Emilia Pardo Bazán
La leyenda del “destripador”, asesino medio sabio y
medio brujo, es muy antigua en mi tierra. La oí en tiernos años, susurrada o salmodiada
en terroríficas estrofas, quizá al borde de mi cuna, por la vieja criada, quizá
en la cocina aldeana, en la tertulia de los gañanes, que la comentaban con estremecimientos
de temor o risotadas oscuras. Volvió a aparecérseme, como fantasmagórica creación
de Hoffmann, en las sombrías y retorcidas callejuelas de un pueblo que hasta hace
poco permaneció teñido de colores medievales, lo mismo que si todavía hubiese peregrinos
en el mundo y resonase aún bajo las bóvedas de la catedral el himno de Ultreja.
Más tarde, el clamoreo de los periódicos, el pánico vil de la ignorante multitud,
hacen surgir de nuevo en mi fantasía el cuento, trágico y ridículo como Quasimodo,
jorobado con todas las jorobas que afean al ciego Terror y a la Superstición infame.
Voy a contarlo. Entrad conmigo valerosamente en la zona de sombra del alma.
I
Un paisajista sería capaz de quedarse embelesado si
viese aquel molino de la aldea de Tornelos. Caído en la vertiente de una montañuela,
dábale alimento una represa que formaba lindo estanque natural, festoneado de canas
y poas, puesto, como espejillo de mano sobre falda verde, encima del terciopelo
de un prado donde crecían áureos ranúnculos y en otoño abrían sus corolas moradas
y elegantes lirios. Al otro lado de la represa habían trillado sendero el pie del
hombre y el casco de los asnos que iban y volvían cargados de sacas, a la venida
con maíz, trigo y centeno en grano, al regreso, con harina oscura, blanca o amarillenta.
¡Y qué bien “componía”, coronando el rústico molino y la pobre casuca de los molineros,
el gran castaño de horizontales ramas y frondosa copa, cubierto en verano de pálida
y desmelenada flor; en octubre de picantes y reventones erizos! ¡Cuán gallardo y
majestuoso se perfilaba sobre la azulada cresta del monte, medio velado entre la
cortina gris del humo que salía, no por la chimenea –pues no la tenía la casa del
molinero, ni aun hoy la tienen muchas casas de aldeanos de Galicia–, sino por todas
partes; puertas, ventanas, resquicios del tejado y grietas de las desmanteladas
paredes!
El complemento del asunto –gentil,
lleno de poesía, digno de que lo fijase un artista genial en algún cuadro idílico–
era una niña como de trece a catorce años, que sacaba a pastar una vaca por aquellos
ribazos siempre tan floridos y frescos, hasta en el rigor del estío, cuando el ganado
languidece por falta de hierba. Minia encarnaba el tipo de la pastora: armonizaba
con el fondo. En la aldea la llamaba roxa, pero en sentido de rubia, pues tenía
el pelo del color del cerro que a veces hilaba, de un rubio pálido, lacio, que,
a manera de vago reflejo lumínico, rodeaba la carita, algo tostada por el sol, oval
y descolorida, donde sólo brillaban los ojos con un toque celeste, como el azul
que a veces se entrevé al través de las brumas del montañés celaje. Minia cubría
sus carnes con un refajo colorado, desteñido ya por el uso; recia camisa de estopa
velaba su seno, mal desarrollado aún; iba descalza, y el pelito lo llevaba envedijado
y revuelto y a veces mezclado –sin asomo de ofeliana coquetería– con briznas de
paja o tallos de los que segaba para la vaca en los linderos de las heredades. Y
así y todo, estaba bonita, bonita como un ángel, o, por mejor decir, como la patrona
del santuario próximo, con la cual ofrecía –al decir de las gentes– singular parecido.
La célebre patrona,
objeto de fervorosa devoción para los aldeanos de aquellos contornos, era un “cuerpo
santo”, traído de Roma por cierto industrioso gallego, especie de Gil Blas, que,
habiendo llegado, por azares de la fortuna a servidor de un cardenal romano, no
pidió otra recompensa, al terminar, por muerte de su amo, diez años de buenos y
leales servicios, que la urna y efigie que adornaban el oratorio del cardenal. Diéronselas
y las trajo a su aldea, no sin aparato. Con sus ahorrillos y alguna ayuda del arzobispo,
elevó modesta capilla, que a los pocos años de su muerte las limosnas de los fieles,
la súbita devoción despertada en muchas leguas a la redonda, transformaron en rico
santuario, con su gran iglesia barroca y su buena vivienda para el santero, cargo
que desde luego asumió el párroco, viniendo así a convertirse aquella olvidada parroquia
de montaña en pingüe canonjía. No era fácil averiguar con rigurosa exactitud histórica,
ni apoyándose en documentos fehacientes e incontrovertibles, a quién habría pertenecido
el huesecillo del cráneo humano incrustado en la cabeza de cera de la Santa. Sólo
un papel amarillento, escrito con letra menuda y firme y pegado en el fondo de la
urna, afirmaba ser aquellas las reliquias de la bienaventurada Herminia, noble virgen
que padeció martirio bajo Diocleciano. Inútil parece buscar en las actas de los
mártires el nombre y género de muerte de la bienaventurada Herminia. Los aldeanos
tampoco lo preguntaban, ni ganas de meterse en tales honduras. Para ellos, la Santa
no era figura de cera, sino el mismo cuerpo incorrupto; del nombre germánico de
la mártir hicieron el gracioso y familiar de Minia, y a fin de apropiárselo mejor,
le añadieron el de la parroquia, llamándola Santa Minia de Tornelos. Poco les importaba
a los devotos montañeses el cómo ni el cuándo de su Santa; veneraban en ella la
Inocencia y el Martirio, el heroísmo de la debilidad; cosa sublime.
A la rapaza del molino le habían
puesto Minia en la pila bautismal, y todos los años, el día de la fiesta de su patrona,
arrodillábase la chiquilla delante de la urna tan embelesada con la contemplación
de la Santa, que ni acertaba a mover los labios rezando. La fascinaba la efigie,
que para ella también era un cuerpo real, un verdadero cadáver. Ello es que la Santa
estaba preciosa; preciosa y terrible a la vez. Representaba la cérea figura a una
jovencita como de quince años, de perfectas facciones pálidas. Al través de sus
párpados cerrados por la muerte, pero ligeramente revulsos por la contracción de
la agonía, veíanse brillar los ojos de cristal con misterioso brillo. La boca, también
entreabierta, tenía los labios lívidos, y transparecía el esmalte de la dentadura.
