Eudora Welty
J.
Bowman, que llevaba catorce años viajando por Mississippi para una empresa de
calzado, conducía su Ford por un sendero polvoriento y lleno de rodadas. ¡Qué
día tan largo! El tiempo parecía no superar el obstáculo del mediodía para
asentarse en una tarde suave. El sol, que allí conservaba su fuerza incluso en
invierno, permanecía fijo y alto, y cada vez que Bowman se asomaba por la
ventanilla del coche polvoriento para mirar carretera adelante, parecía bajar
un largo brazo y apretarle la cabeza, atravesando su sombrero, como la broma
pesada de un viejo viajante, veterano de la carretera. Le hacía sentirse aún
más irritado y desvalido. Se sentía febril, y no estaba muy seguro de la ruta.
Aquel día había vuelto a la carretera después de una
larga gripe. Había tenido mucha fiebre y pesadillas, y estaba desmejorado y
pálido, lo suficiente para que se apreciara en el espejo; y no podía pensar con
claridad… Toda la tarde, muy irritado, y sin razón alguna, había pensado en su
abuela muerta. Había sido esta abuela suya un alma tranquila. Bowman deseó, una
vez más, poder hundirse en el gran lecho de plumas de la habitación de su
abuela… Luego se olvidó otra vez de ella.
¡Aquel desolado paisaje de colinas! Y parecía que se
había equivocado de camino, como si estuviera desviándose muchísimo de la ruta.
No se veía ni una sola casa… De nada servía desear estar de nuevo en la cama,
sin embargo. Haber pagado al médico del hotel demostraba su recuperación.
Cuando la linda enfermera dijo adiós, ni siquiera lo había lamentado. No le
gustaba la enfermedad, desconfiaba de ella, igual que de una carretera sin
señales de tráfico. Lo enfurecía.
Había regalado a la enfermera una pulsera bastante
cara, sólo porque ella también hacía la maleta y se iba.
Pero ahora, ¿qué importaba que en catorce años de
ruta nunca hubiera estado enfermo hasta entonces y nunca hubiera tenido un
accidente? Su récord se había arruinado, y casi había empezado a dudar de él…
Con el tiempo había ido alojándose en hoteles cada vez mejores, en pueblos más
grandes, pero ¿no eran todos, en realidad, eternamente agobiantes en verano y
desapacibles en invierno? ¿Mujeres? Sólo podía recordar cuartitos dentro de
cuartitos, como un juego de cajas chinas; y si pensaba en una mujer, veía la
soledad gastada de que parecía hecho el mobiliario. Y él mismo… era un hombre
que siempre llevaba sombreros negros de ala más bien ancha, y en los espejos de
los hoteles tenía aspecto de algo así como un torero, cuando se detenía aquel
inevitable instante en el descansillo, cuando bajaba la escalera para cenar…
Volvió a asomarse por la ventanilla, el sol volvió a aplastarle la cabeza.
Bowman había planeado llegar a Beulah al anochecer,
para acostarse y recuperar fuerzas con el sueño. Si no recordaba mal, Beulah
estaba a cincuenta millas del último pueblo, por una carretera de grava. Y
aquello sólo era un camino de vacas. ¿Cómo podía haber ido a parar allí? Se
enjugó el sudor del rostro con la mano y siguió conduciendo.
Ya había hecho antes el viaje a Beulah. Pero nunca
había visto aquella colina ni aquel camino interminable (ni aquella nube, pensó
con timidez, mirando hacia arriba y luego hacia abajo rápidamente), como
tampoco había visto antes aquel día. ¿Por qué no aceptar sin más que se había
perdido y que llevaba perdido muchas millas? No tenía costumbre de preguntar a
desconocidos, y aquella gente nunca sabía adónde llevaban las carreteras junto
a las que vivían. Además, ni siquiera había estado lo bastante cerca de nadie
para preguntar. De vez en cuando veía a alguien trabajando en los campos, o
sobre los almiares, pero demasiado lejos; parecían palos inclinados, o
matorrales, volviéndose un momento ante el solitario estruendo de su coche, que
atravesaba su territorio, contemplando el sobrio y pálido polvo invernal que
saltaba tras él como grandes calabazas por el camino. Las miradas de aquellas
personas lejanas le habían seguido sólidamente, impenetrables como un muro,
tras el cual volvían después de que él hubiera pasado.
