Francisco García Pavón
La primera experiencia pública de la R.T.V.
(retrotelevisión) iba a tener lugar en un famoso club de la capital. Los
invitados estaban todos muy seleccionados y todas las gestiones y preparativos
se llevaron a cabo con gran sigilo. Se trataba de una experiencia demasiado
trascendente y convenía medir todos los pasos. El ver el pasado era una
experiencia inédita en la historia de la humanidad y convenía que la iniciación
tuviera lugar entre personas muy inteligentes y sensibles. Por primera vez,
antes que a las jerarquías políticas, se atendió a las jerarquías –digamos–
mentales, para su inauguración. Estaban invitados los hombres más destacados
intelectualmente de todo el mundo. Era difícil prever lo que podía aparecer en
la pantalla retrovisora, así como las consecuencias y medidas que conviniera
tomar en un futuro próximo ante tan revolucionaria técnica. Las tristes
experiencias a que dio lugar la T.V.I. (televisión indiscreta) aconsejaban
estar en guardia ante cada nuevo paso de la técnica, cada vez de mayor
proyección humana. Las últimas estadísticas, a pesar del gran desarrollo
cultural experimentado en aquellos años, demostraban que entre los humanos no
llegaba al uno por mil el número de inteligencias verdaderamente adultas. Todo
nuevo paso había que darlo de acuerdo con esta proporción pesimista.
Las gentes acudieron a la sala
de proyección con pleno sentido de la responsabilidad. Todas las caras
denotaban preocupación. Nadie parecía tocado de esa superficial alegría que
proporciona el snobismo y la autosuficiencia. Eran conscientes que del conocimiento
del pasado podrían sacarse útiles consecuencias para el estudio del hombre, de
la sociedad, de las relaciones humanas, de las causas de muchos fenómenos
todavía confusos… Pero también se intuía que este conocimiento aportaría una
idea pesimista de la historia humana y la caída de muchos ídolos y conceptos
sobre los que se había basado la civilización todavía imperante.
De otra se sabía que la
Historia, la gran historia, había sido construida con materiales
tendenciosamente seleccionados, venerativos por la inercia mitologizante que
domina al hombre, siempre necesitado de idealizar, de engañarse a SÍ mismo, de
disimularse la angustia de vivir… Tal vez sería conveniente que el total
conocimiento del pasado no fuera popularizado jamás, que quedase en poder de
una estricta minoría mundial que poco a poco fuese cambiando la mentalidad del
común de las gentes y así hacerles asimilables los cambios de perspectiva.
También se
hizo un programa graduado de revelaciones. No se empezaría por “radiografiar”
lugares de gran significación histórica, lugares donde habían ocurrido cosas
trascendentes, donde podían hallarse mensajes clave y figuras de seres
importantes… Donde podían de pronto hallarse conmovedoras decepciones o
descubrimientos demasiado decisivos. Había que comenzar por “radiografiar”
sitios donde lógicamente sólo habían tenido lugar episodios superficiales,
intrascendentes… Parece ser que las primeras experiencias, privadísimas, hechas
por los propios descubridores de la R.T.V. (retrotelevisión) habían revelado
imágenes estremecedoras. Naturalmente, operaron sobre lugares claves de la
historia. Esta experiencia dio la idea de programar cuidadosamente la
popularización de la técnica.
Existía la ventaja de que el
receptor de las imágenes del pretérito era tan endemoniadamente complicado y
caro, que resultaba difícil admitir que cualquier día pudiera ser de uso
público, como ocurrió con la T.V.I. De todas formas había que estar prevenido y
tomar todas las medidas al alcance de las más sutiles inteligencias
contemporáneas. Por eso, a la hora de hacer la primera experiencia ante un
público lego en los avatares de la técnica, se había discutido mucho el sitio
que convenía televisar, y después de muchas vueltas por parte del comité
técnico mundial se había elegido un lugar en el que podían caber pocas
sorpresas: el salón de baile de un club, que databa de mediados del siglo XIX.
Pensaban los del comité que las películas históricas tenían acostumbrada a la
gente, con más o menos mixtificaciones, a este tipo de espectáculos, y que las
revelaciones que surgieron no serían demasiado trascendentes.