La cabeza, inclinada sobre el almohadón de seda carmesí que cubría un encaje de
oro ya deslucido, ostentaba encima del pelo rubio una corona de rosas de plata;
y la postura permitía ver perfectamente la herida de la garganta, estudiada con
clínica exactitud; las cortadas arterias, la laringe, la sangre, de la cual algunas
gotas negreaban sobre el cuello. Vestía la Santa dalmática de brocado verde sobre
túnica de tafetán color de caramelo, atavío más teatral que romano en el cual entraban
como elemento ornamental bastantes lentejuelas e hilillos de oro. Sus manos, finísimamente
modeladas y exangües, se cruzaban sobre la palma de su triunfo. Al través de los
vidrios de la urna, al reflejo de los cirios, la polvorienta imagen y sus ropas,
ajadas por el transcurso del tiempo, adquirían vida sobrenatural. Diríase que la
herida iba a derramar sangre fresca.
La chiquilla volvía de la iglesia
ensimismada y absorta. Era siempre de pocas palabras; pero un mes después de la
fiesta patronal, difícilmente salía de su mutismo, ni se veía en sus labios la sonrisa,
a no ser que los vecinos le dijesen que “se parecía mucho con la Santa”. Los aldeanos
no son blandos de corazón; al revés, suelen tenerlo tan duro y callado como las
palmas de las manos; pero cuando no está en juego su interés propio, poseen cierto
instinto de justicia que los induce a tomar el partido del débil oprimido por el
fuerte. Por eso miraban a Minia con profunda lástima. Huérfana de padre y madre,
la chiquilla vivía con sus tíos. El padre de Minia era molinero, y se había muerto
de intermitentes palúdicas, mal frecuente en los de su oficio; la madre le siguió
al sepulcro, no arrebatada de pena, que en una aldeana sería extraño género de muerte,
sino a poder de un dolor de costado que tomó saliendo sudorosa de cocer la hornada
de maíz. Minia quedó solita a la edad de año y medio, recién destetada. Su tío,
Juan Ramón –que se ganaba la vida trabajosamente en el oficio de albañil, pues no
era amigo de labranza–, entró en el molino como en casa propia, y, encontrando la
industria ya fundada, la clientela establecida, el negocio entretenido y cómodo,
ascendió a molinero, que en la aldea es ascender a personaje. No tardó en ser su
consorte la moza con quien tenía trato, y de quien poseía ya dos frutos de maldición:
varón y hembra. Minia y estos retoños crecieron mezclados, sin más diferencia aparente
sino que los chiquitines decían al molinero y a la molinera papai y mamai, mientras
Minia, aunque nadie se lo hubiese enseñado, no los llamó nunca de otro modo que
“señor tío” y “señora tía”.
Si se estudiase a fondo la situación
de la familia, se verían diferencias más graves. Minia vivía relegada a la condición
de criada o moza de faena. No es decir que sus primos no trabajasen, porque el trabajo
a nadie perdona en casa del labriego; pero las labores más viles, las tareas más
duras, guardábanse para Minia. Su prima Melia, destinada por su madre a costurera,
que es entre las campesinas profesión aristocrática, daba a la aguja en una sillita,
y se divertía oyendo los requiebros bárbaros y las picardihuelas de los mozos y
mozas que acudían al molino y se pasaban allí la noche en vela y broma, con notoria
ventaja del diablo y no sin frecuente e ilegal acrecentamiento de nuestra especie.
Minia era quien ayudaba a cargar el carro de tojo; la que, con sus manos diminutas,
amasaba el pan; la que echaba de comer al becerro, al cerdo y a las gallinas; la
que llevaba a pastar la vaca, y, encorvada y fatigosa, traía del monte el haz de
leña, o del soto el saco de castañas, o el cesto de hierba del prado. Andrés, el
mozuelo, no la ayudaba poco ni mucho; pasábase la vida en el molino, ayudando a
la molienda y al maquileo, y de riola, fiesta, canto y repiqueteo de panderetas
con los demás rapaces y rapazas. De esta temprana escuela de corrupción sacaba el
muchacho pullas, dichos y barrabasadas que a veces molestaban a Minia, sin que ella
supiese por qué ni tratase de comprenderlo.
El molino, durante varios años, produjo
lo suficiente para proporcionar a la familia cierto desahogo. Juan Ramón tomaba
el negocio con interés, estaba siempre a punto aguardando por la parroquia, era
activo, vigilante y exacto. Poco a poco, con el desgaste de la vida que corre insensible
y grata, resurgieron sus aficiones a la holgazanería y al bienestar, y empezaron
los descuidos, parientes tan próximos de la ruina. ¡El bienestar! Para un labriego
estriba en poca cosa: algo más del torrezno y unto en el pote, carne de vez en cuando,
pantrigo a discreción, leche cuajada o fresca, esto distingue al labrador acomodado
del desvalido. Después viene el lujo de la indumentaria: el buen traje de rizo,
las polainas de prolijo pespunte, la camisa labrada, la faja que esmaltan flores
de seda, el pañuelo majo y la botonadura de plata en el rojo chaleco. Juan Ramón
tenía de estas exigencias, y acaso no fuesen ni la comida ni el traje lo que introducía
desequilibrio en su presupuesto, sino la pícara costumbre, que iba arraigándose,
de “echar una pinga” en la taberna del Canelo, primero, todos los domingos; luego,
las fiestas de guardar; por último muchos días en que la Santa Madre Iglesia no
impone precepto de misa a los fieles. Después de las libaciones, el molinero regresaba
a su molino, ya alegre como unas pascuas, ya tétrico, renegando de su suerte y con
ganas de arrimar a alguien un sopapo. Melia, al verle volver así, se escondía. Andrés,
la primera vez que su padre le descargó un palo con la tranca de la puerta, se revolvió
como una fiera, le sujetó y no le dejó ganas de nuevas agresiones; Pepona, la molinera,
más fuerte, huesuda y recia que su marido, también era capaz de pagar en buena moneda
el cachete; sólo quedaba Minia, víctima sufrida y constante. La niña recibía los
golpes con estoicismo, palideciendo a veces cuando sentía vivo dolor –cuando, por
ejemplo, la hería en la espinilla o en la cadera la punta de un zueco de palo–,
pero no llorando jamás. La parroquia no ignoraba estos tratamientos, y algunas mujeres
compadecían bastante a Minia. En las tertulias del atrio, después de misa; en las
deshojas del maíz, en la romería del santuario, en las ferias, comenzaba a susurrarse
que el molinero se empeñaba, que el molino se hundía, que en las maquilas robaban
sin temor de Dios, y que no tardaría la rueda en pararse y los alguaciles en entrar
allí para embargarles hasta la camisa que llevaban sobre los lomos.
Una persona luchaba contra la desorganización
creciente de aquella humilde industria y aquel pobre hogar. Era Pepona, la molinera,
mujer avara, codiciosa, ahorrona hasta de un ochavo, tenaz, vehemente y áspera.
