Igor Collazos Ramírez
Y el diablo que los engañaba fue lanzado
en el lago de fuego y azufre,
donde estaban las bestias y el falso profeta;
y serán atormentados
día y noche por los siglos de los siglos.
Ap. 20, 10.
Lo sé. Y sé también por
qué siempre temí a las palabras. Por qué siempre callé y creí hacerme a mí
mismo, huyendo del habla, siguiendo ese instinto de tocar, de amasar,
atendiendo a esa doctrina que rezaba: “Calla. Crea. La obra no ha de
explicarse. Es”. Ahora sé de dónde provienen esta mudez, estas formas y
volúmenes, este temblor. Yo sí: hoy puedo decirlo, hoy comprendo mi hambre que
nunca se saciaba; mi instinto de morder. Y luego esa repulsión al sabor de la
sangre humana. Esta insatisfacción con las mujeres y hombres con quienes
forniqué a cambio de un leve mordisco, un trozo de uña, una lamida en las
manos, un mechón de cabellos, ¡y creían que era un romántico! ¡El ansia, el
ansia! Solícitos me llamaban amor; preparaban el café, traían los dulces secos;
soportaban mis películas mudas, mis laminarios. Y yo advertía su excitación
cuando les pedía se bañaran de barro y se dejaran coger así pringosos; y luego
su horror cuando después de fornicar devoraba el cieno marrón, lamía la
barbotina, y satisfecho, por fin satisfecho, los dejaba. “Vete ya, puta de
mierda”, pensaba. Me sumía en el ansia, sentía aquel instinto formulado en
deseos de aniquilación, en alaridos mudos, en un autismo de asco y desprecio.
Encerrado en el taller, hacía figuras de barro
que apenas secaban cortaba con un cuchillo, y así, mutiladas –prefería comerme
las manos y los ojos– horneaba y vendía en la Galería Meier a cualquiera que
creyera en esos críticos que escribían: “sus piezas parecen estar a punto de
cobrar vida”. Tópicos. Pero, claro, si esculpía como tocaba a una mujer, a un
hombre. Darle la mano, sólo dársela, y ya veía ese parpadeo, esa contracción en
los labios, ese movimiento del diafragma. Yo sí sabía tocar a alguien,
llevármelo a la cama, hacerle sentir con mis dedos ese algo que todos creían –ahora
lo sé– con razón, con desoladora razón, no humano. Era tan fácil: estaba en mí.
Luego, el temblor: una pulsión, un escalofrío
lleno de asco, de repulsa, de miedo. Una revuelta de mi cuerpo, que vencía. La
materia del mundo clamaba por la del cuerpo, y como un náufrago se despedaza
contra los escollos en la marejada, yo me volcaba sobre el barro. Metía mis
manos en el muladar, y amasaba, sintiendo en esa materia una latencia; un ser
potencial que esperaba su forma. Y, temblando, creaba hombres y mujeres con mis
dedos prodigiosos sintiendo que mi propia vida se iba en ellos, con ellos.
Yo sentía que sólo en el barro podría despojarme
del temblor incesante. Sólo esa materia podía transmutar mi descontrol en
alguna forma coherente; en seres plenos, dúctiles, ardientes. Seres que de
algún modo poseerían mi energía vital concretada no sólo en forma, sino en algo
semejante a la conciencia. Era la sustancia última de mis instintos ese
temblor, ese baile descontrolado de mi cuerpo el que a los seres de barro
insuflaba con frenesí hasta el último soplo mi aliento vital, dejándome
exhausto, hambriento. Y luego, tendido sobre ellos, hacía acopio de mis últimas
fuerzas para devorarlos: un vórtice de vitalidad manaba de sus manos y
párpados, como si fueran niños dormidos. Una vitalidad potente, como de
semillas de lechosa germinando en la fruta misma. Los inertes cuerpos de barro
encerraban un poder fulgurante que yo procuraba atrapar con mis manos, pero el
barro resbalaba entre los dedos y de todo ello resultaba un penoso paisaje
lleno de atrocidad y de mutilación. Los hombres de barro suscitaban en mí un
frenesí, un horrendo descontrol, desolando mi moral, mi conciencia. Y de tal
modo anulado me entregaba a la monstruosidad, llorando y riendo deshecho. Era
la victoria de la materia sobre el espíritu.
Más tarde llegaron los sueños. Una voz que
imprecaba “habla, habla, ¿por qué no hablas?” repitiéndose sin fin; un ejército
de hombres de terracota; altas mesetas con ciudades circulares y peñascos, y en
las ciudades magos que escribían la historia de mi vida en tiestos rojos. Eran
sueños simples, sin ambición, pero mientras se formulaban, un indecible horror
me agobiaba, y al despertar y ver las luces de la calle reflejándose en el
techo del taller me parecía advertir en sus formas símbolos de destrucción. Ya
no sabía qué era más grotesco, si el horror de los sueños o el pánico del mundo
y del temblor.
