Edith Wharton
Siempre pensé que, aunque buen tipo, Jack Gisburn era
un genio mediocre, por lo que no me sorprendió enterarme de que había
abandonado la pintura en la cima de su gloria, que se había casado con una
viuda rica y se había establecido en la Riviera (a mi entender, Roma o
Florencia habrían sido más idóneas).
“La cima de su gloria…”, así lo
expresaban las mujeres. Me parecía estar oyendo a la señora de Gideon Thwing,
su última modelo en Chicago, deplorando su inexplicable abdicación.
“Indudablemente mi retrato se revalorizará, pero yo no pienso en eso, señor Rickham…
En lo único que puedo pensar es en la pérdida que supone para el Arrrrte”. En
labios de la señora Thwing la palabra multiplicaba sus erres como si se
reflejaran sobre un infinito paisaje de espejos. Y no eran exclusivamente
señoras Thwing quienes lamentaban tamaña pérdida. ¿Acaso no se había detenido
junto a mí, ante las Bailarinas bajo la luna, de Gisburn, durante la
última exposición en la Galería Grafton, la sofisticada Hermia Croft para
comentar con los ojos arrasados de lágrimas que “ya no volveremos a ver algo
así”?
Pero… incluso a través del prisma de
las lágrimas de Hermia, me sentía capaz de abordar el asunto de forma ecuánime.
¡Pobre Jack Gisburn! Las mujeres lo habían creado, era natural que le lloraran.
Entre los de su propio sexo se escucharon escasos lamentos, y entre sus
compañeros de profesión, apenas un murmullo. ¿Celos profesionales? Tal vez.
Por si acaso, el honor corporativo
fue convenientemente defendido por el enjuto Claude Nutley, que, con su mejor
voluntad, escribió en el Burlington un bonito “obituario” sobre Jack
–uno de esos artículos rimbombantes, saturado de arbitrarios tecnicismos que
también he escuchado (no diré a quién) en relación con la pintura de Gisburn–.
Así pues, como su veredicto parecía incontestable, la polémica fue
languideciendo gradualmente y, tal como había vaticinado la señora Thwing, se
disparó el precio de los Gisburn.
No fue hasta tres años después, en
el transcurso de unas semanas de vacaciones en la Riviera, cuando de repente se
me ocurrió preguntarme por qué habría abandonado Gisburn la pintura. Bien
pensado, era un enigma inquietante. Lo más fácil habría sido culpar a su esposa…
pero ni siquiera ese consuelo les quedó a sus clientas. No pudieron afirmar que
la señora Gisburn lo hubiese “retirado”, pues la señora Gisburn como tal no
existió hasta casi un año después de que Jack hubiera tomado su decisión. A él
le gustaba vivir con comodidad, por lo que era bastante posible que se hubiera
casado porque no quería seguir pintando. Por el contrario, era difícilmente
demostrable que hubiera dejado la pintura por haber contraído matrimonio.
Aunque su mujer no había contribuido
a retirarlo, resultaba evidente que tampoco había logrado “relanzarlo”, como
argumentaba la señorita Croft… No había sabido devolverlo al caballete. Poner
de nuevo el pincel en su mano… ¡qué vocación para una esposa! La señora
Gisburn, sin embargo, parecía haberla desdeñado… Y a mí me parecía que podía
ser interesante descubrir el motivo.
La vida ociosa en la Riviera se
presta a este tipo de lucubraciones intelectuales, y habiendo vislumbrado entre
los pinares las terrazas porticadas de Jack cuando me dirigía a Montecarlo, me
las arreglé para plantarme allí al día siguiente.
Encontré a la pareja tomando el té bajo
las palmeras, y la bienvenida de la señora Gisburn fue tan cálida que seguí disfrutándola
durante las semanas posteriores. No es que mi anfitriona fuese “interesante”, en
cuyo caso no habría tenido más remedio que darle la razón a la señorita Croft. Era
precisamente porque no era interesante (si se me permite el desvarío) por lo que
a mí me lo parecía. Y es que Jack había estado toda su vida rodeado de mujeres interesantes:
ellas habían promovido su arte, el cual terminó de florecer en el invernadero de
la adulación femenina. Resultaría curioso, por tanto, verificar el efecto que sobre
él estaba teniendo “aquel empobrecedor ambiente de mediocridad” (cito textualmente
a la señorita Croft).