Levantada antes que rayase el día, incansable en el trabajo, siempre se la veía,
ya inclinada labrando la tierra, ya en el molino regateando la maquila, ya trotando,
descalza, por el camino de Santiago adelante con una cesta de huevos, aves y verduras
en la cabeza, para ir a venderla al mercado. Mas ¿qué valen el cuidado y el celo,
la economía sórdida de una mujer, contra el vicio y la pereza de dos hombres? En
una mañana se bebía Juan Ramón, en una noche de tuna despilfarraba Andrés el fruto
de la semana de Pepona. Mal andaban los negocios de la casa, y peor humorada la
molinera, cuando vino a complicar la situación un año fatal, año de miseria y sequía,
en que, perdiéndose la cosecha del maíz y trigo, la gente vivió de averiadas habichuelas,
de secos habones, de pobres y héticas hortalizas, de algún centeno de la cosecha
anterior, roído ya por el cornezuelo y el gorgojo. Lo más encogido y apretado que
se puede imaginar en el mundo, no acierta a dar idea del grado de reducción que
consigue el estómago de un labrador gallego y la vacuidad a que se sujetan sus elásticas
tripas en años así.
Berzas espesadas con harina y suavizadas
con una corteza de tocino rancio; y esto un día y otro día, sin sustancia de carne,
sin gota de vino para reforzar un poco los espíritus vitales y devolver vigor al
cuerpo. La patata, el pan del pobre, entonces apenas se conocía, porque no sé si
dije que lo que voy contando ocurrió en los primeros lustros del siglo decimonono.
Considérese cuál andaría con semejante añada el molino de Juan Ramón. Perdida la
cosecha, descansaba forzosamente la muela. El rodezno, parado y silencioso, infundía
tristeza; semejaba el brazo de un paralítico. Los ratones, furiosos de no encontrar
grano que roer, famélicos también ellos, correteaban alrededor de la piedra, exhalando
agrios chillidos. Andrés, aburrido por la falta de la acostumbrada tertulia, se
metía cada vez más en danzas y aventuras amorosas, volviendo a casa como su padre,
rendido y enojado, con las manos que le hormigueaban por zurrar. Zurraba a Minia
con mezcla de galantería rústica y de brutalidad, y enseñaba los dientes a su madre
porque la pitanza era escasa y desabrida. Vago ya de profesión, andaba de feria
en feria buscando lances, pendencias y copas. Por fortuna, en primavera cayó soldado
y se fue con el chopo camino de la ciudad. Hablando como la dura verdad nos impone,
confesaremos que la mayor satisfacción que pudo dar a su madre fue quitársele de
la vista: ningún pedazo de pan traía a casa, y en ella sólo sabía derrochar y gruñir,
confirmando la sentencia: “Donde no hay harina, todo es mohína”.
La víctima propiciatoria, la que
expiaba todos los sinsabores y desengaños de Pepona, era… ¿quién había de ser? Siempre
había tratado Pepona a Minia con hostil indiferencia; ahora, con odio sañudo de
impía madrastra. Para Minia los harapos; para Melia los refajos de grana; para Minia
la cama en el duro suelo; para Melia un leito igual al de sus padres; a Minia se
le arrojaba la corteza de pan de borona enmohecido, mientras el resto de la familia
despachaba el caldo calentito y el compango de cerdo. Minia no se quejaba jamás.
Estaba un poco más descolorida y perpetuamente absorta, y su cabeza se inclinaba
a veces lánguidamente sobre el hombro, aumentándose entonces su parecido con la
Santa Callada, exteriormente insensible, la muchacha sufría en secreto angustia
mortal, inexplicables mareos, ansias de llorar, dolores en lo más profundo y delicado
de su organismo, misteriosa pena, y, sobre todo, unas ganas constantes de morirse
para descansar yéndose al cielo… Y el paisajista o el poeta que cruzase ante el
molino y viese el frondoso castaño, la represa con su agua durmiente y su orla de
cañas, la pastorcilla rubia, que, pensativa, dejaba a la vaca saciarse libremente
por el lindero orlado de flores, soñaría con idilios y haría una descripción apacible
y encantadora de la infeliz niña golpeada y hambrienta, medio idiota ya a fuerza
de desamores y crueldades.
II
Un día descendió mayor consternación que nunca sobre
la choza de los molineros. Era llegado el plazo fatal para el colono: vencía el
término del arriendo, y, o pagaba al dueño del lugar, o se verían arrojados de él
y sin techo que los cobijase, ni tierra donde cultivar las berzas para el caldo.
Y lo mismo el holgazán Juan Ramón que Pepona la diligente, profesaban a aquel quiñón
de tierra el cariño insensato que apenas profesarían a un hijo pedazo de sus entrañas.
Salir de allí se les figuraba peor que ir para la sepultura: que esto, al fin, tiene
que suceder a los mortales, mientras lo otro no ocurre sino por impensados rigores
de la suerte negra. ¿Dónde encontrarían dinero? Probablemente no había en toda la
comarca las dos onzas que importaba la renta del lugar. Aquel año de miseria –calculó
Pepona–, dos onzas no podían hallarse sino en la boeta o cepillo de Santa Minia.
El cura sí que tendría dos onzas, y bastantes más, cosidas en el jergón o enterradas
en el huerto… Esta probabilidad fue asunto de la conversación de los esposos, tendidos
boca a boca en el lecho conyugal, especie de cajón con una abertura al exterior,
y dentro un relleno de hojas de maíz y una raída manta. En honor de la verdad, hay
que decir que a Juan Ramón, alegrillo con los cuatro tragos que había echado al
anochecer para confortar el estómago casi vacío, no se le ocurría siquiera aquello
de las onzas del cura hasta que se lo sugirió, cual verdadera Eva, su cónyuge; y
es justo observar también que contestó a la tentación con palabras muy discretas,
como si no hablase por su boca el espíritu parral.
–Oyes, tú, Juan Ramón… El clérigo
sí que tendrá a rabiar lo que aquí nos falta… Ricas onciñas tendrá el clérigo. ¿Tú
roncas, o me oyes, o qué haces?
–Bueno, ¡rayo!, y si las tiene, ¿qué
rayos nos interesa? Dar, no nos las ha de dar.
–Darlas, ya se sabe; pero… emprestadas…
–¡Emprestadas! Sí, ve a que te empresten…
–Yo digo emprestadas así, medio a
la fuerza… ¡Malditos!… No sois hombres, no tenéis de hombres sino la parola… Si
estuviese aquí Andresiño… un día… al oscurecer…
–Como vuelvas a mentar eso, los diaños
lleven si no te saco las muelas del bofetón…
–Cochinos de cobardes; aún las mujeres
tenemos más riñones…
–Loba, calla; tú quieres perderme.
El clérigo tiene escopeta… y a más quieres que Santa Minia mande una centella que
mismamente nos destrice…
–Santa Minia es el miedo que te come…
–¡Toma, malvada!…
–¡Pellejo, borranchón!…
Estaba echada Minia sobre un haz
de paja, a poca distancia de sus tíos, en esa promiscuidad de las cabañas gallegas,
donde irracionales y racionales, padres e hijos, yacen confundidos y mezclados.