Cada día se me hacía más difícil moverme, sólo el
barro calmaba mi hambre, y las largas noches de sueños incluso de día parecían
invadir los callejones de mi conciencia. Me sentía enfermo, envejecido. A veces
me miraba al espejo y procuraba cortar mis cabellos. Pero el temblor había
anulado toda coordinación. Destruido, desfasado, sólo amasar el barro daba un
poco de paz a mi alma y hacía circular y volver a mí algo de mi esencia vital.
Por las tardes, después de aquellas horas de
espanto, me sentía cansado. En ese momento el temblor mitigaba, y podía
reflexionar. Con los ojos cerrados me daba un baño y luego dedicaba alguna hora
a reunir datos que pudieran brindar alguna luz acerca de mi malestar. Era una
labor ardua y penosa, especialmente porque a pesar de que disponía de una vasta
biblioteca de medicina –mi padre había sido un célebre bioquímico–
aparentemente ninguna enfermedad conocida reunía el extravagante conjunto de
síntomas que yo mostraba. Fueron meses de abyección: fornicar, temblar, soñar.
Y sobre todo el horror de realizar todas estas monstruosidades a pesar de mi
propia conciencia.
La materia vencía, pero las últimas fuerzas del
espíritu conseguían, sólo en esos minutos de la tarde, dirigir al cuerpo. Y en
esos momentos yo las empleaba con fervor.
Así descubrí en aquellos libros que mi dolencia
parecía pertenecer a una rara clase de enfermedades neurodegenerativas que
poseían un origen común. Supe del síndrome de Creutzfeldt-Jakob, o mal de las
vacas locas. Supe del scrapie que hace temblar a los carneros. Supe del kuru,
enfermedad mortal que afecta a los caníbales de Nueva Guinea: un temblor
incesante, una ausencia de coordinación entre mente y cuerpo. La consciencia
permanece, pero el cuerpo disociado de ella actúa de un modo abominable. Leí
sobre el insomnio hereditario mortal, que afecta a cinco familias en el mundo;
sobre la â-talasemia, que mata los recién nacidos de una hora; y me sorprendí
al saber que todos estos monstruos se originaban en un misterioso agente
patógeno llamado prion.
Cotejar aquella vasta bibliografía, conocer aquel
laboratorio era una labor difícil, pero algo quedaba en mí del espíritu
científico de mi padre, y así, en los raros momentos de coherencia pude
acumular un vasto cuerpo de información. Leyendo recortes de periódico
comprendí quién había sido mi padre: “Dr. Rab, mentor de varias generaciones de
científicos”, decían. “sus investigaciones profundizaron, ampliaron e
interconectaron los trabajos de Norbert Wiener, creador de la cibernética, y la
genética de Prusiner y Monod”. Leí los trabajos de mi padre, en especial sus
comentarios al clásico de Wiener, “God and Golem”. En aquellos libros estaba su
voz. yo sentía las pausas, las dudas, las aflicciones. Aquel hombre muerto me
hablaba de un misterio primordial: “es la creación, la creación”, decía, y me
parecía comenzar a comprender aquel temblor que me volcaba sobre los hombres de
barro, aquel frenesí de la creación, aquel horror de derramar mi vida en esos
seres inertes; y comprendía aquella obsesiva idea de que una vida en latencia
habitaba la materia. Luego habría de descubrir que aquellas palabras me
implicaban de otra forma; de un modo atroz, como los rumores que preceden a un
sanguinario conquistador.
Descubrí una biografía, firmada por un tal Dr.
P.; coherente, límpida. Pero al cotejarla con las notas de mi padre se
adivinaba algo, como si sus palabras insinuaran que el Dr. P. reconstruía el
colosal rompecabezas de una vida heroica venida a menos, pero la vida real de
mi padre no residía en las brillantes praderas que mostraba la foto del
rompecabezas, sino en los intersticios, en las juntas de las piezas, y no debía
admirarse como una imagen plana y perfecta, sino como un devenir tortuoso,
lleno de bifurcaciones, de retrocesos y esplendores.
