Julio Cortázar
Lo del control de pasajeros surgió –es el caso de decirlo– mientras hablábamos
de la indeterminación y de los residuos analíticos. Jorge García Bouza había
hecho algunas alusiones al subte de Montreal antes de referirse concretamente a
la red del Anglo en Buenos Aires. No me lo dijo pero sospecho que algo había
tenido que ver con los estudios técnicos de la empresa –si era la empresa misma
la que hizo el control–. Con procedimientos especiales, que mi ignorancia
califica así aunque García Bouza insistió en su eficaz sencillez, se había
llevado exacta cuenta de los pasajeros que usaban diariamente el subte dentro
de una cierta semana. Como además interesaba conocer el porcentaje de afluencia
a las distintas estaciones de la línea, así como el de viajes de extremo a
extremo o entre las estaciones intermedias, el control se cumplió con la máxima
severidad en todos los accesos y salidas desde Primera Junta a Plaza de Mayo;
en aquel entonces, hablo de los años cuarenta, la línea del Anglo no estaba todavía
conectada con las nuevas redes subterráneas, lo cual facilitaba los controles.
El lunes de la semana elegida se obtuvo una cifra global
básica; el martes la cifra fue aproximadamente la misma; el miércoles, sobre un
total análogo, se produjo lo inesperado: contra 113.987 personas ingresadas, la
cifra de los que habían vuelto a la superficie fue de 113.983. El buen sentido
sentenció cuatro errores de cálculo, y los responsables de la operación
recorrieron los puestos de control buscando posibles negligencias. El
inspector-jefe Montesano (hablo ahora con datos que García Bouza no conocía y
que yo me procuré más tarde) llegó incluso a reforzar el personal adscrito al control.
Sobrándole escrúpulos, hizo dragar el subte de extremo a extremo, y los obreros
y el personal de los trenes tuvieron que exhibir sus carnets a la salida. Todo
esto me hace ver ahora que el inspector-jefe Montesano sospechaba borrosamente
el comienzo de lo que ahora nos consta a ambos. Agrego innecesariamente que
nadie dio con el supuesto error que acababa de proponer (y eliminar a la vez)
cuatro pasajeros inhallables.
El jueves todo funcionó bien; ciento siete mil
trescientos veintiocho habitantes de Buenos Aires reaparecieron obedientes
luego de su inmersión episódica en el subsuelo. El viernes (ahora, luego de las
operaciones precedentes, el control podía considerarse como perfecto), la cifra
de los que volvieron a salir excedió en uno a la de los controlados a la
entrada. El sábado se obtuvieron cifras iguales, y la empresa estimó terminada
su tarea. Los resultados anómalos no se dieron a conocer al público, y aparte del
inspector-jefe Montesano y los técnicos a cargo de las máquinas totalizadoras
en la estación Once, pienso que muy poca gente tuvo noticia de lo ocurrido.
Creo también que esos pocos (continúo exceptuando al inspector-jefe) razonaron
su necesidad de olvido con la simple atribución de un error a las máquinas o a
sus operadores.
Esto pasaba en 1946 o a comienzos del 47. En los meses
que siguieron me tocó viajar mucho en el Anglo; de a ratos, porque el trayecto
era largo, me volvía el recuerdo de aquella charla con García Bouza, y me
sorprendía irónicamente mirando a la gente que me rodeaba en los asientos o se
colgaba de las manijas de cuero como reses en los ganchos. Dos veces, en la
estación José María Moreno, me pareció irrazonablemente que algunas gentes (un
hombre, más tarde dos mujeres viejas) no eran simples pasajeros como los demás.
Un jueves por la noche en la estación Medrano, después de ir al box y verlo a
Jacinto Llanes ganar por puntos, me pareció que la muchacha casi dormida en el segundo
banco del andén no estaba ahí para esperar el tren ascendente. En realidad subió
al mismo coche que yo, pero solamente para bajar en Río de Janeiro y quedarse
en el andén como si dudara de algo, como si estuviera tan cansada o aburrida.