Antes de comenzar la
representación histórica, el presidente del comité, un sabio filósofo
especializado en las consecuencias de la técnica, reconocido por las personas
inteligentes de todo el mundo, habló primero con gran optimismo de los
conocimientos que la nueva invención prestaría a los estudiosos para el
conocimiento de los orígenes y proceso constitutivo de la sociedad. Miles de
libros iban a quedar invalidados. Pero a la hora de tratar del cambio que estos
conocimientos producirían en la mente humana, la necesidad de administrar su
conocimiento, su tono fue realmente pesimista: “Creo –dijo textualmente– que
tenemos entre las manos un instrumento tan delicado y peligroso como la misma
bomba atómica, cuyos efectos destructores ya han experimentado desgraciadamente
tantos millones de personas. Si ésta deshizo cuerpos y ciudades, el verdadero
conocimiento de la historia de la humanidad cambiará de tal forma nuestros
supuestos mentales que es difícil prever. Yo me atrevo a predecir que el
conocimiento exhaustivo del hombre a través de la historia incrementará la
angustia existencial, rebajará los niveles de aspiración y de la confianza que
el hombre tiene en sí mismo. Posiblemente, a la larga, todo redunde en
conseguir una humanidad más perfecta, pero durante varias generaciones preveo
una depresión difícil de medir… Pero nuestro deber es aceptar todos los nuevos
canales de conocimiento que se nos presenten y, en lo posible, manejarlos con
la mayor prudencia. Ustedes van a ser las primeras personas no iniciadas que se
van a poner en contacto con ese pretérito, que de verdad ha resultado inmortal,
porque ahí está, eternamente vibrando en el éter como testimonio irrefutable de
las injusticias y las virtudes de los hombres. Los crímenes, las malas obras,
desde hoy jamás quedarán impunes. Las reacciones e ideas de ustedes podrán
sernos muy útiles para continuar o no trabajando con acierto en esta nueva
dimensión de la humanidad”.
Luego tomó la palabra un
técnico, y dijo que el receptor del futuro todavía era muy imperfecto. “Harían
falta muchos años para conseguir un aparato completamente dócil a las manos del
hombre. De momento la selección de tiempos y el aislamiento de imágenes no
estaba dominado. Sí se conseguían recibir escenas y figuras existentes en otro
tiempo, pero de manera muy poco controlada. Cada estrato del pretérito
desarrollado en un lugar requería variables cantidades de rayos XS, todavía
imposible de graduar. Aspiramos a que en un futuro próximo podamos ver
exactamente lo que deseemos, y durante el tiempo que se quiera, sin
interferencias de ninguna clase. Es más, estamos seguros de que podrá
conseguirse la visión del pasado más remoto con la misma nitidez que se capta
una emisión de T.V. en directo. De todas formas creo que lo que ustedes van a
ver les dará una idea bastante buena de la importancia y avanzado estado de
este nuevo ingenio”, concluyó.
Y ya, sin más preámbulos,
corrieron unas grandes cortinas que ocultaban el salón de baile de aquel
antiguo club, y aparecieron una serie de complicados aparatos distribuidos en
varios cuerpos, manejados por una media docena de hombres. Luego de una indicación
del técnico que habló últimamente, todos aquellos hombres comenzaron a
manipular. Para el público ignorante lo único que se percibía era como si unos
reflectores poco visibles inundasen de luz aquel gran salón. Luz que variaba de
color lentamente y creaba algo así como una atmósfera anaranjada, verde
azulada, malva o de todos estos colores más o menos combinados. A veces parecía
que era una “luz negra” la que entelonaba todo el salón. En medio de un
silencio perfecto se oía un blando y ancho zumbido, como de motores muy
perfectos. Pasaron larguísimos minutos sin que se viese otra cosa que aquel
gran salón iluminado con luces variadas; sin embargo, nadie perdía la
paciencia. Por el contrario, todo el mundo miraba con tensa obsesión los
rincones y puertas, hacia todos los muebles, porque de verdad de verdad no se
sabía por dónde podía aparecer el primer jirón del pasado. Había gentes
verdaderamente emocionadas. Especialmente alguna señora respiraba de manera
casi acongojante. Sí habrían pasado quince minutos de espera, cuando surgió un
