Julio Cortázar
Llegamos a las dos de la tarde al bungalow y media hora después, fiel a la
cita telefónica, el joven gerente se presenta con las llaves, pone en marcha la
heladera y nos muestra el funcionamiento del calefón y del aire acondicionado.
Está entendido que nos quedaremos diez días, que pagamos por adelantado.
Abrimos las valijas y sacamos lo necesario para la playa; ya nos instalaremos
al caer la tarde, la vista del Caribe cabrilleando al pie de la colina es
demasiado tentadora. Bajamos el sendero escarpado, incluso descubrimos un atajo
entre matorrales que nos hace ganar camino; hay apenas cien metros entre los
bungalows de la colina y el mar.
Anoche, mientras guardábamos la ropa y ordenábamos las
provisiones compradas en Saint-Pierre, oímos las voces de quienes ocupan la
otra ala del bungalow. Hablan muy bajo, no son las voces martiniquesas llenas
de color y de risas. De cuando en cuando algunas palabras más distintas: inglés
estadounidense, turistas sin duda. La primera impresión es de desagrado, no
sabemos por qué esperábamos una soledad total aunque habíamos visto que cada
bungalow (hay cuatro entre macizos de flores, bananos y cocoteros) es doble.
Tal vez porque cuando los vimos por primera vez, después de complicadas
pesquisas telefónicas desde el hotel de Diamant, nos pareció que todo estaba
vacío y a la vez extrañamente habitado. La cabaña del restaurante, por ejemplo,
treinta metros más abajo: abandonada pero con algunas botellas en el bar, vasos
y cubiertos. Y en uno o dos de los bungalows a través de las persianas se
entreveían toallas, frascos de lociones o de champú en los cuartos de baño. El
joven gerente nos abrió uno enteramente vacío, y a una pregunta vaga contestó
no menos vagamente que el administrador se había ido y que él se ocupaba de los
bungalows por amistad hacia el propietario. Mejor así, por supuesto, ya que
buscábamos soledad y playa; pero desde luego otros han pensado de la misma
manera y dos voces femeninas y norteamericanas murmuran en el ala contigua del
bungalow. Tabiques como de papel pero todo tan cómodo, tan bien instalado.
Dormimos interminablemente, cosa rara. Y si algo nos hacía falta ahora era eso.
Amistades: una gata mansa y pedigüeña, otra negra más
salvaje pero igualmente hambrienta. Los pájaros aquí vienen casi a las manos y
las lagartijas verdes se suben a las mesas a la caza de moscas. De lejos nos
rodea una guirnalda de balidos de cabra, cinco vacas y un ternero pastan en lo
más alto de la colina y mugen adecuadamente. Oímos también a los perros de las
cabañas en el fondo del valle; las dos gatas se sumarán esta noche al
concierto, es seguro.
La playa, un desierto para criterios europeos. Unos pocos
muchachos nadan y juegan, cuerpos negros o canela danzan en la arena. A lo
lejos una familia –metropolitanos o alemanes, tristemente blancos y rubios–
organiza toallas, aceites bronceadores y bolsones. Dejamos irse las horas en el
agua o la arena, incapaces de otra cosa, prolongando los rituales de las cremas
y los cigarrillos. Todavía no sentimos montar los recuerdos, esa necesidad de
inventariar el pasado que crece con la soledad y el hastío. Es precisamente lo
contrario: bloquear toda referencia a las semanas precedentes, los encuentros
en Delft, la noche en la granja de Erik. Si eso vuelve lo ahuyentamos como a
una bocanada de humo, el leve movimiento de la mano que aclara nuevamente el
aire.
Dos muchachas bajan por el sendero de la colina y eligen
un sector distante, sombra de cocoteros. Deducimos que son nuestras vecinas de
bungalow, les imaginamos secretariados o escuelas de párvulos en Detroit, en
Nebraska. Las vemos entrar juntas al mar, alejarse deportivamente, volver
despacio, saboreando el agua cálida y transparente, belleza que se vuelve puro
tópico cuando se la describe, eterna cuestión de las tarjetas postales. Hay dos
veleros en el horizonte, de Saint-Pierre sale una lancha con una esquiadora
náutica que meritoriamente se repone de cada caída, que son muchas.
