Julio Cortázar
En aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al cine o al teatro y vive
su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el
lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la
música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o
la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un
comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio,
las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de
lo de este lado. Realmente era difícil saber, por encima de la publicidad, de
las colas interminables, de los carteles y las críticas, que éramos tantos los
que queríamos a Glenda.
Llevó tres o cuatro años y sería aventurado afirmar que
el núcleo se formó a partir de Irazusta o de Diana Rivero, ellos mismos
ignoraban cómo en algún momento, en las copas con los amigos después del cine,
se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían de crear la alianza, lo
que después todos llamamos el núcleo y los más jóvenes el club. De club no
tenía nada, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bastaba para
recortarnos de los que solamente la admiraban. Al igual que ellos también
nosotros admirábamos a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Silvana
y por qué no a Marcello, a Yves, a Vittorio y a Dirk, pero solamente nosotros queríamos
tanto a Glenda, y el núcleo se definió por eso y desde eso, era algo que sólo nosotros
sabíamos y confiábamos a aquellos que a lo largo de las charlas habían ido mostrando
poco a poco que también querían a Glenda.
A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue dilatando
lentamente: el año de El fuego de la nieve debíamos ser apenas seis o
siete, cuando estrenaron El uso de la elegancia el núcleo se amplió y
sentimos que crecía casi insoportablemente y que estábamos amenazados de
imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los primeros, Irazusta y Diana
y dos o tres más, decidimos cerrar filas, no admitir sin pruebas, sin el examen
disimulado por los whiskys y los alardes de erudición (tan de Buenos Aires, tan
de Londres y de México esos exámenes de medianoche). A la hora del estreno de Los
frágiles retornos nos fue preciso admitir, melancólicamente triunfantes,
que éramos muchos los que queríamos a Glenda. Los reencuentros en los cines,
las miradas a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y el dolido
silencio de los hombres nos mostraban mejor que una insignia o un santo y seña.
Mecánicas no investigables nos llevaron a un mismo café del centro, las mesas
aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil costumbre de pedir el mismo
cóctel para dejar de lado toda escaramuza inútil y mirarnos por fin en los
ojos, allí donde todavía alentaba la última imagen de Glenda en la última
escena de la última película.
Veinte, acaso treinta, nunca supimos cuántos llegamos a
ser porque a veces Glenda duraba meses en una sala o estaba al mismo tiempo en
dos o cuatro, y hubo además ese momento excepcional en que apareció en escena
para representar a la joven asesina de Los delirantes y su éxito rompió
los diques y creó entusiasmos momentáneos que jamás aceptamos. Ya para entonces
nos conocíamos, muchos nos visitábamos para hablar de Glenda. Desde un
principio Irazusta parecía ejercer un mandato tácito que nunca había reclamado,
y Diana Rivero jugaba su lento ajedrez de confirmaciones y rechazos que nos
aseguraba una autenticidad total sin riesgos de infiltrados o de tilingos. Lo
que había empezado como asociación libre alcanzaba ahora una estructura de
clan, y a las livianas interrogaciones del principio se sucedían las preguntas
concretas, la secuencia del tropezón en El uso de la elegancia, la
réplica final de El fuego de la nieve, la segunda escena erótica de Los
frágiles retornos. Queríamos tanto a Glenda que no podíamos tolerar a los
advenedizos, a las tumultuosas lesbianas, a los eruditos de la estética.
Incluso (nunca sabremos cómo) se dio por sentado que iríamos al café los viernes
cuando en el centro pasaran una película de Glenda, y que en los reestrenos en cines
de barrio dejaríamos correr una semana antes de reunimos, para darles a todos
el tiempo necesario; como en un reglamento riguroso, las obligaciones se
definían sin equívoco, no acatarlas hubiera sido provocar la sonrisa despectiva
de Irazusta o esa mirada amablemente horrible con que Diana Rivero denunciaba
la traición y el castigo. En ese entonces las reuniones eran solamente Glenda,
su deslumbrante ubicuidad en cada uno de nosotros, y no sabíamos de
discrepancias o reparos. Sólo poco a poco, al principio con un sentimiento de
culpa, algunos se atrevieron a deslizar críticas parciales, el desconcierto o
la decepción frente a una secuencia menos feliz, las caídas en lo convencional
o lo previsible. Sabíamos que Glenda no era responsable de los desfallecimientos
que enturbiaban por momentos la espléndida cristalería de El látigo o el
final de Nunca se sabe por qué. Conocíamos otros trabajos de sus
directores, el origen de las tramas y los guiones; con ellos éramos implacables
porque empezábamos a sentir que nuestro cariño por Glenda iba más allá del mero
territorio artístico y que sólo ella se salvaba de lo que imperfectamente
hacían los demás. Diana fue la primera en hablar de misión, lo hizo con su
manera tangencial de no afirmar lo que de veras contaba para ella, y le vimos
una alegría de whisky doble, de sonrisa saciada, cuando admitimos llanamente
que era cierto, que no podíamos quedarnos solamente en eso, el cine y el café y
quererla tanto a Glenda.