Todo esto lo digo ahora, cuando ya no me queda nada por
saber; así también después del robo la gente se acuerda de que muchachos mal
entrazados rondaban la manzana. Y sin embargo, desde el comienzo, algo de esas
aparentes fantasías que se tejen en la distracción iba más allá y dejaba como
un sedimento de sospecha; por eso la noche en que García Bouza mencionó como un
detalle curioso los resultados del control, las dos cosas se asociaron
instantáneamente y sentí que algo se coagulaba en extrañeza, casi en miedo.
Quizá, de los de fuera, fui el primero en saber.
A esto sigue un periodo confuso donde se mezclan el
creciente deseo de verificar sospechas, una cena en El Pescadito que me
acercó a Montesano y a sus recuerdos, y un descenso progresivo y cauteloso al
subte entendido como otra cosa, como una lenta respiración diferente, un pulso
que de alguna manera casi impensable no latía para la ciudad, no era ya
solamente uno de los transportes de la ciudad. Pero antes de empezar realmente
a bajar (no me refiero al hecho trivial de circular en el subte como todo el
mundo) pasó un tiempo de reflexión y análisis. A lo largo de tres meses, en que
preferí viajar en el tranvía 86 para evitar verificaciones o
casualidades engañosas, me retuvo en la superficie una atendible teoría de Luis
M. Baudizzone. Como le mencionara –casi en broma– el informe de García Bouza,
creyó posible explicar el fenómeno por una especie de desgaste atómico
previsible en las grandes multitudes. Nadie ha contado jamás a la gente que
sale del estadio de River Plate un domingo de clásico, nadie ha cotejado esa
cifra con la de la taquilla. Una manada de cinco mil búfalos corriendo por un
desfiladero, ¿contiene las mismas unidades al entrar que al salir? El roce de
las personas en la calle Florida corroe sutilmente las mangas de los abrigos,
el dorso de los guantes. El roce de 113.987 viajeros en trenes atestados que
los sacuden y los frotan entre ellos a cada curva y a cada frenada, puede tener
como resultado (por anulación de lo individual y acción del desgaste sobre el
ente multitud) la anulación de cuatro unidades al cabo de veinte horas. A la
segunda anomalía, quiero decir el viernes en que hubo un pasajero de más,
Baudizzone sólo alcanzó a coincidir con Montesano y atribuirlo a un error de
cálculo. Al final de estas conjeturas más bien literarias yo me sentía de nuevo
muy solo, yo que ni siquiera tenía conjeturas propias y en cambio un lento
calambre en el estómago cada vez que llegaba a una boca del subte. Por eso
seguí por mi cuenta un camino en espiral que me fue acercando poco a poco, por
eso viajé tanto tiempo en tranvía antes de sentirme capaz de volver al Anglo,
de bajar de veras y no solamente para tomar el subte.
Aquí hay que decir que de ellos no he tenido la menor
ayuda, muy al contrario; esperarla o buscarla hubiera sido insensato. Ellos
están ahí y ni siquiera saben que su historia escrita empieza en este mismo
párrafo. Por mi parte no hubiera querido delatarlos, y en todo caso no
mencionaré los pocos nombres que me fue dado conocer en esas semanas en que
entré en su mundo; si he hecho todo esto, si escribo este informe, creo que mis
razones fueron buenas, que quise ayudar a los porteños siempre afligidos por
los problemas del transporte. Ahora ya ni siquiera eso cuenta, ahora tengo miedo,
ahora ya no me animo a bajar ahí, pero es injusto tener que viajar lenta e incómodamente
en tranvía cuando se está a dos pasos del subte que todo el mundo toma porque
no tiene miedo. Soy lo bastante honesto para reconocer que si ellos son expulsados
–sin escándalo, claro, sin que nadie se entere demasiado– voy a sentirme más
tranquilo. Y no porque mi vida se haya visto amenazada mientras estaba ahí
abajo, pero tampoco me sentí seguro un solo instante mientras avanzaba en mi
investigación de tantas noches (ahí todo transcurre en la noche, nada más falso
y teatral que los chorros de sol que irrumpen de los tragaluces entre dos
estaciones, o ruedan hasta la mitad de las escaleras de acceso a las
estaciones); es bien posible que algo haya terminado por delatarme, y que ellos
ya sepan por qué paso tantas horas en el subte, así como yo los distingo
inmediatamente entre la muchedumbre apretujada de las estaciones. Son tan
pálidos, proceden con tan manifiesta eficiencia; son tan pálidos y están tan
tristes, casi todos están tan tristes.
