Francisco Tario
Preparaba yo, por aquellos días, el último examen de
mi carrera y, de ordinario, no me acostaba antes de las tres o las tres y media
de la madrugada. Esta vez acababan de sonar las cuatro cuando me metí en la cama.
Me sentía rendido por la fatiga y apagué la luz. Inmediatamente después me quedé
dormido y empecé a soñar.
Caminaba yo por un espeso bosque
durante una noche increíblemente estrellada. Debía de ser el otoño, pues el viento
era muy suave y tibio, y caía de los árboles gran cantidad de hojas. En realidad,
las hojas eran tan abundantes que me impedían prácticamente avanzar, ya que mis
pies se sumergían en ellas y quedaban temporalmente apresados. Tan luego arreciaba
el viento, otras nuevas hojas se desprendían de las ramas, formando una densa cortina
que yo me esforzaba por apartar. Despedían un fuerte olor a humedad, como si se
tratara de hojas muy antiguas que llevasen allí infinidad de años. Llevaba yo varias
horas caminando sin que el bosque variara en lo más mínimo, cuando me pareció ver
la sombra de un alto edificio, con una sola ventana iluminada. Tenía un tejado muy
empinado y una negra chimenea de ladrillo, que se recortaba en el cielo. Casi simultáneamente,
escuché a unos perros ladrar. Ladraban todos a un mismo tiempo y sospeché que se
me acercaban, aunque no conseguí verlos. A poco los vi venir corriendo por entre
los árboles, saltando sobre las hojas. Debían ser no menos de una docena y advertí
qué gran esfuerzo llevaban a cabo para no quedar también apresados entre aquellas
hojas. Posiblemente estuvieran ya a punto de darme alcance, cuando llegaba yo a
la orilla de un viejo estanque, cuyas aguas se mantenían inmóviles. Eran unas aguas
pesadas y negras, sobre las cuales se reflejaba la luna. Los perros se detuvieron
de pronto, aunque no cesaron de ladrar. Así transcurrió un tiempo, sin que yo me
resolviera a tomar una decisión.
Entonces vi cómo de las aguas del
estanque emergían los cuerpos de unos hombres, que me observaron con gran atención.
Eran tres. Llevaban puestos sus impermeables y se mantenían muy quietos, con el
agua a la cintura. Uno de ellos sostenía en la mano una vela encendida, mientras
otro anotaba algo en su libreta. No dejaban de mirarme y comprendí, por su aspecto,
que deberían ser policías. Tenían los semblantes muy graves, intensamente iluminados
por la luz de la luna. Había un gran silencio alrededor y noté que los perros continuaban
allí, a la expectativa. Uno de aquellos hombres –sin duda el jefe de ellos– dio
unos pasos hacia la orilla y, apoyándose en el borde del estanque, me preguntó quién
era yo, qué buscaba en aquel lugar a semejante hora y de qué modo había conseguido
penetrar allí. “Estoy soñando”, le respondí. El hombre no pareció entender lo que
yo decía y repetí con fuerza: “Estoy simplemente soñando”.
Apartó su mano
del borde del estanque y sonrió sin ganas. Los demás se le reunieron y cambiaron
con él unas cuantas palabras en secreto. Cruzaron unas nubes por el cielo y nos
quedamos repentinamente a oscuras. Pero tan luego apareció la luna, aquel hombre
dijo: “Si es así, baje usted y acompáñenos”. Me tendió cortésmente la mano, ayudándome
a bajar las escaleras. El agua era muy tibia y despedía un olor nauseabundo. Eran
unas aguas turbias y espesas, en las cuales no resultaba fácil abrirse paso. El
hombre parecía muy afable e iba apartando las hojas, a fin de que yo penetrara más
fácilmente. Continuábamos bajando. Él me sostenía del brazo, mientras los demás
nos esperaban en el fondo. Era muy sorprendente la luz que iluminaba aquel recinto,
como si el resplandor de la luna, al penetrar en las aguas, adquiriese una vaga
tonalidad verdosa, muy grata a la vista. Caminábamos ya bajo las aguas, pisando
sobre una superficie blanda, cubierta de limo. “Tenga usted cuidado –me dijo el
hombre– y no vaya a dar un traspié”. El asunto me pareció grave desde un principio
y habría deseado escapar. No me atraía realmente aquello. Entonces llegaron a un
rincón del estanque donde el hombre que sostenía la vela se inclinó para levantar
una sábana que ocultaba algo. “¿La reconoce usted?”, me preguntó con voz muy ronca.
