Abelardo Castillo
Casi abstracta en el atardecer, o como devastada por la
desolación, era igual (o me pareció igual) a cualquier inocente estación de
pueblo. Ni más miserable o fantasmal, ni más pérfida. Bajé de mi tren. Envuelto
en el crepúsculo, un vigilante fumaba contra un cerco. No vi otro ser viviente.
No vi un perro, no vi un pájaro. El silencio tenía color, era como ceniza. Las
vías, lejos, se juntaban al doblar un recodo. Pensé: las paralelas se cortan en
el infinito. Y de pronto me acometió una violenta necesidad de regresar.
Recordé que durante el viaje yo me había dormido; me pareció haber visto entre
sueños un desvío. Como una música trunca, me vino a la memoria el rostro fugaz
de una mujer. Todo esto tenía un significado que ahora me resultaba penoso
investigar. Un pensamiento me tranquilizó: Buenos Aires no podía estar lejos.
Vi la ventanilla de pasajes cerrada; quizá hasta me quedaba tiempo de recorrer
el pueblo antes del primer tren de regreso. Imaginé una plaza con altoparlantes
y muchachas, una banda municipal, un loco inofensivo, me dio alegría pensar en
estas cosas y busqué la oficina del jefe de estación. Ya había abierto la
puerta, cuando volví a mirar al brumoso vigilante del cerco. Algo en su silueta
me resultó familiar. Inexplicable y casi repulsivamente íntimo.
La oficina estaba literalmente
desmantelada. Con esquemática malignidad le habían pensado una silla, un
escritorio y un farol a querosén, que colgaba del techo. También había un
hombre. Con los codos apoyados en el escritorio, escondía la cara entre las
manos. Su actitud era de profundo cansancio, o de meditación. Me pareció notar que
tenía los párpados abiertos.
Tosí dos o tres veces, con mucha cautela.
–Perdón –me oí decir.
Mi voz sonaba extraña. Me acerqué.
–Perdón.
No habló, ni siquiera me miró. Yo murmuré
que, si bien no tenía intención de molestarlo, necesitaba saber el horario del
tren de regreso. No me contestó. Levanté la voz. Lo mismo. Pensé que era una
gran desconsideración de las autoridades permitir que un jefe de estación fuese
sordo y le di unos golpecitos en la espalda con la punta del dedo. No pasó
absolutamente nada. Fuera de mí (yo era un individuo sumamente irritable, mis
amigos lo saben) grité la pregunta con toda mi fuerza, y hasta le sacudí
violentamente un hombro. Entonces, sí. Bajó las manos, me miró con una
desoladora expresión de fatiga y dijo:
–Usted es loco.
Su rostro, y entonces recordé también al
vigilante, era idéntico al del hombre triste. Casi sin asombro, lo comprendí
todo.
Él, antes de volver a ocultar para siempre
la cara entre las manos, dijo:
–No hay tren de regreso, es tan simple.
Cuando salí de la oficina, pude ver el tren
que me había traído perdiéndose a lo lejos.
Y caminé hacia el pueblo, derrotado.