Curiosamente, lo que más me preocupó desde un comienzo
fue llegar a saber cómo vivían, sin que las razones de esa vida me parecieran
lo más importante. Casi enseguida abandoné una idea de vías muertas o socavones
abandonados; la existencia de todos ellos era manifiesta y coincidía con el ir
y venir de los pasajeros entre las estaciones. Es cierto que entre Loria y
Plaza Once se atisba vagamente un Hades lleno de fraguas, desvíos, depósitos de
materiales y raras casillas con vidrios ennegrecidos. Esa especie de Niebeland
se entrevé unos pocos segundos mientras el tren nos sacude casi brutalmente en
las curvas de entrada a la estación que tanto brilla por contraste. Pero me
bastó pensar en la cantidad de obreros y capataces que comparten esas sucias galerías
para desecharlas como reducto aprovechable; ellos no se hubieran expuesto allí,
por lo menos en las primeras etapas. Me bastaron unos cuantos viajes de
observación para darme cuenta de que en ninguna parte, fuera de la línea misma –quiero
decir las estaciones con sus andenes, y los trenes en casi permanente
movimiento–, había lugar y condiciones que se prestaran a su vida. Fui
eliminando vías muertas, bifurcaciones y depósitos hasta llegar a la clara y
horrible verdad por residuo necesario, ahí en ese reino crepuscular donde la
noción de residuo volvía una y otra vez. Esa existencia que bosquejo (algunos
dirán que propongo) se me dio condicionada por la necesidad más brutal e
implacable; del rechazo sucesivo de posibilidades fue surgiendo la única posibilidad
restante. Ellos, ahora estaba demasiado claro, no se localizan en parte alguna;
viven en el subte, en los trenes del subte, moviéndose continuamente. Su existencia
y su circulación de leucocitos –¡son tan pálidos!– favorece el anonimato que
hasta hoy los protege.
Llegado a esto, lo demás era evidente. Salvo al amanecer
y en la alta noche, los trenes del Anglo no están nunca vacíos, porque los
porteños son noctámbulos y siempre hay unos pocos pasajeros que van y vienen
antes del cierre de las rejas de las estaciones. Podría imaginarse un último
tren ya inútil, que corre cumpliendo el horario aunque ya no lo aborde nadie,
pero nunca me fue dado verlo. O más bien sí, alcancé a verlo algunas veces pero
sólo para mí estaba realmente vacío; sus raros pasajeros eran una parte de
ellos, que continuaban su noche cumpliendo instrucciones inflexibles. Nunca pude
ubicar la naturaleza de su refugio forzoso durante las tres horas muertas en
que el Anglo se detiene, de dos a cinco de la mañana. O se quedan en un tren
que va a una vía muerta (y en ese caso el conductor tiene que ser uno de ellos)
o se confunden episódicamente con el personal de limpieza nocturna. Esto último
es lo menos probable, por una cuestión de indumentaria y de relaciones
personales, y prefiero sospechar la utilización del túnel, desconocido por los
pasajeros corrientes, que conecta la estación Once con el puerto. Además, ¿por
qué la sala con la advertencia Entrada prohibida en la estación José
María Moreno está llena de rollos de papel, sin contar un raro arcón donde
pueden guardarse cosas? La fragilidad visible de esa puerta se presta a las
peores sospechas; pero con todo, aunque tal vez sea poco razonable, mi parecer
es que ellos continúan de algún modo su existencia ya descrita, sin salir de
los trenes o del andén de las estaciones; una necesidad estética me da en el
fondo la certidumbre, acaso la razón. No parece haber residuos válidos en esa
permanente circulación que los lleva y los trae entre las dos terminales.