Aterida de frío bajo su ropa, que había amontonado para cubrirse –pues manta Dios
la diese–, entreoyó algunas frases sospechosas y confusas, las excitaciones sordas
de la mujer, los gruñidos y chanzas vinosas del hombre. Tratábase de la Santa… Pero
la niña no comprendió. Sin embargo, aquello le sonaba mal; le sonaba a ofensa, a
lo que ella, si tuviese nociones de lo que tal palabra significa, hubiese llamado
desacato. Movió los labios para rezar la única oración que sabía, y así rezando,
se quedó traspuesta. Apenas le salteó el sueño, le pareció que una luz dorada y
azulada llenaba el recinto de la choza. En medio de aquella luz, o formando aquella
luz, semejante a la que despedía la “madama de fuego” que presentaba el cohetero
en la fiesta patronal, estaba la Santa, no reclinada, sino de pie, y blandiendo
su palma como si blandiese un arma terrible. Minia creía oír distintamente estas
palabras. “¿Ves? Los mato”. Y mirando hacia el lecho de sus tíos, los vio cadáveres,
negros, carbonizados, con la boca torcida y la lengua de fuera. En este momento
se dejó oír el sonoro cántico del gallo; la becerrilla mugió en el establo, reclamando
el pezón de su madre… Amanecía.
Si pudiese la niña hacer su gusto,
se quedaría acurrucada entre la paja la mañana que siguió a su visión. Sentía gran
dolor en los huesos, quebrantamiento general, sed ardiente. Pero la hicieron levantar,
tirándola del pelo y llamándola holgazana, y, según costumbre, hubo de sacar el
ganado. Con su habitual pasividad no replicó; agarró la cuerda y echó hacia el pradillo.
La Pepona, por su parte, habiéndose lavado primero los pies y luego la cara en el
charco más próximo a la represa del molino, y puéstose el dengue y el mantelo de
los días grandes y también –lujo inaudito– los zapatos, colocó en una cesta hasta
dos docenas de manzanas, una pella de manteca envuelta en una hoja de col, algunos
huevos y la mejor gallina ponedora, y, cargando la cesta en la cabeza, salió del
lugar y tomó el camino de Compostela con aire resuelto. Iba a implorar, a pedir
un plazo, una prórroga, un perdón de renta, algo que les permitiese salir de aquel
año terrible sin abandonar el lugar querido, fertilizado con su sudor… Porque las
dos onzas del arriendo… ¡quia! en la boeta de Santa Minia o en el jergón del clérigo
seguirían guardadas, por ser un calzonazos Juan Ramón y faltar de la casa Andresiño…
y no usar ella, en lugar de refajos, las mal llevadas bragas del esposo.
No abrigaba Pepona grandes esperanzas
de obtener la menor concesión, el más pequeño respiro. Así se lo decía a su vecina
y comadre Jacoba de Alberte, con la cual se reunió en el crucero, enterándose de
que iba a hacer la misma jornada, pues Jacoba tenía que traer de la ciudad medicina
para su hombre, afligido con un asma de todos los demonios, que no le dejaba estar
acostado, ni por las mañanas casi respirar. Resolvieron las dos comadres ir juntas
para tener menos miedo a los lobos o a los aparecidos, si al volver se les echaba
la noche encima; y pie ante pie, haciendo votos porque no lloviese, pues Pepona
llevaba a cuestas el fondito del arca, emprendieron su caminata charlando.
–Mi matanza –dijo la Pepona– es que
no podré hablar cara a cara con el señor marqués, y al apoderado tendré que arrodillarme.
Los señores de mayor señorío son siempre los más compadecidos del pobre. Los peores,
los señoritos hechos a puñetazos, como don Mauricio, el apoderado; esos tienen el
corazón duro como las piedras y le tratan a uno peor que a la suela del zapato.
Le digo que voy allá como el buey al matadero.
La Jacoba, que era una mujercilla
pequeña, de ojos ribeteados, de apergaminadas facciones, con dos toques, cual de
ladrillos en los pómulos, contestó en voz plañidera:
–¡Ay comadre! Iba yo cien veces a
donde va, y no quería ir una a donde voy. ¡Santa Minia nos valga! Bien sabe el Señor
Nuestro Dios que me lleva la salud del hombre, porque la salud vale más que las
riquezas. No siendo por amor de la salud, ¿quién tiene valor de pisar la botica
de don Custodio? Al oír este nombre, viva expresión de curiosidad azorada se pintó
en el rostro de la Pepona y arrugóse su frente, corta y chata, donde el pelo nacía
casi a un dedo de las tupidas cejas.
–¡Ay! Sí, mujer… Yo nunca allá fui.
Hasta por delante de la botica no me da gusto pasar. Andan no sé qué dichos, de
que el boticario hace “meigallos”.
–Eso de no pasar, bien se dice; pero
cuando uno tiene la salud en sus manos… La salud vale más que todos los bienes de
este mundo; y el pobre que no tiene otro caudal sino la salud, ¿qué no hará por
conseguirla? Al demonio era yo capaz de ir a pedirle en el infierno la buena untura
para mi hombre. Un peso y doce reales llevamos gastados este año en botica, y nada;
como si fuese agua de la fuente; que hasta es un pecado derrochar los cuartos así,
cuando no hay una triste corteza para llevar a la boca. De manera es que ayer por
la noche, mi hombre, que tosía que casi arreventaba, me dijo, dice: “¡Ei!, Jacoba:
o tú vas a pedirle a don Custodio la untura, o yo espicho. No hagas caso del médico;
no hagas caso, si a manos viene, ni de Cristo Nuestro Señor; a don Custodio has
de ir; que si él quiere, del apuro me saca con sólo dos cucharaditas de los remedios
que sabe hacer. Y no repares en dinero, mujer, no siendo que quiéraste quedar viuda”.
Así es que… –Jacoba metió misteriosamente la mano en el seno y extrajo, envuelto
en un papelito, un objeto muy chico– aquí llevo el corazón del arca… ¡un dobloncillo
de a cuatro! Se me van los “espíritus” detrás de él; me cumplía para mercar ropa,
que casi desnuda en carnes ando; pero primero es la vida del hombre, mi comadre…
y aquí lo llevo para el ladro de don Custodio. Asús me perdone.
La Pepona reflexionaba, deslumbrada
por la vista del doblón y sintiendo en el alma una oleada tal de codicia que la
sofocaba casi.
–Pero diga, mi comadre –murmuró con
ahínco, apretando sus grandes dientes de caballo y echando chispas por los ojuelos–.
Diga: ¿cómo hará don Custodio para ganar tantos cuartos? ¿Sabe qué se cuenta por
ahí? Que mercó este año muchos lugares del marqués. Lugares de los más riquísimos.
Dicen que ya tiene mercados dos mil ferrados de trigo de renta.