He mencionado que la señora Gisburn era
rica, y se percibía de forma inmediata que dicha circunstancia suscitaba en su marido
una sutil pero definitiva satisfacción. Por regla general, es precisamente la gente
que desprecia el dinero la que más se beneficia de él, y el elegante desdén de Jack
hacia la fortuna de su esposa le permitía invertirla en arte y en artículos de lujo
sin perder sus educadas maneras. Hacia los segundos, debo añadir, Jack mostraba
relativa indiferencia. Sin embargo, adquiría bronces del Renacimiento y pintura
del siglo XVIII con una discriminación a la altura de los más desahogados recursos.
“El dinero sólo se justifica si hace
circular la belleza”, fue uno de los axiomas que él mismo dejó caer sobre la plata
y la porcelana de Sèvres de una mesa primorosamente dispuesta para el almuerzo,
cuando, al día siguiente, me acerqué de nuevo a visitarlos desde Montecarlo. Mirándolo
con arrobo y para ayudarme a comprender, la señora Gisburn añadió: “Jack es morbosamente
sensible hacia cualquier forma de belleza”.
¡Pobre Jack! Su destino era hacer que
las mujeres dijeran de él cosas semejantes: aquello debería constar como atenuante.
Lo que me sorprendió en aquella ocasión fue que, por primera vez, a él le molestara
el tono. Lo había visto tantas veces regodearse con cumplidos similares… ¿Era el
tono conyugal lo que le impedía disfrutar ahora de ellos?
No… porque, por extraño que pueda parecer,
era obvio que apreciaba a la señora Gisburn… Tanto como para no reparar en su absurda
actitud. Esa misma que le provocaba una mueca de disgusto… su propia actitud como
objeto de laureles e incienso.
“Querida, desde que abandoné la pintura
nadie dice esa clase de cosas sobre mí…
Se dicen sobre Victor Grindle…”, fue
su única protesta, al tiempo que se levantaba de la mesa y se alejaba hacia la asoleada
terraza.
Me quedé mirándolo, impresionado por
sus últimas palabras. Victor Grindle se estaba convirtiendo, ciertamente, en el
hombre del momento… Como el propio Jack había sido, por así decirlo, el hombre del
instante. Se decía que el joven artista se había formado a los pies de mi amigo,
y me preguntaba si tras la enigmática renuncia de éste no subyacía una ráfaga de
envidia. Pero no… Porque los Grindle comenzaron a exponerse en las salas rosadas
de Dubarry tras haberse producido tal renuncia.
Me volví hacia la señora Gisburn, que
se demoraba en el comedor dándole un terrón de azúcar a su spaniel.
–¿Por qué dejó Jack la pintura? –le pregunté
abruptamente.
Ella alzó las cejas con un atisbo de
desenfadada sorpresa.
–¡Oh!, ahora no tiene por qué
hacerlo, ya sabes, y quiero que disfrute de su tiempo –se limitó a contestar.
Contemplé la espaciosa habitación de
paneles blancos en la que me encontraba, con sus jarrones famille-verte a
tono con las pálidas cortinas adamascadas y sus pinturas al pastel del siglo XVIII
en sus desvaídos marcos.
–¿También ha dejado de pintar para sí
mismo? No he visto ningún cuadro suyo aquí.
Una fugaz sombra de vacilación atravesó
el apacible semblante de la señora Gisburn.
–Es todo por su ridícula modestia, ¿entiendes?
Dice que no son adecuados para nuestra casa. Se ha deshecho de todos excepto de
uno, de mi retrato… Y ése quiere que lo tenga arriba.
Su ridícula modestia… ¿Jack modesto sobre
sus cuadros? Mi curiosidad crecía como la mata de haba. En tono persuasivo, le dije
a mi anfitriona:
–¿Sabes qué? Tengo que ver ese retrato.
Casi temerosa, dirigió una mirada a la
terraza donde su marido, arrellanado en una silla con sombrilla, había encendido
un puro y colocaba entre sus rodillas la cabeza del podenco ruso.
