Francisco de Quevedo
Los
sueños, dice Homero, que son de Júpiter y que él los envía, y en otro lugar que
se han de creer. Es así cuando tocan en cosas importantes y piadosas o las
sueñan reyes y grandes señores, como se colige del doctísimo y admirable
Propercio en estos versos:
Nec
tu sperne piis venientia somnia portis
cum pia venerunt somnia pondus habent
Dígolo a propósito que tengo por caído del cielo
uno que yo tuve en estas noches pasadas, habiendo cerrado los ojos con el libro
del Dante, lo cual fue causa de soñar que veía un tropel de visiones. Y aunque
en casa de un poeta es cosa dificultosa creer que haya cosa de juicio aunque
por sueños, le hubo en mí por la razón que da Claudiano en la prefación al
libro 2 del Rapto, diciendo que todos los animales sueñan de noche como
sombras de lo que trataron de día; y Petronio Arbitro dice:
Et canis in somnis leporis
vestigia latrat
y hablando de los jueces:
Et pauido cernit inclusum corde
tribunal
Parecióme, pues, que veía un mancebo que
discurriendo por el aire daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su
fuerza en parte su hermosura. Halló el son obediencia en los mármoles y oídos
en los muertos, y así al punto comenzó a moverse toda la tierra y a dar
licencia a los güesos que anduviesen unos en busca de otros; y pasando tiempo,
aunque fue breve, vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de
los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra; a los avarientos con
ansias y congojas, recelando algún rebato; y los dados a vanidad y gula, con
ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza. Esto conocía yo en los
semblantes de cada uno y no vi que llegase el ruido de la trompeta a oreja que
se persuadiese a lo que era. Después noté de la manera que algunas almas huían,
unas con asco y otras con miedo, de sus antiguos cuerpos. A cuál faltaba un
brazo, a cuál un ojo, y diome risa ver la diversidad de figuras y admirome la
providencia en que estando barajados unos con otros, nadie por yerro de cuenta
se ponía las piernas ni los miembros de los vecinos. Sólo en un cementerio me
pareció que andaban destrocando cabezas y que vi a un escribano que no le venía
bien el alma y quiso decir que no era suya por descartarse della.
Después ya que a noticia de
todos llegó que era el día del Juicio, fue de ver cómo los lujuriosos no
querían que los hallasen sus ojos por no llevar al tribunal testigos contra sí,
los maldicientes las lenguas, los ladrones y matadores gastaban los pies en
huir de sus mismas manos. Y volviéndome a un lado vi a un avariento que estaba
preguntando a uno, que por haber sido embalsamado y estar lejos sus tripas no
hablaba, porque no habían llegado, si habían de resucitar aquel día todos los
enterrados, si resucitarían unos bolsones suyos. Riérame si no me lastimara a
otra parte el afán con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus
orejas, deseando no las llevar por no oír lo que esperaban, mas solos fueron
sin ellas los que acá las habían perdido por ladrones, que por descuido no
fueron los más. Pero lo que más me espantó fue ver los cuerpos de dos o tres
mercaderes que se habían vestido las almas del revés y tenían todos los cinco
sentidos en las uñas de la mano derecha.
Yo veía todo esto de una cuesta muy alta, cuando oí
dar voces a mis pies que me apartase, y no bien lo hice cuando comenzaron a
sacar las cabezas muchas mujeres hermosas, llamándome descortés y grosero
porque no había tenido más respeto a las damas, que aun en el infierno están
las tales y aun no pierden esta locura. Salieron fuera muy alegres de verse
gallardas y desnudas entre tanta gente que las mirase, aunque luego, conociendo
que era el día de la ira y que la hermosura las estaba acusando de secreto, comenzaron
a caminar al valle con pasos más entretenidos. Una que había sido casada siete
veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra dellas, que había
sido pública ramera, por no llegar al valle no hacía sino decir que se le
habían olvidado las muelas y una ceja, y volvía y deteníase, pero al fin llegó
a vista del teatro, y fue tanta la gente de los que había ayudado a perder y
que señalándola daban gritos contra ella, que se quiso esconder entre una
caterva de corchetes, pareciéndole que aquella no era gente de cuenta aun en
aquel día. Divirtiome desto un gran ruido, que por la orilla de un río venía de
gente en cantidad tras un médico (que después supe que lo era en la sentencia).