–¡Ay, mi comadre! ¿Y cómo quiere
que no gane cuartos ese hombre que cura todos los males que el Señor inventó? Miedo
da el entrar allí; pero cuando uno sale con la salud en la mano… Ascuche: ¿quién
piensa que le quitó la reúma al cura de Morlán? Cinco años llevaba en la cama, baldado,
imposibilitado… y de repente un día se levanta, bueno, andando como usté y como
yo. Pues, ¿qué fue? La untura que le dieron en los cuadriles, y que le costó media
onza en casa de don Custodio. ¿Y el tío Gorio, el posadero de Silleda? Ese fue mismo
cosa de milagro. Ya le tenían puesto los santolios, y traerle un agua blanca de
don Custodio… y como si resucitara.
–¡Qué cosas hace Dios!
–¿Dios? –contestó la Jacoba–. A saber
si las hace Dios o el diaño… Comadre, le pido de favor que me ha de acompañar cuando
entre en la botica…
–Acompañaré.
Cotorreando así, se les hizo llevadero
el camino a las dos comadres. Llegaron a Compostela a tiempo que las campanas de
la catedral y de numerosas iglesias tocaban a misa, y entraron a oírla en las Ánimas,
templo muy favorito de los aldeanos, y, por tanto, muy gargajoso, sucio y maloliente.
De allí, atravesando la plaza llamada del pan, inundada de vendedoras de molletes
y cacharros, atestada de labriegos y de caballerías, se metieron bajo los soportales,
sustentados por columnas de bizantinos capiteles, y llegaron a la temerosa madriguera
de don Custodio. Bajábase a ella por dos escalones, y entre esto y que los soportales
roban luz, encontrábase siempre la botica sumergida en vaga penumbra, resultado
a que cooperaban también los vidrios azules, colorados y verdes, innovación entonces
flamante y rara. La anaquelería ostentaba aún esos pintorescos botes que hoy se
estiman como objeto de arte, y sobre los cuales se leían, en letras góticas, rótulos
que parecen fórmulas de alquimia: “Rad. Polip. Q”., “Ra, Su. Eboris”, “Stirac Cala”,
y otros letreros de no menos siniestro cariz. En un sillón de vaqueta, reluciente
ya por el uso, ante una mesa, donde un atril abierto sostenía voluminoso libro,
hallábase el boticario, que leía cuando entraron las dos aldeanas, y que al verlas
entrar se levantó. Parecía hombre de unos cuarenta y tantos años; era de rostro
chupado, de hundidos ojos y sumidos carrillos, de barba picuda y gris, de calva
primeriza y ya lustrosa, y con aureola de largas melenas, que empezaban a encanecer:
una cabeza macerada y simpática de santo penitente o de doctor alemán emparedado
en su laboratorio. Al plantarse delante de las dos mujeres, caía sobre su cara el
reflejo de uno de los vidrios azules, y realmente se la podía tomar por efigie de
escultura. No habló palabra, contentándose con mirar fijamente a las comadres. Jacoba
temblaba cual si tuviese azogue en las venas y la Pepona, más atrevida, fue la que
echó todo el relato del asma, y de la untura, y del compadre enfermo, y del doblón.
Don Custodio asintió, inclinando gravemente la cabeza: desapareció tres minutos
tras la cortina de sarga roja que ocultaba la entrada de la rebotica; volvió con
un frasquito cuidadosamente lacrado; tomó el doblón, sepultólo en el cajón de la
mesa, y volviendo a la Jacoba un peso duro, contentóse con decir:
–Úntele con esto el pecho por la
mañana y por la noche –y sin más se volvió a su libro.
Miráronse las comadres, y salieron
de la botica como alma que lleva el diablo; Jacoba, fuera ya, se persignó.
Serían las tres de la tarde cuando
volvieron a reunirse en la taberna, a la entrada de la carretera donde comieron
un “taco” de pan y una corteza de queso duro, y echaron al cuerpo el consuelo de
dos deditos de aguardiente. Luego emprendieron el retorno. La Jacoba iba alegre
como unas pascuas; poseía el remedio para su hombre; había vendido bien medio ferrado
de habas, y de su caro doblón un peso quedaba aún por misericordia de don Custodio.
Pepona, en cambio, tenía la voz ronca y encendidos los ojos; sus cejas se juntaban
más que nunca; su cuerpo, grande y tosco, se doblaba al andar, cual si le hubiesen
administrado alguna soberana paliza. No bien salieron a la carretera, desahogó sus
cuitas en amargos lamentos; el ladrón de don Mauricio, como si fuese sordo de nacimiento
o verdugo de los infelices:
–“La renta, o salen del lugar”. ¡Comadre!
Allí lloré, grité, me puse de rodillas, me arranqué los pelos, le pedí por el alma
de su madre y de quien tiene en el otro mundo. Él, tieso: “La renta, o salen del
lugar. El atraso de ustedes ya no viene de este año, ni es culpa de la mala cosecha…
Su marido bebe, y su hijo es otro que bien baila… El señor marqués le diría lo mismo…
Quemado está con ustedes… Al marqués no le gustan borrachos en sus lugares”. Yo
repliquéle: “Señor, venderemos los bueyes y la vaquiña… y luego, ¿con qué labramos?
Nos venderemos por esclavos nosotros…” “La renta, les digo… y lárguese ya”. Mismo
así, empurrando, empurrando… echome por la puerta. ¡Ay! Hace bien en cuidar a su
hombre, señora Jacoba… ¡Un hombre que no bebe! A mí me ha de llevar a la sepultura
aquel pellejo… Si le da por enfermarse, con medicina que yo le compre no sanará.
En tales pláticas iban entreteniendo
las dos comadres el camino. Como en invierno anochece pronto, hicieron por atajar,
internándose hacia el monte, entre espesos pinares. Oíase el toque del Ángelus en
algún campanario distante, y la niebla, subiendo del río, empezaba a velar y confundir
los objetos. Los pinos y los zarzales se esfumaban entre aquella vaguedad gris,
con espectral apariencia. A las labradoras les costaba trabajo encontrar el sendero.
–Comadre –advirtió, de pronto y con
inquietud, Jacoba–, por Dios le encargo que no cuente en la aldea lo del unto…
–No tenga miedo, comadre… Un pozo
es mi boca.
–Porque si lo sabe el señor cura,
es capaz de echarnos en misa una pauliña…
–¿Y a él qué le interesa?
–Pues como dicen que esta untura
“es de lo que es”…
–¿De qué?
–¡Ave María de gracia, comadre!
–susurró Jacoba, deteniéndose y bajando la voz, como si los pinos pudiesen oírla
y delatarla–. ¿De veras no lo sabe? Me pasmo. Pues hoy, en el mercado, no tenían
las mujeres otra cosa que decir, y las mozas primero se dejaban hacer trizas que
llegarse al soportal. Yo, si entré allí, es porque de moza ya he pasado; pero vieja
y todo, si usté no me acompaña, no pongo el pie en la botica. ¡La gloriosa Santa
Minia nos valga!
–A fe, comadre, que no sé ni esto…
Cuente, comadre, cuente… Callaré lo mismo que si muriera.
–¡Pues si no hay más de qué hablar,
señora! ¡Asús querido! Estos remedios tan milagrosos, que resucitan a los difuntos,
hácelos don Custodio con “unto de moza”.
–¿Unto de moza…?
–De moza soltera, rojiña, que ya
esté en sazón de poder casar. Con un cuchillo le saca las mantecas, y va y las derrite,
y prepara los medicamentos. Dos criadas mozas tuvo, y ninguna se sabe qué fue de
ella, sino que, como si la tierra se las tragase, que desaparecieron y nadie las
volvió a ver. Dice que ninguna persona humana ha entrado en la trasbotica; que allí
tiene una “trapela”, y que muchacha que entre y pone el pie en la “trapela”… ¡plas!,
cae en un pozo muy hondo, muy hondísimo, que no se puede medir la profundidad que
tiene… y allí el boticario le arranca el unto.
Sería cosa de haberle preguntado
a la Jacoba a cuántas brazas bajo tierra estaba situado el laboratorio del destripador
de antaño; pero las facultades analíticas de la Pepona eran menos profundas que
el pozo, y limitose a preguntar con ansia mal definida:
–¿Y para “eso” sólo sirve el unto
de las mozas?
–Sólo. Las viejas no valemos ni para
que nos saquen el unto siquiera.
Pepona guardó silencio. La niebla
era húmeda: en aquel lugar montañoso convertíase en “brétema”, e imperceptible y
menudísima llovizna calaba a las dos comadres, transidas de frío y ya asustadas
por la oscuridad. Como se internasen en la escueta gándara que precede al lindo
vallecito de Tornelos, y desde la cual ya se divisa la torre del santuario, Jacoba
murmuró con apagada voz:
–Mi comadre… ¿no es un lobo eso que
por ahí va?
–¿Un lobo? –dijo, estremeciéndose,
Pepona.
–Por allí… detrás de aquellas piedras…
dicen que estos días ya llevan comida mucha gente. De un rapaz de Morlán sólo dejaron
la cabeza y los zapatos. ¡Asús!
El susto del lobo se repitió dos
o tres veces antes de que las comadres llegasen a avistar la aldea. Nada, sin embargo,
confirmó sus temores, ningún lobo se les vino encima. A la puerta de la casucha
de Jacoba despidiéronse, y Pepona entró sola en su miserable hogar. Lo primero con
que tropezó en el umbral de la puerta fue con el cuerpo de Juan Ramón, borracho
como una cuba, y al cual fue preciso levantar entre maldiciones y reniegos, llevándole
en peso a la cama. A eso de medianoche, el borracho salió de su sopor, y con estropajosas
palabras acertó a preguntar a su mujer qué teníamos de la renta. A esta pregunta,
y a su desconsoladora contestación, siguieron reconvenciones, amenazas, blasfemias,
un cuchicheo raro, acalorado, furioso. Minia, tendida sobre la paja, prestaba oído;
latíale el corazón; el pecho se le oprimía; no respiraba; pero llegó un momento
en que Pepona, arrojándose del lecho, le ordenó que se trasladase al otro lado de
la cabaña, a la parte donde dormía el ganado. Minia cargó con su brazado de paja,
y se acurrucó no lejos del establo, temblando de frío y susto. Estaba muy cansada
aquel día; la ausencia de Pepona la había obligado a cuidar de todo, a hacer el
caldo, a coger hierba, a lavar, a cuantos menesteres y faenas exigía la casa… Rendida
de fatiga y atormentada por las singulares desazones de costumbre, por aquel desasosiego
que la molestaba, aquella opresión indecible, ni acababa de venir el sueño a sus
párpados ni de aquietarse su espíritu. Rezó maquinalmente, pensó en la Santa, y
dijo entre sí, sin mover los labios: “Santa Minia querida, llévame pronto al Cielo;
pronto, pronto…” Al fin se quedó, si no precisamente dormida, al menos en ese estado
mixto propicio a las visiones, a las revelaciones psicológicas y hasta a las revoluciones
físicas. Entonces le pareció, como la noche anterior, que veía la efigie de la mártir;
solo que, ¡cosa rara!, no era la Santa; era ella misma, la pobre rapaza huérfana
de todo amparo, quien estaba allí tendida en la urna de cristal, entre los cirios,
en la iglesia. Ella tenía la corona de rosas; la dalmática de brocado verde cubría
sus hombros; la palma la agarraban sus manos pálidas y frías; la herida sangrienta
se abría en su propio pescuezo, y por allí se la iba la vida, dulce, insensiblemente,
en oleaditas de sangre muy suaves, que al salir la dejaban tranquila, extática,
venturosa… Un suspiro se escapó del pecho de la niña; puso los ojos en blanco, se
estremeció… y quedose completamente inerte. Su última impresión confusa fue que
ya había llegado al cielo, en compañía de la Patrona.
III
En aquella rebotica, donde, según los autorizados informes
de Jacoba de Alberte, no entraba nunca persona humana, solía hacer tertulia a don
Custodio las más noches un canónigo de la Santa Metropolitana Iglesia, compañero
de estudios del farmacéutico, hombre ya maduro, sequito como un pedazo de yesca,
risueño, gran tomador de tabaco. Este tal era constante amigo e íntimo confidente
de don Custodio, y, a ser verdad los horrendos crímenes que al boticario atribuía
el vulgo, ninguna persona más a propósito para guardar el secreto de tales abominaciones
que el canónigo don Lucas Llorente, el cual era la quinta esencia del misterio y
de la incomunicación con el público profano. El silencio, la reserva más absoluta
tomaba en Llorente proporciones y carácter de manía. Nada dejaba transparentar de
su vida, y acciones, aun las más leves e inocentes. El lema del canónigo era: “Que
nadie sepa cosa alguna de ti”. Y aun añadía (en la intimidad de la trasbotica):
“Todo lo que averigua la gente acerca de lo que hacemos o pensamos, lo convierte
en arma nociva y mortífera. Vale más que invente que no edifique sobre el terreno
que le ofrezcamos nosotros mismos”.
Por este modo de ser y por la inveterada
amistad, don Custodio le tenía por confidente absoluto, y sólo con él hablaba de
ciertos asuntos graves, y sólo de él se aconsejaba en los casos peligrosos o difíciles.
