Vladimir Savchenko
En 1952, cuando el mundo estaba oprimido por la mayor estupidez del siglo
XX, la llamada Guerra Fría, el profesor Bern citó ante un numeroso público esta
frase poco alegre del gran Einstein:
–Si en la tercera guerra mundial se le ocurre a alguien
utilizar bombas atómicas, en la cuarta sólo se podrán emplear piedras…
En los labios de Bern, considerado “el científico universal
del siglo XX”, aquellas palabras adquirieron un significado más profundo. Por este
motivo le enviaron muchísimas cartas, pero Bern ya no estaba en condiciones de contestar.
En efecto, en otoño de aquel mismo año pereció en el curso de su segunda expedición
geofísica al Asia central.
El ingeniero Nimayer, superviviente de la pequeña expedición,
contó más tarde todo cuanto sigue:
–Estábamos transportando nuestra base en helicópteros
al interior del desierto de Gobi. Después de cargar los aparatos y los explosivos
para las investigaciones sismológicas, el profesor partió con el primer vuelo. Yo
me quedé atrás para custodiar el resto del material. Apenas el helicóptero había
despegado, se produjeron averías en el motor, que empezó a repicar. El helicóptero
aún no había podido tomar velocidad, y cayó a plomo desde una altura de algunos
centenares de metros. En cuanto el aparato tocó tierra, se produjo una fuerte explosión
y dos detonaciones. El descenso debió ser tan rápido que, a causa del choque contra
el suelo, la dinamita explotó. El helicóptero, todo su cargamento y el profesor
Bern quedaron literalmente pulverizados.
Nimayer repetía este relato palabra por palabra, sin
añadir ni quitar nada, a todos los corresponsales de los periódicos, que lo asediaban.
Los especialistas le creyeron. Efectivamente, el descenso de un helicóptero cargado,
en el aire recalentado y enrarecido de un desierto situado a gran altura, debía
efectuarse con una velocidad muy por encima de lo normal. Un choque podía tener
trágicas consecuencias. La comisión llegada en avión al lugar del desastre confirmó
tales suposiciones.
Pero Nimayer sabía que, en realidad, todo sucedió de
forma muy diferente. Pero ni siquiera al morir traicionó el secreto del profesor
Bern.
La parte del desierto de Gobi que alcanzó la expedición
del profesor Bern no difería del área circundante. Existían las mismas ondulaciones
sobre la arena que indicaban la dirección del último viento que las había levantado;
la misma arena amarillo-gris que chirriaba bajo los pies y entre los dientes; el
mismo sol, de una blancura cegadora durante el día y purpúreo por la tarde, que
describía una trayectoria casi vertical en el cielo. No se veía ni un arbusto, ni
un pájaro, ni una nubécula, ni siquiera una piedrecilla sobre la arena.
El profesor Bern quemó la página de su libreta de apuntes
donde estaban escritas las coordenadas de aquel lugar, en cuanto los exploradores
hubieron encontrado el pozo excavado en la precedente expedición. Aquel punto del
desierto difería de los otros únicamente en el hecho de que allí se encontraban
dos personas, Bern y Nimayer, sentados sobre dos taburetes plegables delante de
la tienda. En las cercanías brillaban el cuerpo plateado y las palas de las hélices
del helicóptero, que parecía una enorme libélula que descansase sobre la arena del
desierto. El sol esparcía sus últimos rayos casi horizontalmente, de forma que la
tienda y el helicóptero proyectaban largas sombras fantásticas, que sobrepasaban
la línea de las dunas.
Bern explicaba a Nimayer:
–Mucho tiempo atrás, un médico medieval propuso un método
muy sencillo para prolongar la vida indefinidamente. Bastaba con hacerse congelar
y conservarse en tal estado durante noventa años en algún subterráneo, para luego
resucitar al calentarse. De esta manera se podría vivir una decena de años en el
nuevo siglo y congelarse de nuevo para esperar tiempos mejores… Es verdad que el
médico, se ignora el motivo, no quiso prolongar su propia vida durante mil años
y falleció de muerte natural hacia los sesenta –Bern guiñó, con malicia, los ojos,
limpió la boquilla y volvió a meter otro cigarrillo–. Y eso, en el medioevo… Nuestro
increíble siglo XX no hace otra cosa que convertir en realidad las ideas más alocadas
de la Edad Media. El radio se ha convertido en la piedra filosofal que puede transformar
el mercurio y el plomo en oro. No hemos inventado el movimiento continuo, esto es
contrario a las leyes de la naturaleza, pero hemos descubierto fuentes eternas y
autogeneradoras de energía nuclear… En el año mil, casi toda Europa aguardaba el
fin del mundo, pero si en aquellos tiempos la razón de aquella espera sólo se debía
al significado cabalístico de la cifra mil y a la fe ciega en el Apocalipsis, la
idea del “fin del mundo” tiene hoy una base sólida gracias a la bomba atómica y
la bomba de hidrógeno… Pero si estaba hablando de hibernación… Aquella idea ingenua
del médico medieval ha adquirido también hoy un significado científico.