especial murmullo en todas las bocas. Entre la atmósfera luminosa intensísima,
casi deslumbrante, creada por aquellos ingenios, de pronto pareció que algo se
veía en el techo del salón. Fue una visión rapidísima que en seguida
desapareció. Nadie se atrevió a decir exactamente lo que era. Al cabo de unos
momentos la visión del mismo objeto duró unas milésimas de segundo más. Por
fin, sin apreciarse en toda su corporeidad, como si más bien fuese un dibujo de
vagas líneas, sin color entre ellas, apareció una lámpara. Parecía de cristal
de roca, una araña de múltiples brazos, con bujías de cera que oscilaban como
si las empujase un viento suave. De todas las bocas, en todos los idiomas,
surgió la palabra “lámpara”. Después de tres o cuatro desapariciones más, la
imagen de la lámpara quedó bastante precisa y permanente. Naturalmente, no
faltó quien diese una interpretación simbólica al hecho de ser una luz lo
primero que en público se veía del pasado. El técnico dio instrucciones a los
que manejaban los aparatos para que no cambiasen absolutamente nada y todos los
asistentes pudieran contemplar la lámpara a su sabor. Se hicieron varias
fotografías de la aparición. Poco después el técnico dio nuevas órdenes, y los
aparatos volvieron a su cambio y combinación incesante de luces. Durante mucho
rato no volvió a aparecer nada, pero los espectadores aguardaban excitados, con
emoción inédita. Posiblemente se prolongó el impasse media hora, y cuando
parecía que algunos espectadores se movían en la silla aburridos, surgió de
pronto como un relámpago una figura de hombre. Una figura de hombre que
marchaba con cierta dificultad al tener que sortear muchos obstáculos. En
seguida volvió a surgir por un poco más tiempo. Se vio con nitidez que era un
camarero. Un camarero de chaquet, con patillas y bigote, calvo, que llevaba
sobre las manos una refulgente bandeja de plata cargada de copas de champán.
Marchaba, insisto, con cuidado, como sorteando obstáculos, gentes
probablemente. Pero como sólo aparecía su figura resultaba grotesco, en trance
de mudo de ballet, unos quites injustificados totalmente. En su semblante se
reflejaba la preocupación, el temor de que se le cayera todo aquello, de que se
lo tiraran de un empujón, de manchar a alguien. Pero aparte de ese gracioso
equilibrio, de ese movimiento circense, movió a risa a todos los espectadores
algo difícil de definir. Muy difícil. Aquel hombre en sus ademanes, gestos,
talante –aparte de los vestidos y barba– “era muy raro”. Es decir, tenía “un
algo” que no era peculiar en los hombres de “ahora”, de los contemporáneos de
los espectadores. Esta impresión quedó confirmada, cuando de pronto, como un
manantial abierto repentinamente, el salón se llenó de figuras, de parejas que
bailaban un vals. El camarero quedó en un segundo término, bordeando lo que hoy
llamaríamos pista. La imagen de aquella multitud que bailaba apareció fijada
perfectamente. Hubo suerte. Por los vestidos parecían gentes de hacia 1840 poco
más o menos. La impresión de “raro” que produjeron, al igual que antes el
camarero, tal vez pueda concretarse de una manera gráfica en aquella expresión
emocionada que dijo alguien en inglés sin poder remediarlo: “Acaba de firmarse
la ruina total del cine histórico existente”. Ahí estaba el quid. Aquellas
mujeres y aquellos hombres que bailaban, como antes el camarero, tenían unas
actitudes, unos gestos, una forma de mover los brazos, de inclinar la cabeza,
de colocar el semblante, de inclinarse, de ceder el paso, de sonreírse,
sorprendentemente distintas de las nuestras. El ritmo de aquellos vivientes, su
dinámica, resultaba enormemente graciosa. Tan graciosa, que luego de unos
momentos de sorpresa ante la magnitud del espectáculo, casi de manera isócrona,
reaccionaron todos los espectadores con unas carcajadas nerviosas, imparables,
como ante un sketch de circo totalmente hilarante. Los cuadros y las
fotografías que se conservaban de aquella época, y que todos conocemos, apenas
pueden dar idea de aquel inusitado concierto de la dinámica humana. Pobres
caricaturas las que –bien había dicho el inglés– nos hacían en el cine sobre
aquellos tiempos. No sé cómo explicar, pero había un cierto histrionismo, una