Una noche en que, por señas, llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba a trechos,
encontró Llorente al boticario agitado, nervioso, semiconvulso. Al entrar el canónigo
se arrojó hacia él, y tomándole las manos y arrastrándole hacia el fondo de la rebotica,
donde, en vez de la pavorosa “trapela” y el pozo sin fondo, había armarios, estantes,
un canapé y otros trastos igualmente inofensivos, le dijo con voz angustiosa:
–¡Ay, amigo Llorente! ¡De qué modo
me pesa haber seguido en todo tiempo sus consejos de usted, dando pábulo a las hablillas
de los necios! A la verdad, yo debí desde el primer día desmentir cuentos absurdos
y disipar estúpidos rumores… Usted me aconsejó que no hiciese nada, absolutamente
nada, para modificar la idea que concibió el vulgo de mí, gracias a mi vida retraída,
a los viajes que realicé al extranjero para aprender los adelantos de mi profesión,
a mi soltería y a la maldita casualidad (aquí el boticario titubeó un poco) de que
dos criadas… jóvenes… hayan tenido que marcharse secretamente de casa, sin dar cuenta
al público de los motivos de su viaje…; porque… ¿qué calabazas le importaba al público
los tales motivos. Me hace usted el favor de decir? Usted me repetía siempre: “Amigo
Custodio, deje correr la bola; no se empeñe nunca en desengañar a los bobos, que
al fin no se desengañan, e interpretan mal los esfuerzos que se hacen para combatir
sus preocupaciones. Que crean que usted fabrica sus ungüentos con grasa de difunto
y que se los paguen más caros por eso, bien; dejadles, dejadles que rebuznen. Usted
véndales remedios buenos, y nuevos de la farmacopea moderna, que asegura usted está
muy adelantada allá en esos países estranjeros que usted visitó. Cúrense las enfermedades,
y crean los imbéciles que es por arte de birlibirloque. La borricada mayor de cuantas
hoy inventan y propalan los malditos liberales es esa de “ilustrar a las multitudes”.
¡Buena ilustración te dé Dios! Al pueblo no puede ilustrársele. Es y será eternamente
un hatajo de babiecas, una recua de jumentos. Si le presenta usted las cosas naturales
y racionales, no las cree. Se pirra por lo raro, estrambótico, maravilloso e imposible.
Cuanto más gorda es una rueda de molino, tanto más aprisa la comulga. Con que, amigo
Custodio, usted deje de andar la procesión, y si puede, apande el estandarte… Este
mundo es una danza…”
–Cierto –interrumpió el canónigo,
sacando su cajita de rapé y torturando entre las yemas el polvito–; eso le debí
decir; y qué, ¿tan mal le ha ido a usted con mis consejos? Yo creí que el cajón
de la botica estaba de duros a reventar, y que recientemente había usted comprado
unos lugares muy hermosos en Valeiro.
–¡Los compré, los compré; pero también
los amargo! –exclamó el farmacéutico–. ¡Si le cuento a usted lo que me ha pasado
hoy! Vaya, discurra. ¿Qué creerá usted que me ha sucedido? Por mucho que prense
el entendimiento para idear la mayor barbaridad… lo que es con esta no acierta usted,
ni tres como usted.
–¿Qué ha sido ello?
–¡Verá, verá! Esto es lo gordo. Entra
hoy en mi botica, a la hora en que estaba completamente solo, una mujer de la aldea,
que ya había venido días atrás con otra a pedirme un remedio para el asma: una mujer
alta, de rostro duro, cejijunta, con la mandíbula saliente, la frente chata y los
ojos como dos carbones. Un tipo imponente, créalo usted. Me dice que quiere hablarme
en secreto y después de verse a solas conmigo en sitio seguro, resulta… ¡Aquí entra
lo mejor! Resulta que viene a ofrecerme el unto de una muchacha, sobrina suya, casadera
ya, virgen, roja, con todas las condiciones requeridas, en fin, para que el unto
convenga a los remedios que yo acostumbro hacer… ¿Qué dice usted de esto, canónigo?
A tal punto hemos llegado. Es por ahí cosa corriente y moliente que yo destripo
a las mozas, y que con las mantecas que les saco compongo esos remedios maravillosos,
¡puf!, capaces hasta de resucitar a los difuntos. La mujer me lo aseguró. ¿Lo está
usted viendo? ¿Comprende la mancha que sobre mí ha caído? Soy el terror de las aldeas,
el espanto de las muchachas y el ser más aborrecible y más cochino que puede concebir
la imaginación.
Un trueno lejano y profundo acompañó
las últimas palabras del boticario. El canónigo se reía, frotando sus manos sequitas
y meneando alegremente la cabeza. Parecía que hubiere logrado un grande y apetecido
triunfo.
–Yo sí que digo: ¿lo ve usted, hombre?
¿Ve cómo son todavía más bestias, animales, cinocéfalos y mamelucos de lo que yo
mismo pienso? ¿Ve cómo se les ocurre siempre la mayor barbaridad, el desatino de
más grueso calibre y la burrada más supina? Basta que usted sea el hombre más sencillo,
bonachón y pacífico del orbe; basta que tenga usted ese corazón blandufo, que se
interese usted por las calamidades ajenas, aunque le importen un rábano; que sea
usted incapaz de matar a una mosca y sólo piense en sus librotes, en sus estudios,
y en sus químicas, para que los grandísimos salvajes le tengan por monstruo horrible,
asesino, reo de todos los crímenes y abominaciones.
–Pero ¿quién habrá inventado estas
calumnias, Llorente?
–¿Quién? La estupidez universal…
forrada en la malicia universal también. La bestia del Apocalipsis… que es el vulgo,
créame, aunque San Juan no lo haya dejado muy claramente dicho.
–¡Bueno! Así será; pero yo, en lo
sucesivo, no me dejo calumniar más. No quiero; no, señor. ¡Mire usted qué conflicto!
¡A poco que me descuide, una chica muerta por mi culpa! Aquella fiera, tan dispuesta
a acogotarla. Figúrese usted que repetía: “La despacho y la dejo en el monte, y
digo que la comieron los lobos. Andan muchos por este tiempo del año, y verá cómo
es cierto, que al día siguiente aparece comida”. ¡Ay canónigo! ¡Si usted viese el
trabajo que me costó convencer a aquella caballería mayor de que ni yo saco el unto
a nadie ni he soñado en tal! Por más que la repetía: “Eso es una animalada que corre
por ahí, una infamia, una atrocidad, un desatino, una picardía; y como yo averigüe
quién es el que lo propala, a ese sí que le destripo”, la mujer firme como un poste,
y erre que erre, “señor, dos onzas nada más… Todo calladito, todo calladito… en
dos onzas, tiene los untos. Otra proporción tan buena no la encuentra nunca”. ¡Qué
víbora malvada! Las furias del infierno deben de tener una cara así… Le digo a usted
que me costó un triunfo persuadirla. No quería irse. A poco la echo con un garrote.
–¡Y ojalá que la haya usted persuadido!
–articuló el canónigo, repentinamente preocupado y agitado, dando vueltas a la tabaquera
entre los dedos–. Me temo que ha hecho usted un pan como unas hostias. ¡Ay Custodio!
La ha errado usted. Ahora sí que juro yo que la ha errado.