He hablado de necesidades estéticas, pero quizá esas
razones sean solamente pragmáticas. El plan exige una gran simplicidad para que
cada uno de ellos pueda reaccionar mecánicamente y sin errores frente a los
momentos sucesivos que comporta su permanente vida bajo tierra. Por ejemplo,
como pude verificarlo después de una larga paciencia, cada uno sabe que no debe
hacer más de un viaje en el mismo coche para no llamar la atención; en cambio
en la terminal de Plaza de Mayo les está dado quedarse en su asiento, ahora que
la congestión del transporte hace que mucha gente suba al tren en Florida para
ganar un asiento y adelantarse así a los que esperan en la terminal. En Primera
Junta la operación es diferente, les basta con descender, caminar unos metros y
mezclarse con los pasajeros que ocupan el tren de la vía opuesta. En todos los
casos juegan con la ventaja de que la enorme mayoría de los pasajeros no hacen
más que un viaje parcial. Como sólo volverán a tomar el subte mucho después,
entre treinta minutos si van a una diligencia corta y ocho horas si son
empleados u obreros, es improbable que puedan reconocer a los que siguen ahí
abajo, máxime cambiando continuamente de vagones y de trenes. Este último
cambio, que me costó verificar, es mucho más sutil y responde a un esquema
inflexible destinado a impedir posibles adherencias visuales en los
guardatrenes o los pasajeros que coinciden (dos veces sobre cinco, según las
horas y la afluencia de público) con los mismos trenes. Ahora sé, por ejemplo,
que la muchacha que esperaba en Medrano aquella noche había bajado del tren
anterior al que yo tomé, y que subió al siguiente luego de viajar conmigo hasta
Río de Janeiro; como todos ellos, tenía indicaciones precisas hasta el fin de
la semana.
La costumbre les ha enseñado a dormir en los asientos,
pero sólo por periodos de un cuarto de hora como máximo. Incluso los que
viajamos episódicamente en el Anglo terminamos por poseer una memoria táctil
del itinerario, la entrada en las pocas curvas de la línea nos dice
infaliblemente si salimos de Congreso hacia Sáenz Peña o remontamos hacia
Loria. En ellos el hábito es tal que despiertan en el momento preciso para
descender y cambiar de coche o de tren. Duermen con dignidad, erguidos, la cabeza
apenas inclinada sobre el pecho. Veinte cuartos de hora les bastan para descansar,
y además tienen a su favor esas tres horas vedadas a mi conocimiento en que el
Anglo se cierra al público. Cuando llegué a saber que poseían por lo menos un
tren, lo que confirmaba acaso mi hipótesis de la vía muerta en las horas de
cierre, me dije que su vida hubiera adquirido un valor de comunidad casi
agradable si les hubiera sido dado viajar todos juntos en ese tren. Rápidas
pero deliciosas comidas colectivas entre estación y estación, sueño
ininterrumpido en un viaje de terminal a terminal, incluso la alegría del
diálogo y los contactos entre amigos y por qué no parientes. Pero llegué a comprobar
que se abstienen severamente de reunirse en su tren (si es solamente uno, puesto
que sin duda su número aumenta paulatinamente); saben de sobra que cualquier identificación
les sería fatal, y que la memoria recuerda mejor tres caras juntas a un tiempo,
como dice el destrabalenguas, que a meros individuos aislados.
Su tren les permite un fugaz conciliábulo cuando
necesitan recibir e irse pasando la nueva tabulación semanal que el Primero de
ellos prepara en hojitas de bloc y distribuye cada domingo a los jefes de
grupo; allí también reciben el dinero para la alimentación de la semana, y un
emisario del Primero (sin duda el conductor del tren) escucha lo que cada uno
tiene que decirle en materia de ropas, mensajes al exterior y estado de salud.
