Adolfo Bioy Casares
O cómo o para qué nos encantó
nadie lo sabe.
(Don Quijote, II, 22).
Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como
la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje.
Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos
de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo
se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime;
como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que
la compañía lo manda, parta al infinito azul…
En cuanto subí al
barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud
inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda –calculo que se le alargó una
cuarta la cara– me prometí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular.
Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo
no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra
firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda?
Procuré leer. Entre mis petates encontré, amén de la falta de revistas, El diablo
cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme!
No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría
la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté –ignoro si en
toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para parpadear– me reanimé con café
con leche tibio y con una gruesa de medialunas de la víspera. Sobre piernas flojas
bajé a tierra uruguaya.
Juraría que al chofer
del taxi le ordené: “Al hotel Cervantes”. Cuántas veces, por la ventana del baño,
que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol
solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré;
pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecí el
error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro
tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar
que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos
a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño
para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir
sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje
sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:
–Lo lamento, pero
con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines
no me queda una triste habitación.
No hubo más remedio
que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratarse a cuerpo de rey en el Nogaró, donde,
no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa
del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso,
yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que
yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared medianera y
el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al
suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto
me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden
de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los
hombros? ¿Por el cansancio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar
el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de
la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama
uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pensando que no almorzaría tarde,
que a las doce en punto haría mi entrada en el Stradella. A todo eso iba del lado
de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una
negra apostada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido,
pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo,
hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió
mi buena estrella que en plena puerta giratoria me presentaran a un caballero, un
charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos
en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana,
a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar
el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la
calle, más muerto que vivo.
Mirando cómo evolucionaban
las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco
en un banco, al sol, en la plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base
de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y
café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pronto y a las doce y media
yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café
en el bar del Nogaró. Allí contemplé por primera y última vez en mi vida a dos altas
muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy hermosa;
la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños
y derechos.
Aunque me derrumbaba
el sueño, no subí a dormir la siesta, porque el recuerdo de las muchachas era demasiado
vivido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión
de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado
de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una
de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:
–¿Vamos a dormir
la siesta?
Me pregunté si yo
soñaba –lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo–
cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.
Yo también hubiera
subido a acostarme, pero en mi tesitura, reflexioné, más valía cansar el animal.
Me saqué a tomar aire por esas calles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana.
Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio
y cuando, al fin, di con él, faltaba la Eva de ébano, joven y bien modelada, que
al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé
a la plaza Matriz; aparte de palomas, apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad
es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en
la cama, suele buscarnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo,
donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas
fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de
allí no hice más que cruzar la calle, para meterme en un barcito. Mientras bebía
el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se
apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino
y azul, anudado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte
trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas.
Cuando partieron lo felicité; respondió:
–Señor, lo que es
mío, es suyo.
Sonó hueca mi risotada,
no me atreví a pedir aclaración, me retiré al hotel. Ni bien entré me pasaron al
comedor, donde di pronta cuenta del menú. Arrastrándome como pude subí, por ascensor,
al quinto piso. No daban las diez en el reloj de la catedral cuando, en la enormidad
de mi cama camera, me volteó el sueño.
A las doce y minutos
me despertaron voces en el cuarto contiguo. Distinguí dos voces, una femenina y
otra masculina: desde el principio escuché únicamente la femenina, que era muy suave.
Imaginé a una mujer delicada y morena; una peruana, quizá. Las mujeres que prefiero
corresponden a otro tipo, pero ésta me gustaba. Algunos me reputarán tonto, por
hablar así de una mujer que yo no veía. Lo cierto es que me la representaba perfectamente.
¿De qué hablaban? No sé, ni me interesa. Tampoco sé por qué no me dormía; estaba
alerta, como si esperara algo.
Ay, a la una empezó.
Mis primeras reacciones fueron inquietud, desazón, voluntad de huir. De veras no
quería estar presente, pues me jacto de no tener por costumbre el husmear al vecino.
¿Lo creerán ustedes? Me bajó pudor, como si al verme en la coyuntura me avergonzara
de mí mismo. Salté de la cama, para dar nudillos en la pared, acaso por respeto
al pudor universal, acaso por el maligno deleite de interrumpirlos. Iba a gritarles:
“¡Piedad! ¡Un momento! ¡Ya me voy!”, cuando recordé que no tenía dónde ir, porque
el hotel estaba repleto. Recordé también la vulgaridad de nuestros contemporáneos
y comprendí que me exponía a quién sabe qué improperios.
Había que olvidar
a la pareja, so pena de caer en el insomnio, lo que era intolerable: la noche y
el día anteriores fueron duros; el programa del día siguiente, que empezaba a las
ocho de la mañana y abarcaba Colonia Suiza, no debía tomarse a la ligera. Yo estaba
exhausto. Resolví, cuerdamente, regresar al lecho, no sin antes aplicar, una última
vez, la oreja. La suavísima peruana se había vuelto más ronca; en una interminable
frase, que no tenía pausas y que era un suspiro, repetía: “Te juro te juro te juro
te juro”. Con una mueca sardónica, murmuré: “Nunca juramento tan sentido será olvidado
tan pronto”. El temor de que me oyeran me paralizó. ¿Había hablado en voz alta?
Por un instante, en el cuarto de al lado, hubo silencio. Afirmaría que lo hubo,
pero luego el jaleo continuó, a más y mejor.
Ahora anotaré una
circunstancia curiosa: la peruana gritaba, suspiraba, respiraba, resoplaba –sí,
resoplaba, como la foca en el estanque del zoológico– y a ella brindaba yo mi benevolencia,
jamás a su discreto compañero, que sólo de tarde en tarde se manifestaba, entonces
repugnantemente, como un gordo imbécil y moribundo, que agonizara babeando.
La situación abundaba,
quién lo duda, en ribetes aptos para turbar a un hombre profundamente humano. Cuando
me ponía festivo, menos mal: proyectaba al punto, con carcajada insensata, la broma
de correr por debajo de la puerta una tarjeta de visita, donde no sólo figura mi
nombre y apellido, sino mi jerarquía en la fábrica, con el mensaje: “Señor, si se
fatiga ¿me la pasa?”. Lo grave era cuando me irritaba. Si ustedes imaginaran el
cariz de mi cólera, se asustarían. En mi furor, con sombrío júbilo, auguraba el
fulmíneo triunfo del comunismo, tildaba de canalla al vecino y quería arrebatarle
la mujer. Tragándome la rabia, musité: “Yo también tengo a la Gorda”, lo
que no era igual y en aquel instante resultaba tan lejano que se volvía materia
de conjetura. Luego, conmovido, me comparaba con la pobre Pelusa –un libro para
niños que la Gorda me propinó, más o menos de contrabando–, me comparaba
con la pobre Pelusa, cuando llega junto a los altos muros del palacio, para ella
de transparente cristal, contempla el festín, clama y no la oyen. No pude aguantar,
corrí a la cama, me cubrí con las cobijas, que resultaron excesivas.
El esfuerzo para
no asfixiarme y el calor en tal grado me congestionaron que al mirarme en el espejo,
cuando encendí la luz, temí haber contraído la rubéola o el sarampión, hipótesis
que, felizmente, no se cumplió.
Fuera de las mantas
respiraba con libertad, pero en compensación oía a la pareja. ¿Qué murmuraba ahora
la peruana? Suspiraba en voz ronquísima: “Me muero me muero me muero me muero”.
Casi le grito: “Ojalá y de una vez, por favor”. Busqué refugio en El diablo
cojuelo; seguía oyendo. Busqué refugio en el sueño; apagué la luz, cerré los
ojos, traté de abstraerme; seguía oyendo. En el preciso momento en que, por lo bajo,
les echaba en cara a los vecinos mi insomnio, comprobé que ellos, como lo proclamaban
sus ronquidos alternados, por fin dormían. Con repugnancia comenté: “Deben de ser
animales marcadamente fisiológicos”, para en seguida agregar: “¡Cerdos!”.
Lejos de aliviarme,
la casi perfecta calma que se estableció en el cuarto de al lado me exasperaba.
¿Por qué negarlo? Ahora echaba de menos aquel rumor, tan matizado y sugestivo. Me
hallé desvelado y extrañamente solo. Pensé en la Gorda; loco de mí, pensé
en la vecina. Cavilé. Volví a odiar al hombre, con su reposo actual me ofendía aún
más que antes.
Quise romper mi
pasividad. “Si voy a actuar”, me dije, “actuaré con provecho”. Trabajé, pues, un
plan, para despachar abajo al hombre y visitar, en el ínterin, a la mujer. No era
posible eliminar totalmente el peligro de un escándalo, más o menos incómodo; pero
la presa bien valía el riesgo.
Cuando yo montaba
los últimos pormenores de mi plan, sonó en el otro cuarto la imperiosa campanilla
de un despertador. Vi, en mi reloj, que eran las siete y media. A continuación,
hubo el habitual trajín de gente que se levanta. Con presencia de espíritu, yo me
levanté paralelamente, sin perderles pisada, porque tenía un propósito que no dejaría
de cumplir. No era un plan delirante, como el de la noche; era un propósito humilde,
como correspondía a la sensata luz diurna. Me apresuré, saqué ventaja a los vecinos,
me planté en la puerta del cuarto. Lo reconozco: el plan se había reducido de modo
absurdo; ahora consistía en ocupar, con la prelación conveniente, un punto de mira.
Mi ambición era modesta, mi voluntad, tremenda. Yo vería a la peruana. Nadie se
mofe: sólo quien poco espera contempla lo increíble. Eso, innegablemente, es lo
que me ocurrió a mí.
Yo aguardaba, como
dije, en mi posición estratégica. Oí los pasos; ya venían, en precipitado tropel
por el corredorcito interno, que va del dormitorio a la puerta de salida. Se abrió
la puerta. ¿Qué vieron mis ojos maravillados? Un anciano diminuto, flaco y gris,
imberbe de puro viejo, que representaba mil años y estaba completamente solo.
–¿Puedo hacer la
pieza? –preguntó inopinadamente uno de esos criados que merodean, cepillo en ristre,
por los corredores de todo hotel.
–Cómo no –contestó
el vejete, lo más garifo, y creí discernir, en sus ojillos chispeantes, que por
un segundo me miraron, un dejo de burla.
En cuanto el viejo
se alejó, articulé:
–Permiso ¿puedo
pasar?
Con el pretexto
de averiguar cuánto tardaría el lavadero en devolverme una camisa imaginaria, me
colé en la habitación. Mientras departía con el criado, lo examiné todo. Allí no
había peruanas.
Sonó, en mi cuarto,
la campanilla del teléfono. Lo atendí. Me dijeron que un señor me esperaba. “¿A
estas horas?”, pregunté airadamente. Con desesperación recordé al charlatán de los
lotes en Colonia Suiza. Hubiera querido que me tragara o, mejor, que lo tragara
la tierra. Hubiera querido ser mago y hacerle creer que lo acompañaba y mandarlo
solo a ver sus lotes. Partí a mi suerte.
Al entregar la llave,
pregunté:
–¿Cómo se llama
el señor de la habitación contigua a la mía?
Consultaron libros
y respondieron:
–Merlín.
El nombre me suena,
pero ni antes ni después de esa mañana vi al sujeto.
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