Eudora Welty
Yo
me llevaba de maravilla con mamá, Papá-Daddy y el tío Rondo hasta que volvió a
casa mi hermana Stella-Rondo, que se había separado de su marido. ¡El señor
Whitaker! Fui yo la que salió primero con el señor Whitaker cuando apareció en
China Grove haciendo fotos de esas de “pose usted mismo”, pero Stella-Rondo
consiguió separarnos. Le dijo que yo era asimétrica, ya saben, más grande de un
lado que de otro, que no es más que una mentira malintencionada. Yo soy normal.
Stella-Rondo es menor que yo doce meses y
precisamente por eso es la niña mimada.
Ella conseguía siempre lo que se le antojaba, para
luego destrozarlo. Papá-Daddy le regaló un precioso collar cuando tenía ocho
años y lo rompió jugando beisbol a los nueve.
Y en cuanto se casó y se marchó de casa, lo primero
que se le ocurrió fue separarse. ¡Del señor Whitaker! El fotógrafo de ojos
saltones en quien decía que confiaba tanto. Y volvió a casa desde uno de esos
pueblecitos de Illinois y, ante nuestra absoluta sorpresa, con una hija de dos
años.
Mamá se llevó un susto de muerte, según dijo, cuando
la vio aparecer.
–Te presentas aquí con esta niñita rubia tan preciosa
de la que ni a tu propia madre habías escrito una palabra –dice mamá–. Me
avergüenzo de ti –pero se veía que no se avergonzaba de ella.
Y Stella-Rondo va y sin inmutarse se quita muy
tranquila aquel sombrero; tendrían que haberlo visto. Y va y dice:
–Pero, mamá, Shirley-T. es adoptada. Puedo
demostrarlo.
–¿Cómo? –dice mamá; aunque yo sólo dije:
–¡Mmmmm!
Yo estaba en la cocina, intentando que dos pollos
dieran para cinco personas y, además, para una niñita absolutamente inesperada.
–¿Qué quieres decir con ese “Mmmmm”? –me preguntó
Stella-Rondo.
Y mamá va y dice:
–Lo oí, hermana.
Bueno, les aclaré que no quería decir nada, sólo que
fuera quien fuese Shirley-T., era la viva imagen de Papá-Daddy si se afeitara,
lo cual, desde luego, no haría por nada del mundo. Papá-Daddy es el padre de
mamá y tiene muy mal genio.
Stella-Rondo se puso furiosa.
–Hermana –dijo–. Todo el mundo sabe que eres una
histérica. Siempre lo has sido. Te agradeceré que no vuelvas a hacer
comentarios de ningún tipo sobre mi hija adoptiva.
–Está bien –contesté–. Está bien, está bien. En fin,
yo he visto en seguida que se parecía también a la familia del señor Whitaker.
Ese ceño. Es como un cruce de Papá-Daddy y el señor Whitaker.
–Bueno. Pues yo te digo que no lo es.
–Ay, a mí me parece la viva imagen de Shirley Temple –dice
mamá, pero Shirley-T. se zafó enseguida de ella.
En fin, lo primero que hizo Stella-Rondo en la mesa
fue poner a Papá-Daddy en mi contra. Va y le dice:
–¡Papá-Daddy! –él se había puesto a cortar la carne–.
¡Papá-Daddy! –a mí me tomó por sorpresa. Papá-Daddy tiene como un millón de
años y una barba larguísima–. Papá-Daddy, Hermana dice que no entiende por qué
no te cortas la barba.
Papá-Daddy dejó el tenedor y el cuchillo. Papá-Daddy
es muy rico, mamá dice que lo es; él dice que no lo es. Bueno, pues va y dice:
–¿Oí bien? ¡Así que no comprendes por qué no me corto
la barba!
–¡Oh, Papá-Daddy! –contesto yo–, pues claro que lo
comprendo. Yo no he dicho semejante cosa; qué tontería.
–¡Descarada! –dice él.