Eran hombres que había despachado sin razón antes de tiempo, y venían por
hacerle que pareciese, y al fin, por fuerza le pusieron delante del trono. A mi
lado izquierdo oí como ruido de alguno que nadaba, y vi un juez que lo había
sido, que estaba en medio de un arroyo lavándose las manos, y esto hacía muchas
veces. Llegueme a preguntarle por qué se lavaba tanto y díjome que en vida,
sobre ciertos negocios, se las habían untado, y que estaba porfiando allí por
no parecer con ellas de aquella suerte delante la universal residencia. Era de
ver una legión de verdugos con azotes, palos y otros instrumentos, cómo traían
a la audiencia una muchedumbre de taberneros, sastres, y zapateros, que de
miedo se hacían sordos, y aunque habían resucitado no querían salir de la
sepultura. En el camino por donde pasaban, al ruido sacó un abogado la cabeza y
preguntoles que a dónde iban, y respondiéronle: “Al tribunal de Radamanto”; a
lo cual, metiéndose más adentro, dijo:
–Esto me ahorraré de andar después, si he de ir más
abajo.
Iba sudando un tabernero de congoja tanto que,
cansado, se dejaba caer a cada paso, y a mí me pareció que le dijo un verdugo:
–Harto es que sudéis el agua y no nos la vendáis
por vino.
Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de
cara, malas barbas y peores hechos, no hacía sino decir:
–¿Qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome
de hambre?
Y los otros le decían, viendo que negaba haber sido
ladrón, qué cosa era despreciarse de su oficio. Toparon con unos salteadores y
capeadores públicos que andaban huyendo unos de otros, y luego los verdugos
cerraron con ellos diciendo que los salteadores bien podían entrar en el
número, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como gatos del
campo. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los
otros, y al fin juntos llegaron al valle. Tras ellos venía la Locura en una tropa
con sus cuatro costados: poetas, músicos, enamorados y valientes, gente en todo
ajena deste día. Pusiéronse a un lado. Andaban contándose dos o tres
procuradores las caras que tenían y espantábanse que les sobrasen tantas
habiendo vivido descaradamente. Al fin vi hacer silencio a todos. El trono era
obra donde trabajaron la omnipotencia y el milagro. Júpiter estaba vestido de
sí mismo, hermoso para los unos y enojado para los otros, el sol y las
estrellas colgando de la boca, el viento tullido y mudo, el agua recostada en
sus orillas, suspensa la tierra temerosa en sus hijos; de los hombres algunos
amenazaban al que les enseñó con su mal ejemplo peores costumbres. Todos en
general pensativos: los piadosos en qué gracias le darían, cómo rogarían por
sí, y los malos en dar disculpas. Andaban los procuradores mostrando en sus
pasos y colores las cuentas que tenían que dar de sus encomendados, y los
verdugos repasando sus copias, tarjas y procesos; al fin todos los defensores
estaban de la parte de adentro y los acusadores de la de afuera. Estaban
guardas a una puerta tan angosta, que los que estaban a puros ayunos flacos aún
tenían algo que dejar en la estrechura. A un lado estaban juntas las
Desgracias, Peste y Pesadumbres dando voces con los médicos. Decía la Peste que
ella los había herido, pero que ellos los habían despachado; las Pesadumbres,
que no habían muerto ninguno sin ayuda de los doctores; y las Desgracias, que
todos los que habían enterrado habían ido por entrambos. Con eso los médicos
quedaron con cargo de dar cuenta de los difuntos, y así, aunque los necios
decían que ellos habían muerto más, se pusieron los médicos con papel y tinta
en un alto, con su arancel, y en nombrando la gente luego salía uno dellos y en
alta voz decía:
–Ante mí pasó a tantos de tal mes, etc.
Pilatos se andaba lavando las manos muy apriesa
para irse con sus manos lavadas al brasero. Era de ver cómo se entraban algunos
pobres entre media docena de reyes que tropezaban con las coronas, viendo
entrar las de los sacerdotes tan sin detenerse.