Yo amaba apasionadamente las grandes
estaciones de ferrocarril. Sé que suena extraño, pero las amaba pese a lo que
tienen de brutal, de sucio, ruidoso y detestable. Los trenes, partiendo y
llegando con su ruido a catástrofe y su fiesta violenta, comunicaban a mi
cuerpo una alegría casi erótica, de aventura. Recordaba al verlos (o imaginaba)
lejanos y misteriosos pueblos, apenas presentidos desde la ventanilla empañada,
en la noche de un viaje o durante los pocos minutos en que un expreso se
detiene en sus estaciones melancólicas. Hay todavía en mi memoria algún
montecito sombrío, visto al pasar, al que pensé volver algún día. O un arroyo
bajo un puente, o un cerro azul. Jamás habría podido vivir en esos lugares, lo
sé, porque la soledad (soledad de la mesa en que escribo estas palabras en un
desierto bar de pesadilla, error quizá de un demonio subalterno, o castigo a
una culpa que desconozco), la soledad y la naturaleza me aterran. Verlos desde
un tren o imaginarse en ellos de paso, ése era el juego. Y era inocente. (Imaginarse
en ellos con una muchacha cuya piel debió ser como una hoja húmeda por la
lluvia, la muchacha que se fue finalmente con el hombre triste. La idea de que
también en ese encuentro hubo un monstruoso error, el júbilo atroz de pensar
que eternamente se odiarán, ya no me sirve de consuelo). Y por eso aquella
tarde yo desemboqué alegremente en uno de los andenes de Constitución. Pensaba
en la muerte. Habitualmente pensaba en la muerte. Y no hay nada de contradictorio
en que esta idea se tejiera en la trama de mi alegría. Nunca temí morir, me
daba miedo estar solo. Morir, el acto de morir no tiene en sí mismo ninguna
grandeza, nada de misterioso o terrible. Es la muerte, el estar muerto, lo que
aún me parece incalculable. Lo mismo que el sueño, ese fragmento del morir que
nos mata cada noche, lo mismo que los sueños durante el sueño, yo pensaba que
la muerte podía ser dulce como las imágenes de un pájaro dormido, o espantosa
como las formas que se mueven en las pesadillas de un loco. Y así como ningún
hombre sueña el sueño de su vecino, cada uno se perpetúa en su propia muerte:
en la que se merece. El infierno y el cielo no son otra ilusión. Oscuramente al
menos, nunca ignoré estas cosas. Pero dos hechos me iluminaron. Uno en la
adolescencia, el otro alrededor de los treinta y cinco años. La lectura de un
poema de Rilke fue el primero; una crujiente cama del Hotel Bao que compartí
durante tres días y tres noches con una adolescente que juraba ser tibetana, y
que enloqueció al mes, fue el segundo. El verso inicial de aquel poema,
naturalmente, dice: Señor, concede a cada cual su propia muerte. El Hotel Bao,
la cama, fue el sitio donde extraordinariamente aprendí lo único que sabré
siempre sobre los antiguos ritos de comunicación de la Sabiduría. A través de
la cópula, según la chica. Ella me habló de un falso lama apedreado en el siglo
XVII. Me habló de un manuscrito o una tradición. Después, mientras yo pedía por
teléfono un par de whiskies, se levantó de la cama y fue a buscar la
cartera. Noté que tenía un pequeño gato tatuado en la cintura. Desnuda, su
cuerpo parecía un fuego verde cruzado en todas direcciones por los reflejos del
velador. Sacó de la cartera un librito, no mayor que un Libro de Horas o
un misal, y allí, verde y desnuda junto a la cama, mientras yo me levantaba a
atender la puerta por donde el empleado del Bao me pasó discretamente la
bandeja con los vasos, comenzó a leer, armoniosamente y en una lengua de aterradora
solemnidad, las palabras que luego, con la luz apagada y ya bajo mi cuerpo, me
tradujo. Me acuerdo de su voz como un quejido profundo. Me acuerdo que pensé:
tiene voz de loca. Prepárese quien cree, habló bajo mi cuerpo con aquella voz,
prepárese quien cree a soñar el largo sueño creado en la vida con la
minuciosidad con que se talla una figulina de marfil, porque cada hombre soñará
en su muerte el sueño que le mereció su vida. Deberías temer, miserable, no al
fuego eterno sino a lo que más odias en la vigilia. Poco ingeniosos y poco vengativos
y poco benévolos y poco crueles serían los Señores de la Muerte si dieran a
todos los justos la misma recompensa y un solo castigo a todos los injustos. Lo
dijo en la oscuridad y me clavó las uñas en los riñones. Tengo miedo de irme al
Paraíso, murmuró y me mordía, el libro dice que el Paraíso es el infierno más
horrendo de un pecador.
Así, así, dijo arqueándose como si la
recorriera una onda eléctrica, me pidió que la matara, la desgarró un espasmo,
y como fulminada se durmió. Yo pensé, no sin malevolencia, que tanta ultratumba
podía confundir a los dioses. Y, como le había dicho riendo dos horas más tarde,
hacernos caer por error en la muerte de otro, te imaginás. Tal vez concebir esa
posibilidad me perdió, tal vez recordar con impureza la cintura tatuada de la
chiquilina y su móvil sabiduría de ola verde, mientras recorría, un año
después, los andenes solitarios de Constitución. Porque esa tarde vi el boleto
perdido.
