Alberto Chimal
Sucedió cuando Negora, el
gran mago, era todavía muy joven, aunque ya poderoso. Vivía en Lalepse, en el
sur, y todos lo respetaban, porque sabían de sus facultades y porque no era
difícil, para nadie, advertir que lo esperaba un alto destino.
Pero el muchacho insistió: le habló a Negora de
la incertidumbre en la que vive la gente del mundo; de las causas y efectos que
nos abruman a casi todos; del azar que condena, eventualmente, hasta al más
dichoso. Él era pobre, le dijo, y no tenía otra fuerza que la de sus manos y su
entendimiento. De él nada podía decirse con seguridad. Deseaba mucho, deseaba
riquezas, deferencias, potestades, amor, pero no sabía si las tendría. Tal vez
no. ¿Era injusto que lo supiera de una vez? ¿Era injusto que ya, antes de
sufrir acaso grandes dolores, supiera si sus afanes serían recompensados?
Tanto dijo, y con tal sinceridad, que Negora se
conmovió, y se vio reflejado en el muchacho, y así llegó a pensar en sí mismo:
en qué hubiera sido de su vida sin el Poder, sin las facultades que tenía desde
su nacimiento.
Descubrió que, tal vez, también hubiera querido
saber. Tal vez también hubiera hecho esa pregunta, a algún mago, si se hubiera
visto forzado a enfrentar la vida como todos los hombres.
Y así, a pesar de que nunca había intentado la
invocación del futuro, y a pesar de que todos sus maestros le habían aconsejado
no intentarla, Negora aceptó. Y pronunció un conjuro. Y extendió las manos, y
ante ellas, en el aire, apareció una ventana: una lámina de cristal purísimo,
brillante, tras de la cual no estaba la casa del mago, sus muebles modestos,
sus libros, sino otra cosa: una visión.
Y retrocedió, lleno de espanto, al ver que
maldeciría al mago, y lo odiaría, y le desearía el mal hasta con su último
aliento. Y que en verdad no le faltaba mucho, porque al anochecer, en una
esquina, lo iban a matar. Sí. Sería un ladrón, que le hundiría un puñal en el
pecho, y se lo hundiría otra vez, y no haría caso de sus dolores ni de su
muerte, y al final no hallaría en sus ropas dinero ni cosa alguna de valor. Y
también maldeciría. Luego, el cuerpo sería arrojado a una fosa común. Luego,
sería devorado por gusanos, por perros sin dueño…
Ninguno habló por un momento.
Y Negora, que también había visto todo,
comprendió lo que tenía que hacer. Y sin hablar, sin hacer un gesto, sólo con
el pensamiento y la voluntad, hizo desaparecer la ventana mágica y puso en el
muchacho un hechizo: una invocación de olvido.
Y luego se negó, con todas sus fuerzas, a aceptar
lo que el muchacho le pedía. No hizo caso de sus palabras persuasivas, de sus
razonamientos ni, más tarde, de su ira, que fue grande y amarga.
Negora no lo detuvo. Pasó el resto de la tarde, y
en verdad la noche entera, sentado ante un grueso libro de hechicería, tan
concentrado como le era posible en la lectura.
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