Albert Sánchez Piñol
¿Qué
se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de
segundo se puede tener un recuerdo. Se puede tener un recuerdo triste. En una
milmillonésima de segundo se puede tener una revelación: mientras nada bajo las
aguas del Mediterráneo, Enric Sanoi descubre que dedica su tiempo libre al
submarinismo porque es un fracasado.
Es, en efecto, uno de los grandes artistas
de la mediocridad humana. Cuando era un joven prometedor, Enric aspiraba a
grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla ecológica H1, que
respeta las mariposas como si fueran niños. O el inventor de la bomba atómica
H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas. Habría podido ser el
asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas mujeres, como Landrú,
y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un militar que va a la guerra
y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse famoso después de que le
condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a la edad
adulta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes hitos.
Entró en la compañía de seguros, departamento de siniestros, y dejó de ser
Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últimos treinta y cinco
años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que tiene
una existencia feliz: mentira; nadie ha nacido para tramitar expedientes de
seguros. La oficina no es un lugar celestial, tampoco es un lugar infernal; ha
vivido treinta y cinco años recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo:
sólo es gris. Y, ahora, esta milmillonésima de segundo le ha hecho ver que está
vivo, pero que la suya es una existencia en suspenso, como la de los náufragos.
¿Qué es lo que no se puede tener en una
milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo no se puede tener
miedo. Cuando el oficinista submarinista oye aquel misterioso ruido succionador
no le da tiempo ni a volver la cabeza. Su cuerpo se zarandea como si estuviera
en el interior de unas cataratas. Se aturde. Pero, cuando el horror empieza a
ganar terreno, se hace el silencio.
El oficinista submarinista no reacciona.
Le abruma una oscuridad líquida. Quiere nadar, no puede: sus brazos topan con
las paredes estomacales, cóncavas y sólidas, más duras que el acero. Escucha, y
a través del traje de hombre rana, a través de la densidad del agua, le llega
una especie de latido monótono y continuado, como el de un cuerpo gigante. “Dios
mío”, piensa Enric, “¡estoy dentro del monstruo!”. Y se estremece. Pero es un
estremecimiento pletórico. Enric Sanoi vive una felicidad muy parecida al
éxtasis. Porque este hombre que no es nada, que no es Landrú ni es Mambrú,
resulta que al menos es un hombre engullido por una ballena, hecho extraordinario.
La mar es inmensa; los seres humanos, minúsculos; y él, precisamente él, el
hombre más banal del mundo, ha sido tragado por una ballena.
Maquina la mente del oficinista
submarinista:
“Como prueba de mi gesta cortaré las
amígdalas del cetáceo, que deben de ser como jamones, y huiré por el orificio
anal”. ¿Quién le negará la fama en cuanto se haya liberado de aquella cárcel de
carne acuática? La historia no recuerda casos parecidos; en la oficina le
mirarán como a una criatura única. La gente de la calle, cuando le vea pasar,
dirá: “Fíjate, es él, Enric Sanoi, el hombre que estuvo dentro de una ballena”.
El oficinista submarinista piensa en todas esas cosas. Sí. Lo piensa. Pero ¿y
si algún malicioso pregunta qué mierda de mérito tiene que se te trague una
ballena despistada, seguramente una ballena ciega? ¿Y si le preguntan cuál es
la diferencia exacta entre la panza oscura de una ballena y una oscura oficina
de seguros? Censura tan feroz como oportuna. Y, pese a todo, de golpe y
porrazo, Enric se responde a sí mismo que no hay crítica que importe. Él ha
estado en el interior de una ballena, y nadie podrá refutar una verdad de
principio: que una ballena le ha devorado cuando nadaba muy cerca de la
superficie, que es una experiencia insólita, y que por una vez en la vida él es
el protagonista de su vida.
¿Qué nos puede pasar en una milmillonésima
de segundo? Muchas cosas. En una milmillonésima de segundo podemos descubrir
que nos hemos enamorado. En una milmillonésima de segundo puede concluir un
eclipse que ha durado mil años, o puede empezar un diluvio que inundará el
mundo. Puede ser concebido un niño, un dios, un niño dios. En una
milmillonésima de segundo el oficinista submarinista Enric Sanoi, que está ahí
dentro, en el vientre de la ballena, puede descubrir una verdad suprema: que
para creerse un gran hombre sólo es preciso creerse un gran hombre.
Pero en aquel momento, cuando vive la
plenitud de una libertad de espíritu imposible, Enric Sanoi oye unos
inesperados ruidos mecánicos, más o menos como si se abriera la puerta de un
garaje. Y, de pronto, sin más protocolos, su cuerpo inicia una caída libre.
¿Qué se puede tener en una milmillonésima
de segundo? Se puede tener una visión: te puedes ver a ti mismo cayendo,
cayendo y cayendo. Te rodea una inmensa burbuja de agua. Y debajo de ti, allá
abajo, puedes ver el espantoso paisaje de un bosque en llamas, un fuego
infernal al que la fuerza de la gravedad te aproxima inexorablemente. Y encima
de ti, allá arriba, perdiéndose entre las nubes, puedes ver la imponente figura
del hidroavión antiincendios, que se siente infinitamente ligero tras haber
liberado las cincuenta toneladas de agua que le ha robado al mar.
¿Qué se puede pensar y repensar en una
milmillonésima de segundo? Toda una vida, sobre todo cuando esta milmillonésima
de segundo es la última de una existencia. Y mientras cae sobre un fuego
forestal, ridículamente vestido de hombre rana, el oficinista submarinista
concluye que la distancia entre la gloria y la vanagloria es ínfima y está
hecha de humo.
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