Llegó en esto un hombre desaforado de ceño y
alargando la mano dijo:
–Esta es la carta de examen.
Admiráronse todos; dijeron los porteros que quién
era, y él en altas voces respondió:
–Maestro de esgrima examinado, y de los más
diestros del mundo –y sacando unos papeles del pecho, dijo que aquellos eran
los testimonios de sus hazañas. Cayéronsele en el suelo por descuido los
testimonios y fueron a un tiempo a levantarlos dos furias y un alguacil y él
los levantó primero que las furias. Llegó un abogado y alargó el brazo para
asille y metelle dentro, y él, retirándose, alargó el suyo y dando un salto
dijo:
–Esta de puño es irreparable, y pues enseño a
matar, bien puedo pretender que me llamen Galeno, que si mis heridas anduvieran
en mula, pasaran por médicos malos; si me queréis probar yo daré buena cuenta.
Riéronse todos, y un oficial algo moreno le
preguntó qué nuevas tenía de su alma; pidiéronle no sé qué cosas y respondió
que no sabía tretas contra los enemigos della. Mandáronle que se fuese y
diciendo: “Entre otro”, se arrojó. Y llegaron unos despenseros a cuentas (y no
rezándolas) y en el ruido con que venía la trulla dijo un ministro:
–Despenseros son.
Y otros dijeron:
–No son.
Y otros:
–Sí son –y dioles tanta pesadumbre la palabra “sisón”,
que se turbaron mucho. Con todo, pidieron que se les buscase su abogado, y dijo
un verdugo:
–Ahí está Judas, que es apóstol descartado.
Cuando ellos oyeron esto, volviéndose a otra furia
que no se daba manos a señalar hojas para leer, dijeron:
–Nadie mire y vamos a partido y tomamos infinitos
siglos de fuego.
El verdugo, como buen jugador, dijo:
–¿Partido pedís? No tenéis buen juego.
Comenzó a descubrir y ellos, viendo que miraba, se
echaron en baraja de su bella gracia. Pero tales voces como venían tras de un
malaventurado pastelero no se oyeron jamás, de hombres hechos cuartos, y
pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en
los pasteles, y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de cualquier
estómago en que se hallasen. Dijéronle si quería ser juzgado y respondió que
sí, a Dios y a la ventura. La primera acusación decía no sé qué de gato por liebre,
tanto de güesos (y no de la misma carne, sino advenedizos), tanto de oveja y
cabra, caballo y perro. Y cuando él vio que se les probaba a sus pasteles
haberse hallado en ellos más animales que en el arca de Noé, porque en ella no
hubo ratones ni moscas y en ellos sí, volvió las espaldas y dejolos con la
palabra en la boca. Fueron juzgados filósofos, y fue de ver cómo ocupaban sus
entendimientos en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas
fue de notar, que de puro locos querían hacer a Júpiter malilla de todas las
cosas. Y Virgilio andaba con su Sicelides musae diciendo que era el
nacimiento. Mas saltó un verdugo y dijo no sé qué de Mecenas y Octavia, y que
había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que los traía por ser día de
más fiesta; contó no sé qué cosas. Y al fin, llegando Orfeo, como más antiguo,
a hablar por todos, le mandaron que se volviese otra vez a hacer el experimento
de entrar en el infierno para salir, y a los demás, por hacérseles camino, que
le acompañasen.
Llegó tras ellos un avariento a la puerta y fue
preguntado qué quería, diciéndole que los precetos guardaban aquella puerta de
quien no los había guardado, y él dijo que en cosas de guardar era imposible
que hubiese pecado. Leyó el primero, “Amar a Dios sobre todas las cosas”, y
dijo que él solo aguardaba a tenerlas todas para amar a Dios sobre ellas. “No
jurar”, dijo que aun jurando falsamente siempre había sido por muy grande
interés, y que así no había sido en vano. “Guardar las fiestas”, éstas y aun
los días de trabajo guardaba y escondía. “Honrar padre y madre”: –Siempre les
quité el sombrero–. “No matar”: –Por guardar esto no comía, por ser matar la
hambre comer. De mujeres, en cosas que cuestan dinero, ya está dicho. “No
levantar falso testimonio”.