“¿Conoce algo acerca de la anabiosis, Nimayer? Fue descubierta
en 1701 por Leeuwenhoek. Consiste en la detención de los procesos vitales con auxilio
del frío o, en algunos casos, por la desecación. Se sabe que el frío y la falta
de humedad disminuyen notablemente la velocidad de todas las reacciones químicas
y biológicas. Los científicos habían conseguido mucho antes obtener la anabiosis
en los peces y en los gorriones: el frío no los mata, pero los conserva. Un frío
moderado, claro está. Existe también otra condición; la muerte clínica. Se da el
hecho que el animal o el hombre no mueren del todo una vez se ha parado el corazón.
La última guerra ha ofrecido a los médicos numerosas ocasiones para estudiar profundamente
este fenómeno. Se había conseguido reavivar a heridos graves, incluso algunos minutos
después de que su corazón cesara de latir, ¡y se trataba de heridas mortales! Es
usted físico y tal vez no conozca…
–He oído hablar de ello –confirmó Nimayer.
–¿No es cierto que la palabra “muerte” pierde su acento
terrorífico cuando se le añade el adjetivo “clínica”? De hecho, existen no pocas
condiciones intermedias entre la vida y la muerte: el sueño, el letargo, la anabiosis.
En tales condiciones, el ritmo de la vida del organismo se aminora en comparación
con el que caracteriza el estado de vigilia. Este es el problema que me ha preocupado
en los últimos años. Para obtener el máximo detenimiento de los procesos vitales
en el organismo era necesario llevar la anabiosis a su límite extremo, es decir,
al estado de muerte clínica. Lo he conseguido: Tras muchos experimentos con ranas,
conejos y cobayas, pude determinar las leyes y el régimen de enfriamiento, y me
arriesgué a “hacer morir” durante un cierto tiempo a mi monito, el chimpancé Mimí.
–¡Pero si lo he visto! –Exclamó Nimayer– Estaba contento,
saltaba de una silla a otra y pedía azúcar…
–¡Exacto! –Lo interrumpió triunfalmente Bern–. Pero
durante cuatro meses Mimí estuvo encerrado en un pequeño ataúd especial rodeado
de aparatos de medida y a una temperatura de casi cero grados.
Bern encendió otro cigarrillo y prosiguió:
–Por fin logré llevar a cabo el experimento más importante
e indispensable: someterme a mí mismo al grado máximo de anabiosis. Esto sucedió
el año pasado. ¿Recuerda que se dijo entonces que el profesor Bern estaba gravemente
enfermo? Pero yo estaba más que enfermo, estaba “muerto” seis meses enteros… Nimayer,
se trata de una sensación verdaderamente sui generis, si se puede definir así la
ausencia de cualquier sensación. En el sueño natural percibimos, por lo menos al
ralentí, el ritmo del tiempo, pero en este caso faltaba esa percepción. Noté una
sensación de ligero desvanecimiento después de la narcosis. Luego vinieron el silencio
y la oscuridad. Luego, el regreso a la vida. En el más allá no había absolutamente
nada…
Bern estaba sentado con las piernas estiradas hacia
delante, en un gesto relajado, con los brazos bronceados y finos tras la nuca. La
mirada de sus ojos, a través de las gafas, era pensativa.
–El Sol… Una pequeña esfera luminosa que ilumina débilmente
un pequeño ángulo del negro espacio infinito. A su alrededor, otras esferas aún
más pequeñas y frías. Toda la vida sobre ellas depende exclusivamente del Sol… Y
en una de esas pequeñas esferas aparece la Humanidad, tribu de animales racionales.
¿Cuál fue su origen? Se ha intentado explicarlo con muchas leyendas e hipótesis.