La nube flotaba a un lado como el travesaño del lecho
de su abuela. Avanzaba sobre una cabaña al borde de una colina, en la que dos
cinamomos sin hojas intentaban asir el cielo. Cruzó un montón de hojas de roble
marchitas, las ruedas agitaron sus lados ingrávidos haciendo que el coche
silbase una plateada melancolía al pasar a través de su lecho. Ningún coche
había pasado por allí antes que él. Luego vio que estaba al borde de un
barranco cortado a pico, una erosión roja, y que aquello era realmente el final
de la carretera.
Pisó el freno. Pero aunque lo pisó a fondo, no
respondió. El coche, inclinado hacia el borde, derrapó un poco. Era evidente
que iba a caer.
Salió tranquilamente, como si le hubieran hecho algún
agravio y tuviera que proteger su dignidad. Sacó del coche la bolsa y la caja
de muestras, las dejó en el suelo, retrocedió y vio caer el coche por el
barranco. Sin embargo, no oyó el estruendo que esperaba, sino un crujir lento y
apagado. Con cierta decepción, se acercó a mirar, y vio que había caído en una
maraña de inmensas vides, gruesas como su brazo, que lo atrapaban y lo
sostenían; lo mecieron como a un niño grotesco en una cuna oscura, y luego, según
observó, un tanto preocupado por no estar ya en el coche, lo soltaron
suavemente y lo dejaron en el suelo.
Suspiró.
¿Dónde estoy?, se preguntó estremecido. ¿Por qué no
he hecho algo? Toda su irritación pareció desvanecerse. Allá estaba la casa, en
la colina. Cogió una bolsa en cada mano y con animación casi infantil se
encaminó hacia ella. Pero le costaba trabajo respirar y tuvo que pararse a
descansar.
Era
una casa hecha precipitadamente, dos habitaciones y un corredor abierto entre
ambas, encaramada en la colina. Toda ella se inclinaba un poco bajo la pesada y
espesa parra que cubría el tejado, clara y verde, como olvidada desde el
verano. Había una mujer en el corredor.
Bowman se detuvo. Luego, de repente, su corazón
empezó a comportarse de un modo extraño.
Como un proyectil disparado, empezó a saltar y a
expandirse siguiendo pautas desiguales de latidos que inundaban su cerebro y le
impedían pensar. Pero al desparramarse y caer no se producía ruido alguno. Se
disparaba con gran impulso, casi con entusiasmo, y caía suavemente, como los
acróbatas en la red. Empezó a golpetear con gran intensidad; luego esperó de
forma irresponsable, golpeando con una especie de burla interna primero en las
costillas, después contra sus ojos, bajo los omóplatos luego, y contra el
paladar cuando intentó decir “Buenas tardes, señora”. Pero no podía oír su
corazón, era tan silencioso como la ceniza cuando cae. Esto resultaba bastante
reconfortante; aun así, le sorprendía sentir que seguía latiendo.
Paralizado por la confusión, dejó caer las bolsas,
que parecieron surcar graciosamente el aire en lentas masas y acolcharse en la
gris e inclinada hierba que había junto a la entrada de la casa.
En cuanto a la mujer, advirtió de inmediato que era
vieja. Como ella no podía oír los latidos de su corazón, él los ignoró y la
examinó detenidamente, y, por distracción, con la boca abierta.
Ella había estado limpiando una lámpara, que llevaba
aún en la mano a medio limpiar. Bowman la veía con el oscuro corredor detrás.
Era una mujer grande, de rostro curtido pero sin arrugas. Tenía los labios
apretados y sus ojos miraban a los de Bowman con una luminosidad curiosa y
embotada.
Bowman se fijó en sus zapatos, que parecían bultos.