Era la estatua de una jovencita desnuda, que aparecía decapitada. Comprendí al punto
que se trataba de un horrendo crimen del cual yo debería resultar sospechoso. No
sé desde qué tiempo estaría allí la estatua, pues toda ella aparecía recubierta
de limo, como una estatua verde. Sin duda debía haber sido en su tiempo una bella
jovencita, pese a que le faltaba el rostro. Sus dos pequeños senos parecían aún
más verdes que el resto y en torno a ellos evolucionaba incesantemente gran cantidad
de peces. Al verla, no dejé de sentir una viva curiosidad por adivinar cómo habría
podido ser su rostro y la expresión de sus ojos. “La reconoce usted?”, me preguntó
de nuevo el hombre. Repliqué que no, que era la primera vez en mi vida que veía
semejante cosa y que además no estaba muy seguro de que todo cuanto venía aconteciendo
fuese cierto. Yo era simplemente un joven común y corriente que se había quedado
dormido en la cama hacía apenas unos instantes. Había apagado la luz de mi cuarto
y había cerrado los ojos. Eso era todo. Los hombres proseguían muy serios, pero
intentaron sonreír. Seguidamente cubrieron el cadáver con la sábana y me mostraron
el camino. “Acompáñenos”, dijeron. Volvimos sobre nuestros pasos, avanzando trabajosamente
hacia las escaleras. Fuera, las hojas seguían cayendo, pero se había ocultado la
luna. Todo estaba profundamente oscuro, aunque los hombres parecían conocer bien
el camino. Fuimos avanzando en grupo, seguidos por los perros, que se mostraban
más pacíficos y habían dejado de ladrar. Tuvo un gran trabajo el hombre para introducir
la llave en la cerradura y hacer girar la enorme puerta, que tuvimos que empujar
los cuatro. De hecho, era una puerta descomunal para una casa como aquella, con
una sola ventana iluminada. Y en virtud de que la escalera central aparecía perfectamente
alfombrada, nuestras pisadas no producían el menor ruido, igual que si unos y otros
continuásemos pisando sobre las hojas. Uno de los tres hombres iba al frente de
nosotros encendiendo las luces. Las puertas permanecían cerradas y los muebles ocultos
bajo unas fundas de color crema. Habíamos entrado ya a un gran salón, cuando uno
de mis acompañantes se me aproximó cautelosamente para rogarme que no hiciera ruido.
Señaló algo al otro extremo del salón, indicándome que me acercara. Avanzaba yo
solo, sin dejar de mirar hacia atrás ni perder de vista a los tres hombres, que
se mantenían muy atentos a cuanto ocurría. Todo el interés, por lo visto, se centraba
ahora en aquel alto biombo al cual iba yo aproximándome. Detrás del biombo había
alguien, lo adiviné desde un principio. No es que propiamente lo hubiese visto,
ni que lo hubiese oído, pero lo adiviné. De pronto, quien me observaba a través
del biombo debió hacer algún movimiento, pues se hizo un gran silencio y nadie se
atrevió a moverse. El silencio se prolongaba más de lo debido. Era muy angustioso
todo y sospeché que estaba por amanecer. Al fin se dejó oír la voz de un hombre
muy apesadumbrado, que decía: “No, francamente no lo recuerdo”. Y en seguida: “Vigílenlo,
no obstante”. Fui a objetar algo, pero uno de quienes me acompañaban me hizo señas
desde lejos, recomendándome la mayor prudencia. Yo iba a decir solamente: “Soy inocente.
Estoy soñando”. Y el hombre que se escondía detrás del biombo prorrumpió con sorna,
como si adivinara mis pensamientos: “Es lo que dicen todos”. Por lo visto, la entrevista
había terminado y fuimos saliendo uno tras otro. Subíamos ahora por una nueva escalera,
que parecía no tener fin. Jamás hubiera imaginado que la casa fuese tan alta. La
escalera se iba haciendo más y más estrecha y el techo más bajo, lo que me produjo
la impresión desoladora de que explorábamos una cueva. No fue así, por fortuna,
sino que llegamos a una puerta. El hombre que marchaba al frente la empujó suavemente
con el pie, rogándome que penetrara. Obedecí. Al punto, él, desde la puerta, volvió
a dirigirse a mí para decirme: “Procure dormir bien, porque mañana será un día muy
agitado”. Uno por uno me desearon buenas noches y les sentí bajar en silencio después
de haber cerrado con llave la puerta. “¡Estoy soñando!”, grité esta vez. No se me
ocurría otra cosa. Había una sola ventana y me asome. La altura era considerable
y sólo alcancé a distinguir con claridad las copas entremezcladas de los árboles,
formando una mullida alfombra. Por entre las ramas negras asomaba el brillo plateado
del estanque. Estoy casi seguro de que pasé allí la noche entera, reflexionando.