“Una cosa es cierta: para el nacimiento del hombre ha
sido necesario un enorme cataclismo, una perturbación geológica de nuestro planeta
que modificó las condiciones de vida de los animales superiores. Todos están de
acuerdo al admitir que tal cataclismo fue la glaciación”.
–Eso es –confirmó Nimayer.
–¿Por qué se habían formado los hielos? ¿Por qué alguna
vez este desierto, el Sahara, tenían una vida vegetal y animal lujuriante? Hay una
única hipótesis lógica: enlazar los periodos glaciales con la precesión del eje
terrestre. Como en cualquier peonza, el eje de revolución de la Tierra precede,
traza lentamente unas circunferencias: da una sola vuelta en veintiséis mil años
–el profesor trazó con el cerillo una elipse sobre la arena, un pequeño Sol en su
punto focal y un circulito con el eje inclinado, la Tierra–. Mire, la inclinación
del eje terrestre hacia el eje de la elíptica es de veintitrés grados y medio. Ahora
bien, el eje terrestre describe en el espacio un cono igual al ángulo central… Perdóneme
que le explique cosas tan sabidas, Nimayer, pero esto es muy importante para mí.
En realidad, la Tierra no posee un eje. Sin embargo, durante milenios se verifican
desplazamientos en la posición de la Tierra con respecto al Sol. ¡Esto es lo que
importa!
“Hace cuarenta mil años, el Sol estaba vuelto hacia
el hemisferio austral, mientras que en el Norte se insinuaban los hielos. En varios
puntos, probablemente en el Asia central, nacieron entonces tribus, que se reunieron
por la dura necesidad geofísica de una colectividad. Durante el siglo de precesión
aparecieron las primeras culturas. Más tarde, cuando, trece mil años después, los
hemisferios austral y boreal permutaron sus respectivos puestos ante el Sol, algunas
tribus aparecieron también en el hemisferio austral…
“La futura era glacial empezará en el hemisferio boreal
dentro de doce o trece mil años. La Humanidad está ahora mucho mejor preparada y
superará este peligro, si… existe aún por aquel entonces. Pero estoy convencido
de que en esa época ya no existirá el hombre. Nos encaminamos hacia nuestra propia
destrucción con la velocidad que consiente el desarrollo de la ciencia moderna…
He vivido las dos guerras mundiales, la primera como soldado, la segunda en Maidanek.
He asistido a las pruebas de la bomba atómica y de la de hidrógeno, por lo que puedo
imaginarme el resultado de la guerra futura. ¡Es horrible! Pero aún más horrible
son los hombres que declaran con precisión científica que la guerra se iniciará
dentro de tantos meses. Un ataque atómico masivo contra los centros industriales
del adversario. Desiertos radiactivos enormes. Eso dicen los científicos, pero no
les basta… Hacen cálculos para garantizar la más eficaz contaminación del suelo,
del agua y del aire con las radiaciones. He tenido ocasión de leer recientemente
una obra científica estadunidense, donde se demostraba que para alcanzar la máxima
penetración radiactiva del suelo, el proyectil atómico deberá introducirse en la
tierra no menos de quince metros…”
Bern ocultó el rostro entre las manos y se puso en pie.
El sol ya se había ocultado, dejando paso a una noche
sofocante. Estrellas esparcidas y opacas colgaban inmóviles en el espacio azul oscuro,
que rápidamente se ennegrecía. También el desierto era negro, y sólo podía distinguirse
del cielo por el hecho de que carecía de estrellas.
El profesor se había calmado; empezó a hablar en tono
meditativo, casi sin entonación. Pero sus palabras escalofriaban a Nimayer, a pesar
del calor sofocante.
–…Las bombas nucleares quizá no reduzcan el planeta
a cenizas, pero esto no es seguro; saturarán la atmósfera terrestre con una radiactividad
masiva. Y ya conoce usted la influencia que ejerce la radiactividad sobre la capacidad
de procrear. Los restos de la Humanidad, que consigan salvarse, degenerarán en pocos
años y producirán individuos incapaces de superar condiciones de vida extremadamente
complejas. También puede darse que los hombres inventen otros medios más refinados
y perfectos para el suicidio en masa. Entonces empezará la tercera matanza general;
cuanto más tarde venga, más terrible será. Durante toda mi vida aún no he visto
que el hombre haya dejado escapar la más mínima oportunidad de hacer la guerra.
Cuando termine el ciclo subsiguiente, sobre nuestra bola cósmica no quedará ningún
ser racional.