–Aquí –dijo un verdugo– es el negocio, avariento;
que si confiesas haberle levantado te condenas, y si no, delante del juez te le
levantarás a ti mismo.
Enfadóse el avariento y dijo:
–Si no he de entrar no gastemos tiempo –que hasta
aquello rehusó de gastar. Convenciose con su vida y fue llevado a donde
merecía.
Entraron en esto muchos ladrones y salváronse
dellos algunos ahorcados; y fue de manera el ánimo que tomaron los escribanos,
que estaban delante de Mahoma, Lutero y Judas, viendo salvar ladrones, que
entraron de golpe a ser sentenciados, de que les tomó a los verdugos muy gran
risa. Los procuradores comenzaron a esforzarse y a llamar abogados. Dieron
principio a la acusación los verdugos, y no la hacían en los procesos que
tenían hechos de sus culpas, sino con los que ellos habían hecho en esta vida.
Dijeron lo primero:
–Estos, Señor, la mayor culpa suya es ser
escribanos –y ellos respondieron a voces, pensando que disimularían algo, que
no eran sino secretarios. Los abogados comenzaron a dar descargo, que se acabó
en “es hombre, y no lo hará otra vez, y alcen el dedo”. Al fin se salvaron dos
o tres, y a los demás dijeron los verdugos:
–Ya entienden.
Hiciéronles del ojo diciendo que importaban allí
para jurar contra cierta gente. Uno azuzaba testigos y repartía orejas de lo
que no se había dicho, y ojos de lo que no había sucedido, salpicando de culpas
postizas la inocencia. Estaba engordando la mentira a puros enredos, y vi a
Judas, y a Mahoma y a Lutero recatar desta vecindad, el uno la bolsa y el otro
el zancarrón. Lutero decía: “Lo mismo hago yo escribiendo”. Sólo se lo estorbó
aquel médico que dije, que forzado de los que le habían traído, parecieron él y
un boticario y un barbero, a los cuales dijo un verdugo que tenía las copias:
–Ante este doctor han pasado los más difuntos, con
ayuda deste boticario y barbero, y a ellos se les debe gran parte deste día.
Alegó un procurador por el boticario que daba de balde a los pobres, pero dijo
un verdugo que hallaba por su cuenta que habían sido más dañosos dos botes de
su tienda que diez mil de pica en la guerra, porque todas sus medicinas eran
espurias, y que con esto había hecho liga con una peste y había destruido dos
lugares. El médico se disculpaba con él, y al fin el boticario se desapareció,
y el médico y el barbero andaban a daca mis muertes y toma las tuyas.
Fue condenado un abogado porque tenía todos los
derechos con corcovas, cuando, descubierto un hombre que estaba detrás deste a
gatas, porque no le viesen, y preguntado quién era, dijo que cómico; pero un
verdugo, muy enfadado, replicó:
–Farandulero es el señor; y pudiera haber ahorrado
aquesta venida, sabiendo lo que hay. Juró de irse y fuese sobre su palabra.
En esto dieron con muchos taberneros en el puesto y
fueron acusados de que habían muerto mucha cantidad de sed a traición vendiendo
agua por vino. Estos venían confiados en que habían dado a un hospital siempre
vino puro para los sacrificios, pero no les valió, ni a los sastres decir que
habían vestido niños. Y así, todos fueron despachados como siempre se esperaba.
Llegaron tres o cuatro extranjeros ricos pidiendo asientos, y dijo un ministro:
–¿Piensan ganar en ellos? Pues esto es lo que les
mata. Esta vez han dado mala cuenta y no hay donde se asienten, porque han
quebrado el banco de su crédito.
Y volviéndose a Júpiter, dijo un ministro:
–Todos los demás hombres, Señor, dan cuenta de lo
que es suyo, mas estos de lo ajeno y todo.
Pronunciose la sentencia contra ellos; yo no la oí
bien, pero ellos desaparecieron.
Vino un caballero tan derecho que, al parecer,
quería competir con la misma justicia que le aguardaba. Hizo muchas reverencias
a todos y con la mano una ceremonia usada de los que beben en charco. Traía un
cuello tan grande que no se le echaba de ver si tenía cabeza. Preguntole un
portero, de parte de Júpiter, si era hombre, y él respondió con grandes
cortesías que sí, y que por más señas se llamaba don Fulano, a fe de caballero.