O no sé si, en realidad, me quedé dormido, porque, en un momento dado, comencé a
dudar ya seriamente de si aquello que venía ocurriendo era un simple sueño o, por
el contrario, lo que era un sueño era lo que yo trataba de recordar ahora. Sucedía
así: me veía yo en mi cama, en la cama de mi casa, ya de día, profundamente dormido.
Veía la lámpara de mi mesita de noche, el libro que había dejado sobre la alfombra,
la ventana entreabierta. Alrededor de mi cama estaba toda mi familia, mientras el
doctor me levantaba con cuidado un párpado y se asomaba a mirarlo. Tenía el semblante
muy pálido y no me gustó la expresión de sus ojos. Todos se mantenían muy quietos,
al pendiente de lo que él veía en aquel párpado. Mi padre tenía las manos en los
bolsillos y mi madre daba vueltas sin cesar a su pañuelo. Estaban también mis hermanos
menores, que acababan de llegar de la escuela. Y cuando el doctor me dejó caer el
párpado, unos y otros le rodearon en grupo, conteniendo el aliento. Entonces él
me observó con preocupación desde lejos y se volvió hacia ellos. Dijo únicamente:
“Está atrapado. Seriamente atrapado”. “¿Es grave?”, preguntó mi madre. Y el doctor
repitió: “Está seriamente atrapado”. Mi padre salió en compañía del médico, y mi
madre, para darse ánimos tal vez, expresó en voz alta este pensamiento: “Acaso necesite
dormir. Ha trabajado mucho últimamente”. Penetraba tan sólo una línea de luz, pese
a que el día era luminoso y dorado. Les sentí hablar en voz baja y cerrar con temor
la puerta. Se oían pasar los carruajes y alguien revolviendo algo en la cocina.
Una voz ronca y muy conocida prorrumpió cerca de mi: “Recuerde. Haga memoria”. Me
senté en la cama. Ya estaban allí de nuevo los policías. Se habían sentado a mi
lado y no cesaban de repetir lo mismo: “Recuerde. Es conveniente que haga memoria”.
Habían abierto un gran álbum, que me mostraban ahora. Pero se habían estrechado
tanto contra mí y se mantenían tan apiñados, que no me permitían moverme. Es más;
ni siquiera conseguía mirar con calma los retratos, pues cuando aún no había empezado
a mirar uno, pasaban con precipitación la hoja y ya me estaban señalando otro. Era
un álbum muy voluminoso forrado de terciopelo gris, con una inscripción dorada que
no me había sido posible leer, pues cuantas veces intenté hacerlo, ellos retenían
fuertemente el álbum o procuraban distraerme de algún modo, mostrándome un nuevo
retrato. Tan sólo cuando les hice saber que no me hallaba dispuesto a continuar
mirando más retratos si no me permitían leer la inscripción aquella, convinieron
en cerrar el álbum para que yo pudiese leer libremente. Era la historia del crimen,
y esto sí lo encontré interesante, al comprender que había llegado la hora de poner
ciertas cosas en claro. Les rogué que me autorizasen para pasar yo mismo las hojas,
a lo cual accedieron gentilmente. Los retratos aparecían muy bien ordenados y como
colocados allí por una mano maestra. En el primero de todos se veía a un niño y
una niña, de pocos meses, en brazos de su madre. Después, a estos mismos niños lanzándose
una pelota o sentados sobre el césped del parque, mientras un caballero muy alto
los contemplaba sonriente. Había infinidad más de retratos de este género en los
que podía apreciarse que los niños iban creciendo. Ahora se les podía ver en sus
bicicletas, columpiándose alegremente, o sentados sobre el borde del estanque, pescando.