El profesor abrió los brazos, vuelto hacia las arenas
muertas.
–El planeta girará durante mucho tiempo bajo el Sol
y en él reinará el mismo vacío y la misma calma que sobre este desierto. La corrosión
destruirá el hierro; los edificios se descompondrán. Luego se producirá una nueva
glaciación y con un estrato de hielo espumoso hará desaparecer de la superficie
de la Tierra los últimos restos sin vida de nuestra desafortunada civilización…
¡Todo habrá desaparecido! La Tierra será purificada y quedará lista para acoger
una nueva Humanidad. Los hombres retrasamos ahora de modo considerable el desarrollo
de todos los animales; los empujamos, los destruimos, hacemos desaparecer las razas
más preciadas. Cuando la Humanidad haya desaparecido, el mundo animal liberado empezará
a desarrollarse impetuosamente, tanto desde el punto de vista cuantitativo como
cualitativo. Al llegar la nueva era glacial, los simios superiores estarán lo suficientemente
preparados para razonar. Así nacerá una nueva Humanidad. Y es posible que tenga
más suerte que la nuestra.
–Perdone, profesor –exclamó Nimayer–. No pretenderá
afirmar que sobre la Tierra existen sólo locos y suicidas…
–Tiene usted razón –admitió Bern, con una sonrisa amarga–.
Pero un solo loco puede provocar tantas desgracias, que mil sabios no serán suficientes
para salvar a la Humanidad. Me limito a afirmar que habrá otra Humanidad. El relé
de mi instalación –y Bern hizo un gesto en dirección al pozo– contiene el isótopo
radiactivo de carbono con un periodo de semiescisión de unos ocho mil años. El relé
ha sido calculado de forma que se agote dentro de ciento ochenta siglos; al término
de este periodo, la radiación del isótopo quedará reducida de tal modo que las laminitas
del electroscopio se unirán y cerrarán el circuito. Mientras, este desierto muerto
será otra vez una región subtropical floreciente, para ofrecer las mejores condiciones
de vida a los nuevos simios antropoides.
Nimayer se incorporó de un salto y empezó a hablar con
agitación:
–De acuerdo. Los belicistas son unos insensatos. Pero,
¿y usted? ¿Y su decisión de permanecer congelado durante dieciocho mil años?
–¿“Congelado”? ¿Por qué simplificar así las cosas? –Preguntó,
tranquilamente, Bern– Se trata de un fenómeno complejo de muerte reversible: enfriamiento,
modorra, anabiosis…
–¡Es un suicidio! –Gritó Nimayer– No conseguirá persuadirme.
Aún hay tiempo…
–No. El riesgo no es superior al de cualquier experimento
complicado. Recuerde que hace unos cuarenta años, en la tundra siberiana se encontró
en un estado de congelación eterna el cuerpo de un mamut. Su carne estaba tan bien
conservada, que los perros se la comieron muy a gusto. Si el cuerpo de un mamut
ha podido conservar su frescor en condiciones naturales durante decenas de miles
de años, ¿por qué no puedo conservarme, en condiciones científicamente calculadas
y controladas? Además, nuestros termoelementos semiconductores de último modelo
pueden transformar el calor en corriente eléctrica y, además, resolverán el enfriamiento.
Supongo que no me traicionarán durante esos dieciocho mil años, ¿no le parece?
Nimayer se encogió de hombros.
–Los termoelementos no lo traicionarán, de acuerdo.
Son dispositivos de una extrema sencillez; además, las condiciones mismas del pozo
no pueden ser más favorables: variaciones muy reducidas de temperatura, ausencia
de humedad… Se puede apostar que resistirán tanto como el mamut. Pero hay otros
aparatos, ¿no es verdad? Si en el curso de los dieciocho mil años se rompe uno solo
de ellos…
Bern se enderezó,
–Estos aparatos no están obligados a resistir todo este
tiempo. Sólo deberán funcionar dos veces: mañana y dentro de ciento ochenta siglos,
al principio del próximo ciclo de vida de nuestro planeta. El resto del tiempo permanecerán
conservados en la cámara junto a mí.
–Dígame, profesor, ¿continúa creyendo realmente en el
fin de nuestra Humanidad?
–Es horrible hacerlo –respondió, pensativo, Bern–. Pero
además de científico soy también hombre. Y por eso quiero actuar por mi cuenta…
Bien, vamos ahora a dormir. Mañana nos espera un gran trabajo.
A pesar del cansancio, Nimayer durmió mal aquella noche.
El calor o la impresión que le habían causado las palabras del profesor habían excitado
su cerebro y el sueño no llegaba. Apenas los primeros rayos del sol tocaron la tienda,
se levantó turbado. Bern, acostado junto a él, abrió los ojos instantáneamente.
–¿Empezamos?
Desde la fresca profundidad del pozo se veía un trocito
de cielo extraordinariamente azul. El estrecho pozo se ensanchaba en la parte inferior,
donde estaba preparada, en un nicho, la instalación que Nimayer y Bern habían montado
durante los últimos días, enlazada por medio de algunos cables con los termoelementos
dispuestos en las paredes arenosas del pozo.
Bern comprobó por última vez el funcionamiento de todos
los aparatos de la cámara. Siguiendo sus indicaciones, Nimayer practicó en la parte
superior del pozo una pequeña excavación, introdujo dentro la carga y empalmó los
hilos con la cámara. Con ello, todos los preparativos quedaron terminados y los
dos hombres salieron a la superficie. El profesor encendió un cigarrillo y miró
a su alrededor.
–El desierto tiene hoy un buen aspecto, ¿no es verdad?…
Mi querido ayudante, parece que todo está dispuesto. Dentro de algunas horas suspenderé
mi vida, hecho que usted, con absoluta falta de agudeza, ha llamado un suicidio.
Tiene que considerar las cosas más sencillamente. La vida, esta cosa misteriosa
cuyo sentido se intenta hallar constantemente, sólo es una breve línea en la cinta
infinita del tiempo. Quiero que mi vida consista en dos de esas líneas. Bien, dígame
algo como despedida, no ponga esa cara.
Nimayer se mordió el labio.
–No sé, de veras… Apenas puedo creer que lo consiga.
Me da miedo creerlo.
–¡Pues ha logrado reducir mucho mi aprensión! –Exclamó,
con una sonrisa, Bern.– Cuando alguien se preocupa por uno, se siente menos miedo.
No nos amarguemos con largos adioses. Cuando vuelva arriba, explique la catástrofe
del helicóptero tal como lo hemos acordado. Comprenda que el secreto más absoluto
es la condición esencial de este experimento. Dentro de quince días empezarán las
borrascas invernales… Adiós… Pero no se quede mirándome así: ¡los sobreviviré a
todos ustedes!
El profesor tendió la mano a Nimayer.
–¿La cámara está calculada para una sola persona? –Preguntó
Nimayer de repente.
–Sí, para una sola… –en el rostro del profesor apareció
una expresión algo conmovida–. Creo que ahora empiezo a lamentar no haberlo convencido
antes –Bern puso un pie en la escalerilla–. Dentro de quince minutos, aléjese. –Su
cabeza canosa desapareció en las profundidades del pozo.
Bern cerró la puerta a su espalda, se puso una escafandra
especial con una infinidad de tubitos y se tendió sobre el lecho, una masa de plástico
que moldeaba exactamente su cuerpo. Se movió un poco. No sentía la menor presión
por ninguna parte. Delante de su rostro, sobre un soporte adecuado, difundían tranquilamente
su luz las lamparitas de señalización, indicando que todos los aparatos estaban
dispuestos.
El profesor buscó a tientas el botón del detonador y,
tras un instante de vacilación, lo pulsó. Una leve sacudida: el sonido no había
penetrado en la cámara. Ahora, el pozo estaba cegado. Con un último movimiento,
Bern enchufó las bombas de enfriamiento y de narcosis, colocó los brazos en las
cavidades correspondientes del “lecho” y, mirando la bolita brillante colocada,
en el techo de la cámara, empezó a contar los segundos.
Nimayer vio salir del pozo una pequeña columna de arena
y de polvo. La cámara de Bern estaba sepultada a una profundidad de quince metros
bajo tierra… Nimayer miró en torno suyo y se sintió solitario y a disgusto en medio
del desierto, repentinamente silencioso. Inmóvil por unos instantes, se dirigió
con calma hacia el helicóptero.
Cinco días más tarde, después de haber hecho saltar
el helicóptero por el aire, como estaba convenido, llegó a una ciudad mongola.
Una semana después empezaron a soplar los vientos de
otoño. Arrastrando oleadas de arena, allanaron toda huella de la cavidad. La arena,
compuesta, como el tiempo, de infinitas partículas, había hecho desaparecer el último
campamento de la expedición Bern…
En la oscuridad avanzaba lentamente una llamita verde temblorosa e incierta.
Al inmovilizarse, Bern comprendió que era la lamparita de señalización del relé
radiactivo. Quería decir que el relé había funcionado según lo previsto.
La conciencia le volvía paulatinamente. Bern descubrió
a la izquierda las laminitas abatidas del electroscopio del reloj secular: estaban
detenidas entre los números 19 y 20.
–Estamos en el centro del veinteavo milenio… –murmuró
Bern, con excitación contenida. Su cerebro funcionaba perfectamente.
El profesor movió lentamente los brazos, las piernas,
el cuello, abrió y cerró la boca. El cuerpo obedecía; sólo la pierna derecha estaba
aún dormida. Quizá la temperatura aumentase con excesiva rapidez… Bern hizo nuevos
movimientos enérgicos para desentumecer los miembros y luego se levantó. Examinó
los aparatos. Las agujas de los voltímetros estaban caídas; evidentemente los acumuladores
se habían agotado durante la descongelación. Bern enchufó todas las baterías térmicas
sobre la carga: las agujas se movieron en el acto para desplazarse hacia arriba.
Bern se acordó en aquel momento de Nimayer: los termoelementos no lo habían traicionado.
Este recuerdo provocó un extraño pensamiento: Nimayer había dejado de existir mucho
tiempo atrás, ya no había nadie.
La mirada se desplazó hacia la bola metálica del techo:
estaba oscura y ya no brillaba. Bern se impacientó poco a poco. Examinó otra vez
los voltímetros: los acumuladores se cargaban lentamente, pero, de enchufarlos junto
a las baterías térmicas, podrían generar energía suficiente para volver a la superficie.
Bern se cambió de ropa y, pasando a través de una escotilla en el techo de la cámara,
subió a la cúpula de apertura automática. Enchufó la clavija, oyó el rumor de los
motores eléctricos, cuyas revoluciones aumentaban. La rosca de la cúpula había empezado
a penetrar en el suelo. El pavimento de la cabina experimentó una ligera sacudida.
Bern notó, tranquilizado, que la cúpula empezaba a desplazarse hacia lo alto… Por
fin, el seco crujido de las tierras sobre el metal se interrumpió; la cúpula había
salido a la superficie. Bern empezó a destornillar con la llave inglesa las tuercas
que fijaban la puerta. Cedían con dificultad, y se arañó los dedos. De pronto apareció
por la rendija una luz crepuscular azulada. Otro esfuerzo más y el profesor salió
de la cúpula.
En el fresco crepúsculo de la tarde se alzaba una selva
espesa y silenciosa. El cono de la cúpula había perforado el terreno justamente
junto a las raíces de uno de los árboles; su tronco potente alzaba con orgullo la
espesa copa de sus hojas hacia el cielo, que se oscurecía, Bern se sintió mal al
pensar en lo que hubiera ocurrido al crecer aquel árbol un poco más a la izquierda.
Se acercó al tronco y lo golpeó. La corteza esponjosa le humedeció las manos. ¿De
qué género será? No le quedaba otro remedio que esperar el día.
El profesor volvió a la cúpula y comprobó todas sus
provisiones: las conservas alimenticias y el agua, la brújula, la pistola. Encendió
un cigarrillo. “Tenía razón –le dijo su pensamiento, triunfante–: el desierto se
había convertido en una selva. Con tal que el reloj radiactivo no le hubiese jugado
una mala pasada. ¿Pero cómo comprobarlo?”
Los árboles crecían a una cierta distancia uno del otro
y en los espacios se podían ver las estrellas encendidas en el cielo. Bern miró
al firmamento. Su pensamiento relampagueó: ahora, la estrella Polar debía ser la
de Vega…
Encontró en la oscuridad un árbol cuyas ramas eran muy
bajas y se subió a ellas con alguna dificultad, llevando la brújula. Las ramas le
arañaban la cara. Su ruido asustó a un pájaro, que lanzó un grito agudo y saltó
de la rama, golpeando dolorosamente la mejilla de Bern. Aquel grito extraño retumbó
en todo el bosque. El profesor, jadeante, se instaló en la rama más alta y levantó
la cabeza.
Era ya de noche. Sobre él se extendía un cielo tachonado
de estrellas completamente desconocido. El profesor buscaba con los ojos las constelaciones
de la Osa Mayor, de Casiopea. No eran visibles. Por otra parte, tampoco podían estar:
en el curso de los milenios, las estrellas se habrían desplazado, trastornando todas
las cartas astronómicas. Sólo la Vía Láctea atravesaba, como antes, el firmamento
con su franja clara de polvo luminoso. Bern acercó la brújula a sus ojos y miró
la aguja, que apuntaba hacia septentrión, brillando débilmente en la oscuridad.
Miró, pues, en aquella dirección. A una cierta altura sobre el horizonte, allí donde
terminaba el cielo estrellado, vio la constelación de Vega. Cerca de ella brillaban
estrellas más pequeñas, la constelación retorcida de Lira.
Ya no cabía la menor duda: Bern se encontraba hacia
el principio de un nuevo ciclo de precesión, en el vigésimo milenio…
Pasó la noche en cavilaciones. No podía dormir de ninguna
manera y esperaba el alba entre escalofríos. Por fin, las estrellas se apagaron
y tras los árboles apareció una niebla gris y transparente. El profesor atisbó en
la hierba alta y espesa bajo sus pies. ¡Un musgo gigante! Esto significaba, tal
como había previsto, que al terminar la era glacial, habían empezado a desarrollarse
plantas criptógamas, las más primitivas y resistentes.
Poco a poco, vencido por la curiosidad, Bern empezó
a avanzar por la selva. Los tallos largos y flexibles del musgo se enredaban en
sus piernas; sus zapatos bien pronto quedaron empapados por la escarcha. Parecía
como si ya fuese otoño. Las hojas de los árboles eran de muy diferentes colores:
las verdes se mezclaban con las rosas, las naranjas con las amarillas. La atención
de Bern fue atraída por algunos árboles delgados de corteza rojo cobriza. Sus hojas
se distinguían de las otras por su fresco color verde oscuro. Se acercó. Los árboles
se parecían al pino, pero en lugar de las agujitas, apuntaban hojitas duras y cortantes
que olían a resina.
La selva se despertaba poco a poco. Se levantó un leve
vientecillo que borró los restos de la niebla. El Sol se había elevado sobre las
copas de los árboles, el Sol de siempre, que no había envejecido y esparcía sus
rayos luminosos como otras veces. No había cambiado lo más mínimo en el curso de
ciento ochenta siglos.
El profesor avanzaba golpeando de vez en cuando las
raíces, poniendo continuamente en su sitio las gafas, que resbalaban de su nariz.
Por un momento oyó entre las ramas rumores que parecían gruñidos. Tras los árboles
apareció el cuerpo oscuro de un animal de cabeza cuneiforme. Jabalí, decidió Bern,
pero con la novedad de un cuerpo sobre el hocico. Al descubrir al profesor, el jabalí
permaneció inmóvil por un segundo, y luego, de repente, se escondió entre los árboles
con un grito estridente.
–¡Caramba! ¡Ha tenido miedo de un hombre! –dijo Bern
para sí, mirando, sorprendido, hacia atrás.
Su corazón casi dejó de latir. Sobre el musgo agrisado,
mojado aún por el rocío, se distinguían claramente unas huellas oscuras que atravesaban
el prado. ¡Eran huellas de pies humanos desnudos!
El profesor se inclinó sobre las huellas. Eran lisas
y el dedo gordo aparecía netamente separado de los demás. ¿Sería posible que se
hubiesen cumplido todas sus previsiones? Bern olvidó todo e, inclinándose para ver
mejor, siguió aquellas huellas. Allí vivían hombres, y, a juzgar por el hecho de
que los jabalíes les temieran, se trataba de seres fuertes y ágiles.
El encuentro sucedió inesperadamente. Las huellas conducían
a un pradito, del que antes habían llegado hasta Bern exclamaciones guturales y
estridentes. Luego se dio cuenta de que algunos seres cubiertos de un pelo amarillo
grisáceo estaban encorvados junto a los árboles, cogiendo las ramas con las manos.
Miraban en dirección al profesor. Bern se detuvo y, olvidando toda prudencia, empezó
a examinar ávidamente a aquellos bípedos. Sin duda eran simios en proceso de humanización:
tenían manos con cinco dedos, la frente baja e inclinada tras los arcos muy pronunciados,
así como mandíbulas prognatas bajo una nariz pequeña y plana. El profesor vio que
dos de ellos llevaban sobre la espalda algo semejante a dos capas de piel.
Por lo tanto, había sucedido todo cuanto él predijo.
Bern sintió de pronto un agudo y rabioso sentido de soledad: el ciclo está cerrado;
lo que existía decenas de milenios atrás, había vuelto después de otros milenios…
Mientras, uno de los simios antropoides se dirigió hacia
Bern y le gritó algo; su voz resonó como una orden. El profesor advirtió que el
antropoide tenía en la mano un nudoso bastón. Era, con toda evidencia, el jefe,
y todos sus restantes compañeros lo seguían. Sólo entonces comprendió Bern el peligro
que lo amenazaba. Los antropoides se le acercaban con rapidez, trotando sobre sus
piernas curvadas. El profesor vació al aire el cargador de su pistola y corrió a
refugiarse en la selva.
Fue un error. Si lo hubiera hecho en un espacio abierto,
es poco probable que los hombres-mono pudieran alcanzarlo sobre sus piernas aún
poco adaptadas a caminar en posición erecta. Sin embargo, en la selva, la ventaja
estaba de su parte. Con gritos triunfales y estridentes, corrían de un árbol a otro,
agarrándose y lanzándose por las ramas. Algunos, después de haberse bamboleado sobre
una rama, daban enormes saltos. Delante de todos corría el jefe con el garrote.
El profesor escuchaba tras él los gritos salvajes y
triunfantes, pues los antropoides estaban a punto de alcanzarlo.
–Esto parece un linchamiento –aquella idea relampagueó
en la mente del profesor–. No debería haber corrido; el que huye, siempre es derrotado…
El corazón le latía con fuerza, le corría el sudor por
la cara, las piernas parecían llenas de algodón. En un instante, el pánico desapareció.
–¿Por qué huir? El experimento ha terminado…
El profesor se detuvo y, abrazando un tronco, se volvió
hacia sus perseguidores.
En cabeza del grupo corría de manera torpe el jefe.
Agitaba el garrote sobre su cabeza. El profesor veía sus pequeños dientes feroces.
El pelo del hombro izquierdo estaba chamuscado.
–Eso quiere decir que ya conocen el fuego –observó Bern
para sí.
El jefe lanzó un grito y dejó caer pesadamente su garrote
sobre el cráneo del profesor. El terrible golpe hizo caer a éste sobre el suelo
y le inundó la cara de sangre. Bern perdió en seguida el conocimiento, pero distinguió
aún a los hombres-mono que venían y cómo el jefe alzaba el garrote para sacudir
el último golpe. Algo plateado brilló en el cielo azul.
–A pesar de todo, la Humanidad resurge –murmuró Bern,
un instante antes de que el garrote, cayendo pesadamente sobre su cráneo, lo privase
de la posibilidad de pensar…
Algunos días más tarde se publicó la siguiente noticia:
“Hace algunos días, concretamente el 12 de septiembre,
en la reserva que se encuentra sobre el territorio del antiguo desierto de Gobi,
fue arrancado a una manada de hombres-mono un cuerpo humano. En un ionocóptero rápido,
el hombre fue transportado a la Casa de Salud de la zona habitada más cercana. A
juzgar por la estructura del cráneo, y también por los restos de su ropa, parece
pertenecer a los primeros siglos de la era de la Victoria del Trabajo.
“La vida de este hombre misterioso ya está fuera de
peligro. Después de recobrar el sentido, abrió los ojos y empezó a exclamar alegremente
algo incomprensible. Con la ayuda de la máquina lingüística universal se han podido
interpretar sus palabras. En lengua paleogermánica dijo: ‘¡Me he equivocado! ¡Qué
feliz soy de haberme equivocado!’ Y luego volvió a desmayarse.
“¿Cómo un hombre de tan remoto origen ha conseguido
conservarse con vida durante más de dieciocho milenios? Se trata, probablemente,
de un método ya conocido por nuestros científicos. En la actualidad, expediciones
especiales, organizadas por la Academia de Ciencias, están realizando investigaciones
exhaustivas.
“Se ha recomendado, por otra parte, a la sección paleontológica,
que intensifique la vigilancia en las reservas nacionales. Debe tenerse especial
cuidado en prohibir a los antropoides que usen sus herramientas de trabajo como
armas agresivas, lo que podría ejercitar una dañina influencia en el desarrollo
de sus capacidades racionales durante el proceso de evolución.
“La Presidencia de la Academia Mundial”.
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