Al anochecer –hemos vuelto a la playa después de la
siesta, el día declina entre grandes nubes blancas– nos decimos que esta
Navidad responderá perfectamente a nuestro deseo: soledad, seguridad de que
nadie conoce nuestro paradero, estar a salvo de posibles dificultades y a la
vez de las estúpidas reuniones de fin de año y de los recuerdos condicionados,
agradable libertad de abrir un par de latas de conserva y preparar un punch de
ron blanco, jarabe de azúcar de caña y limones verdes. Cenamos en la veranda,
separada por un tabique de bambúes de la terraza simétrica donde, ya tarde,
escuchamos de nuevo las voces apenas murmurantes. Somos una maravilla recíproca
como vecinos, nos respetamos de una manera casi exagerada. Si las muchachas de
la playa son realmente las ocupantes del bungalow, acaso están preguntándose si
las dos personas que han visto en la arena son las que viven en la otra ala. La
civilización tiene sus ventajas, lo reconocemos entre dos tragos: ni gritos, ni
transistores, ni tarareos baratos. Ah, que se queden ahí los diez días en vez
de ser reemplazadas por matrimonio con niños. Cristo acaba de nacer de nuevo;
por nuestra parte podemos dormir.
Levantarse con el sol, jugo de guayaba y café en tazones.
La noche ha sido larga, con ráfagas de lluvia confesadamente tropical, bruscos
diluvios que se cortan bruscamente arrepentidos. Los perros ladraron desde
todos los cuadrantes, aunque no había luna; ranas y pájaros, ruidos que el oído
ciudadano no alcanza a definir pero que acaso explican los sueños que ahora
recordamos con los primeros cigarrillos. Aegri somnia. ¿De dónde viene
la referencia? Charles Nodier, o Nerval, a veces no podemos resistir a ese
pasado de bibliotecas que otras vocaciones borraron casi. Nos contamos los sueños
donde larvas, amenazas inciertas, y no bienvenidas pero previsibles exhumaciones
tejen sus telarañas o nos las hacen tejer. Nada sorprendente después de Delft
(pero hemos decidido no evocar los recuerdos inmediatos, ya habrá tiempo como siempre.
Curiosamente no nos afecta pensar en Michael, en el pozo de la granja de Erik, cosas
ya clausuradas; casi nunca hablamos de ellas o de las precedentes aunque sabemos
que pueden volver a la palabra sin hacernos daño, al fin y al cabo el placer y
la delicia vinieron de ellas, y la noche de la granja valió el precio que
estamos pagando, pero a la vez sentimos que todo eso está demasiado próximo
todavía, los detalles, Michael desnudo bajo la luna, cosas que quisiéramos
evitar fuera de los inevitables sueños; mejor este bloqueo, entonces, other
voices, other rooms: la literatura y los aviones, qué espléndidas drogas).
El mar de las nueve de la mañana se lleva las últimas
babas de la noche, el sol y la sal y la arena bañan la piel con un caliente
tacto. Cuando vemos a las muchachas bajando por el sendero nos acordamos al
mismo tiempo, nos miramos. Sólo habíamos hecho un comentario casi al borde del
sueño en la alta noche: en algún momento las voces del otro lado del bungalow
habían pasado del susurro a algunas frases claramente audibles aunque su
sentido se nos escapara. Pero no era el sentido el que nos atrajo en ese cambio
de palabras que cesó casi de inmediato para retornar al monótono, discreto murmullo,
sino que una de las voces era una voz de hombre.
A la hora de la siesta nos llega otra vez el apagado
rumor del diálogo en la otra veranda. Sin saber por qué nos obstinamos en hacer
coincidir las dos muchachas de la playa con las voces del bungalow, y ahora que
nada hace pensar en un hombre cerca de ellas, el recuerdo de la noche pasada se
desdibuja para sumarse a los otros rumores que nos han desasosegado, los
perros, las bruscas ráfagas de viento y de lluvia, los crujidos en el techo.
Gente de ciudad, gente fácilmente impresionable fuera de los ruidos propios,
las lluvias bien educadas.
Además, ¿qué nos importa lo que pasa en el bungalow de al
lado? Si estamos aquí es porque necesitábamos distanciarnos de lo otro, de los
otros. Desde luego no es fácil renunciar a costumbres, a reflejos
condicionados; sin decírnoslo, prestamos atención a lo que apagadamente se
filtra por el tabique, al diálogo que imaginamos plácido y anodino, ronroneo de
pura rutina. Imposible reconocer palabras, incluso voces, tan semejantes en su
registro que por momentos se pensaría en un monólogo apenas entrecortado.