Debían haber pasado algunos años y las criaturas eran ya dos bellos adolescentes
que se paseaban bajo los árboles, o leían juntos un libro, o permanecían pensativos
y tristes, uno al lado del otro. Algunos de los retratos mostraban unas tiernas
leyendas escritas con tinta violeta. “De vacaciones”, decía una de ellas. “Mi hermano
y yo en aquella tarde de mayo”, decía otra. Realmente no parecían hermanos, sino
el propio espíritu de la tragedia, y así se lo hice ver a los policías, preguntándoles,
de paso, sí podrían facilitarme algún informe más preciso sobre el asunto. Replicaron
al tiempo que no, invitándome a pasar la hoja. No fue sino hasta mucho más adelante
que empecé a darme cuenta de que había en todo aquello algo en extremo comprometedor
para mí, ya que aquel joven, que sostenía, riendo, la sombrilla de su hermana, era
justamente yo. Se me antojó tan descabellada la coincidencia, que me eché a reír
con ganas. Los policías me taparon la boca e incluso uno de ellos se encaminó hasta
la puerta, con objeto de cerciorarse de si estaba bien cerrada. Ahora era ya la
primavera y aparecían los dos jóvenes bajo un árbol, sentados sobre la hierba. Tenían
las cabezas muy juntas y los ojos iluminados por un dulce bienestar. Se iba adivinando
el secreto, aunque yo seguía sin descifrar lo esencial. Aquellas fotografías me
delataban, esto era incuestionable, y yo no dejaba de preguntarme de qué medios
podría valerme para salir con bien del aprieto. Esta vez la sostenía él por el talle,
amenazando con arrojarla al agua. Llevaba ella un vestido muy vaporoso y los cabellos
enmarañados; como después de una fuerte lucha. Debía haber sido una jovencita muy
alegre y provocativa, con sus claros ojos soñadores y aquellas formas tan delicadas,
que se adivinaban bajo su vestido. Lo que aparecía ahora escrito sobre la arena
de una calzada era simplemente esto: “Te amo, te amo, te amo”.
Pero, de pronto, dejaba yo de aparecer
en los retratos y en mi lugar se veía a otro joven. Bien visto, parecían ser los
mismos retratos, aunque yo había dejado de existir. Pasaba y pasaba las hojas y
siempre aparecía el mismo joven. Esto se me antojó misterioso, máxime que los policías
se habían apartado de mí con disimulo y fingían mirar por la ventana. Obviamente
la seductora joven había olvidado su primer amor. Sólo hasta la penúltima página
volvía yo a aparecer en lo que pudiera representar acaso la clave del siniestro
enredo, pues en este nuevo retrato se nos veía a los dos fundidos en un doloroso
abrazo de despedida, al pie de un coche de caballos que se disponía a partir. Supuse
que en la página siguiente estaría el retrato definitivo, aquél que explicaría,
por fin, el enigma. Pero no fue como me esperaba, puesto que la página estaba vacía
y el enigma, por tanto, seguía en pie. Ello me desilusionó y, cuando fui a objetar
algo al respecto, los policías abandonaron la ventana y me rogaron que me vistiera
cuanto antes. No parecían muy satisfechos, sino más bien compungidos. Cuando ya
estuve vestido, me indicaron que me sentara y escribiese con toda calma esta sencilla
misiva: “A las seis en el estanque”. Comprendí de sobra sus maquinaciones y lo que
se jugaba allí de mi destino. Cogí el papel que me ofrecían y, con la mayor desconfianza,
empecé a escribir muy parsimoniosamente, procurando que mi caligrafía fuese lo más
complicada posible, a fin de evitar que, por mala suerte, pudiera coincidir con
la del homicida. Pero aún no había terminado, cuando uno de los policías exclamó:
“¡Lo siento!” Y sin decir una palabra más, se guardó el papel en un bolsillo. Lo
que dijeron después fue esto: “Le daremos todas las garantías, pero usted deberá
restituir la cabeza. Es de todo punto indispensable que confiese sin rodeos dónde
escondió la cabeza”. “¡Estoy soñando!”, prorrumpí a mi vez; y sólo alcancé a distinguir
al doctor, que en aquel instante daba media vuelta y salía del cuarto en compañía
de mi padre.
A primera hora de la mañana siguiente,
inicié la búsqueda.
Habían caído por aquellos días más
hojas y yo me preguntaba, perplejo, cómo sería posible dar con nada de provecho
entre tal cantidad de hojas. Quizá, más bien, conviniera evadirse, saltar el muro,
una noche, y regresar a casa. Pero jamás recordaba haber visto un muro de semejante
altura, sin una miserable puerta, y al que únicamente podía mirarse protegiéndose
del sol con la mano. Los perros me acompañaban siempre, sin perder uno solo de mis
movimientos. Sacaban sin cesar la lengua y parecían sonreír entre sí con burla.