Tampoco entonces se dijeron palabras claras, no nos eran
necesarias. Sólo contaba la felicidad de Glenda en cada uno de nosotros, y esa
felicidad sólo podía venir de la perfección. De golpe los errores, las
carencias se nos volvieron insoportables; no podíamos aceptar que Nunca se
sabe por qué terminara así, o que El fuego de la nieve incluyera la
infame secuencia de la partida de poker (en la que Glenda no actuaba pero que
de alguna manera la manchaba como un vómito, ese gesto de Nancy Phillips y la llegada
inadmisible del hijo arrepentido). Como casi siempre, a Irazusta le tocó
definir por lo claro la misión que nos esperaba, y esa noche volvimos a
nuestras casas como aplastados por la responsabilidad que acabábamos de
reconocer y asumir, y a la vez entreviendo la felicidad de un futuro sin tacha,
de Glenda sin torpezas ni traiciones.
Instintivamente el núcleo cerró filas, la tarea no
admitía una pluralidad borrosa. Irazusta habló del laboratorio cuando ya estaba
instalado en una quinta de Recife de Lobos. Dividimos ecuánimemente las tareas
entre los que deberían procurarse la totalidad de las copias de Los frágiles
retornos, elegida por su relativamente escasa imperfección. A nadie se le
hubiera ocurrido plantearse problemas de dinero, Irazusta había sido socio de
Howard Hughes en el negocio de las minas de estaño de Pichincha, un mecanismo
extremadamente simple nos ponía en las manos el poder necesario, los jets y las
alianzas y las coimas. Ni siquiera tuvimos una oficina, la computadora de Hagar
Loss programó las tareas y las etapas. Dos meses después de la frase de Diana Rivero
el laboratorio estuvo en condiciones de sustituir en Los frágiles retornos la
secuencia ineficaz de los pájaros por otra que devolvía a Glenda el ritmo
perfecto y el exacto sentido de su acción dramática. La película tenía ya
algunos años y su reposición en los circuitos internacionales no provocó la
menor sorpresa: la memoria juega con sus depositarios y les hace aceptar sus
propias permutaciones y variantes, quizá la misma Glenda no hubiera percibido
el cambio y sí, porque eso lo percibimos todos, la maravilla de una perfecta
coincidencia con un recuerdo lavado de escorias, exactamente idéntico al deseo.
La misión se cumplía sin sosiego, apenas asegurada la
eficacia del laboratorio completamos el rescate de El fuego de la nieve y
El prisma; las otras películas entraron en proceso con el ritmo
exactamente previsto por el personal de Hagar Loss y del laboratorio. Tuvimos
problemas con El uso de la elegancia, porque gente de los emiratos
petroleros guardaba copias para su goce personal y fueron necesarias maniobras
y concursos excepcionales para robarlas (no tenemos por qué usar otra palabra)
y sustituirlas sin que los usuarios lo advirtieran. El laboratorio trabajaba en
un nivel de perfección que en un comienzo nos había parecido inalcanzable
aunque no nos atreviéramos a decírselo a Irazusta; curiosamente la más
dubitativa había sido Diana, pero cuando Irazusta nos mostró Nunca se sabe
por qué y vimos el verdadero final, vimos a Glenda que en lugar de volver a
la casa de Romano enfilaba su auto hacia el farallón y nos destrozaba con su
espléndida, necesaria caída en el torrente, supimos que la perfección podía ser
de este mundo y que ahora era de Glenda para siempre, de Glenda para nosotros
para siempre.
Lo más difícil estaba desde luego en decidir los cambios,
los cortes, las modificaciones de montaje y de ritmo; nuestras distintas
maneras de sentir a Glenda provocaban duros enfrentamientos que sólo se
aplacaban después de largos análisis y en algunos casos por imposición de una
mayoría en el núcleo. Pero aunque algunos, derrotados, asistiéramos a la nueva
versión con la amargura de que no se adecuara del todo a nuestros sueños, creo
que a nadie le decepcionó el trabajo realizado; queríamos tanto a Glenda que
los resultados eran siempre justificables, muchas veces más allá de lo
previsto. Incluso hubo pocas alarmas: la carta de un lector del infaltable Times
asombrándose de que tres secuencias de El fuego de la nieve se
dieran en un orden que creía recordar diferente, y también un artículo del
crítico de La Opinión que protestaba por un supuesto corte en El
prisma, imaginándose razones de mojigatería burocrática. En todos los casos
se tomaron rápidas disposiciones para evitar posibles secuelas; no costó mucho,
la gente es frívola y olvida o acepta o está a la caza de lo nuevo, el mundo del
cine es fugitivo como la actualidad histórica, salvo para los que queremos
tanto a Glenda.
