Alberto Chimal
Amma, Primera Mujer, Madre
de Cuantos Son y Cuantos Serán, despertó en la oscuridad, cuando nada más existía,
pero no le tuvo miedo y trató de tocarla. Y la oscuridad, complacida, engendró al
mundo para las manos de Amma, para que sus ojos pudieran ver y sus pies anduvieran.
Y cuando Amma dio su primer paso hubo la distancia; cuando dio el segundo, el tiempo,
y cuando dio el tercero, y vio que todo a su alrededor era hermoso y nuevo, hubo
en ella el deseo: el ansia de lo que está lejos.
Me dirán, tal vez, que esto no es verdad.
Pero escuchen: otra noche, después de la primera,
Amma estaba con su hombre, Sembeh, el de la Boca Grande, el Caído de un Árbol. Estaban
dentro de una cueva; habían encendido un fuego, pues no tenían nada que comer pero
estaban desnudos. Esto fue antes la invención de la escritura, más allá de toda
memoria, pero es verdad, y lo saben las gotas tibias de la sangre, la médula de
los huesos. Esto fue antes de todos los imperios, de todas las guerras, de todos
los poemas y todas las ciudades y todos nosotros, pero Sembeh y Amma se ocultaban
de las fieras que les disputaban el mundo; podían oírlas, acechando cerca de la
entrada de la cueva: el lobo, el leopardo, el oso… toda la vida que no duerme al
irse el sol y en verdad no nos ama. Sembeh abrazaba a su mujer, y temblaba contra
su costado, y Amma no sentía más sosiego, pues la oscuridad no odia, pero tampoco
se aflige por quien está bajo su manto.
De pronto, los dos escucharon un sonido terrible:
Un ulular, una voz que no era humana, que se prolongaba
y subía de tono, bajaba, subía de nuevo, como una música fúnebre, pero aún no se
inventaba la música. Era fuerte y hacía ecos en la piedra. Era helada como la piedra
misma, y urgente, vibrante como el anuncio de un ataque. Los dos se pusieron de
pie, y miraron, pero nada pudieron ver más allá del círculo de luz que rodeaba al
fuego, y de sus propias sombras. Se dieron cuenta de que el sonido estaba afuera
de la cueva y penetraba desde lejos. Pero nada en el mundo, que ellos conocieran,
podía sonar así, tan potente y espantoso. Y Sembeh comenzó a llorar, a gritos, con
su gran boca abierta, y lamentó la impotencia del hombre, así dijo, que no tenía
pelo espeso para calentarse, ni largos colmillos, ni la fuerza del elefante ni la
facultad de volar, que tanto sirve al buitre y al águila. Amma trató de consolarlo,
pero ella misma estaba estremecida, y además Sembeh gritaba:
–¡Vamos a morir! Caerá sobre nosotros, nos romperá
la espalda, nos abrirá el pecho y beberá nuestra sangre. ¿Y qué podemos hacer? ¡Nada
podemos! Ah, ¿qué pena podría superar a la de ser lo que somos, única mujer y único
hombre, sin amigos ni hermanos ni hijos como las otras criaturas? ¿Por qué en el
mundo, que es tan rico, sólo somos dos? ¿Dónde está nuestra propia manada? ¿Dónde
están los más jóvenes? ¿Dónde el gran viejo, más fuerte y poderoso, al que hembras
y machos siguen por igual?
No sé de historia más cruel que esa, referida en los
primeros días de todas las cosas. Sembeh quedó pasmado, encogido en un rincón de
la caverna, de cara a la pared, y no durmió hasta el amanecer. Pero quedó en silencio,
y Amma se sintió satisfecha.
Cuando el sol ya estaba alto en el cielo, Amma salió
de la cueva. Encontró, muy cerca, en el fondo de un barranco, el cuerpo de un bisonte,
que se había despeñado y había muerto allí. Amma pensó: Tal vez el ulular de anoche
fue el de esta bestia, que sufría.
Después de un momento, se dijo también: Hice sufrir
a Sembeh, y volvió a la cueva, en su busca.
Lo encontró de rodillas ante una gran piedra, murmurando.
Sobre la piedra había una tosca talla de barro negro: parecía una araña.