Tal vez estuviesen seguros de que jamás encontraría lo que buscaba o posiblemente
sólo ellos conociesen el secreto. Hasta pudieran ser muy bien los homicidas aquellos
perros del demonio. Tenía a mi servicio un gran número de jardineros que iban removiendo
la tierra allí donde yo les indicaba. Eran sumamente activos y en un abrir y cerrar
de ojos habían cavado una sima. Los policías, desde la terraza, no me perdían de
vista. Cuando me decidía a mirarles, dejaban de hablar un instante o me hacían señas
amistosas con la mano. La ventana del edificio continuaba iluminada, pese a que
era de día. Y una vez que sentí la tentación de bajar por mi cuenta al estanque
para echarle un nuevo vistazo a la decapitada, los perros se sublevaron, formando
un cerco en torno mío y enseñándome los dientes. Esto era desolador y me originaba
una profunda tristeza. Entonces me sentaba en una banca y miraba sin cesar el estanque,
tratando de recordar algo. Desde el lugar en que me encontraba no se alcanzaba a
distinguir gran cosa, pues las aguas durante el día centelleaban con el sol y se
volvían más impenetrables. De tarde en tarde el viento las removía o cruzaban unos
peces de colores, persiguiéndose. Todo ello tenía lugar en mitad de un gran silencio,
pero seguido ocasionalmente de unas leves risas, como si los peces fuesen capaces
de reír o fuese ella misma quien no lograba contener la risa al sentir los peces
evolucionar alrededor de su cuerpo desnudo. Yo no conseguía apartarme del estanque
ni apartar de él siquiera la vista, aunque los policías me invitaban desde lejos
a proseguir la búsqueda. Los jardineros aguardaban a mi lado, con los brazos cruzados,
fumando. Pero yo continuaba allí sin moverme. Sentía necesidad de no moverme, de
mantenerme el mayor tiempo posible próximo a ella. Había un extraño placer en imaginar
cómo los peces darían vueltas y más vueltas en torno suyo, golpeándola delicadamente
con sus colas rojas y negras, asediándola, impacientándola, haciéndola reír de aquel
modo. No pensaba en otra cosa de día y de noche, a toda hora. Comenzaba a desconfiar
de mí mismo, a adentrarme en las entrañas del crimen. Ni remotamente suponía qué
había ocurrido conmigo aquella noche en que me quedé dormido de pronto. Tal vez
ni me interesara saberlo. Había empezado a notar un peculiar sabor en la boca e
intuía que era el sabor de los medicamentos que el doctor me iba prescribiendo.
De un modo pasajero, solía oír a mi madre pedirme: “¡Despierta! ¡Haz un esfuerzo!”
Oía también el roce de sus faldas. Cuando era niño, llevaba ella unas faldas muy
ruidosas, a fin de que la advirtiera de lejos y no sintiera miedo de la oscuridad.
Solía también sacarme a pasear por las mañanas; o por las tardes. Comenzaba asimismo
a perder la noción del tiempo. Por ejemplo, acababa de ponerme de pie junto al estanque,
en espera de que mi madre me sacara a pasear esa mañana. Sin embargo, no podía compaginar
muy bien aquellas aguas que tenía delante con el sabor de los medicamentos y ese
paseo matinal, que tanto me ilusionaba ahora. “Debo tener calma y no precipitarme
–me dije–. Despertaré de un momento a otro”. “¿Alguna novedad?”, me preguntaron
a mis espaldas. Miré al policía, que arrojaba una piedra al estanque, y repuse:
“Ninguna novedad en absoluto”. Y él repitió dos veces: “Lo siento”. Aunque añadió
en seguida: “Queda usted formalmente preso”. Y deduje que mi suerte estaba echada.
Había caído el invierno, los jardineros
habían sido despedidos y los policías regresaron a sus puestos habituales. Aquella
sola ventana, que por tanto tiempo permaneciera iluminada, amaneció un día a oscuras
y jamás volvió a verse una luz en ella. La lluvia y el granizo barrían el bosque,
y a toda hora del día y de la noche se oía aullar a los perros, ateridos de frío
junto al estanque, en sus puestos. Únicamente ellos y yo parecíamos haber quedado
en la casa –eso supuse–, aunque nunca pude estar muy seguro de ello, porque todas
las puertas continuaban cerradas con llave, salvo la mía. Alguien, no obstante,
debía haber olvidado una ventana abierta, pues, al subir o bajar las escaleras,
se percibían breves ráfagas de viento. Ignoraba desde qué tiempo no tenía noticias
de mi familia, y para pensar en ello tenía que concentrar muy bien mi pensamiento.
Comenzaba a olvidar a mi madre, a mi padre, a mis hermanos pequeños, que aproximadamente
a aquella hora deberían regresar de la escuela. Un día escuché un rumor conocido,
pero tan irregular y confuso, que no supe si, en realidad, se trataba del reloj
de mi mesita de noche o de aquel otro que, inopinadamente, había echado a andar
en la escalera y que señalaba las ocho. Mataba el tiempo paseando, rodeando pensativamente
el estanque, reflexionando. Aunque lo que esperaba, de hecho, era el momento –que
ya parecía inminente– en que los perros cayeran rendidos de sueño o abandonaran
sus puestos, dejándome el camino libre. Habían enflaquecido alarmantemente e incluso,
para hacerse oír o infundir algún respeto, tenían que llevar a cabo un gran esfuerzo,
bien alargando cuanto podían los cuellos o apoyándose en un árbol. Se mantenían
todos en grupo, formando un apretado círculo, y, aunque no cesaban de aullar a toda
hora, no me inspiraban ya ningún temor. Más bien me ilusionaba mirarlos, pues estaba
casi seguro de que, en el momento menos pensado, rodarían por tierra unos sobre
otros y dejarían de aullar para siempre.