–Bueno, ven, ahora que no nos ve –dijo
con una risa que trataba de ocultar su nerviosismo. Y seguí sus pasos entre los
emperadores de mármol del recibidor, y por la amplia escalera adornada con impávidas
ninfas de terracota que asomaban entre las flores de los rellanos.
En el rincón más umbrío del vestidor
de la señora Gisburn, entre la profusión de delicados y selectos objetos, colgaba
uno de los famosos lienzos ovales, enmarcado con las consabidas guirnaldas. ¡La
mera visión del marco traía a la memoria el pasado entero de Gisburn!
La señora Gisburn corrió las cortinas,
retiró una jardinera rebosante de azaleas de color rosa y comentó al tiempo que
apartaba un sillón:
–Desde aquí podrás verlo mejor. Yo lo
había colgado sobre la chimenea, pero él no quiso que se quedara allí.
Sí, podía verlo, ¡el único retrato
de Jack que tenía que contemplar realizando un esfuerzo! Generalmente, sus cuadros
gozaban de lugares de honor… En el panel central de una sala Dubarry de suaves tonos
amarillos o rosas, por ejemplo, o sobre un caballete monumental colocado de forma
que recibiera la luz a través de cortinas de antiguo encaje veneciano. En este entorno
más modesto, el cuadro destacaba más. Pese a ello, a medida que mis ojos se habituaban
a la media luz, se iban revelando los familiares rasgos: las vacilaciones disfrazadas
de audacia, los trucos de prestidigitación mediante los cuales, y con ayuda de consumada
técnica, se las ingeniaba el artista para desviar la atención de lo principal y
centrarla en algún bonito detalle irrelevante. La señora Gisburn (de por sí insípido
motivo de inspiración que se contagiaba al alma de su propio retrato) había contribuido
en gran medida a resaltar el falso virtuosismo. El cuadro era uno de los más “agresivos”,
como lo habrían definido sus admiradores, de Jack. En él se apreciaban músculos
prominentes, venas congestionadas y un equilibrio vacilante e impostado que recordaba
los histriónicos esfuerzos con que los payasos de circo fingen levantar una pluma.
En síntesis, el cuadro cumplía las expectativas de la mujer bella que, harta de
parecer “delicada”, aspira a ser retratada de forma “agresiva”, pero que, al mismo
tiempo, no desea perder un átomo de dicha delicadeza.
–Es el último que pintó, ¿sabes? –dijo
la señora Gisburn con comprensible orgullo–. El penúltimo –rectificó–, pero ese
otro no cuenta porque lo destruyó.
–¿Lo destruyó? –Me disponía a insistir
en ello cuando escuché unos pasos y vi al propio Jack en el umbral.
Allí de pie, con las manos en los bolsillos
de su batín de terciopelo y el fino cabello castaño peinado hacia atrás, despejado
de la pálida frente, con las bronceadas mejillas fruncidas por la sonrisa que le
curvaba las puntas de su espléndido bigote, percibí hasta qué punto se beneficiaba
él de la misma cualidad de sus cuadros: la de parecer más listo de lo que era.
Su mujer lo miró en actitud afligida,
pero los ojos de Gisburn la ignoraron para posarse sobre el retrato.
–El señor Rickham deseaba verlo –empezó
a decir ella tratando de disculparse.
Él se encogió de hombros, sin dejar de
sonreír.
–¡Oh!, Rickham me descubrió hace tiempo
–dijo con ligereza. Seguidamente, añadió cogiéndome del brazo–: Ven a ver el resto
de la casa.
Me la fue mostrando con una especie de
complacencia infantil de clase media: cuartos de baño, intercomunicadores, vestidores,
prensas para pantalón… Todas las complejas simplificaciones domésticas de los millonarios.
Y cada vez que yo pagaba el esperado tributo de mi admiración, respondía él sacando
un poco el pecho:
–Sí, verdaderamente no entiendo cómo
se las arregla la gente para vivir sin todo esto.
Al fin y al cabo, éste era el final que
cualquiera habría previsto para Gisburn. La cuestión era que, para bien y para mal,
el tipo seguía siendo el que fue por y a pesar de sus cuadros… Tan atractivo, tan
encantador, tan irresistible que a uno le entraban ganas de suplicarle: “¡No te
resignes a esta vida ociosa!”, de la misma forma que en el pasado a uno le habían
entrado ganas de suplicarle: “¡No te resignes a un trabajo como éste!”.