–¡Papá-Daddy –exclamo yo–, tú sabes perfectamente que
no tengo el menor interés en que te cortes la barba! ¡Ni siquiera se me ha
pasado por la cabeza tal cosa! Eso se lo ha inventado Stella-Rondo mientras se
comía ahí sentada una pechuga de pollo.
Pero él va y me contesta:
–Así que la administradora de correos no consigue
entender por qué no me corto la barba. Tienes el trabajo que tienes gracias a
mis influencias en el gobierno. Un nido de pájaros le llamas tú, ¿verdad? Esto
no quiere decir que no sea la segunda oficina de todo el estado de Mississippi,
empezando por las más pequeñas, claro.
–¡Oh, vamos, Papá-Daddy! –le digo–. Yo nunca he dicho
semejante cosa –insisto–. Nunca he dicho que fuera un nido de pájaros y siempre
me he sentido agradecida, aunque por su tamaño sea la penúltima oficina de
correos de todo el estado de Mississippi, y, la verdad, he de decirte que no me
hace ninguna gracia que mi propio abuelo me llame descarada.
Pero Stella-Rondo va y suelta:
–Claro que lo has dicho. Te ha podido oír todo el que
tenga oídos.
–¡Ya basta! –grita mamá mirándome a mí.
Así que puse otra vez la servilleta en el
servilletero y me levanté de la mesa.
Nada más salir de la habitación, oigo que mamá
ordena:
–Llámala y dile que vuelva o se morirá de hambre.
Pero Papá-Daddy dice:
–Esta es la barba que empezó a crecerme en la costa
cuando tenía quince años…
Y hubiera seguido hasta el anochecer si Shirley-T. no
hubiera perdido las Milky Way que había comido en Cairo.
Y Papá-Daddy va y dice:
–Voy a echarme en la hamaca; pueden seguir aquí
sentados, pero no olviden esto: no me cortaré la barba ni siquiera un milímetro
mientras viva, me da igual lo que digan.
Pasó junto a mí en la entrada y salió al patio,
directo hacia la hamaca.
Debía ser un día festivo, pues no pasaron cinco
minutos cuando apareció de pronto el tío Rondo en el vestíbulo, con un quimono
encarnado de Stella-Rondo, todo cortado al sesgo, seguramente una prenda que al
señor Whitaker debía parecerle magnífica.
–¡Tío Rondo! –le digo–. ¡No te reconocí! ¿A dónde
vas?
–Hermana –contesta él–. Quítate de mi camino. Estoy
envenenado.
–Pues entonces procura no acercarte a Papá-Daddy –le
digo–. Mejor que ni siquiera te acerques a la hamaca. Te aseguro que si te
pones a su alcance te pegará. Está convencido de que dije a propósito que debía
cortarse la barba, pese a haberme conseguido el trabajo de correos; le dije y
repetí una y mil veces que es mentira, pero hace como si no me oyera. Debe haberse
quedado sordo como una tapia.
–Pues eligió un buen día –dice el tío Rondo; y
desapareció hacia el patio sin darme tiempo a abrir la boca.
Se había bebido otra botella de aquella receta.
Siempre lo hace el Cuatro de Julio, y cuesta muchísimo dinero. Luego va y se
tumba a roncar en la hamaca. Hacia ella iba, caminando en zigzag como un tonto.
Papá-Daddy despertó con aquel grito horrible y, sin
moverse un milímetro, allí mismo, intentó poner al tío Rondo en mi contra. Oí
todo lo que dijo. Le contó que yo no había aprendido a leer hasta los ocho años
y que no comprendía cómo diablos me las arreglaba para hacer mi trabajo en
correos, y le dijo que no se imaginaba siquiera las cosas que había tenido que
hacer para conseguirme aquel empleo. Y añadió que, en cambio, Stella-Rondo le
parecía inteligentísima y que tenía mucho mérito por haberse marchado del
pueblo. Todo esto lo decía allí tumbado en la hamaca.