El programa consiste en una alteración tal de trenes y de coches que un encuentro
es prácticamente imposible y sus vidas vuelven a distanciarse hasta el fin de la
semana. Presumo –todo esto he llegado a entenderlo después de tensas
proyecciones mentales, de sentirme ellos y sufrir o alegrarme como ellos– que
esperan cada domingo como nosotros allá arriba esperamos la paz del nuestro.
Que el Primero haya elegido ese día no responde a un respeto tradicional que me
hubiera sorprendido en ellos; simplemente sabe que los domingos hay otro tipo
de pasajeros en el subte, y por eso cualquier tren es más anónimo que un lunes
o un viernes.
Juntando delicadamente tantos elementos del mosaico pude
comprender la fase inicial de la operación y la toma del tren. Los cuatro
primeros, como lo prueban las cifras del control, bajaron un martes. Esa tarde,
en el andén de Sáenz Peña, estudiaron la cara enjaulada de los conductores que
iban pasando. El Primero hizo una señal, y abordaron un tren. Había que esperar
la salida de Plaza de Mayo, disponer de trece estaciones por delante, y que el
guarda estuviera en otro coche. Lo más difícil era llegar a un momento en que
quedaran solos; los ayudó una disposición caballeresca de la Corporación de
Transportes de la Ciudad de Buenos Aires, que otorga el primer coche a las
señoras y a los niños, y una modalidad porteña consistente en un sensible
desprecio hacia ese coche. En Perú viajaban dos señoras hablando de la
liquidación de la Casa Lamota (donde se viste Carlota) y un chico sumido en la
inadecuada lectura de Rojo y Negro (la revista, no Stendhal). El guarda
estaba hacia la mitad del tren cuando el Primero entró en el coche para señoras
y golpeó discretamente en la puerta de la cabina del conductor. Este abrió
sorprendido pero sin sospechar nada, y ya el tren subía hacia Piedras. Pasaron
Lima, Sáenz Peña y Congreso sin novedad. En Pasco hubo alguna demora en salir,
pero el guarda estaba en la otra punta del tren y no se preocupó. Antes de
llegar a Río de Janeiro el Primero había vuelto al coche donde lo esperaban los
otros tres. Cuarenta y ocho horas más tarde un conductor vestido de civil, con
ropa un poco grande, se mezclaba con la gente que salía en Medrano, y le daba
al inspector-jefe Montesano el desagrado de aumentarle en una unidad la cifra
del viernes. Ya el Primero conducía su tren, con los otros tres ensayando
furtivamente para reemplazarlo cuando llegara el momento. Descuento que poco a
poco hicieron lo mismo con los guardas correspondientes a los trenes que iban
tomando.
Dueños de más de un tren, ellos disponen de un territorio
móvil donde pueden operar con alguna seguridad. Probablemente nunca sabré por
qué los conductores del Anglo cedieron a la extorsión o al soborno del Primero,
ni cómo esquiva éste su posible identificación cuando enfrenta a otros miembros
del personal, cobra su sueldo o firma planillas. Sólo pude proceder
periféricamente, descubriendo uno a uno los mecanismos inmediatos de la vida
vegetativa, de la conducta exterior. Me fue duro admitir que se alimentaban
casi exclusivamente con los productos que se venden en los quioscos de las estaciones,
hasta llegar a convencerme de que el más extremo rigor preside esta existencia
sin halagos. Compran chocolates y alfajores, barras de dulce de leche y de coco,
turrones y caramelos nutritivos. Los comen con el aire indiferente del que se ofrece
una golosina, pero cuando viajan en alguno de sus trenes las parejas osan comprar
un alfajor de los grandes, con mucho dulce de leche y grageas, y lo van comiendo
vergonzosamente, de a trocitos, con la alegría de una verdadera comida. Nunca
han podido resolver en paz el problema de la alimentación en común, cuántas veces
tendrán mucha hambre, y el dulce les repugnará y el recuerdo de la sal como un golpe
de ola cruda en la boca los llenará de horrible delicia, y con la sal el gusto
del asado inalcanzable, la sopa oliendo a perejil y a apio. (En esa época se
instaló una churrasquería en la estación del Once, a veces llega hasta el andén
del subte el olor humoso de los chorizos y los sandwiches de lomo. Pero ellos
no pueden usarla porque está del otro lado de los molinetes, en el andén del
tren a Moreno).
Otro duro episodio de sus vidas es la ropa. Se desgastan
los pantalones, las faldas, las enaguas. Poco estropean las chaquetas y las
blusas, pero después de un tiempo tienen que cambiarse, incluso por razones de
seguridad. Una mañana en que seguía a uno de ellos procurando aprender más de
sus costumbres, descubrí las relaciones que mantienen con la superficie. Es
así: ellos bajan de a uno en la estación tabulada, en el día y la hora
tabulados. Alguien viene de la superficie con la ropa de recambio (después
verifiqué que era un servicio completo; ropa interior limpia en cada caso, y un
traje o vestido planchados de tanto en tanto), y los dos suben al mismo coche del
tren que sigue. Allí pueden hablar, el paquete pasa del uno al otro y en la
estación siguiente ellos se cambian –es la parte más penosa– en los siempre
inmundos excusados. Una estación más allá el mismo agente los está esperando en
el andén; viajan juntos hasta la próxima estación, y el agente vuelve a la
superficie con el paquete de ropa usada.
Por pura casualidad, y después de haberme convencido de
que conocía ya casi todas sus posibilidades en ese terreno, descubrí que además
de los intercambios periódicos de ropas tienen un depósito donde almacenan
precariamente algunas prendas y objetos para casos de emergencia, quizá para
cubrir las primeras necesidades cuando llegan los nuevos, cuyo número no puedo
calcular pero que imagino grande. Un amigo me presentó en la calle a un viejo
que se esfuerza como bouquiniste en las recovas del Cabildo. Yo andaba
buscando un número viejo de Sur, para mi sorpresa y quizá mi admisión de
lo inevitable el librero me hizo bajar a la estación Perú y torcer a la izquierda
del andén donde nace un pasillo muy transitado y con poco aire de subterráneo.
Allí tenía su depósito, lleno de pilas confusas de libros y revistas. No encontré
Sur pero en cambio había una puertecita entornada que daba a otra pieza;
vi a alguien de espaldas, con la nuca blanquísima que tienen ya todos ellos; a
sus pies alcancé a sospechar una cantidad de abrigos, unos pañuelos, una
bufanda roja. El librero pensaba que era un minorista o un concesionario como
él; se lo dejé creer y le compré Trilce en una bella edición. Pero ya en
esto de la ropa supe cosas horribles. Como tienen dinero de sobra y ambicionan
gastarlo (pienso que en las cárceles de costumbres amables es lo mismo)
satisfacen caprichos inofensivos con una violencia que me conmueve. Yo seguía
entonces a un muchacho rubio, lo veía siempre con el mismo traje marrón; sólo
le cambiaba la corbata, dos o tres veces al día entraba en los lavatorios para
eso. Un mediodía se bajó en Lima para comprar una corbata en el puesto del andén;
estuvo largo rato eligiendo, sin decidirse; era su gran escapada, su farra de
los sábados.
Yo le veía en los bolsillos del saco el bulto de las
otras corbatas, y sentí algo que no estaba por debajo del horror.
Ellas se compran pañuelitos, pequeños juguetes, llaveros,
todo lo que cabe en los quioscos y los bolsos. A veces bajan en Lima o Perú y
se quedan mirando las vitrinas del andén donde se exhiben muebles, miran
largamente los armarios y las camas, miran los muebles con un deseo humilde y
contenido, y cuando compran el diario o Maribel se demoran absortas en
los avisos de liquidaciones, de perfumes, los figurines y los guantes. También
están a punto de olvidar sus instrucciones de indiferencia y despego cuando ven
subir a las madres que llevan de paseo a sus niños; dos de ellas, las vi con pocos
días de diferencia, llegaron a abandonar sus asientos y viajar de pie cerca de
los niños, rozándose casi contra ellos; no me hubiera asombrado demasiado que
les acariciaran el pelo o les dieran un caramelo, cosas que no se hacen en el
subte de Buenos Aires y probablemente en ningún subte.
Mucho tiempo me pregunté por qué el Primero había elegido
precisamente uno de los días de control para bajar con los otros tres.
Conociendo su método, ya que no a él todavía, creí erróneo atribuirlo a
jactancia, al deseo de causar escándalo si se publicaban las diferencias de
cifras. Más acorde con su sagacidad reflexiva era sospechar que en esos días la
atención del personal del Anglo estaba puesta, directa o inconscientemente, en
las operaciones de control. La toma del tren resultaba así más factible;
incluso el retorno a la superficie del conductor sustituido no podía traerle consecuencias
peligrosas. Sólo tres meses después el encuentro casual en el Parque Lezama del
ex conductor con el inspector-jefe Montesano, y las taciturnas inferencias de
este último, pudieron acercarlo y acercarme a la verdad.
Para ese entonces –hablo casi de ahora– ellos tenían tres
trenes en su posesión y creo, sin seguridad, que un puesto en las cabinas de
coordinación de Primera Junta. Un suicidio abrevió mis últimas dudas. Esa tarde
había seguido a una de ellas y la vi entrar en la casilla telefónica de la
estación José María Moreno. El andén estaba casi vacío, y yo apoyé la cara en
el tabique lateral, fingiendo el cansancio de los que vuelven del trabajo. Era
la primera vez que veía a uno de ellos en una casilla telefónica, y no me había
sorprendido el aire furtivo y como asustado de la muchacha, su instante de vacilación
antes de mirar en torno y entrar en la casilla. Oí pocas cosas, llorar, un
ruido de bolso abriéndose, sonarse, y después: “Pero el canario, vos lo cuidás,
¿verdad? ¿Vos le das el alpiste todas las mañanas, y el pedacito de vainilla?”.
Me asombró esa banalidad, porque esa voz no era una voz que estuviera
transmitiendo un mensaje basado en cualquier código, las lágrimas mojaban esa
voz, la ahogaban. Subí a un tren antes de que ella pudiera descubrirme y di
toda la vuelta, continuando un control de tiempos y de cambio de ropas. Cuando
entrábamos otra vez en José María Moreno, ella se tiró después de persignarse
(dicen); la reconocí por los zapatos rojos y el bolso claro. Había un gentío
enorme, y muchos rodeaban al conductor y al guarda a la espera de la policía.
Vi que los dos eran de ellos (son tan pálidos) y pensé que lo ocurrido probaría
allí mismo la solidez de los planes del Primero, porque una cosa es suplantar a
alguien en las profundidades y otra resistir a un examen policial. Pasó una
semana sin novedad, sin la menor secuela de un suicidio banal y casi cotidiano;
entonces empecé a tener miedo de bajar.
Ya sé que aún me falta saber muchas cosas, incluso las
capitales, pero el miedo es más fuerte que yo. En estos días llego apenas a la
boca de Lima, que es mi estación, huelo ese olor caliente, ese olor Anglo que
sube hasta la calle; oigo pasar los trenes. Entro en un café y me trato de
imbécil, me pregunto cómo es posible renunciar a tan pocos pasos de la
revelación total. Sé tantas cosas, podría ser útil a la sociedad denunciando lo
que ocurre. Sé que en las últimas semanas tenían ya ocho trenes, y que su
número crece rápidamente. Los nuevos son todavía irreconocibles porque la decoloración
de la piel es muy lenta y sin duda extreman las precauciones; los planes del
Primero no parecen tener fallas, y me resulta imposible calcular su número.
Sólo el instinto me dijo, cuando todavía me animaba a estar abajo y a
seguirlos, que la mayoría de los trenes está ya llena de ellos, que los
pasajeros ordinarios encuentran más y más difícil viajar a toda hora; y no
puede sorprenderme que los diarios pidan nuevas líneas, más trenes, medidas de
emergencia.