Pero, justo cuando la súplica se esbozaba
en mis labios, mi diagnóstico experimentó un brusco retroceso.
–Esta es mi guarida particular –dijo
conduciéndome, tras la deslumbradora gira, hasta una habitación anodina y oscura.
Era cuadrada, marrón y tapizada en piel; sin “piezas”, sin antiguallas, sin nada
que revelara un ambiente de posado previo a su plasmación en un cuadro semanal y,
sobre todo, sin el menor atisbo de haber sido jamás utilizada como estudio.
Este hecho me confirmó la definitiva
ruptura de Jack con su vida anterior.
–¿Alguna vez pintas algo? –le pregunté
buscando todavía en torno a mí algún indicio de dicha actividad.
–Jamás.
–¿Ni siquiera acuarelas o aguafuertes?
Sus ojos apacibles se entrecerraron y
sus mejillas palidecieron un poco bajo el bonito bronceado.
–Nunca pienso en ello, querido amigo.
Es como si no hubiera cogido un pincel en toda mi vida.
Por el tono en que lo dijo adiviné enseguida
que en realidad no pensaba en otra cosa.
Me aparté por instinto, incómodo por
aquel insospechado descubrimiento. Al volverme reparé en un cuadro pequeño colgado
sobre la chimenea, el único objeto que rompía el monótono revestimiento en roble
de la habitación.
–¡Santo Dios! –exclamé.
Se trataba del boceto de un burro, un
burro viejo y cansado, de pie junto a un muro bajo la lluvia.
–¡Santo Dios! –repetí–. ¡Un Stroud!
Él guardó silencio, pero podía sentirle
pegado a mi espalda, con la respiración algo agitada.
–¡Qué maravilla! Apenas doce trazos pero
sobre cimientos recios. Eres afortunado, amigo. ¿Dónde lo conseguiste?
–Me lo regaló la señora Stroud.
–¡Ah, no tenía ni idea de que conocieras
a los Stroud! Él era un ermitaño incorregible.
–No los conocía hasta que… Ella me buscó
para que lo pintara, tras su muerte.
–¿Tras su muerte? ¿A ti?
Mi sorpresa debió de traslucir un asombro
excesivo, porque Jack reaccionó con una risa embarazosa:
–Sí, bueno, ya sabes… Ella, la señora
Stroud, es de lo más simple. Su única obsesión era que lo retratara un pintor de
moda, pobre Stroud… Creía que era el único modo de proclamar su grandeza, de metérsela
por los ojos a un público miope. Y en aquel momento yo era el pintor de moda.
–Pobre Stroud… como tú dices. ¿Esa fue
su historia?
–Esa fue su historia. Ella creía en él,
se vanagloriaba de él… o eso creía. Pero no soportaba no controlar todas las salas
de exposiciones. No soportaba que alguien pudiera acercarse demasiado para ver sus
cuadros durante los días de barnizado. ¡Pobre mujer! Sólo es un fragmento en busca
de más fragmentos. Stroud fue la única persona completa en sí misma que he conocido.
–¿Que has conocido? Pero acabas de decir…
En la mirada de Gisburn había un júbilo
enigmático.
–¡Oh, sí, lo conocí…! Y él me conoció
a mí… Sólo que fue después de su muerte.
Bajé la voz instintivamente:
–¿Cuando ella te mandó buscar?
–Sí, por irónico que parezca. Ella quería
que se reivindicara su nombre para la posteridad y deseaba que yo lo hiciera.
Volvió a reír, echando la cabeza hacia
atrás para contemplar el boceto del burro.
–Hubo días en los que no podía mirarlo,
colocarme frente a él. Pero me obligué a colgarlo aquí, y ahora me curó… me curó.
Ese es el motivo por el que ya ni siquiera me acerco a la pintura, querido Rickham.
O quizá el motivo sea Stroud.
Por primera vez mi frívola curiosidad
por mi amigo se tornó en genuino deseo de querer comprenderlo.