redicha majestuosidad, un “natural” engolamiento que resultaba de verdad
divertido. La misma forma de reír. No digamos de mirar, todo funcionaba con una
mecánica de rara contención y recato, a la vez que con una expresividad casi
cómica. Especialmente en los hombres se apreciaba una actitud generativa ante
su pareja, ante la mujer, que distaba mucho de las actitudes actuales. Los
movimientos nerviosos a la vez que respetuosos del baile, la forma de poner las
manos, la separación entre las parejas, la fijeza de la mirada como ensoñadora,
cortésmente engañadora. Destacaba entre las parejas la formada por un señor muy
grueso, con la cara abotargada, barbita blanca, y una señora cuarentona, de
recio busto, bien enjoyada con unas manos gordezuelas, blanquísimas, que ella
misma se miraba con amor, cuando, azarada, quería o parecía querer desviar sus
ojos de los de su pareja. El enrojecido caballero la miraba con insistencia
sobrehumana, entreabierta la boca y los ojos llenos de una dulzura entre
paternal y de lacayo, que resultaba un verdadero poema. Bailaban imparables,
sin decir palabra. Él sin cejar en su mirada, ella moviendo la cabeza
suavemente halagada, hacia sus joyas, hacia los ojos de él. Ambos entregados,
con sinceridad o no, a una ceremonia completísima, sin evasiones, sin la menor sensación
de provisionalidad. En general esta actitud dominaba en la mayoría de las
parejas. Cuando ellos hablaban lo hacían con discreción, midiendo mucho la
amabilidad del gesto, dando a sus palabras una especial carga insinuante. Ellas
penas respondían, escuchaban con una sonrisa media, complaciente. Generalmente,
cuando las damas hablaban lo hacían como con rubor, como deseando que no les
notaran que hablaban. Moviendo con delicadeza la cabeza para que su pareja
tuviera ocasión de ver su nuca, sus bucles, sus aladares, sus orejas… Yo qué
sé. Sería preciso un escrito muy largo para dar idea satisfactoria de la
mecánica afectiva, el talante social de aquel mundo tan lejano, tan
insospechado.
Bailaban el vals –al menos
parecía vals– con gran rapidez, con gran vigor deportivo, pero sin perder un
momento cierta compostura escultural. Las parejas emergían y volvían a
sumergirse tras una especie de cortina de luz malva. Algo así como si una nube
de humo cambiara de volumen y de emplazamiento levemente. También provocaba
mucha hilaridad la pareja que componían un militar de vistosísimo uniforme de
húsar, alto y arrogante, que con los ojos blandos, casi húmedos, con no sé qué
extravío romántico, miraba arrobado a su pareja, una señorita casi enana de
largos bucles negrísimos. La señorita llevaba la postura forzadísima al bailar
con la cabeza levantada para corresponder a la altísima mirada del militar. A
veces desaparecía casi totalmente la figura del militar, y quedaba ella tan
pequeñita, sola, con una mano viril en la espalda, y moviéndose con la cabecita
muy alzada. O sólo quedaba él, tan alto, sin la mitad de los brazos, moviéndose
sólo con aquel aire de palmera melancólica. Había de vez en cuando así como
relámpagos de malva clarísimo que permitían ver la masa de bailarines e incluso
figuras del otro extremo del salón. Pero lo más corriente es que se viesen
pocas personas, pocas parejas y generalmente incompletas. Lo que todos
observaron en seguida es que siempre aparecían los mismos tipos: el señor
gordo, el militar, etc., como si hubiera personas mejor recibidas que otras por
aquellos rayos mágicos. Como si la mayoría tuviera alergia a ser representada.
Más de una hora permaneció el baile en sus aspectos dichos ante los
espectadores. Era tan delicioso el espectáculo, tan alucinante, que los
técnicos no se atrevieron a tocar los receptores hasta que el jefe de todo
aquello dio nuevas instrucciones. Cambiaron las luces, y durante muchos minutos
sólo se apreciaron cambios de aquella atmósfera coloreada, pero sin figura ni
representación alguna. Como al principio. Era una búsqueda en el vacío de
verdad emocionante, porque después del baile se pensó que podrían aparecer
cosas mucho más extraordinarias. Por fin, al cabo de un buen rato, volvió a
surgir la famosa lámpara de cristal de roca, totalmente sola, con la llama de
sus bujías oscilante. Ora se veía entera, ora media, ora sólo una o dos bujías.