Amma se quedó intrigada por aquellas palabras: desnudez,
dios, sacerdote, pero la rudeza de Sembeh la asombró tanto que no
dijo nada.
Y otro día, cuando Amma ya había descubierto el secreto
de los zorros y los caracoles, y advirtió que su vientre se hinchaba y comprendió
lo que iba a suceder, ese otro día, digo, Amma entró en la cueva, y no halló a Sembeh
en su sitio de costumbre, pero escuchó un silbido, largo, trémulo, vacilante, que
recordaba el lamento del bisonte pero no era el bisonte. Lo siguió hasta el fondo
mismo de la caverna. Allí, Sembeh, en cuclillas, cubierto por sus hojas y sus plumas,
soplaba por el extremo de una caña, y la caña silbaba.
Las profecías se cumplen. De pronto, la cabeza dura
de Sembeh se llenaba de historias, y su boca no urdía sólo la araña, que de pronto
era más antigua que el mundo mismo, y dueña de fuerza inmensurable y toda la sabiduría:
además, Sembeh le inventó hazañas, discursos, cantos y diatribas, e imaginó también
a otras muchas criaturas poderosas, con ese nombre extraño de dioses y potestad
sobre lo grande, lo peligroso, lo desconocido.
Pero al nacer Massih, el primer niño, su padre lo
tomó y le enseñó el culto de la araña y el desprecio de Amma. Y Massih creyó cuanto
escuchaba, y nada pudo hacer su madre, que en poco tiempo fue llamada rebelde, hereje,
apóstata, proscrita por la santa fe. Massih fue un maestro inventor de palabras
superior a su propio padre.
Y pasó igual con las hijas de Amma, que aprendieron
a sentir vergüenza de ser como ella, y con sus otros hijos, que fueron acólitos,
prestes, obispos e inquisidores de la araña. Y olvidaron los tres primeros pasos
en la sombra, y descreyeron de la luz que anunció al primer hombre, y se dispersaron
por el mundo…
Me dirán que los dioses existen, la araña y el toro
del sol y los cincuenta hermanos del relámpago, y que lo saben en su sangre y en
la médula de sus huesos. Puede ser. Acaso Amma no inventó, sino que penetró, con
su ánimo iracundo, en el ámbito de las potestades que rigen lo existente. O tal
vez nada de esto es cierto y la araña inventó el mundo, como dicen a veces, y Amma
es la corruptora, la incrédula, el principio del mal.
Pero yo puedo contarles que ella, en una de las muchas
noches que siguieron a las que he contado, y que fueron cada vez más solitarias,
más tristes en la ignominia de sus hijas, más dolorosas en la soberbia de los hijos
de Sembeh, en una de esas noches, digo, Amma partió lejos, pues el ansia de lo distante
no había muerto en ella, y vivió entre los animales, que no nos aman, pero tampoco
nos odian. Le ganaba la nostalgia, en ocasiones, y el rencor de cuanto se le había
hecho, y entonces se dejaba ver en los sitios lejanos y en lo profundo de las tierras
salvajes, y llamaba con su voz a quien estuviera cerca. Pero si contaba cuanto había
visto, sin dejar nada afuera, nadie le creía; y si, en cambio, se dejaba llevar
por la fantasía y fraguaba, para divertirse, para atenuar su pena, algo como los
ríos de agua que son la lluvia, o la araña que es dios, o el hombre que es dueño
del mundo, entonces todos la tenían por profeta y visionaria, dueña de los secretos
del mundo, abridora de las puertas de la sabiduría.
–Yo lo he visto –decían–. Al oso del fuego, que vive
en los volcanes y aparece de pronto, para mostrar las zarpas de humo negro. Me ha
visitado en sueños la voz del gran gusano, que soporta las sierras en su lomo. He
visto a las luciérnagas subir al cielo, competir entre ellas para no volver…
Fue de aquel modo hasta la muerte de Amma, que no
está consignada ni se conmemora. Pero así resulta que ella, Primera Mujer, Madre
de Cuantos Son y Cuantos Serán, Engendradora de los Dioses, es también Madre de
las Historias y de Quienes las Cuentan: de quienes decimos la verdad para que nadie
la oiga, y mentimos para instaurar el universo.
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