Estaba ahí, sobre el piso del andén. Algo,
la misma fuerza que me mandó reparar en él entre tantos otros de su misma
especie, me impulsó a recogerlo. O quizá fue pura casualidad. El caso es que lo
levanté y comprobé que estaba intacto. En el anverso, estampado en letras
negras sobre fondo amarillo, leí: A TRISTE LE VILLE, y más abajo: IDA SOLAMENTE.
Nunca había oído nombrar aquel pueblo, que ahora es éste. El precio, que pudo
haberme servido para calcular su ubicación aproximada, estaba borrado por una
pequeña mancha. O bien, debajo de la mancha no había nada y, simplemente, no
tenía precio. La fecha impresa era la de ese día. A lápiz, en el reverso,
alguien había anotado: Andén 14, 15:32 horas. El reloj eléctrico del andén
marcaba las 15:30. Miré el número de la plataforma: era, claro está, el 14. El
tren estaba a punto de partir. Tres o cuatro personas caminaban hacia la
salida. El dueño del pasaje no se veía por ninguna parte. Y entonces se me
ocurrió ocupar su lugar.
Desde mi niñez he sido amante de lo
imprevisto. Me sedujo la aventura de un viaje a cualquier parte y no lo pensé
más.
Dos minutos. Lo que ahora va a escribir mi
mano es algo más que una frase, miserablemente lo sé: en toda la eternidad no
pasan las cosas que pasan en dos frágiles minutos humanos. Dos minutos. El
pudor, acaso la indiferencia que en este pueblo lo envilece todo, hasta las
palabras, me impide exaltar esas dos entre signos de admiración, como en los
viejos libros. Porque dos minutos están hechos de cosas así: un tren que da un largo
pitido, después otro más corto, anunciando la inesperada puntualidad de su
partida. Una paloma que vuela mezquinamente entre el hollín, bajo la bóveda de
la estación, paloma que ahora recuerdo con maravilla pero que entonces me
pareció harapienta, un inacabado proyecto de pájaro, como pasa siempre con las
grises palomas de las estaciones. El fulgor de una moneda o una tapita de lata,
llamándome desde el suelo del andén: quizá era un redondel de aceite, un despreciable
círculo de saliva, pero palpitó un segundo, como una estrella. Una hoja rotosa,
de diario: el viento la movía apenas, tenía un titular sobre catástrofes o
juegos humanos, pero sobre todo se movió, como queriendo algo. Ahora sé que en
ese momento estuve a punto de bajarme del tren, entonces no lo supe. Después,
porque en dos minutos pasan estas cosas, vi al hombre triste. Vi su cara. Había
estado oculto por uno de los grises pilares del andén; con nerviosidad, luego
con desesperación, buscaba algo en sus bolsillos. El boleto, naturalmente: sé que
no me importó. Vi su cara pavorosa y lo odié. Dañarlo fue, durante ese último
instante anterior a la salida del tren, el sentido de mi existencia. Era una
cara atormentada y deshonrosa: el infortunio y la maldad habían combatido para
envilecer aquel rostro. Ese hombre odiaba a todo el género humano, empezando
por él mismo. Nadie, con esos ojos, podía no amar la soledad y el silencio y la
noche y, al mismo tiempo, padecer voluptuosamente sus espantos. Era el triste,
el desventurado, el despreciador de la belleza, del dolor, del amor de una mujer.
Sobre todo (sentí) del amor de una mujer. Ahí enfrente, buscando un boleto,
sombrío y agazapado detrás de una columna gris, como un hermano de pesadilla,
estaba mi antítesis y mi demonio.