–Me gustaría que me contaras cómo ocurrió.
Gisburn continuaba mirando el boceto,
haciendo rodar entre los dedos un cigarro que había olvidado encender. De repente
se volvió hacia mí:
–Me apetece contártelo… porque siempre
he sospechado que detestas mi trabajo.
Inicié un gesto de protesta que él atajó
con un espontáneo encogimiento de hombros.
–¡Oh!, no me importaba en absoluto cuando
yo creía en mí mismo… ¡y ahora es un vínculo más entre los dos!
Se rio un poco, sin amargura, y empujó
hacia delante uno de los sillones:
–Toma, ponte cómodo… Aquí tienes los
puros que te gustan.
Los dejó junto a mi codo y se puso a
caminar por la habitación, deteniéndose de vez en cuando bajo el cuadro.
–¿Que cómo ocurrió? Te lo puedo contar
en cinco minutos… Lo que pasó tampoco transcurrió en mucho más tiempo… Recuerdo
lo sorprendido y halagado que me sentí al recibir la nota de la señora Stroud. Por
supuesto, en lo más profundo de mi ser, siempre supe que no había otro como
él… sólo que me dejé llevar, me hice eco de las típicas trivialidades que se decían
sobre él, casi hasta llegué a creer que era un fraude, uno más de los que se quedan
en el camino. Y ya lo creo que se quedó en el camino… ¡porque él llegó para quedarse!
Los demás seríamos barridos o sepultados, pero él nadaba muy por encima de la corriente…
Sobre cimientos recios, como bien has apuntado tú.
“Pues bien, llegué a la casa en actitud
regia… ¡casi conmovido, que Dios me perdone, por el dramatismo de la fracasada carrera
de Stroud, coronada por la gloria de haber sido retratado por mí! Naturalmente,
tenía intención de hacer el retrato sin cobrar…
“Se lo dije a la señora Stroud en cuanto
ésta empezó a balbucear algo respecto a sus apuros económicos. Recuerdo que salí
del paso con una frase airosa sobre que realmente el honor era mío… ¡Oh, estuve
formidable, querido Rickham, posando para mí mismo como una de mis modelos!
“A continuación me condujeron hasta donde
estaba Stroud y me dejaron a solas con él. Había enviado todos mis bártulos por
adelantado, sólo tenía que montar el caballete y ponerme a trabajar. Llevaba sólo
veinticuatro horas muerto y había fallecido de repente, de enfermedad coronaria,
por lo que no había habido actividad destructiva previa… Su rostro estaba despejado
e intacto. Lo había visto una o dos veces antes, hacía años, y me había parecido
insignificante y gris. En cambio en ese momento me pareció soberbio.
“Al principio me alegré por mera complacencia
estética. Me satisfacía poner mi mano sobre semejante ‘motivo’. Pero más tarde la
extraña impresión de que parecía estar vivo empezó a afectarme de manera inquietante…
Cuando esbozaba su cabeza, sentía que él observaba cómo lo hacía. Por si aquella
sensación no fuera suficiente se me ocurrió preguntarme qué diría de mi forma de
trabajar si verdaderamente estuviera mirándome. Mis trazos se tornaron imprecisos…
me sentía nervioso e inseguro.
“Cierta vez, al alzar la mirada, me pareció
detectar una sonrisa bajo su barba cana, como si él estuviera en posesión del secreto
y me lo estuviera ocultando. Esto aún me exasperó más. ¿El secreto? ¡Por Dios, yo
tenía un secreto que valía más que veinte de los suyos! Me apliqué al lienzo con
furia e intenté poner en práctica algunos de mis atrevidos subterfugios. Pero me
fallaron, se me desmoronaron. Observé que él no les daba importancia a mis minucias
exhibicionistas, que no conseguía desviar su atención, sino que mantenía la mirada
fija en los arduos entresijos. Eran ésos precisamente los que yo siempre había logrado
esquivar o cubrir con algo de pintura engañosa. ¡Y cómo logró ver Stroud a través
de mis engaños!