–¿Qué dice usted, hombre, o canónigo,
o demonio? –exclamó el boticario, saltando en su asiento alarmadísimo.
–Que la ha errado usted. Nada, que
ha hecho una tontería de marca mayor por figurarse, como siempre, que en esos brutos
cabe una chispa de razón natural, y que es lícito o conducente para algo el decirles
la verdad y argüirles con ella y alumbrarlos con las luces del intelecto. A tales
horas, probablemente la chica está en la gloria, tan difunta como mi abuela… mañana
por la mañana, o pasado le traen el unto envuelto en un trapo… ¡Ya lo verá!
–Calle, calle… No puedo oír eso.
Eso no cabe en cabeza humana… ¿Yo qué debí hacer? ¡Por Dios, no me vuelva loco!
–¿Que qué debió hacer? Pues lo contrario
de lo razonable, lo contrario de lo verdadero, lo contrario de lo que haría usted
conmigo o con cualquiera otra persona capaz de sacramentos, y aunque quizá tan mala
como el populacho, algo menos bestia… Decirles que sí, que usted compraba el unto
en dos onzas, o en tres, o en ciento…
–Pero entonces…
–Aguarde, déjeme acabar… Pero que
el unto sacado por ellos de nada servía. Que usted en persona tenía que hacer la
operación y por consiguiente, que le trajesen a la muchachita sanita y fresca… Y
cuando la tuviese segura en su poder, ya echaríamos mano de la Justicia para prender
y castigar a los malvados… ¿Pues no ve usted claramente que esa es una criatura
de la cual se quieren deshacer, que les estorba, o porque es una boca más o porque
tiene algo y ansían heredarla? ¿No se le ha ocurrido que una atrocidad así se decide
en un día, pero se prepara y fermenta en la conciencia a veces largos años? La chica
está sentenciada a muerte. Nada; crea usted que a estas horas…
Y el canónigo blandió la tabaquera,
haciendo el expresivo ademán del que acogota.
–¡Canónigo, usted acabará conmigo!
¿Quién duerme ya esta noche? Ahora mismo ensillo la yegua y me largo a Tornelos…
Un trueno más cercano y espantoso
contestó al boticario que su resolución era impracticable. El viento mugió y la
lluvia se desencadenó furiosa, aporreando los vidrios.
–¿Y usted afirma –preguntó con abatimiento
don Custodio– que serán capaces de tal iniquidad?
–De todas. Y de inventar muchísimas
que aún no se conocen. ¡La ignorancia es invencible, y es hermana del crimen!
–Pues usted –arguyó el boticario–
bien aboga por la perpetuidad de la ignorancia.
–¡Ay amigo mío! –respondió el oscurantista–.
¡La ignorancia es un mal. Pero el mal es necesario y eterno, de tejas abajo, en
este pícaro mundo! Ni del mal ni de la muerte conseguiremos jamás vernos libres.
¡Qué noche pasó el honrado boticario
tenido, en concepto del pueblo, por el monstruo más espantable y a quien tal vez
dos siglos antes hubiesen procesado acusándole de brujería! Al amanecer echó la
silla a la yegua blanca que montaba en sus excursiones al campo y tomó el camino
de Tornelos. El molino debía de servirle de seña para encontrar presto lo que buscaba.
El sol empezaba a subir por el cielo, que después de la tormenta se mostraba despejado
y sin nubes, de una limpidez radiante. La lluvia que cubría las hierbas se empapaban
ya, y secábase el llanto derramado sobre los zarzales por la noche. El aire diáfano
y transparente, no excesivamente frío, empezaba a impregnarse de olores ligeros
que exhalaban los mojados pinos. Una pega, manchada de negro y blanco, saltó casi
a los pies del caballo de don Custodio. Una liebre salió de entre los matorrales,
y loca de miedo, graciosa y brincadora, pasó por delante del boticario.
Todo anunciaba uno de esos días espléndidos
de invierno que en Galicia suelen seguir a las noches tempestuosas y que tienen
incomparable placidez, y el boticario, penetrado por aquella alegría del ambiente,
comenzaba a creer que todo lo de la víspera era un delirio, una pesadilla trágica
o una extravagancia de su amigo. ¿Cómo podía nadie asesinar a nadie, y así, de un
modo tan bárbaro e inhumano? Locuras, insensateces, figuraciones del canónigo. ¡Bah!
En el molino, a tales horas, de fijo que estarían preparándose a moler el grano.
Del santuario de Santa Minia venía, conducido por la brisa, el argentino toque de
la campana, que convocaba a la misa primera. Todo era paz, amor y serena dulzura
en el campo… Don Custodio se sintió feliz y alborozado como un chiquillo, y sus
pensamientos cambiaron de rumbo. Si la rapaza de los untos era bonita y humilde…
se la llevaría consigo a su casa, redimiéndola de la triste esclavitud y del peligro
y abandono en que vivía. Y si resultaba buena, leal, sencilla, modesta, no como
aquellas dos locas, que la una se había escapado a Zamora con un sargento, y la
otra andado en malos pasos con un estudiante, para que al fin resultara lo que resultó
y la obligó a esconderse… Si la molinerita no era así, y al contrario, realizaba
un suave tipo soñado alguna vez por el empedernido solterón… entonces, ¿quién sabe,
Custodio? Aún no eres tan viejo que… Embelesado con estos pensamientos, dejó la
rienda a la yegua… y no reparó que iba metiéndose monte adentro, monte adentro,
por lo más intrincado y áspero de él. Notolo cuando ya llevaba andado buen trecho
del camino. Volvió grupas y lo desanduvo; pero con poca fortuna, pues hubo de extraviarse
más, encontrándose en un sitio riscoso y salvaje. Oprimía su corazón, sin saber
por qué, extraña angustia. De repente, allí mismo, bajo los rayos del sol, del alegre,
hermoso, que reconcilia a los humanos consigo mismos y con la existencia, divisó
un bulto, un cuerpo muerto, el de una muchacha… Su doblada cabeza descubría la tremenda
herida del cuello. Un “mantelo” tosco cubría la mutilación de las despedazadas y
puras entrañas; sangre alrededor, desleída ya por la lluvia, las hierbas y malezas
pisoteadas, y en torno, el gran silencio de los altos montes y de los solitarios
pinares…
IV
A Pepona la ahorcaron en La Coruña. Juan Ramón fue sentenciado
a presidio. Pero la intervención del boticario en este drama jurídico bastó para
que el vulgo le creyese más destripador que antes, y destripador que tenía la habilidad
de hacer que pagasen justos por pecadores, acusando a otros de sus propios atentados.
Por fortuna, no hubo entonces en Compostela ninguna jarana popular; de lo contrario,
es fácil que le pegasen fuego a la botica, lo cual haría frotarse las manos al canónigo
Llorente, que veía confirmadas sus doctrinas acerca de la estupidez universal e
irremediable.
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