Vi a Montesano, le
dije algunas cosas y esperé que adivinara otras. Me pareció que desconfiaba de
mí, que seguía por su cuenta alguna pista o más bien que prefería desentenderse
con elegancia de algo que iba más allá de su imaginación, sin hablar de la de
sus jefes. Comprendí que era inútil volver a hablarle, que podría acusarme de complicarle
la vida con fantasías acaso paranoicas, sobre todo cuando me dijo golpeándome
la espalda: “Usted está cansado, usted debería viajar”.
Pero donde yo debería viajar es en el Anglo. Me sorprende
un poco que Montesano no se decida a tomar medidas, por lo menos contra el
Primero y los otros tres, para cortar por lo alto ese árbol que hunde más y más
sus raíces en el asfalto y la tierra. Hay ese olor a encerrado, se oyen los
frenos de un tren y después la bocanada de gente que trepa la escalera con el
aire bovino de los que han viajado de píe, hacinados en coches siempre llenos.
Yo debería acercarme, llevarlos aparte de a uno y explicarles; entonces oigo
entrar otro tren y me vuelve el miedo. Cuando reconozco a alguno de los agentes
que baja o sube con el paquete de ropas, me escondo en el café y no me animo a salir
por largo rato. Pienso, entre dos vasos de ginebra, que apenas recobre el valor
bajaré para cerciorarme de su número. Yo creo que ahora poseen todos los
trenes, la administración de muchas estaciones y parte de los talleres. Ayer
pensé que la vendedora del quiosco de golosinas de Lima podría informarme
indirectamente sobre el forzoso aumento de sus ventas. Con un esfuerzo apenas
superior al calambre que me apretaba el estómago pude bajar al andén,
repitiéndome que no se trataba de subir a un tren, de mezclarme con ellos;
apenas dos preguntas y volver a la superficie, volver a estar a salvo. Eché la
moneda en el molinete y me acerqué al quiosco; iba a comprar un Milkibar cuando
vi que la vendedora me estaba mirando fijamente. Hermosa pero tan pálida, tan
pálida. Corrí desesperado hacia las escaleras, subí tropezándome. Ahora sé que
no podría volver a bajar; me conocen, al final han acabado por conocerme.
He pasado una hora en el café sin decidirme a pisar de
nuevo el primer peldaño de la escalera, quedarme ahí entre la gente que sube y
baja, ignorando a los que me miran de reojo sin comprender que no me decida a
moverme en una zona donde todos se mueven. Me parece casi inconcebible haber
llevado a término el análisis de sus métodos generales y no ser capaz de dar el
paso final que me permita la revelación de sus identidades y de sus propósitos.
Me niego a aceptar que el miedo me apriete de esta manera el pecho; tal vez me
decida, tal vez lo mejor sea apoyarme en la barandilla de la escalera y gritar
lo que sé de su plan, lo que creo saber sobre el Primero (lo diré, aunque Montesano
se disguste si le desbarato su propia pesquisa) y sobre todo las consecuencias
de todo esto para la población de Buenos Aires. Hasta ahora he seguido escribiendo
en el café, la tranquilidad de estar en la superficie y en un lugar neutro me llena
de una calma que no tenía cuando bajé hasta el quiosco. Siento que de alguna manera
voy a volver a bajar, que me obligaré paso a paso a bajar la escalera, pero
entre tanto lo mejor será terminar mi informe para mandarlo al Intendente o al
jefe de policía, con una copia para Montesano, y después pagaré el café y
seguramente bajaré, de eso estoy seguro aunque no sé cómo voy a hacerlo, de
dónde voy a sacar fuerzas para bajar peldaño a peldaño ahora que me conocen,
ahora que al final han acabado por conocerme, pero ya no importa, antes de
bajar tendré listo el borrador, diré señor Intendente o señor jefe de policía,
hay alguien allí abajo que camina, alguien que va por los andenes y cuando
nadie se da cuenta, cuando solamente yo puedo saber y escuchar, se encierra en
una cabina apenas iluminada y abre el bolso. Entonces llora, primero llora un
poco y después, señor Intendente, dice: “Pero el canario, vos lo cuidás,
¿verdad? ¿Vos le das el alpiste todas las mañanas, y el pedacito de vainilla?”.
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