“Alcé de nuevo la vista y reparé en el
boceto del burro que colgaba de una pared junto a su cama. Luego su esposa me contó
que era lo último que había hecho, un simple apunte realizado con mano temblorosa
mientras estuvo en Devonshire, convaleciente de un ataque cardíaco anterior. ¡Un
simple apunte! Sin embargo, revela toda su trayectoria. Hay años de paciente e implacable
perseverancia en cada línea. Alguien que nada con la corriente jamás habría aprendido
ese prodigioso trazo a contracorriente…
“Volví a mi tarea, seguí probando y buscando.
Entonces miré de nuevo al burro y me di cuenta de que, a la primera pincelada, Stroud
ya sabía cuál iba a ser el final. Había poseído a su sujeto, lo había absorbido
y recreado. ¿Cuándo había hecho yo eso mismo con mis cosas? Mis creaciones no habían
nacido de mí… Las había adoptado, ni más ni menos…
“Imagínate, Rickham, no era capaz de
dar la siguiente pincelada con aquel rostro mirándome. La pura verdad era que no
sabía hacia dónde dirigirla… ¡Nunca lo había sabido! Entre mis clientas y mi público
una intrépida mancha de color bastaba para disimular dicha realidad… Me limitaba
a aplicar pintura a sus rostros… Pues resulta que aquellos ojos muertos sabían mirar
precisamente a través de esa pintura. Y veían hasta los más frágiles cimientos.
¿Sabes cuando uno habla en un idioma extranjero cómo, aunque lo haga con fluidez,
la mitad de las veces no es capaz de comunicar lo que quiere decir sino sólo lo
que puede? Pues así mismo pintaba yo. Y, mientras él yacía allí mirándome, eso que
todos denominaban mi “técnica” se me vino abajo como un castillo de naipes. Entiéndeme,
no es que él me pusiera cara de desprecio, pobre Stroud… Sólo estaba allí, observando
en silencio, pero de sus labios, a través de la barba gris, me pareció escuchar
la pregunta:
“‘¿Estás seguro de saber dónde quieres
ir a parar?’.
“Si hubiera sido capaz de pintar aquel
rostro, con la pregunta reflejada en él, habría realizado algo grandioso. Sin embargo,
igualmente grandioso fue percatarme de que no era capaz de hacerlo… Me fue concedida
esa última gracia. Pero ¡ay, Rickham!, en ese momento, ¿qué no habría dado yo por
tener a Stroud vivo delante de mí y escucharlo decir:
“‘No es demasiado tarde… yo te enseñaré
cómo lograrlo’
“Era demasiado tarde… Lo habría
sido incluso aunque él hubiera estado vivo.
“Recogí mis bártulos, bajé y se lo dije
a la señora Stroud. Naturalmente no le conté aquello.
“Le habría sonado a chino. Le conté simplemente
que no podía pintarlo, que estaba demasiado conmovido. A ella le agradó la idea…
¡Es tan romántica! Por eso se decidió a regalarme el burro. Pero le preocupaba terriblemente
no tener el retrato… ¡Deseaba tanto que lo ‘trabajara’ alguien en boga!
“Al principio me temí que no conseguiría
librarme… y tan agobiado estaba que le sugerí a Grindle. Sí, yo fui el que lanzó
a Grindle: le dije a la señora Stroud que era ‘un talento en alza’. Ella se lo dijo
a otra persona, y así es como llegó a ser verdad… Grindle pintó a Stroud sin pestañear
y ella colgó el cuadro al lado de las obras de su marido…”
Se desplomó en el sillón que estaba junto
al mío, echó hacia atrás la cabeza y, enlazando los brazos tras ella, contempló
el cuadro que estaba sobre la chimenea.
–Me gusta imaginar que, si aquel día
hubiera podido decir lo que pensaba, Stroud me lo habría encomendado a mí.
Y, en respuesta a mi casi obligada pregunta
sobre si empezaría de nuevo, se apresuró a contestar:
–¿Empezar de nuevo? ¿Ahora que lo único
que me asemeja remotamente a él es haber tenido la lucidez de claudicar? –se puso
en pie y apoyó su mano en mi hombro riendo–. Lo más irónico de todo esto es que
todavía sigo pintando… ¡Porque Grindle lo hace por mí! Los Stroud son excepcionales
y ocurren sólo una vez, pero no hay forma de exterminar a artistas como nosotros.
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