De haber sido verano habría ido descalza…
Bowman, que calculaba maquinalmente la edad de una
mujer nada más verla, le echó unos cincuenta. Llevaba un vestido informe de un género
gris y tosco, sin planchar, del que brotaban sus brazos rosados e
inesperadamente redondeados. Como ella no decía una palabra y permanecía en su
tranquila actitud, sujetando la lámpara, Bowman se convenció de la fortaleza de
su cuerpo.
–Buenas tardes, señora –dijo.
Ella seguía mirando fijamente, él no podía estar
seguro de si a él o al aire que le rodeaba, pero, al cabo de un momento, bajó
los ojos para indicar que escucharía lo que tuviera que decirle.
–Perdone que la moleste… –intentó una vez más–. Un
accidente… mi coche…
La voz de la mujer brotó baja y remota, como un ruido
en la otra orilla de un lago.
–Sonny no está.
–¿Sonny?
–Sonny no está aquí.
Su hijo… Un tipo capaz de sacar mi coche de ahí,
decidió Bowman con confuso alivio. Señaló la falda de la colina.
–Mi coche está en el fondo de la zanja, necesitaré
ayuda.
–Sonny no está, pero vendrá.
Ahora la veía con mayor claridad, y percibía su voz
más fuerte, y comprendió que era retrasada.
Apenas le sorprendió, entre la postergación y el
tedio cada vez más intensos del viaje. Tomó aliento y oyó que su voz decía por
encima de los latidos silentes de su corazón:
–He estado enfermo. Aún no estoy bien… ¿Me permite
entrar?
Se agachó y dejó el sombrero grande y negro sobre el
asa de la bolsa. Fue un movimiento humilde, casi una reverencia, que
instantáneamente le pareció absurdo y revelador de toda su debilidad. Levantó
la vista hacia la mujer; el viento agitaba su cabello. Podía haber seguido
largo rato en aquella actitud extraña; nunca había sido un hombre paciente,
pero durante su enfermedad había aprendido a hundirse sumiso en la almohada,
esperando su medicina. Se quedó aguardando a la mujer.
Entonces ella, mirándolo con ojos azules, se dio la
vuelta y sostuvo la puerta abierta; al cabo de un momento, Bowman, como si estuviera
convencido, se irguió y la siguió al interior de la casa.
Ya
dentro la oscuridad le acarició como una mano profesional, la de un médico. La
mujer dejó la lámpara a medio limpiar en la mesa que había en el centro de la
habitación y señaló, casi como un guía profesional, una silla con asiento
amarillento de piel de vaca. A su vez, ella se acuclilló junto al hogar,
alzando las rodillas bajo la falda informe.
Al principio, Bowman se sintió esperanzadamente
seguro. Se le calmó el corazón. La habitación estaba cercada en la penumbra de
amarillas tablas de pino. Pudo ver la otra habitación, con el pie de una cama
de hierro asomando, al otro lado del corredor. La cama estaba hecha con un
edredón rojo y amarillo, que parecía un mapa o un cuadro, se parecía algo a un
cuadro de Roma ardiendo que su abuela había pintado cuando era adolescente.
Había anhelado frescor, pero en aquella habitación
hacía frío. Miró fijamente el hogar, con carbón consumido y cacerolas metálicas
en los rincones. El hogar y la chimenea eran de la piedra que había visto en
las laderas, pizarra principalmente. ¿Por qué el fuego no está encendido?, se
preguntó.
Y había tanto silencio. El silencio de los campos
parecía entrar y moverse con familiaridad por la casa. El viento utilizaba el
corredor abierto. Tenía la impresión de estar en un peligro apacible,
misterioso, frío. ¿Qué debía hacer?… Hablar.
–Tengo un magnífico muestrario de calzado femenino a
buen precio… –dijo.
Pero la mujer contestó:
–Sonny volverá. Él es fuerte. Sonny le sacará el
coche.
–¿Dónde está?
–Trabaja para el señor Redmond.
Señor Redmond. Señor Redmond. Alguien con quien nunca
se encontraría, y se alegraba. No le agradaba nada el nombre, no sabía bien por
qué. En un chispazo de irritación y angustia, Bowman deseó evitar incluso la
mención de hombres desconocidos y sus granjas desconocidas.
–¿Viven aquí los dos solos? –Le sorprendió oír su
vieja voz parlanchina, confidencial, modulada para vender zapatos, formulando
una pregunta como aquella, algo que ni siquiera deseaba saber.
–Sí, estamos solos.
Le sorprendió su forma de contestar. La mujer se
había tomado un buen rato para decirle aquello.
Había asentido con la cabeza, además, notoriamente.
¿Había querido hacerle algún tipo de advertencia?, se preguntó sintiéndose
desgraciado. ¿O sólo se trataba de que ella no le ayudaría, en realidad,
hablando con él? Pues él no era lo bastante fuerte para aguantar el impacto de
cosas extrañas sin una pequeña charla que amortiguara la caída. Había vivido un
mes en el que nada había pasado excepto en su cabeza y en su cuerpo, una vida
casi inaudible de latidos cardiacos y sueños recurrentes. Una vida de fiebre e
intimidad, una vida delicada que lo había dejado debilitado hasta el punto de…
¿de qué? De mendigar. El pulso le brincó en la palma como una trucha en un
riachuelo.
Se preguntaba una y otra vez por qué no seguiría la
mujer limpiando la lámpara. ¿Qué la impulsaba a permanecer allí al fondo de la
habitación, dedicándole su silenciosa presencia? Vio que para ella no era el
momento apropiado para hacer tareas sin importancia. Estaba muy seria, como
comprobando hasta qué punto se había comportado. Quizá se tratara sólo de
cortesía. Él mantenía los ojos rígidamente abiertos, dócil, fijos en las manos
unidas de la mujer, como si ella sujetara una cuerda a la que estuvieran
prendidos.
Entonces le dijo:
–Ya viene Sonny.
Él no había oído nada, pero apareció un hombre que
pasó delante de la ventana y luego empujó la puerta y entró, con dos perros al
lado. Sonny era un hombre bastante corpulento, con el cinturón bajo, sobre las
caderas. Calculó que tendría como mínimo unos cincuenta años. Tenía la cara
roja y ardiente, aún llena de silencio. Vestía pantalones azules manchados de
lodo y un viejo chaquetón militar sucio y remendado. ¿De la guerra mundial?, se
preguntó Bowman. Dios santo, era un chaquetón confederado. Sobre su cabello claro
se asentaba un sombrero negro sucio, ancho, que parecía insultar al de Bowman.
Apartó a los perros, que se le echaban al pecho. Era fuerte, y se movía con
dignidad y gravedad… Se parecía a su madre.
Permanecían juntos, codo con codo… Debía explicar de
nuevo el porqué de su presencia allí.
–Sonny, a este hombre se le ha caído el coche por el
barranco y quiere saber si se lo sacarás –dijo la mujer al cabo de unos
minutos.
Bowman ni siquiera pudo exponer su caso.
Sonny posó los ojos en él.
Sabía que debía dar explicaciones, enseñar dinero,
mostrarse o bien quejumbroso o bien autoritario. Pero todo lo que pudo hacer
fue encogerse levemente de hombros.
Sonny pasó a su lado dirigiéndose a la ventana,
seguido de los ávidos perros, y miró afuera.
Había fuerza incluso en su forma de mirar, como si
pudiera lanzar la visión como una soga.
Bowman percibió sin volverse que no vería nada.
Estaba demasiado lejos.
–Con una mula y un aparejo de poleas –dijo Sonny con
tono significativo–. Con mi mula y sogas enseguida podría sacar el coche del
barranco.
Recorrió la estancia con la vista, como si meditara,
los ojos ambulantes en su propia lejanía.
Luego apretó los labios con firmeza y sin embargo con
timidez, y, precedido ahora por los perros, bajó la cabeza y salió de la
cabaña. La tierra resonaba, al compás de su enérgica forma de caminar; casi la
hacía tambalearse.
Malignamente, a la señal de aquellos sonidos, el
corazón de Bowman brincó de nuevo. Parecía estar paseando en su interior.
–Sonny lo hará –dijo la mujer. Lo dijo de nuevo,
cantándolo casi, como una melodía. Estaba sentada en su sitio, junto al hogar.
Sin mirar al exterior, oyó unos gritos y los ladridos
de los perros y el resonar de cascos en cortas carreras por la colina. Al cabo
de unos minutos, Sonny pasó delante de la ventana con una soga, y junto a él
una mula torda con temblorosas y relumbrantes orejas color púrpura. La mula
miró realmente por la ventana. Bajo las pestañas giraron unos ojos como dianas,
que se clavaron en los suyos. Bowman apartó la vista y vio que la mujer
contemplaba a la mula con serenidad, el rostro lleno de satisfacción.
La mujer canturreó un poquito más, entre dientes.
Bowman pensó, y le parecía absolutamente maravilloso, que en realidad la mujer
no estaba hablándole, sino más bien siguiendo lo que sucedía con palabras inconscientes
y con parte de su mirar.
Así que Bowman guardó silencio, y entonces, al no
responder, sintió alzarse dentro de sí una emoción fuerte y extraña, que no era
miedo.
Esta vez, cuando su corazón brincó, algo (su alma)
pareció brincar también, como un potrillo invitado a salir del corral. Miró a
la mujer fijamente, mientras la intensidad frenética de su sentimiento le hacía
doblar la cabeza. No podía moverse; no podía hacer nada, salvo quizá abrazar a
aquella mujer, vieja e informe, sentada ante él.
Pero deseó levantarse de un salto, decirle: he estado
enfermo y entonces, sólo entonces, he descubierto lo solo que estoy. ¿Es
demasiado tarde? Mi corazón entabla una lucha dentro de mí, y tú puedes oírlo,
protestando contra el vacío… Debería estar pleno, se precipitaría a contarle
imaginando ahora su corazón como un lago profundo, debería estar lleno de amor
como otros corazones. Debería estar inundado de amor. Sería un día cálido de
primavera… Ven y asiéntate en mi corazón, quienquiera que seas, y un río entero
cubrirá tus pies y se elevará más y envolverá en remolinos tus rodillas, y te
arrastrará hacia abajo, hacia él mismo, todo tu cuerpo, tu corazón también.
Sin embargo, se pasó una temblorosa mano entre los
ojos y contempló a la plácida mujer, acuclillada enfrente. Estaba inmóvil como
una estatua. Se sintió avergonzado y exhausto ante la idea de que hubiese
podido, en un momento más, haber intentado comunicar con simples palabras y
abrazos una cosa extraña, algo que siempre parecía habérsele escapado hacía un
instante.
La luz del sol acarició la cacerola más lejana del
hogar. Acababa la tarde. Al día siguiente a aquella hora él estaría en otro
sitio, en una buena carretera de grava, dejando atrás con el coche las cosas
que le sucedían a gente, más deprisa que su mismo suceder. Pensando en el día
siguiente se alegró, y se dio cuenta de que no era momento de abrazar a una
anciana. Sentía en sus sienes palpitantes la disposición de su sangre al
movimiento y a escapar precipitadamente.
–Sonny ya ha atado el coche –dijo la mujer–. Lo
sacará enseguida.
–¡Estupendo! –exclamó él con su entusiasmo habitual.
Sin embargo, ahora parecía que hacía mucho tiempo que
esperaban. Empezaba a oscurecer. Se sentía agarrotado en la silla. Cualquier
hombre habría sido capaz de levantarse y caminar por la habitación mientras
esperaba. Había una especie de culpabilidad en aquella quietud y aquel
silencio.
En vez de levantarse, escuchaba… Contenido el
aliento, los ojos impotentes en la creciente oscuridad, escuchaba inquieto un
sonido de advertencia, olvidando en su cautela lo que sería. Al poco oyó algo
suave, continuo, insinuante.
–¿Qué es ese ruido? –preguntó, y su voz brincó en la
penumbra. Luego, frenéticamente, temió que fuese su corazón latiendo con
violencia en la habitación sosegada, y que ella se lo dijera.
–Será el arroyo –masculló la mujer.
La voz era más próxima. Estaba de pie junto a la
mesa. Bowman se preguntó por qué no encendería la lámpara. Estaba allí plantada
en las sombras, y no la encendía.
Bowman nunca le hablaría ya, había pasado el momento.
Dormiré en la oscuridad, pensaba, compadeciéndose de sí mismo, desconcertado.
La mujer se acercó con paso cansino a la ventana. Su
brazo, vagamente blanco, se alzó recto desde su flanco, y señaló la noche
exterior.
–Aquella mancha blanca es Sonny –dijo hablando
consigo misma.
Él se volvió involuntariamente y atisbó por encima
del hombro de la mujer. Pensó vacilante en levantarse y colocarse a su lado.
Sus ojos escrutaban el aire oscurecido. La mancha blanca flotaba suavemente
hacia el dedo de ella, como una hoja en un río, haciéndose cada vez más blanca
contra las sombras. Era como si le hubiera mostrado algo secreto, una parte de
su vida, pero sin ofrecerle ninguna explicación. Bowman apartó la vista. Estaba
conmovido casi hasta el llanto, sintiendo sin razón alguna que ella había hecho
una declaración silenciosa equivalente a la suya propia. Bowman tenía la mano
en el pecho.
Luego una pisada estremeció la casa y Sonny apareció
en el cuarto. Bowman notó cómo la mujer se alejaba de él y se iba junto al otro
hombre.
–Ya he sacado su coche, señor –dijo la voz de Sonny
en la oscuridad–. Está en la carretera, le he dado la vuelta en la dirección
por la que vino.
–¡Estupendo! –exclamó Bowman, emitiendo una voz
estridente–. Se lo agradezco muchísimo, yo no habría sido capaz de hacerlo, he
estado enfermo…
–Para mí ha sido muy fácil –repuso Sonny.
Bowman los percibía a ambos esperando en la penumbra,
y oía el jadear de los perros fuera, aguardando para ladrar cuando él se fuera.
Se sentía extrañamente desvalido y resentido. Ahora que podía irse anhelaba
quedarse. ¿De qué estaban privándolo? De repente la violencia de su corazón le
sacudió el pecho. Aquella gente atesoraba allí algo que él no podía ver,
retenían alguna antigua promesa de alimento y calor y luz. Había entre ellos
una conspiración. Pensó en cómo la mujer se había apartado de él y se había
acercado a Sonny. Había fluido hacia él. Temblaba de frío, estaba cansado y no
era justo. Con humildad, pero irritado, metió la mano en el bolsillo.
–Le pagaré lo que sea por esto, desde luego…
–No aceptamos dinero por eso –dijo Sonny con voz
beligerante.
–Yo quiero pagar. Pero haga algo más… Déjeme quedarme
esta noche…
Dio otro paso hacia ellos. ¡Ay, si pudieran verlo, se
percatarían de su sinceridad, de su auténtica necesidad! Su voz prosiguió:
–Aún no estoy muy fuerte, apenas puedo caminar, quizá
ni siquiera conseguiré llegar al coche… No sé… no sé exactamente dónde estoy…
Se detuvo. Tuvo la sensación de que podría echarse a
llorar. ¿Qué pensarían de él?
Sonny se acercó y le puso las manos encima. Bowman
sintió que recorrían su pecho (también eran profesionales), sus caderas. Sintió
los ojos de Sonny escrutándolo en la oscuridad.
–¿No será usted uno de esos recaudadores, verdad, no
llevará armas?
¡En aquel lugar, que era el fin del mundo! Y sin
embargo él había llegado hasta allí. Contestó con gravedad:
–No.
–Puede quedarse.
–Sonny –dijo la mujer–, tendrás que traer fuego.
–Iré a por él a casa de Redmond –contestó Sonny.
–¿Qué? –Bowman se esforzaba por oír lo que decían.
–Nuestro fuego se ha acabado, y Sonny tiene que traer
más, porque está oscuro y hace frío –aclaró ella.
–Pero con cerillas… Yo tengo cerillas…
–No las necesitamos para nada –dijo ella, orgullosa–.
Sonny irá por fuego.
–Iré a casa de Redmond –añadió Sonny con aire de
importancia, y salió.
Cuando llevaban un rato esperando, Bowman miró por la
ventana y vio una luz que se movía por la colina. Se extendía como un pequeño
abanico. Seguía zigzagueante a través del campo, rauda y segura, no parecía en
absoluto Sonny… Al poco apareció Sonny con una tea sujeta con unas tenazas, que
inundó de luz deslumbrante los rincones de la estancia.
–Ahora haremos fuego –dijo la mujer cogiendo el
tizón.
Y luego encendió la lámpara. Mostró su oscuridad y su
luz. La estancia entera se volvió de un amarillo dorado, como una especie de
flor, y a flor olían las paredes, que parecían temblar con el quedo crepitar
del fuego y el bailoteo de la mecha ardiente en su embudo de luz.
La mujer se movía entre las cacerolas metálicas. Con
las tenazas colocó brasas sobre la rejilla de hierro. Las brasas lanzaron una
serie de suaves vibraciones, como el rumor lejano de una campana.
La mujer alzó la vista y miró a Bowman, pero él no
podía contestar. Estaba temblando…
–¿Quiere echar un trago, señor? –preguntó Sonny.
Había llevado una silla del otro cuarto y estaba
sentado en ella a horcajadas, con los brazos cruzados en el respaldo. Ahora
podemos vernos, pensó Bowman, y gritó:
–¡Pues claro, cómo no, gracias!
–Sígame y haga lo que haga yo –le dijo Sonny.
Fue otra excursión a oscuras. Cruzaron el corredor,
salieron por la parte trasera de la casa, pasaron un cobertizo y un pozo
techado. Llegaron a una espesura de matorrales.
–Póngase de rodillas –le dijo Sonny.
–¿Qué? –La frente le sudaba copiosamente.
Comprendió cuando Sonny empezó a arrastrarse por una
especie de túnel que los matorrales formaban sobre el suelo. Lo siguió,
sobresaltándose a su pesar cuando una ramita o un espino lo tocaban suavemente,
sin un rumor, lo enganchaban y luego lo dejaban seguir.
Sonny dejó de arrastrarse y, encogido, comenzó a
cavar con ambas manos en el suelo. Bowman rascó tímidamente una cerilla e
iluminó. Al cabo de unos minutos, Sonny sacó un cántaro. Vertió luego parte del
whisky en una botella que sacó del bolsillo de la chaqueta y volvió a enterrar el
cántaro.
–Nunca sabes quién puede llamar a tu puerta –dijo
entre risas–. Volvamos –añadió casi protocolariamente–. No tenemos por qué
beber al aire libre, como cerdos.
En la mesa, junto al fuego, sentados el uno frente al
otro en sus sillas, Sonny y Bowman bebieron a tragos de la botella, pasándosela
de uno a otro. Los perros dormían. Uno estaba soñando.
–Es bueno –dijo Bowman–. Justo lo que necesitaba.
Era como si estuviera bebiendo el fuego del hogar.
–Lo hace él –dijo la mujer con plácido orgullo.
La mujer estaba retirando las ollas de las brasas, y
los aromas del pan de maíz y café llenaban la habitación. Lo puso todo en la
mesa ante los hombres, con un cuchillo de mango de hueso clavado en una de las
papas, rompiendo su fibra dorada. Luego se quedó un momento quieta, mirándolos,
más alta y plena que los dos hombres sentados. Se inclinó un poco hacia ellos.
–Ahora ya pueden comer –dijo, y de pronto sonrió.
Bowman acababa de mirarla casualmente. Dejó de nuevo
la taza en la mesa en un gesto de incrédula protesta. Sintió un dolor opresivo
en los ojos. Vio que no era vieja. Era joven, todavía joven. No pudo figurarse
cuántos años tendría. Era de la misma edad que Sonny, y le pertenecía.
Allí estaba plantada, con el rincón profundo y oscuro
de la habitación tras ella, la cambiante luz amarilla derramada sobre la cabeza
y el vestido gris e informe, temblando sobre su cuerpo alto cuando se inclinó
sobre ellos en un gesto de súbita intimidad. Era joven. Le brillaban los
dientes, le resplandecían los ojos. Se volvió y salió lenta y pausadamente de
la estancia, y Bowman la oyó sentarse en el catre y tumbarse luego. La colcha
se movió.
–Va a tener un niño –dijo Sonny llevándose la comida
a la boca.
Bowman no podía hablar, sobrecogido al saber lo que
era en realidad aquella casa. Un matrimonio, un matrimonio fecundo. Una cosa
muy simple. Cualquiera podría haberlo conseguido.
Se sentía incapaz, sin saber por qué, de mostrarse
indignado o de protestar, aunque le habían gastado algo así como una broma, sin
duda. Allí no había nada remoto ni misterioso, sólo algo privado. El único
secreto era la antigua comunicación entre dos personas. Pero el recuerdo de la
espera silenciosa de la mujer junto al hogar frío, del viaje obstinado de un
kilómetro del hombre para buscar fuego, y de cómo al fin habían sacado su
comida y su bebida y llenado orgullosamente la estancia con todo lo que tenían
que ofrecer, se hizo de repente demasiado claro y demasiado enorme en su
interior para poder reaccionar…
–No tenía tanta hambre como parecía –dijo Sonny.
La mujer salió del dormitorio en cuanto los dos
hombres terminaron, y cenó a su vez mientras su marido contemplaba
pacíficamente el fuego.
Luego sacaron los perros, con la comida que quedaba.
–Creo que será mejor que duerma aquí en el suelo,
junto al fuego –dijo Bowman.
Tenía la impresión de que lo habían engañado y de que
ahora podía permitirse ser generoso. No les pediría su cama, aunque estuviera
enfermo. Le fastidiaba pedir favores en aquella casa, ahora que comprendía lo
que era.
–Claro, señor.
Pero aún no sabía bien lo despacio que entendía.
Ellos no se habían propuesto cederle su cama.
Poco después los dos se levantaron, lo miraron serios
y pasaron a la otra habitación.
Se tumbó junto al fuego, que iba apagándose y
muriendo. Vio desvanecerse y desaparecer una lengua de fuego tras otra.
–Habrá precios especiales reducidos en todo el
calzado durante el mes de enero –se sorprendió repitiendo quedamente, y luego
apretó los labios con fuerza y se quedó tumbado e inmóvil.
¡Cuántos ruidos en la noche! Oyó el rumor de un
arroyo, el agonizar del fuego, y también tuvo la certeza de que oía el latir de
su corazón, el ruido que había bajo las costillas. Oía la respiración profunda
y redonda del hombre y su mujer en la habitación del otro lado del corredor. Y
eso era todo. Pero la emoción desbordaba pacientemente su interior, y deseó que
el hijo fuera suyo.
Debía volver a donde había estado antes. Se levantó
frágilmente frente a las brasas y se puso el abrigo. Le pesaba demasiado en los
hombros. Cuando se disponía a salir, miró y vio que la mujer no había acabado
de limpiar la lámpara. Obedeciendo a un súbito impulso, sacó todo el dinero que
llevaba en la cartera y lo puso bajo la base de cristal acanalado, casi
ostentosamente.
Avergonzado, encogiéndose un poco de hombros y
tiritando luego, cogió las bolsas y salió. El frío del aire pareció levantar su
cuerpo. La luna estaba en el cielo.
Empezó a correr por la ladera, no pudo evitarlo.
Cuando ya llegaba a la carretera donde su coche parecía asentado a la luz de la
luna como un barco, su corazón empezó a lanzar tremendas explosiones, como un
rifle, bang bang bang.
Cayó al suelo aterrado, las bolsas cayeron junto a
él. Tenía la sensación de que todo aquello había pasado antes. Se cubrió el
pecho con ambas manos, para que nadie oyese el ruido de su corazón.
Pero nadie lo oyó.
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