Riose un ministro y dijo:
–De cudicia es el mancebo para el infierno.
Preguntáronle qué pretendía, y respondió:
–Ser salvado –y fue remitido a los verdugos para
que le moliesen, y él sólo reparó en que le ajarían el cuello.
Entró tras él un hombre dando voces, diciendo:
–Aunque las doy no tengo mal pleito, que a cuantos
simulacros hay, o a los más, he sacudido el polvo.
Todos esperaban ver un Diocleciano o Nerón, por lo
de sacudir el polvo, y vino a ser un sacristán que azotaba los retablos. Y se
había ya con esto puesto en salvo, sino que dijo un ministro que se bebía el
aceite de las lámparas y echaba la culpa a una lechuza, por lo cual habían
muerto sin ella; que pellizcaba de los ornamentos para vestirse; que heredaba
en vida las vinajeras y que tomaba alforzas a los oficios. No sé qué descargo
se dio, que le enseñaron el camino de la mano izquierda, dando lugar unas damas
alcorzadas que comenzaron a hacer melindres de las malas figuras de los
verdugos. Dijo un procurador a Vesta que habían sido devotas de su nombre
aquellas, que las amparase, y replicó un ministro que también fueron enemigas
de su castidad.
–Sí, por cierto –dijo una que había sido adúltera.
Y el demonio la acusó que había tenido un marido en ocho cuerpos, que se había
casado de por junto en uno para mil. Condenose esta sola, y iba diciendo:
–¡Ojalá supiera que me había de condenar, que no
hubiera cansádome en hacer buenas obras! En esto, que era todo acabado,
quedaron descubiertos Judas, Mahoma y Martín Lutero, y preguntando un ministro
cuál de los tres era Judas, Lutero y Mahoma dijeron cada uno que él, y corriose
Judas tanto, que dijo en altas voces:
–Señor, yo soy Judas; y bien conocéis vos que soy
mucho mejor que estos, porque si os vendí remedié al mundo, y estos,
vendiéndose a sí y a vos, lo han destruido todo.
Fueron mandados quitar delante. Y un abogado que
tenía la copia halló que faltaban por juzgar los malos alguaciles y corchetes.
Llamáronlos y fue de ver que asomaron al puesto muy tristes y dijeron:
–Aquí lo damos por condenado; no es menester nada.
No bien lo dijeron cuando, cargado de astrolabios y
globos, entró un astrólogo dando voces y diciendo que se habían engañado, que
no había de ser aquel día el del Juicio, porque Saturno no había acabado sus
movimientos ni el de trepidación el suyo. Volviose un verdugo y viéndole tan
cargado de madera y papel, le dijo:
–Ya os traéis la leña con vos como si supiérades
que de cuantos cielos habéis tratado en vida, estáis de manera que por la falta
de uno solo en muerte, os iréis al infierno.
–Eso no iré yo –dijo él.
–Pues llevaros han –y así se hizo.
Con esto se acabó la residencia y tribunal; huyeron
las sombras a su lugar, quedó el aire con nuevo aliento, floreció la tierra, riose
el cielo. Y Júpiter subió consigo a descansar en sí los dichosos, y yo me quedé
en el valle, y discurriendo por él oí mucho ruido y quejas en la tierra. Llegueme
por ver lo que había y vi en una cueva honda (garganta del Averno) penar
muchos, y entre otros un letrado revolviendo no tanto leyes como caldos; un
escribano comiendo sólo letras que no había querido sólo leer en esta vida;
todos ajuares del infierno, las ropas y tocados de los condenados, estaban
prendidos, en vez de clavos y alfileres, con alguaciles; un avariento contando
más duelos que dineros; un médico penando en un orinal, y un boticario en una melecina.
Diome tanta risa ver esto que me despertaron las carcajadas, y fue mucho quedar
de tan triste sueño más alegre que espantado. Sueños son estos que si se duerme
V. m. sobre ellos, verá que, por ver las cosas como las veo, las esperará como
las digo.
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