En fin, el tío Rondo estaba demasiado mareado para
ponerse en mi contra, de momento. Es el único hermano de mamá y es un caso
perfecto de mentalidad unilateral. Todo el mundo lo sabe. Es boticario
titulado.
Y justo entonces oí que Stella-Rondo abría las
ventanas de arriba. Desde que se casó, se le metió en la cabeza la extraña idea
de que se está más fresco con las ventanas herméticamente cerradas.
Así que tiene que abrir la ventana si quiere que la
oigan fuera.
Va y sube la ventana y dice:
–¡Oh! –parecía herida de muerte.
El tío Rondo y Papá-Daddy ni siquiera alzaron la
vista; siguieron como si nada. A mí se me escapó la risa.
Corrí escaleras arriba, abrí la puerta de un empujón
y voy y le digo:
–¿Se puede saber qué pasa, Stella-Rondo? ¿Acaso estás
herida de muerte?
–No –me contesta–. No estoy herida de muerte, pero
quisiera que me hicieras el favor de asomarte a esta ventana y decirme lo que
ves.
Así que me protegí los ojos y me asomé a la ventana.
–Veo el patio de delante –digo yo.
–¿Y no ves seres humanos? –dice ella.
–Veo al tío Rondo intentando echar a Papá-Daddy de la
hamaca –respondo–. Sólo eso. Y, la verdad, hace un calor tan sofocante en la
casa, con todas las ventanas herméticamente cerradas, que el que no quiera
volverse loco tiene que salir a sentarse en la hamaca antes de que termine el
Cuatro de Julio.
–Pero ¿no notas algo raro en el tío Rondo? –pregunta
Stella-Rondo.
–Pues no, a no ser que te refieras a ese espantoso
disfraz encarnado que lleva; desde luego no me haría ninguna gracia morirme con
eso puesto… Yo no veo nada más –le contesto.
–No te preocupes, no te morirás con eso puesto,
porque da la casualidad de que forma parte de mi ajuar y el señor Whitaker me
hizo montones de fotografías vestida con eso –dice Stella-Rondo–. Pero qué
diablos pretenderá el tío Rondo poniéndose mi quimono y saliendo, sin decir
siquiera esta boca es mía, sabiendo que llegué a casa esta mañana recién
separada y que con lo nerviosísima que estaba lo colgué en la puerta del baño…
–Mira, hermana, yo no tengo ni idea. ¿Qué quieres que
haga? –le digo–. ¿Que me tire por la ventana?
–No, no quiero que hagas nada de eso. Pero, la
verdad, parece un payaso con esa bata. Es sólo eso –asegura–. Me revuelve el
estómago.
–Pues le sienta bastante bien –digo–. Todo lo bien
que le puede sentar a alguien.
Así que salí en defensa del tío Rondo, que conste. Y
añadí:
–Me parece que yo, en tu caso, si acabara de
presentarme en casa con una criatura de dos años, de la que nunca hubiera dicho
ni palabra, y sin dar explicación de ningún tipo de mi separación, me cuidaría mucho
de ponerme a criticar así, tan a la ligera.
–Nada más llegar a esta casa te pedí que no hicieras
comentarios sobre mi hija adoptiva y me has dado palabra de honor de que no los
harías –fue todo lo que dijo Stella-Rondo, y se puso a depilarse las cejas con
unas pinzas baratísimas.
Así que me limité a cerrar de golpe la puerta al
salir, y bajé a preparar unos tomatitos verdes encurtidos. Alguien tenía que
hacerlo. Mamá, claro, había dado el día libre a las dos negras; siempre dice
que no habría forma humana de retenerlas en casa el Cuatro de Julio. Así que,
claro, ni siquiera lo intenta. Resulta que Jaypan se cayó al lago y por poco se
ahoga.
Y cuando estoy en la cocina aparece mamá corriendo. Y
va y dice, muy enfurruñada:
–Mmmmm… Al tío Rondo en el estado en que se encuentra
no creo que le siente muy bien eso.