Así ocurrió una madrugada, en que
se hizo, de pronto, el silencio, un silencio nada acostumbrado en la casa. Consideré
que era el momento oportuno para bajar sin temor al estanque, y ya me disponía a
abandonar mi cama cuando sentí que alguien abría muy sigilosamente la puerta y a
continuación la cerraba con llave. Mi habitación estaba a oscuras, pero supe al
punto de quién se trataba. No tuve ni la menor duda. Atravesaba ella mi cuarto pisando
suavemente sobre la alfombra, deslizándose sin ruido sobre ella, como a través de
una infinidad de años. “¿Eres tú?”, pregunté, por preguntar, muerto de miedo, a
sabiendas del tremendo riesgo que corríamos. Adiviné que se llevaba un dedo a los
labios, incitándome a callar. Quiso saber enseguida si, por tratarse de un caso
excepcional, podría hacerle el honor de admitirla a mi lado. Hablaba en un tono
burlón pero muy familiar y querido. Y yo dije solamente: “¿Pero es que te has vuelto
loca?” Aunque no tardé en cambiar de parecer y le propuse: “Entra, si quieres”.
Desdobló por una punta las sábanas y se fue introduciendo bajo ellas, acomodándose
junto a mí. Jamás me había visto en un trance semejante y no supe, de momento, qué
hacer o pensar ni de qué modo conducirme. Le eché un brazo por el cuello y ella
se estrechó contra mí. Todo ocurría misteriosamente, en mitad de un gran silencio.
Así continuamos largo rato, sin que yo me atreviera a respirar o a moverme, muy
atento, en cambio, a lo que venía aconteciendo, hasta que ella rompió a reír de
improviso apartando de mí su cuerpo. “¿De qué te ríes?”, le pregunté, avergonzado.
“De nada –replicó maliciosamente–. De que tienes los pies muy fríos”. A partir de
este incidente, casi ya no dejó de reír, encogiendo y estirando las piernas y cambiando
sin cesar de postura. “O procuras estarte quieta –le dije– o acabarán por descubrirnos”.
“Ya me estoy quieta”, repuso; y estrechándose todavía más contra mí, fingió que
empezaba a dormirse. “No sé por qué has hecho todo esto –seguí diciéndole–. Jamás
deberías haber venido aquí”. Levantando un poco la sábana, me preguntó si sentía
miedo. Le respondí que sí y que no tenía por qué ocultarlo. Entonces ella me aseguró
que ese miedo que yo sentía no le disgustaba en lo más mínimo, sino que, por el
contrario, la divertía y la hacía casi feliz. Y como yo le manifestara que no lograba
darme cuenta de lo que quería darme a entender con aquello, replicó con toda naturalidad
que si yo fuese mujer, como ella, lo sabría. Tenía unos ojos luminosos y profundos,
como los de un gato, y temí, por un instante, que le fuera posible ver en la oscuridad.
Sentía, cada vez más próximo a mí, algo tan sutil y acogedor que habría sido algo
embriagador, y si no me decidí a encender la luz fue por el temor que me inspiraba
el comprobar con mis propios ojos cuanto, desde hacía rato, venían dejándome entrever
mis pensamientos. Prorrumpí, en cambio, notando que alguien se había puesto a pasear
en la planta alta: “¡Calla! ¿Qué suena?” Sin inmutarse en absoluto, balbució: “Es
papá”. Debía estar aconteciendo algo positivamente inconcebible, porque yo percibía,
cada vez más próximo a mí, algo tan sutil y acogedor que escasamente tuve fuerzas
para susurrar: “¡Estás rematadamente loca!” Y ella dijo: “Ya lo sé”. Bien visto,
aquella noche, parecía una criatura que hubiese perdido el juicio y ya no pensé
en otra cosa que en deshacerme de ella cuanto antes, no fuera a abrirse, por sorpresa,
la puerta y apareciese alguien de la familia. Mas recordó a poco que estaban por
reanudarse los cursos en el colegio y que yo debería partir a primera hora de la
mañana siguiente. Ya estaba listo el equipaje desde la víspera y mi primer traje
de pantalón largo colgado en una silla. Sin explicarme por qué, tuve el triste presentimiento
de que nunca más volveríamos a vernos. Entonces me abracé a ella con todas mis fuerzas
repitiéndole que era muy desdichado, que la vida me parecía insoportable y que me
sentía el ser más ruin de la tierra, a causa de aquel amor culpable. “¡Abrázame!
