Alberto Chimal
Una madre vio morir a su
pequeño hijo en aquel temblor espantoso, el que destruyó la ciudad de Appa,
pero no pudo resignarse a su muerte y rogó a los dioses que se lo devolvieran.
Los dioses, compadecidos, no dejaron que el alma del pequeño entrase en el Otro
Mundo y la devolvieron a su cuerpo. Pero ya saben cómo son los dioses: el
cuerpo no dejó de estar muerto, no se aliviaron sus múltiples heridas, así que
el corazón de la madre pasó de la dicha de tener a su hijo, de no haberlo
perdido, al horror de ver sufrir a la pobre criatura, prisionera de su carne
lastimada. Y luego vino el asco, sí, el asco, porque el niño comenzó a
pudrirse, y los gusanos lo devoraban, y gritaba llamando a la muerte pero, como
he dicho, ya estaba muerto. La madre, enloquecida, lo apuñaló una vez, dos,
tres, muchas; luego lo apedreó, lo envenenó, lo estranguló… Pero el niño sólo
gritaba, sólo sufría. Al fin ella lo tomó entre sus brazos, piel rasgada,
huesos rotos, sangre negra, y lo arrojó a las llamas de una hoguera. Y el
desdichado ardió, y fue humo y ceniza, y el viento lo dispersó y lo confundió
con el aire, y entonces la madre se consoló bien o mal. Pero no debió hacerlo
porque en esos restos impalpables estaba aún el alma doliente, y esa alma sigue
hoy en el mundo, dispersa pero viva, como lo sabe todo aquel que respira, que
abre la boca y siente de pronto la tristeza.
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