Y menos todavía a la pobrecita Shirley-T., la
adoptada. ¡Debería darte vergüenza!
En fin, esto me fastidió, la verdad.
–¡Vaya! Menos mal que es Stella-Rondo y no yo quien
se ha presentado en casa con esa criatura tan rara. Si llego a ser yo la que
vuelve de Illinois con esa chiquilla de dos años… Bueno, tiemblo sólo de pensar
el recibimiento que me habrían hecho, y lo que dirían si pretendiera además
decidir la dieta de toda la familia…
–Será mejor que recuerdes, Hermana, que, en primer
lugar, tú no te casaste con el señor Whitaker, ni te marchaste a vivir a
Illinois –dice mamá blandiendo una cuchara delante de mis narices–. Pero, de
haber sido tú, me habría sentido tan dichosa de verlos a ti y a tu preciosa
hijita adoptiva como lo estoy de ver a Stella-Rondo y a Shirley-T.
–No lo creo –le respondo.
–No me contradigas –dice mamá.
Le contesté que no me convencería aunque siguiera
hablando hasta quedarse afónica. Y añadí:
–Y, además, sabes tan bien como yo que esa niña no es
adoptada.
–No existe la menor duda de que lo es –dice mamá,
tiesa como un palo.
–Mira, mamá, ten por seguro que es de Stella-Rondo,
lo que pasa es que ella se niega a admitirlo.
–Bueno, chica, mira –concluye mamá–. Creía que íbamos
a pasar un Cuatro de Julio agradable y tú empiezas por no creer ni una palabra
de lo que dice tu propia hermana pequeña.
–Esa es igual que la prima Anne Flo, que se fue a la
tumba negando las verdades de la vida –le recuerdo.
–Ya te advertí que si mencionabas alguna vez a Annie
Flo te daría una bofetada –dice mamá, y va y me da una bofetada.
–¡Muy bien! –exclamo yo–. Espera y verás.
–Yo… –empieza mamá–. Yo prefiero fiarme de lo que me
dicen mis hijas, siempre que sea humanamente posible.
Bueno, tendrían que ver a mamá. Pesa unos noventa
kilos y tiene unos pies pequeñísimos.
Y, en aquel mismo instante, se me ocurrió algo
espantoso de veras.
–Oye, mamá –le digo–, ¿tú crees que esa cría sabe
hablar? Yo no sé si no será…
¡No tenía más remedio que decirlo!
–Bueno, ya me entiendes –añado–. Te habrás fijado en
que no le ha dicho una palabra a nadie desde que llegaron. Es lógico pensarlo –le
digo así, con un gesto.
¡Bueno! Mamá y yo nos quedamos mirándonos. ¡Era
terrible!
–Recuerdo que Joe Whitaker bebía como cosaco. Yo
creo, la verdad, que tomaba sustancias químicas –y, sin que mediara una palabra
más, mamá corrió al pie de la escalera y gritó:
–¡Stella-Rondo! ¡Eeeee! ¡Stella-Rondo!
–¿Qué? –contesta Stella-Rondo desde arriba. Ni
siquiera tenía la delicadeza de levantarse de la cama.
–¿Sabe hablar esa niña tuya? –pregunta.
–¿Que si sabe qué? –pregunta Stella-Rondo.
–Hablar, hablar –dice mamá–. ¡Blablablablabla!
Y Stella-Rondo responde a gritos:
–¿Quién dice que no sabe hablar?
–Lo dice la Hermana –contesta mamá.
–Claro, no hacía falta que lo dijeras. Sé muy bien
para quién de esta casa no significa nada la palabra de honor –afirma
Stella-Rondo.
Acto seguido la voz yanqui más fuerte que había oído
en toda mi vida grita:
–¡Popeye el Marinooo sooooy! –Y alguien empieza a dar
brincos en el rellano de arriba.