Así, allí donde en la campiña unos bisontes
pastaban transmitiendo un lejano eco de melancolía, mi padre se mostraba
frenético, lóbrego, convulso; y donde el Dr. P. admiraba una mente penetrante,
capaz de resolver los más profundos enigmas de la bioquímica, mi padre se
mostraba desolado, traicionado, vencido. Leí en la biografía que mi padre,
obsesionado con “el misterio de la transmutación” se había dejado llevar hacia
el misticismo, abandonando la ciencia. P. narraba con piedad la decadencia de
un gran investigador; pero yo no sentía en las propias palabras de mi padre, ni
un abandono, ni la sensación de una progresiva senectud, ni una resignación ni
un extravío. El rompecabezas se dejaba armar, pero debajo de la historia de P.
emergían los escombros de una lucidez exaltada.
Yo leía y esculpía. Me agobiaba el temblor, y el
miedo al temblor. Pero estaba aprendiendo la ciencia de mi padre; y a medida
que el rompecabezas de su vida se completaba, se mostraba cada vez más
claramente esta realidad abominable que hoy plenamente conozco. Los tratados
explicaban que hasta los años 80 la tradición científica aceptaba tres vectores
patógenos: virus, hongo y bacteria. Pero los trabajos de Carleton Gajdusek
sobre el kuru mostraron una doble condición genética y transmisible de modo horizontal,
que minaba las bases de la genética clásica. Luego Prusiner formularía la
hipótesis prion (de proteinaceus infectious particle) que le valdría el Nobel.
Más tarde se comprendió que aquellas enfermedades
horrendas, el kuru, el mal de las vacas locas, se debían a la acción de un prion;
y sus síntomas coincidían con los que me aquejaban. Mi dolencia parecía, por
tanto, provenir de un prion que había afectado el ADN de mis neuronas, creando
vacuolas en mi sistema nervioso.
Sin embargo, algunos detalles como el deseo de
tierra, me insinuaban que aquella explicación no bastaba. Algo se movía. Yo
participaba de las palabras de mi padre de un modo inexplicable, ciego y
certero, que me hacía leer cada vez más, y comenzar a sentir que el barro
significaba algo. Algo siniestro y formidable que daba sentido a mi vida y
explicaba mi talento.
Algo esencial, pues mi padre había escrito: “Al
cabo de todo, todo ser está hecho de barro”, y más tarde, con misterio, “la
bioquímica ha de transmutarse, de los enamorados a la rueda, del carbono al
silicio, creando una síntesis entre la ciencia biológica y la computacional”.
Una tarde encontré entre sus cuadernos la historia de un lejano emperador, Qi
Shih Huang Ti, que en procura de la inmortalidad se había hecho enterrar en un
sepulcro colosal, donde estaban la tierra y el cielo y los mares hechos de
mercurio, y cientos de concubinas envenenadas, y el ejército de terracota que
yo había soñado; y encontré, en una biografía de Miguel Ángel, subrayada, la
anécdota del escultor golpeando al Moisés: “¿por qué no hablas, por qué no
hablas?”, y tratados de alquimia con diagramas y símbolos místicos, y junto a
los símbolos vastos cálculos que alternativamente iban de la bioquímica al
zoroastrismo, y finalmente conformaban una síntesis, un sistema. Y encontré una
baraja, y reconocí la estampa del mago en la portada de su cuaderno de notas. Y
escuché en aquellas páginas febriles, una voz monocorde que repetía: “tres
veces grande, tres veces grande, tres veces grande”. Y recordé los magos de mis
sueños: eran semejantes al mago de las cartas que mi padre guardaba. Y luego
encontré al ermitaño, con su lámpara amarilla y roja mirando hacia atrás. Era
mi padre.
Ese día recuperé antiguos recuerdos, de cuando yo
mismo era como aquel barro, golpeado, esculpido, insultado. Pude ver a mi padre
sollozando ante mi cuerpo “¿por qué no hablas, por qué no hablas?”. Pude verlo
enmascarando los cálculos, cerrándose al mundo, fingiéndose senil. Pero él lo
había encontrado. Había resuelto el misterio fundamental. Poseía finalmente las
llaves de la vida, del espíritu, de la materia y la conciencia.
Volví a los libros, descifré los balances, y de
pronto comprendí lo insólito: los cálculos de las fórmulas que empleaban
carbono no poseían la valencia del carbono, sino la del silicio: ¡mi padre
había escondido en sus textos una bioquímica basada en el silicio! Recordé que
el silicio es el componente esencial de la tierra, pensé en mi obsesión con el
barro, en mi hambre, en mi temblor. Y con un temblor, pero no esta vez el del
síndrome, sino el temblor del miedo, del dolor y el asco, hice un análisis de
mi sangre, y leí, suspendido en un abismo, su composición: no había trazas de
carbono. Yo era un hombre de silicio. Yo era el muerto en vida, el monstruo en
que el espíritu finalmente vence a la materia. Yo soy el gólem. Lo sé.
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