Petronio
La Galia me vio nacer, la
Conca me dio el nombre de su fecundo manantial, nombre que yo merecía por mi
belleza. Sabía correr, sin ningún temor, a través de los más espesos bosques, y
perseguir por las colinas al erizado jabalí. Nunca las sólidas ataduras
cautivaron mi libertad; nunca mi cuerpo, blanco como la nieve, fue marcado por
la huella de los golpes. Descansaba cómodamente en el regazo de mi dueño o de
mi dueña y mi cuerpo fatigado dormía en un lecho que me habían preparado
amorosamente. Aunque sin el don de la palabra, sabía hacerme comprender mejor
que ningún otro de mis semejantes; y, sin embargo, ninguna persona temió mis
ladridos.
¡Madre
desdichada! La muerte me alcanzó al dar a luz a mis hijos. Y, ahora, un
estrecho mármol cubre la tierra en donde descanso.
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