–¡No sólo habla, sino que sabe bailar zapateado! –grita
Stella-Rondo–. Que es mucho más de lo que sabe hacer alguien a quien no quiero
nombrar.
–¡Ay! Qué niña tan preciosa –exclama mamá, muy
sorprendida–. Fíjate qué lista –y empieza a decir niñerías. Luego se vuelve
hacia mí y suelta–: Hermana, debería caérsete la cara de vergüenza. Sube ahora
mismo y pídeles perdón a Stella-Rondo y a Shirley-T.
–¿Perdón por qué? –pregunto–. Sólo quería saber si
esa cría era normal; ahora que se ha demostrado que lo es, no tengo nada más
que decir.
Pero mamá se dio la vuelta de golpe y se fue, muy
enfadada. Subió al piso de arriba y abrazó a la niña. Creía que era adoptada.
Stella-Rondo consiguió poner a mamá contra mí sin moverse del piso de arriba,
mientras yo me quedaba sola y desamparada en la cocina sofocante. Con lo cual
ya estaban enfadados conmigo mamá, Papá-Daddy y la niña, los tres del lado de
Stella-Rondo.
El siguiente, el tío Rondo.
Debo decir que el tío Rondo ha sido extraordinario
conmigo en muchas ocasiones y que yo no estaba preparada en absoluto para todo
lo que pasó. Stella-Rondo le hizo una vez una cosa horrorosa: rompió una cadena
de mensajes de Flanders Field, tras lo cual él le quitó la radio que le había
regalado y me la dio a mí. No se imaginan cómo se puso Stella-Rondo; durante
seis meses tuvimos que llamarla sólo Stella, porque si la llamábamos
Stella-Rondo no contestaba. Yo siempre había pensado que el tío Rondo era el
cerebro de la familia. En otra ocasión me mandó a Mammoth Cave con todos los
gastos pagados.
Pero aquel día, el Cuatro de Julio, era cuando tomaba
aquella receta.
Durante la cena, Stella-Rondo alza la voz y dice que
creía que el tío Rondo debería comer algo.
El tío Rondo dijo que tomaría sólo unos bizcochitos y
cátsup. Y ella misma se lo sirvió.
–¿Te parece bien ponerte a juguetear con la cátsup
vestido con el quimono encarnado de Stella-Rondo? –comento yo. ¡Trataba de ser
considerada! Si Stella-Rondo no velaba por su ajuar, alguien tenía que hacerlo.
–¿Alguna objeción? –pregunta el tío Rondo, a punto de
verter toda la cátsup.
–No le hagas caso, tío Rondo –dice Stella-Rondo–.
Hermana se ha pasado la tarde mirándote desde la ventana de mi cuarto y
burlándose de la pinta que tienes.
–¿Qué? –salta el tío Rondo. El tío Rondo tiene un
genio terrible. Si le pillas en un mal momento, arma un escándalo por menos de
nada.
Y Stella-Rondo va y le dice:
–Hermana dijo: “La verdad es que el tío Rondo parece
un payaso con ese quimono encarnado”.
¿Recuerdan quién lo dijo? ¿Lo recuerdan?
El tío Rondo vierte toda la cátsup, se levanta de un
salto de la silla, se quita furioso el quimono, lo tira al suelo sucio, lo
pisotea. No habrá más remedio que mandarlo a Jackson a limpiar y plisar.
–¿Así que es eso lo que piensas de tu tío? –dice–.
Parezco un payaso, ¿eh? ¡Bien! Esto es la gota que colma el vaso. Todo el santo
día en casa sin nada que hacer y ahora resulta que te dedicas a hacer ese tipo
de comentarios a mis espaldas…
–Yo no he dicho nada de eso, tío Rondo –respondo–.
Pero tampoco diré quién lo ha dicho.
Creo que te sienta muy bien el quimono. Cálmate y
procura no comer y hablar al mismo tiempo –añado–. Creo que lo mejor sería que
te echaras.