También así han de escucharnos ellas, pero desde luego no nos escuchan; para
eso deberían callarse, para eso deberían estar aquí por razones parecidas a las
nuestras, agazapadamente vigilantes como la gata negra que acecha a un lagarto
en la veranda. Pero no les interesamos para nada: mejor para ellas. Las dos
voces se alternan, cesan, recomienzan. Y no hay ninguna voz de hombre, aun
hablando tan bajo la reconoceríamos.
Como siempre en el trópico la noche cae bruscamente, el
bungalow está mal iluminado pero no nos importa; casi no cocinamos, lo único
caliente es el café. No tenemos nada que decirnos y tal vez por eso nos distrae
escuchar el murmullo de las muchachas, sin admitirlo abiertamente estamos al
acecho de la voz del hombre aunque sabemos que ningún auto ha subido a la
colina y que los otros bungalows siguen vacíos. Nos mecemos en las mecedoras y
fumamos en la oscuridad; no hay mosquitos, los murmullos vienen desde agujeros
de silencio, callan, regresan. Si ellas pudieran imaginarnos no les gustaría;
no es que las espiemos pero ellas seguramente nos verían como dos migalas en la
oscuridad. Al fin y al cabo no nos desagrada que la otra ala del bungalow esté
ocupada. Buscábamos la soledad pero ahora pensamos en lo que sería la noche
aquí si realmente no hubiera nadie en el otro lado; imposible negarnos que la granja,
que Michael, están todavía tan cerca. Tener que mirarse, hablar, sacar una vez más
la baraja o los dados. Mejor así, en las sillas de hamaca, escuchando los
murmullos un poco gatunos hasta la hora de dormir.
Hasta la hora de dormir, pero aquí las noches no nos
traen lo que esperábamos, tierra de nadie en la que por fin –o por un tiempo,
no hay que pretender más de lo posible– estaríamos a cubierto de todo lo que
empieza más allá de las ventanas. Tampoco en nuestro caso la tontería es el
punto fuerte; nunca hemos llegado a un destino sin prever el próximo o los
próximos. A veces parecería que jugamos a acorralarnos como ahora en una isla
insignificante donde cualquiera es fácilmente ubicable; pero eso forma parte de
un ajedrez infinitamente más complejo en el que el modesto movimiento de un
peón oculta jugadas mayores. La célebre historia de la carta robada es
objetivamente absurda. Objetivamente; por debajo corre la verdad, y los portorriqueños
que durante años cultivaron marihuana en sus balcones neoyorquinos o en pleno
Central Park sabían más de eso que muchos policías. En todo caso controlamos las
posibilidades inmediatas, barcos y aviones: Venezuela y Trinidad están a un
paso, dos opciones entre seis o siete; nuestros pasaportes son los de los que
resbalan sin problemas en los aeropuertos. Esta colina inocente, este bungalow
para turistas pequeñoburgueses: hermosos dados cargados que siempre hemos
sabido utilizar en su momento. Delft está muy lejos, la granja de Erik empieza
a retroceder en la memoria, a borrarse como también se irán borrando el pozo y
Michael huyendo bajo la luna. Michael tan blanco y desnudo bajo la luna.
Los perros aullaron de nuevo intermitentemente, desde
alguna de las cabañas de la hondonada llegaron los gritos de una mujer
bruscamente acallados en su punto más alto, el silencio contiguo dejó pasar un
murmullo de confusa alarma en un semisueño de turistas demasiado fatigadas y
ajenas para interesarse de veras por lo que las rodeaba. Nos quedamos
escuchando, lejos del sueño. Al fin y al cabo para qué dormir si después sería
el estruendo de un chaparrón en el techo o el amor lancinante de los gatos, los
preludios a las pesadillas, el alba en que por fin las cabezas se aplastan en
las almohadas y ya nada las invade hasta que el sol trepa a las palmeras y hay
que volver a vivir. En la playa, después de nadar largamente mar afuera, nos
preguntamos otra vez por el abandono de los bungalows. La cabaña del
restaurante con sus vasos y botellas obliga al recuerdo del misterio de la Mary
Celeste (tan sabido y leído, pero esa obsesionante recurrencia de lo
inexplicado, los marinos abordando el barco a la deriva con todas las velas
desplegadas y nadie a bordo, las cenizas aún tibias en los fogones de la
cocina, las cabinas sin huellas de motín o de peste. ¿Un suicidio colectivo?
Nos miramos irónicamente, no es una idea que pueda abrirse paso en nuestra
manera de ver las cosas. No estaríamos aquí si alguna vez la hubiéramos
aceptado).
Las muchachas bajan tarde a la playa, se doran largamente
antes de nadar. También allí, lo notamos sin comentarios, se hablan en voz
baja, y si estuviéramos más cerca nos llegaría el mismo murmullo confidencial,
el temor bien educado de interferir en la vida de los demás. Si en algún
momento se acercaran para pedir fuego, para saber la hora… Pero el tabique de
bambúes parece prolongarse hasta la playa; sabemos que no nos molestarán.
La siesta es larga, no tenemos ganas de volver al mar ni
ellas tampoco, las oímos hablar en la habitación y después en la veranda.
Solas, desde luego. ¿Pero por qué desde luego? La noche puede ser diferente y
la esperamos sin decirlo, ocupándonos de nada, demorándonos en mecedoras y
cigarrillos y tragos, dejando apenas una luz en la veranda; las persianas del
salón la filtran en finas láminas que no alejan la sombra del aire, el silencio
de la espera. No esperamos nada, desde luego. ¿Por qué desde luego, por qué
mentirnos si lo único que hacemos es esperar, como en Delft, como en tantas otras
partes? Se puede esperar la nada o un murmullo desde el otro lado del tabique,
un cambio en las voces. Más tarde se oirá un crujido de cama, empezará el
silencio lleno de perros, de follajes movidos por las ráfagas. No va a llover
esta noche.
Se van, a las ocho de la mañana llega un taxi a
buscarlas, el chófer negro ríe y bromea bajándoles las valijas, los sacos de
playa, grandes sombreros de paja, raquetas de tenis. Desde la veranda se ve el
sendero, el taxi blanco; ellas no pueden distinguirnos entre las plantas, ni
siquiera miran en nuestra dirección.
La playa está poblada de chicos de pescadores que juegan
a la pelota antes de bañarse, pero hoy nos parece aún más vacía ahora que ellas
no volverán a bajar. De regreso damos un rodeo sin pensarlo, en todo caso sin
decidirlo expresamente, y pasamos frente a la otra ala del bungalow que siempre
habíamos evitado. Ahora todo está realmente abandonado salvo nuestra ala.
Probamos la puerta, se abre sin ruido, las muchachas han dejado la llave puesta
por dentro, sin duda de acuerdo con el gerente que vendrá o no vendrá más tarde
a limpiar el bungalow. Ya no nos sorprende que las cosas queden expuestas al
capricho de cualquiera, como los vasos y los cubiertos del restaurante; vemos
sábanas arrugadas, toallas húmedas, frascos vacíos, insecticidas, botellas de
coca-cola y vasos, revistas en inglés, pastillas de jabón. Todo está tan solo, tan
dejado. Huele a colonia, un olor joven. Dormían ahí, en la gran cama de sábanas
con flores amarillas. Las dos. Y se hablaban, se hablaban antes de dormir. Se
hablaban tanto antes de dormir.
La siesta es pesada, interminable porque no tenemos ganas
de ir a la playa hasta que el sol esté bajo. Haciendo café o lavando los platos
nos sorprendemos en el mismo gesto de atender, el oído tenso hacia el tabique.
Deberíamos reírnos pero no. Ahora no, ahora que por fin y realmente es la
soledad tan buscada y necesaria, ahora no nos reímos.
Preparar la cena lleva tiempo, complicamos a propósito
las cosas más simples para que todo dure y la noche se cierre sobre la colina
antes de que hayamos terminado de cenar. De cuando en cuando volvemos a
descubrirnos mirando hacia el tabique, esperando lo que ya está tan lejos, un
murmullo que ahora continuará en un avión o una cabina de barco. El gerente no
ha venido, sabemos que el bungalow está abierto y vacío, que huele todavía a
colonia y a piel joven. Bruscamente hace más calor, el silencio lo acentúa o la
digestión o el hastío porque seguimos sin movernos de las mecedoras, apenas
hamacándonos en la oscuridad, fumando y esperando. No lo confesaremos, por supuesto,
pero sabemos que estamos esperando. Los sonidos de la noche crecen poco a poco,
fieles al ritmo de las cosas y los astros; como si los mismos pájaros y las
mismas ranas de anoche hubieran tomado posición y comenzado su canto en el
mismo momento. También el coro de perros (un horizonte de perros, imposible
no recordar el poema) y en la maleza el amor de las gatas lacera el aire. Sólo
falta el murmullo de las dos voces en el bungalow de al lado, y eso sí es
silencio, el silencio. Todo lo demás resbala en los oídos que absurdamente se
concentran en el tabique como esperando. Ni siquiera hablamos, temiendo
aplastar con nuestras voces el imposible murmullo. Ya es muy tarde pero no
tenemos sueño, el calor sigue subiendo en el salón sin que se nos ocurra abrir
las dos puertas. No hacemos más que fumar y esperar lo inesperable; ni siquiera
nos es dado jugar como al principio con la idea de que las muchachas podrían imaginarnos
como migalas al acecho; ya no están ahí para atribuirles nuestra propia imaginación,
volverlas espejos de esto que ocurre en la oscuridad, de esto que insoportablemente
no ocurre.
Porque no podemos mentirnos, cada crujido de las
mecedoras reemplaza un diálogo pero a la vez lo mantiene vivo. Ahora sabemos
que todo era inútil, la fuga, el viaje, la esperanza de encontrar todavía un
hueco oscuro sin testigos, un refugio propicio al recomienzo (porque el
arrepentimiento no entra en nuestra naturaleza, lo que hicimos está hecho y lo
recomenzaremos tan pronto nos sepamos a salvo de las represalias). Es como si
de golpe toda la veteranía del pasado cesara de operar, nos abandonara como los
dioses abandonan a Antonio en el poema de Cavafis. Si todavía pensamos en la
estrategia que garantizó nuestro arribo a la isla, si imaginamos un momento los
horarios posibles, los teléfonos eficaces en otros puertos y ciudades, lo hacemos
con la misma indiferencia abstracta con que tan frecuentemente citamos poemas
jugando las infinitas carambolas de la asociación mental. Lo peor es que no sabemos
por qué, el cambio se ha operado desde la llegada, desde los primeros murmullos
al otro lado del tabique que presumíamos una mera valla también abstracta para
la soledad y el reposo. Que otra voz inesperada se sumara un momento a los susurros
no tenía por qué ir más allá de un banal enigma de verano, el misterio de la pieza
de al lado como el de la Mary Celeste, alimento frívolo de siestas y
caminatas. Ni siquiera le damos importancia especial, no lo hemos mencionado
jamás; solamente sabemos que ya es imposible dejar de prestar atención, de
orientar hacia el tabique cualquier actividad, cualquier reposo.
Tal vez por eso, en la alta noche en que fingimos dormir,
no nos desconcierta demasiado la breve, seca tos que viene del otro bungalow,
su tono inconfundiblemente masculino. Casi no es una tos, más bien una señal
involuntaria, a la vez discreta y penetrante como lo eran los murmullos de las
muchachas pero ahora sí señal, ahora sí emplazamiento después de tanta charla
ajena. Nos levantamos sin hablar, el silencio ha caído de nuevo en el salón,
solamente uno de los perros aúlla y aúlla a lo lejos. Esperamos un tiempo sin
medida posible; el visitante del bungalow calla también, también acaso espera o
se ha echado a dormir entre las flores amarillas de las sábanas. No importa,
ahora hay un acuerdo que nada tiene que ver con la voluntad, hay un término que
prescinde de forma y de fórmulas; en algún momento nos acercaremos sin consultarnos,
sin tratar siquiera de mirarnos, sabemos que estamos pensando en Michael, en
cómo también Michael volvió a la granja de Erik, sin ninguna razón aparente
volvió aunque para él la granja ya estaba vacía como el bungalow de al lado, volvió
como ha vuelto el visitante de las muchachas, igual que Michael y los otros volviendo
como las moscas, volviendo sin saber que se los espera, que esta vez vienen a una
cita diferente.
A la hora de dormir nos habíamos puesto como siempre los
camisones; ahora los dejamos caer como manchas blancas y gelatinosas en el
piso, desnudas vamos hacia la puerta y salimos al jardín. No hay más que
bordear el seto que prolonga la división de las dos alas del bungalow; la
puerta sigue cerrada pero sabemos que no lo está, que basta tocar el picaporte.
No hay luz adentro cuando entramos juntas; es la primera vez en mucho tiempo
que nos apoyamos la una en la otra para andar.
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