¡Abrázame!”, repetía ella sin cesar. De pronto se puso muy seria y exclamó con una
voz extraña, que no le conocía: “¡Tengo una idea!” Mas, al preguntarle que de qué
idea se trataba, ella replicó que no, que no me la revelaría por ahora, puesto que
todo debería ocurrir a su tiempo. Me eché a temblar. Tenía ella una gran inventiva
y, desde que tuve uso de razón, la consideré una criatura diabólica de quien podía
esperarse todo. La recordaba sudorosa y ágil, sofocada, recorriendo a gran velocidad
las calzadas del parque, montada en su bicicleta. O columpiándose alocadamente,
sin dejar de reír y gritar, exigiéndome que la lanzara con más fuerza, que la impulsara
más rabiosamente, hasta que lograse alcanzar con los pies la punta de aquella rama.
Hacía apenas unos días había osado amenazarme: “Has de saber una cosa: ¡que tengo
poderes muy especiales!” Enseguida había echado a andar, muy disgustada, pero yo
corrí tras ella para decirle que la adoraba, que no comprendía la vida sin ella
y que nuestros destinos debían tener un signo muy especial o algo por el estilo.
Entonces ella, cogiéndome de un brazo, me había pedido que la acompañara, pues deseaba
bajar al jardín para cortar unas flores. Yo había accedido, gustoso, pero aún no
habíamos llegado a la escalera, cuando se detuvo de pronto y, sin pensarlo demasiado,
me besó largamente en la boca, determinando que aquella noche no consiguiera yo
dormir un sueño, al tratar de olvidar y recordar al mismo tiempo lo que pasó por
mi cuerpo en tan extraños instantes. Comenzaba ya a clarear el día cuando me senté
en la cama con una sensación de horror que ni yo mismo alcancé a explicarme. “Dime
–le pregunté, perplejo, sin saber bien lo que decía–, ¿por qué te arrojaste al tren?
¿Por qué?” Aquí volvió a reír con ganas, escondiendo la cara bajo la almohada. Todavía
sin dejar de reír, me aseguró que en toda su vida había escuchado nada más divertido
y que deseaba que le explicara cuanto antes cómo pudo ocurrir nunca tal desatino,
si se encontraba ahora allí, a mi lado. Y agregó, también sentándose:
“¡Estoy viva! ¿No lo crees? ¡Mira
cómo late mi corazón!” Me había llevado la mano a su pecho y yo la retiré escandalizado,
casi con estupor. “¡Te odio! ¡Te odio y te odiaré siempre! ¡Esto es un terrible
pecado!” Y prometió ella: “Pues aunque así sea, quiero tenerte conmigo por una eternidad
de años”. No fue sino hasta entonces que descubrí plenamente su maldad, la perversa
pasión que la dominaba y sus infernales propósitos. “Ahora sé que no hay tal mujer
decapitada y que el estanque está vacío. Todo han sido argucias tuyas y una imperdonable
mentira”. Así dije. Y ella volvió a estrecharse contra mí y a reír sin ningún recato,
olvidada ya de la familia e insistiendo con el mayor ahínco en que le explicara
con todo detalle a qué disparatados sucesos venía refiriéndome. Me besaba y me besaba
en las tinieblas, cuando, en un determinado momento, pude descubrir con asombro
que quien me besaba con tal ansia era mi propia madre, que yacía arrodillada junto
a mi cama de enfermo. Esto me contrarió en sumo grado al comprobar que estaba nuevamente
soñando y que era víctima, una vez más, de otra ignominiosa burla. “¡Despierta!
¡Despierta! ¡Debes hacer un último esfuerzo!”, imploraba ella.
Y desperté. Continuaban allí los
policías, los perros, la ventana iluminada. Nada había cambiado, por lo visto, ni
siquiera aquel diluvio de hojas que proseguía cayendo de los árboles. Debía de ser
mediodía. Los policías paseaban por las calzadas, limpiándose el sudor de sus frentes
o abanicándose con el sombrero. Grupos de jardineros iban y venían transportando
sus utensilios o haciendo rodar trabajosamente las carretillas llenas de tierra.