–Majaderías –dice el tío Rondo. Tendría que haberme
dado cuenta de que se disponía a hacer algo espantoso. Claro que, en el
precario estado en que se encontraba aquella noche, se tuvo que limitar a jugar
al casino con Stella-Rondo, mamá y Shirley-T.; le dio a Shirley-T. una moneda
con cara por ambos lados. La niña se quedó encantada con la moneda, y lo llamó “papi”.
Pero a la mañana siguiente, a las seis y media, el tío Rondo tiró todo un
paquete de cinco centavos de unos petardos que no habrían vendido en la tienda,
lo tiró con todas sus fuerzas en mi dormitorio; y estallaron todos. No falló ni
uno. A cualquier otro le habría fallado al menos uno.
En fin, yo soy extraordinariamente susceptible al
ruido, a los ruidos de todo tipo, el médico siempre me decía que yo era la
persona más sensible que había conocido en su vida, y bueno, me quedé
sencillamente destrozada. ¡No podía ni comer! La gente me contó luego que el
ruido se oyó hasta en el cementerio y la anciana Jep Patterson, que siempre se
ha conservado muy bien, creyó que había llegado el día del Juicio Final y que
iba a reunirse con toda su familia. Por lo general esto es muy tranquilo y silencioso.
Y tengo que decirles que no me llevó más de un minuto
tomar una determinación. Mi situación era bien clara: tenía a toda la familia
en mi contra, todos del lado de Stella-Rondo. Y yo soy muy orgullosa.
Así que decidí marcharme de inmediato a la oficina de
correos. Allí hay espacio de sobra, en la parte de atrás, me dije.
En fin, no me anduve con rodeos a la hora de dar a
entender a la familia cuáles eran mis intenciones. No intenté ocultarlas.
Les di la primera pista cuando entré donde estaban
reunidos todos jugando a la mona y desenchufé el ventilador, con lo cual la
cosa quedó bastante clara. Luego cogí del sofá el cojín que yo había hecho, lo
saqué de detrás de Papá-Daddy. Dijo: “¡Uff!”. Subí las escaleras más deprisa
que Stella-Rondo y encontré al fin mi preciosa pulsera en su cómoda, debajo de
un retrato de Nelson Eddy.
–Así que esas tenemos –dice el tío Rondo. Allí
estaba, mordisqueando jamón–. Bueno, Hermana, me encantaría regalarte mi catre
del ejército si encontraras sitio donde colocarlo, con tal de que te largaras
cuanto antes y me permitieras vivir con un poco de paz –el tío Rondo estuvo en
Francia.
–Mis más sinceras gracias por el catre, pero “paz” no
es precisamente la palabra que yo elegiría si tuviera que recurrir a tirar
petardos a las seis y media de la mañana en la habitación de una muchacha –le
contesto–. Y en cuanto a dónde me propongo irme, me parece que olvidas mi
puesto de administradora de correos de China Grove, Mississippi –le digo–.
Siempre he tenido la oficina de correos.
¡Bien! Eso los haría comprender de una vez por todas.
Salí de la casa y empecé a desenterrar unos cuantos
dondiegos para plantarlos alrededor de la oficina de correos.
–¡Eh, eh, eh! –dice mamá subiendo la ventana–. Da la
casualidad de que esos dondiegos son míos. Todo lo que hay ahí plantado es mío.
Que yo sepa, tú nunca has conseguido hacer crecer nada en toda tu vida.
–Está bien –le contesto–. Está bien, pero cogeré el
helecho. Ni siquiera tú, mamá, vas a negarme que soy la única que ha regado el
helecho. Y da la casualidad de que sé dónde tengo que mandar la tapa de una
caja para que me envíen mil semillas variadas, no hay ni siquiera dos de la
misma planta, y gratis.
–¡Oh! ¿Dónde? –pregunta mamá con avidez.
Pero le respondo:
–Demasiado tarde, querida. Atiende tus asuntos, que
yo atenderé los míos. Te enterarías de muchas cosas como esa si oyeras la
radio. Ofertas increíbles. Puede conseguirse lo que se quiera, y gratis.
En fin, les diré además que fui y cogí la radio y los
dejé con un palmo de narices, sobre todo a Stella-Rondo, ya que había sido suya
y sabía muy bien que no podía recuperarla, la demandaría inmediatamente. Y
también cogí, con toda corrección, el motor de la máquina de coser que le
habíamos regalado a mamá por Navidad en 1929, pagado casi enteramente por mí, y
un calendario grande con las instrucciones de los primeros auxilios; en fin, el
termómetro y el ukelele nadie podía decir que no fuesen míos; y me subí a la escalera
y cogí todas las conservas que había preparado, todos los tarros, frutas,
verduras, mermeladas… Luego me puse a arrancar los ganchos de los jarrones
azules de la arcada del comedor.
–¿Quién te dio permiso para tomar eso, señorita
Remilgos? –dice mamá abanicándose con mucho brío.
–Los compré yo y yo los cuidaré –le contesto–. Los
colocaré a los lados de la ventana de la oficina de correos, así que podrás
verlos cuando vayas por la correspondencia, si tanto te gustan.
–¡De eso nada! No volveré a poner los pies en esa
oficina de correos ni aunque viva cien años –dice mamá–. ¡Desagradecida!
¡Después de todo el dinero que gastamos contigo en la Escuela Normal!
–¡Pues yo tampoco! –salta Stella-Rondo–. Puedes dejar
allí mi correspondencia hasta que se pudra, que para lo que me importa… Nunca
iré ni por una sola carta…
–¡Como si me importara eso mucho! –digo yo–. ¿Y quién
crees que se va a sentar a escribirte esas larguísimas cartas y postales, si es
que puede saberse? ¿El señor Whitaker? Sólo porque fue el único hombre que
aterrizó en China Grove y porque lo cazaste, haciendo trampas, claro, va a
sentarse y a dedicarse a escribirte cartas y cartas, después de que vienes a
casa así por las buenas y sin dar ningún tipo de explicaciones de tu separación
ni sobre la existencia de esa niña. Quizá es que no soy tan inteligente como
tú, pero, la verdad, no lo entiendo.
Y mamá va y dice:
–Hermana, te he dicho un millón de veces que lo único
que pasa es que Stella-Rondo nos echaba de menos y que esta niña es demasiado
mayor para ser suya. –Y añade–: Bueno, ¿por qué no nos sentamos a jugar al
casino?
Y entonces Shirley-T. va y me saca la lengua con
aquella mueca absolutamente odiosa. Qué modales. Le dije que si hacía aquella
mueca un día se quedaría bizca para siempre.
–Ahora ya no hay nada que hacer –aseguro–. Deberían haberlo
intentado ayer. Me voy a la oficina de correos y seguramente la única forma de
verme que tendrán será ir allí para visitarme.
Y Papá-Daddy dice:
–Pues no me verás poner los pies en esa oficina. Ni
aunque se me ocurriera escribirle una carta a alguien –luego añade–: no tendrás
ocasión de asomarte por aquel ventanuco viejo con unas tijeras en la mano y
cortarme ni un pelo de mi barba. ¡Soy más listo de lo que crees!
–¡Todos lo somos! –dice Stella-Rondo.
–Si eres tan lista, ¿dónde está el señor Whitaker? –le
pregunto.
Y va el tío Rondo y dice:
–Te agradeceré que a partir de ahora dejes de leer
todos los pedidos que recibo en tarjetas y de contarle luego a todo China Grove
lo que piensas de ellos.
Pero yo le contesto:
–Yo saco mis propias conclusiones y seguiré
haciéndolo en el futuro. Si la gente quiere escribir sus secretos más íntimos
en postales de un centavo nada podrás hacer tú para impedírmelo, tío Rondo.
–Y si crees que volveremos a escribir otra postal,
estás en un error lamentable –dice mamá.
–Pues muy bien, vénguense a su propia costa –contesto–.
Pero si están decididos a no tener ningún trato a partir de ahora con el
servicio postal del país, piensen una cosa: ¿qué hará Stella-Rondo si quiere
decirle al señor Whitaker que venga a buscarla?
–¿Qué? –salta Stella-Rondo. Yo sabía que había estado
llorando. Le dio un ataque de rabia allí mismo, en la cocina.
–A ver, a ver cuánto aguanta –digo–. En fin, tengo
que irme.
–Adiós –dice el tío Rondo.
–¡Oh, válgame Dios –exclama mamá–, pensar que mi
familia discutiría el Cuatro de Julio o al día siguiente porque Stella-Rondo
haya dejado al señor Whitaker y por esta preciosísima criaturita adoptada!
¡Deberíamos estar todos felices!
–¡Uuuaaahh! –suelta Stella-Rondo, al borde del
berrinche.
–Fue él quien la dejó… No olviden lo que les digo –les
advierto–. Así es el señor Whitaker. Conozco al señor Whitaker. Recuerden que
yo lo conocí primero. Desde el principio dije que se cansaría… y la dejaría.
Predije todas y cada una de las cosas que han pasado.
–¿Y adónde se fue? –pregunta mamá.
–Seguro que al Polo Norte, si es que sabe lo que le
conviene –contesto.
Pero Stella-Rondo lloraba a voz en cuello y no podía
decir ya una palabra más. Se fue corriendo a su cuarto y cerró la puerta de un
portazo.
–Fíjate bien en lo que has hecho, mira lo que has
conseguido, Hermana –reprende mamá–. Sube ahora mismo a pedirle perdón.
–No tengo tiempo, me voy –digo.
–Bueno, ¿qué estás esperando, si puede saberse? –pregunta
el tío Rondo.
Así que cogí el reloj de cocina y me marché sin
pronunciar una palabra más y, por supuesto, sin despedirme de Stella-Rondo.
En aquel preciso momento pasaba por allí enfrente una
chiquilla negra con una carretilla.
–Eh, negrita –le digo–. Ayúdame a subir todas estas
cosas por la cuesta, que me voy a vivir a la oficina de correos.
Tuvo que hacer nueve viajes con la carretilla. El tío
Rondo salió al porche y le tiró una moneda de cinco centavos.
Y esa fue la última vez que vi a mi familia y que mis
familiares me vieron a mí desde hace ya cinco días completos, con sus
correspondientes noches. Stella-Rondo debe de andar contando historias
espantosas sobre el señor Whitaker, pero yo no he tenido que oírlas. Como
siempre le digo a todo el mundo, saco mis propias conclusiones.
En fin, estoy muy bien aquí, estoy a gusto. Como
digo, es ideal. Lo tengo todo ladeado, tal como a mí me gusta. ¿Oír la radio?
Oigo todas las noticias de la guerra. Radio, máquina de coser, sujetalibros, la
tabla de planchar y la lámpara grande del piano, y paz, que es lo que a mí me
gusta.
Y enredaderas por toda la fachada, por donde están
las guías.
Claro que no hay mucha correspondencia. Mi familia
es, claro, la más importante del pueblo y si ellos prefieren desaparecer de la
faz de la tierra en cuanto al correo se refiere, en fin, allá ellos. Aquí en el
pueblo algunos están de mi parte y otros están en mi contra. Sé muy bien
quiénes están de mi parte y quiénes contra mí. Los hay que son capaces de dejar
de comprar sellos sólo para demostrar que están de parte de Papá-Daddy.
Pero en fin, aquí estoy y aquí seguiré. Y quiero que
el mundo sepa que soy feliz.
Y desde luego, si en este instante apareciera aquí
Stella-Rondo, se hincara e intentara explicarme todos los detalles de su vida
conyugal con el señor Whitaker, yo me taparía los oídos y no querría oír ni una
palabra.
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