Más peligrosas en el fondo eran las polémicas en el
núcleo, el riesgo de un cisma o de una diáspora. Aunque nos sentíamos más que
nunca unidos por la misión, hubo alguna noche en que se alzaron voces
analíticas contagiadas de filosofía política, que en pleno trabajo se
planteaban problemas morales, se preguntaban si no estaríamos entregándonos a
una galería de espejos onanistas, a esculpir insensatamente una locura barroca
en un colmillo de marfil o en un grano de arroz. No era fácil darles la espalda
porque el núcleo sólo había podido cumplir la obra como un corazón o un avión cumplen
la suya, ritmando una coherencia perfecta. No era fácil escuchar una crítica que
nos acusaba de escapismo, que sospechaba un derroche de fuerzas desviadas de
una realidad más apremiante, más necesitada de concurso en los tiempos que
vivíamos. Y sin embargo no fue necesario aplastar secamente una herejía apenas
esbozada, incluso sus protagonistas se limitaban a un reparo parcial, ellos y
nosotros queríamos tanto a Glenda que por encima y más allá de las
discrepancias éticas o históricas imperaba el sentimiento que siempre nos
uniría, la certidumbre de que el perfeccionamiento de Glenda nos perfeccionaba
y perfeccionaba el mundo. Tuvimos incluso la espléndida recompensa de que uno
de los filósofos restableciera el equilibrio después de superar ese periodo de
escrúpulos inanes; de su boca escuchamos que toda obra parcial es también
historia, que algo tan inmenso como la invención de la imprenta había nacido del
más individual y parcelado de los deseos, el de repetir y perpetuar un nombre
de mujer.
Llegamos así al día en que tuvimos las pruebas de que la
imagen de Glenda se proyectaba ahora sin la más leve flaqueza; las pantallas
del mundo la vertían tal como ella misma –estábamos seguros– hubiera querido
ser vertida, y quizá por eso no nos asombró demasiado enterarnos por la prensa
de que acababa de anunciar su retiro del cine y del teatro. La involuntaria,
maravillosa contribución de Glenda a nuestra obra no podía ser coincidencia ni
milagro, simplemente algo en ella había acatado sin saberlo nuestro anónimo
cariño, del fondo de su ser venía la única respuesta que podía darnos, el acto
de amor que nos abarcaba en una entrega última, ésa que los profanos sólo entenderían
como ausencia. Vivimos la felicidad del séptimo día, del descanso después de la
creación; ahora podíamos ver cada obra de Glenda sin la agazapada amenaza de un
mañana nuevamente plagado de errores y torpezas; ahora nos reuníamos con una liviandad
de ángeles o de pájaros, en un presente absoluto que acaso se parecía a la eternidad.
Sí, pero un poeta había dicho bajo los mismos cielos de
Glenda que la eternidad está enamorada de las obras del tiempo, y le tocó a
Diana saberlo y darnos la noticia un año más tarde. Usual y humano: Glenda
anunciaba su retorno a la pantalla, las razones de siempre, la frustración del
profesional con las manos vacías, un personaje a la medida, un rodaje
inminente. Nadie olvidaría esa noche en el café, justamente después de haber
visto El uso de la elegancia que volvía a las salas del centro. Casi no
fue necesario que Irazusta dijera lo que todos vivíamos como una amarga saliva
de injusticia y rebeldía. Queríamos tanto a Glenda que nuestro desánimo no la
alcanzaba; qué culpa tenía ella de ser actriz y de ser Glenda; el horror estaba
en la máquina rota, en la realidad de cifras y prestigios y Oscars entrando
como una fisura solapada en la esfera de nuestro cielo tan duramente ganado.
Cuando Diana apoyó la mano en el brazo de Irazusta y dijo: “Sí, es lo único que
queda por hacer”, hablaba por todos sin necesidad de consultarnos. Nunca el
núcleo tuvo una fuerza tan terrible, nunca necesitó menos palabras para ponerla
en marcha. Nos separamos deshechos, viviendo ya lo que habría de ocurrir en una
fecha que sólo uno de nosotros conocería por adelantado. Estábamos seguros de
no volver a encontrarnos en el café, de que cada uno escondería desde ahora la
solitaria perfección de nuestro reino. Sabíamos que Irazusta iba a hacer lo
necesario, nada más simple para alguien como él. Ni siquiera nos despedimos
como de costumbre, con la liviana seguridad de volver a encontrarnos después
del cine, alguna noche de Los frágiles retornos o de El látigo. Fue
más bien un darse la espalda, pretextar que era tarde, que había que irse;
salimos separados, cada uno llevándose su deseo de olvidar hasta que todo
estuviera consumado, y sabiendo que no sería así, que aún nos faltaría abrir
alguna mañana el diario y leer la noticia, las estúpidas frases de la consternación
profesional. Nunca hablaríamos de eso con nadie, nos evitaríamos cortésmente en
las salas y en la calle; sería la única manera de que el núcleo conservara su
fidelidad, que guardara en el silencio la obra cumplida. Queríamos tanto a
Glenda que le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la altura
intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus
fieles podrían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de una cruz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario