Manuel Moyano
Ejerciendo
de médico en las tierras del Norte, fui reclamado una noche de tormenta para
atender un parto. En aquel lugar dejado de la Providencia se han visto muchas
cosas extrañas, y no me sorprendió que el recién nacido tuviera cabeza de
becerro. Recomendé ahogarlo con un almohadón, pero a los padres les faltó
valor. El varón creció y, mucho tiempo después, habiendo ya cumplido los quince
años, vino a visitarme. Me llamaba “buen doctor”, pero había en sus palabras un
velo de amarga ironía. Yo no podía apartar la visa de sus astas de toro. “He
sabido por mis padres que usted les aconsejó matarme”, dijo. “Así es”, respondí
con todo el aplomo de que fui capaz, pues temía que su propósito fuera vengarse
por ello. “Debieron hacerle caso”, fue lo único que le oí mugir mientras
abandonaba mi consulta. Luego supe que, antes de venir a verme, había corneado
a sus progenitores hasta la muerte. También me dijeron que huyó al monte, y que
allí construyó una casa de largas e intrincadas galerías para recluirse en su
interior. Pero ésa es otra historia.
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