entre los dientes y le hundía los dedos en el pelo, gritó y
después lloró bajo las manos de Simón que le tapaban la cara acariciándola, se
ablandó con un último mamá, mamá, un quejido que iba pasando a un jadeo y a un
llanto dulce y callado, a un querido, querido, la blanda estación de los
cuerpos fundidos, del aliento caliente de la noche. Mucho más tarde, después de
dos cigarrillos contra un apoyo de almohadas, de toalla entre los muslos llenos
de vergüenza, las palabras, los proyectos que Flora balbuceaba como en un
sueño, la esperanza que Simón escuchaba sonriéndole, besándola en los senos, andándole
con una lenta araña de dedos por el vientre, dejándose ir, amodorrándose, dormite
ahora un rato, yo voy al baño y vuelvo, no necesito luz, soy como un gato de noche,
ya sé dónde está, y Flora pero no, si te oyen, Simón, no seas sonsa, ya te dije
que soy como un gato y sé dónde está la puerta, dormite un momento que ya
vengo, así, bien quietita.
Cerró la puerta como agregando otro poco de silencio a la
casa, desnudo atravesó la cocina y el salón, enfrentó la escalera y puso el pie
en el primer peldaño, tanteándolo. Buena madera, buena casa la de Germán
Morales. En el tercer peldaño vio marcarse la raya de luz bajo la puerta del
dormitorio; subió los otros cuatro peldaños y puso la mano en el picaporte,
abrió la puerta de un solo envión. El golpe contra la cómoda le llegó a
Carlitos desde un sueño intranquilo, se enderezó en la cama y gritó, muchas
veces gritaba de noche y Flora se levantaba para calmarlo, para darle agua
antes de que Germán se despertara protestando. Sabía que era necesario hacer
callar a Carlitos porque Simón no había vuelto todavía, tenía que calmarlo
antes de que la señora Matilde se inquietara, se envolvió con la sábana y
corrió a la pieza de Carlitos, lo encontró sentado al pie de la cama mirando el
aire, gritando de miedo, lo levantó en brazos hablándole, diciéndole que no,
que ella estaba ahí, que le iba a traer chocolate, que le iba a dejar la luz
prendida, oyó el grito incomprensible y salió al salón con Carlitos en brazos,
la escalera iluminada por la luz de arriba, llegó al pie de la escalera y los
vio en la puerta tambaleándose, los cuerpos desnudos vueltos una sola masa que
se desplomaba lentamente en el rellano, que resbalaba por los peldaños, que sin
desprenderse rodaba escalera abajo en una maraña confusa hasta detenerse
inmóvil en la alfombra del salón, el cuchillo en el pecho de Simón boca arriba
y Matilde, pero eso lo mostraría después la autopsia, con las pastillas
necesarias para matarla dos horas más tarde, cuando yo estaba ahí con la
ambulancia y le ponía una inyección a Flora para sacarla de la histeria le daba
un sedante a Carlitos y le pedía a la enfermera que se quedara hasta que
llegaran los parientes o los amigos.
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