Desapareció y volvió a surgir el camarero famoso que hacía equilibrios con su
bandeja entre una multitud invisible. Duró muy poco, tan poco como una nueva
ráfaga del baile, hasta que en medio de una atmósfera rojiza intensísima, que
hasta ahora no habían conseguido aquellos reflectores, emergió un sillón de
Luis XVI, y en él, sentada, una dama ya madura, gordísima, llena de alhajas,
con sus orondos brazos al aire y una sonrisa alegre, jubilosa, sobre las
temblorosas papadas que enmarcaban su barbilla… Aparecía sola como en una
fotografía bien compuesta. Pero se veía que la dama, con una copa en la mano,
que manejaba con gran soltura entre sus dedos gordezuelos, se dirigía a otras
personas que debían estar en torno a ella, de pie, y que no se veían, que no
emergían. La dama gruesa debía estar oyendo cosas muy graciosas, puesto que no
paraba de reír, cierto que con gran compostura. Y a su vez se le veía mover los
labios y menudear en la conversación con réplicas que a ella misma debían
resultarle graciosas, ya que las decía sin cesar en su risa. Alguna que otra
vez daba menudísimos sorbos en su copa. En aquella actitud, con la cabeza
vuelta hacia sus invisibles acompañantes, permaneció largo rato. Por fin miró
hacia el frente, hacia los espectadores, como si ahora tuviera delante a uno de
sus interlocutores, que resultaba invisible. La conversación debía de haber
subido de interés, porque la risa de la dama era mucho mayor. Todos temían que
cayese el champaña de su copa y manchase aquel precioso vestido azul pálido que
cubría sus abundantes carnes. Reía y reía apoyando la frente sobre su brazo,
acodado en el brazo del sillón, sin dejar de señalar hacia el frente, es decir,
hacia la figura que debía haber ante ella y que para los espectadores era
transparente. De suerte que daba la impresión de que estaba enfrentada con los
espectadores y que a ellos hablaba y a ellos escuchaba. Pero de pronto ocurrió
algo que de verdad produjo un escalofrío en todos los televidentes. De pronto,
digo, pareció que la señora gorda dejaba de hablar, dejaba de reír un momento y
miraba con verdadera atención hacia los espectadores. Hacia los espectadores
que hasta aquel mismo instante habían estado desternillándose contagiados por
la risa de aquella dama de hacia 1840. Sí, miraba a los espectadores –tal
parecía, insisto–, y luego de un ratito de cierta seriedad o perplejidad, la
dama reanudó su risa de una manera inusitada, sin compostura ya, con la copa de
champaña casi volcada y la otra mano sobre el abundante pecho. Y al reír, entre
lágrimas, balanceaba su busto de manera mecánica, nerviosa. Entre las pestañas
cuajadas de lágrimas gozosas no dejaba de mirar hacia adelante con una risa
cada vez más congestiva. Por fin se le cayó la copa de la mano, y se la vio
hacerse añicos sobre el suelo y la dama, ya fuera de sí, con la cara
completamente escarlata, retorcerse en el sillón con la mayor descompostura,
hasta el extremo de mostrar buena parte de sus piernas orondas, y calzadas con
medias blancas, o rosas casi blancas. De vez en cuando, casi impotente,
levantaba su mano gordita y extendía el dedo índice hacia adelante, aunque en
seguida tenía que bajarla fatigada por el esfuerzo de su risa. La risa llegó a
ser tan espasmódica, que la dama gorda ya se retorcía de manera casi epiléptica
con ambas manos en las sienes. Echaba las piernas por alto enseñando sus
reconditeces rosáceas. Se desenmarañaba el precioso peinado y reía ya de una
manera totalmente innatural, con la lengua fuera, roto el vestido y los ojos
cerrados y rojos como heridas. Por fin pudo incorporarse un poco, volvió a
mirar con los ojos semiabiertos hacia adelante, y no se sabe bien si al
arrancar una nueva carcajada, o tal vez un grito de horror, alzó los dos brazos
en alto y quedó desmayada sobre el sillón. Desmayada, que no “muerta”, porque
aunque tenía la lengua fuera se apreciaba que respiraba en el acompasado alzar
y bajar de su pecho imponente. Y así quedó, derrumbada en una postura
caprichosa, casi grotesca, con las ropas en desorden y la lengua fuera.
Entre los espectadores se hizo
un silencio angustioso. Nada se movía, nadie parecía respirar, todos inmóviles,
hieráticos en sus sillas. Mirando sin pestañear a aquella dama de 1840
desmayada sobre un sillón entre unas misteriosas luces color rojizo.
Por fin, uno de los espectadores
con voz medrosa dijo: ¡Basta! Inmediatamente dejaron de funcionar aquellos
receptores del pretérito y se encendieron las luces normales del saloncito que
ocupaban los espectadores. Todos se levantaron de sus asientos con gran
silencio y quedaron mirándose entre sí, o mirando al suelo con una dramática,
hondísima, horriblemente angustiosa preocupación.
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