Dos minutos. La arena que se escurre en la
mano de un niño basta para medir todavía, al filo de mi tiempo, el silbido
final de la locomotora, un vértigo de vapor que arremolina papeles sobre la
plataforma, el sacudón de los vagones, toda la ufana y bella ceremonia de un
tren que parte. Y aún, a lo lejos, la silueta de una mujer tardía, que se
acerca corriendo. Ahora sé que me buscaba. Yo no la conocía ni supe entonces lo
que comprendo ahora, pero veo su pelo como una fiesta tempestuosa a ramalazos
sobre su cara. La veo que llega, se detiene junto al hombre triste y le hace
una pregunta. En el segundo que a los tres nos queda, intuyo un error
monstruoso en todo esto. No sé qué pasó entonces, sé que en otro lugar Alguien
derribó con maligna sonrisa una gran clepsidra. En Buenos Aires, en
Constitución, un hombre se queda con una mujer que no conoce ni quiere conocer,
una mujer a la que odiará, y un tren partió rumbo a este pueblo. Yo la vi: era
una muchacha. Vi apenas su pelo, el largo contorno de pez que dibujó su cuerpo
entre el vapor, nunca escuché bajo su piel la música subterránea que (yo lo sé)
se oye a medianoche acercando la oreja a su cintura, y por eso no entendí,
hasta que era demasiado tarde, las cosas que ahora he escrito.
El tren arrancó finalmente y, casi con
indiferencia, la miré que se iba junto al hombre triste.
Al principio, todo sucedió normalmente. Mi
vagón, aunque en algún momento quedó vacío, no tenía nada de particular. Más
bien era algo incómodo y trivial. Subió y bajó gente, como ocurre en los
trenes. Llevaban paquetes, hablaban de la familia y del tiempo, oían pequeñas radios
a pila. Vi el cartel de Gerli, el puente de Lomas de Zamora. Calculé que
estábamos llegando a Glew cuando me quedé dormido. Me parece que recuerdo
después las primeras nubes a cielo abierto, pero a lo mejor quiero recordarlo,
recuerdo en cambio haber recordado de pronto todos los hechos grandes y
pequeños, todas las imágenes y caras de mi vida –y recordé al mismo tiempo que,
cuando yo era niño, alguien contó que estas cosas ocurren en el momento de la
muerte–, y agregué a ese inventario de mi agonía la última imagen de la
estación. Pasábamos, si no me equivoco, por el empalme San Vicente. El tren ya iba
vacío. Algo pude presentir entonces, de haber puesto empeño, algo acerca de la
muchacha, pero el sueño me envolvió con su agua profunda y caí en él como hacia
el centro de un río circular. Me vino a la memoria un verso, tan convencional
fue todo. Decía: e caddi come l’uom cui sonno piglia. Sabía que con esta
línea un gran poeta había resuelto un grave problema. No se me ocurrió nada
más. Cuando desperté, vi el cartelón rectangular. Sobre fondo negro, en
blanquísimas letras, se leía TRISTE LE VILLE.
Desde aquel día hasta hoy he recorrido mil
veces este pueblo, su miserable plaza y sus calles sin nadie, que eran la
muerte de otro. Cada piedra, cada sombra que la tristeza del crepúsculo dibuja
para siempre sobre las tapias, están hechas a semejanza del corazón del hombre triste.
Son su corazón y su cara. (En otra parte, lo sé, él aborrece eternamente el
cuerpo lunar de una muchacha, que me buscaba y lo odia, que es su infierno). En
los primeros tiempos yo rondaba la estación y me sentaba a contemplar las vías,
en los primeros tiempos gritaba en los zaguanes. Ya no me importa. Sé que el
vigilante seguirá fumando el mismo cigarrillo bajo la perversidad del cielo de
ceniza, sé que el jefe de estación, en su oficina, no acabará de meditar o
soñar con los párpados abiertos. Al principio, me alegraba descubrir una nueva casa
deshabitada y violando su soledad recorrer las paredes con mi mano, constatar,
con un asombro que ya me ha abandonado, cómo se reordenaba bajo mis dedos el
polvo de sus muebles, la ceniza de sus chimeneas. Más tarde amé el hallazgo de
una grieta en una pared, el dibujo de la corteza de una rama, el diferente
reflejo de un hilo de agua visto de lejos o tendido en el suelo. Un día,
recordar mal estas cosas fue suficiente milagro. Estos juegos, sin embargo,
también se han terminado. No queda una hoja en ningún árbol, no queda la trama
de una hoja, la veta de una piedra, cuya implacable memoria no sea tan nítida
para mí como la mano que ahora se mueve bajo mis ojos. Ni un ladrillo cubierto
de musgo en el confín de las casas. Ni una gota de agua suspendida, a punto de
caer, en el pétalo de una flor.
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