Por primera vez, en tanto tiempo, cruzaron a gran altura unos pájaros; más tarde,
volvieron de nuevo, se mantuvieron un rato inmóviles y por fin se perdieron de vista,
volando majestuosamente. “¿Fuma usted?”, me preguntaron. Había cesado el viento,
y el cielo era azul y luminoso. Una sola cosa me preocupaba gravemente ese día:
aquella cinta color de rosa que había amanecido entre mis sábanas y que ahora apretaba
con susto en un bolsillo. Quizá conviniera entregarla. O quizá resultara ser, a
la postre, como el cuerpo mismo del delito. No supe. El doctor anunciaba en aquel
momento: “¡Ha muerto!” Y el policía exclamó, muy pálido, echando a correr de pronto
hacia la casa: “¡Algo muy grave está sucediendo!” Mi habitación se hallaba atestada
de familiares y amigos, que apartaron con malestar la vista del lecho y se quedaron
mirando pensativamente el muro. Oí a mi madre sollozar y a alguien que se servía
un vaso de agua. Mi padre se había dejado caer en un sillón, con la cabeza entre
las manos. Me enderecé como pude y no dudé en proclamar: “¡Son ustedes unos incautos!
¿O acaso no se han dado cuenta de que estoy simplemente dormido?” Dio la impresión
de que nadie había conseguido oírme, así que me puse en pie de un salto y comencé
a recorrer el cuarto, procurando atraer la atención de todos. Sólo mi madre pareció
descubrir mi presencia, pues levantó con ilusión el rostro, aunque después siguió
llorando. Yo daba vueltas y más vueltas, tratando de hacerme oír, hablando hasta
por los codos, hastiado ya de aquella voz del policía, que no cesaba de repetirme:
“¿Pero aún no se ha vestido usted? Dese prisa o, de lo contrario, no llegará a tiempo
a su funeral”. Había un gran número de automóviles alineados frente a mi casa y
un nauseabundo olor a flores marchitas, que el viento iba deshojando. El viento
penetraba en la casa por la puerta principal, ascendía a la planta alta y dispersaba,
a través de los balcones entornados, aquellas detestables flores. Vi a un grupo
de curiosos en la acera de enfrente, al que me reuní. Ya salía el cortejo solemnemente,
y los caballeros inclinaban la cabeza, sosteniendo en alto sus sombreros. Era una
tarde primaveral y dorada y parecían no ser más de las cuatro, aunque yo debía haber
olvidado dar cuerda a mi reloj, que continuaba señalando las ocho. Nos pusimos en
marcha, yo a pie, aturdidamente, siguiendo la gran caravana de automóviles. Era
un largo recorrido hasta el cementerio y sospeché que se haría de noche antes de
llegar a él. Por fortuna, las avenidas eran muy espaciosas, con abundante sombra,
y soplaba una refrescante brisa. Ya a la puerta del cementerio, no pude soportar
mi aflicción y rompí a llorar amargamente, apoyado en el muro. Todos los asistentes
habían traspuesto ya la puerta y lo irremediable parecía estar a punto de consumarse.
Protestaría por última vez; haría ese último intento. Me lancé a correr desaforadamente,
hasta dar alcance al cortejo, y grité con todas mis fuerzas: “¡Es injusto! ¡Es terriblemente
injusto lo que están haciendo conmigo! ¡Deténganse, se los ruego!” El cortejo se
detuvo de golpe y todos volvieron la cabeza, observándome con desconfianza. “¡Estoy
aquí! ¿No se dan cuenta? ¡Deténganse!”, repetí por última vez. Pero ya habían reanudado
la marcha, como si nada hubiese ocurrido. El policía se me acercó, muy gentil, y,
poniéndome una mano en el hombro, expresó con voz compungida: “Estas cosas son así
y no vale la pena desesperarse”. Enseguida me tomó de un brazo y agregó: “Acompáñeme.
Salgamos a tomar un poco el fresco”. Accedí, y caminamos un buen trecho en silencio
por entre la doble hilera de sepulturas. De pronto, deteniéndose con gran misterio,
me miró fijamente a los ojos y confesó, tras un titubeo: “Me había propuesto ayudarle,
pero usted nunca se prestó a ello. ¿Por qué se empeñó en ocultar la verdad? Las
cosas rodaron mal para usted, y mi ayuda, a estas alturas, no le serviría ya de
nada. ¡Lo siento!” Y como yo titubeara en replicar, a mi vez, añadió con desencanto:
“Sólo usted tenía la clave”. Habíamos llegado a la puerta de entrada donde me aguardaba
el coche de la familia. Tenía las cortinillas echadas y el cochero me sonrió desde
el pescante. Alguien, desde el interior, entreabrió la portezuela cuando yo me despedía
de mi acompañante, quien se mostró consternado. Al estrecharle la mano, todavía
dijo: “Me lo temía. ¡Buena suerte!” Acto seguido, ocupé mi asiento y partimos. “¡Abrázame!”,
balbució ella, con un suspiro de alivio. Y la envolví entre mis brazos, notando
que la noche se echaba encima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario