Abelardo Castillo
De él, de Griffiths, he sabido que todavía en 1969 tocaba la trompeta por
cantinas cada vez más mugrientas de Barracas o el Dock, acompañado ahora
(naturalmente) por algún pianista polaco, húngaro o checo –uno de esos
pianistas bien convencionales, a los que no cuesta mucho imaginarlos cuando el
último cliente se ha marchado y los mozos apilan las sillas sobre las mesas,
tocando abstraídos, solos y como fuera del mundo, notas de una mazurca, un aire
de Brahms o una frase del Moldava , con una botella de vino sobre el piano y
una multitud de porquerías imperdonables sobre la conciencia–, algún viejo
pianista tan fracasado y canalla como él, como Israfel Sebastian Griffiths, y
acaso tan capaz de un minuto de grandeza.
La trompeta, dije. No sé, realmente. Jamás he
diferenciado bien esas cosas. Puede que Griffiths tocara la trompeta, o hasta
el clarinete. Nunca el saxo. Elijo la trompeta porque me gusta la palabra: su
sonido. Tiene forma, diría él; se la ve, saltando hacia arriba, dorada, ¿me comprende?,
como una nota limpia en la que uno siente que alcanzó lo suyo, que se tocó el
nombre. O a lo mejor sólo decía: que está en lo suyo. Porque Griffiths, claro,
era un músico pésimo. O si he de ser honrado, era algo peor; era decididamente
mediocre. Sólo que lo sabía, y esto (aparte de su nombre) era lo que asustaba
en él, lo que a mí me asustaba viéndolo soplar su corneta bajo la luz del Vodka
o del Akrópolis, invulnerable, consciente de sus límites como si fuera un genio.
Esto y el ala del demonio. Las ráfagas. Ciertas rachas de felicidad y de locura
como relámpagos de una música de efímeras o como el resplandor de un sueño
donde silbaba Otro: dos, tres endiabladas notas de oro delirante que algunas
noches parecían arrebatarlo en mitad de un chapoteo sobre cualquier remita de
formidable mal gusto, desquiciarlo del piso, hacerlo saltar de los zapatos y
del traje, salirse de él y remontarlo por las motas hasta los límites del
círculo, con trompeta y todo, no sé bien qué círculo, pero yo lo sentía así, o
como podría sentir de golpe todas las estrellas sobre mi cabeza al entrar una
noche en mi departamento o al bajar a un sótano. Y, durante ese segundo, la trompeta
del negro irrumpía triunfalmente en la otra zona, ahí donde el jazz y el tango
y un Stabat mater comienzan a ser la música, a secas. A tener algo en
común, a complicarlo todo.
No digo que estos desplazamientos le ocurriesen muy
seguido, no. Ni siquiera me atrevo a asegurar que la noche del chico Baxter
ese, noche en que el negro se identificó diez minutos con el ángel –se tocó el nombre–,
nos pasara lo del sótano y las estrellas. Pero, vamos a ver. Ya que no hay más
remedio que contar yo esta historia (no sé por qué digo que no hay más remedio,
pero de cualquier modo no lo hay, Griffiths), quiero ser muy franco. El jazz no
me gusta. Ni el hot, ni el otro. Griffiths lo sabía. Y también sabía,
aunque sin entender la razón, que yo en el fondo lo despreciaba.
–No, negro –le decía yo–. No al menos por lo que vos
imaginás, sino porque, aparte de tocar esta porquería, tocas como un mono. Francamente
sos muy malo, negro.
Él, riéndose, decía que sí. Y era cierto.
–Ves –le decía yo–, por eso. Sos propiamente lo que se
dice un negro piojoso. Y por eso te desprecio.
Creo que la misma noche en que nos conocimos se lo dije.
–Sí –reflexionó Griffiths–. Pero hay que saber darse su
lugar. Cada cosa en su sitio, ¿no? El mundo es como círculos, sabe.
–Dixit –dije–. Dale, Nietzsche.
Me miró. Le expliqué, como pude, la Doctrina de los
Ciclos. Él se divertía.
–Ése estaba loco. No. Lo que yo digo es otra cosa.
Círculos así, planos –y hacía dibujos con el dedo, sobre la mesa–. Cada uno
está en el suyo. O mejor: como si Dios nos hubiera dado a cada uno un círculo a
llenar. A mí, con esto –y levantó la trompeta–. A usted, con lo que sea –se interrumpió–.
De qué trabaja usted.
–De nada. Yo miro.
Se rio, los dientes blancos.
–No se puede llenar con nada. Eso es lo que yo digo.
Y cosas como ésta eran las que me daban miedo: las que me
hicieron seguirlo al Akrópolis.
Lo conocí en el Vodka. Una boite con zíngaros
apócrifos, whisky apócrifo y una rubiecita auténtica de ojos húmedos, que no
bien se enteró de mi oficio miró hacia un fornido ruso que debía de ser el encargado
de patearme al medio de la calle, y amagó levantarse de la mesa. Le expliqué
que no, que gracias a Dios no era periodista ni estaba preparando ninguna nota
sobre alcaloides, prostitución, o ministros degenerados, sino que hacía
cuentos, libros: en una palabra, que era una especie de Poeta. Lo que no podía
explicarle (lo que aún hoy no consigo explicarme a mí mismo) es qué manía
ambulatoria, Fuerza Misteriosa o fantasma de tranvía 20 me arrastró esa noche a
la zona del Riachuelo, ni por qué estuve un rato largo acechando la luna en tan
ambiguas y podridas aguas, ni cuando reconocí, de golpe, mi propia cara en un
espejo del Vodka. La rubiecita de los ojos me miró con desconfianza. Después
sonrió, como un gatito se acerca a un ruiseñor. Y de inmediato, con la excusa
de querer acostarse conmigo, comenzó a contarme su vida. Embelleciéndola, lista
para la imprenta. Y al tercer whisky yo le creía todo y me sentía León Bloy
dispuesto a sacarla del arroyo para siempre. Cuando oí la trompeta, y miré. O
primero miré. Y lo que me impresionó fue la actitud del negro: algo bello
(absoluto) en su manera de pararse. No sé. Algo parecido a lo que puede quizá
sentirse viendo a un torero bien plantado o a un boxeador intachable. Lo que se
llama clásico, el estilo apolíneo. Y exactamente la misma decepción, cuando
escuché la trompeta, que al ver cómo el toro lo engancha a nuestro hombre por
la culera del pantalón y lo volea a los tendidos, o al boxeador lo despatarran
de un áperca a medio segundo del saludo. Le calculé cuarenta y cinco
años. Aunque con los negros nunca se sabe, y menos con esa luz. Quizá, unos
más. Pregunté quién es. Mi rubiecita de ojos lluviosos dijo: Israfel. Caramba,
pensé yo, o lo dije, con una ironía tan fuera de sitio como incomprensible para
la muchacha. Caramba con el arcángel de la música: lo han de haber pateado del
cielo cuando la rebelión, tan negro lo veo. Y me reí, nerviosamente.
El adverbio no es literatura, no. Hay ciertos seres,
cierto tipo humano, diría, que tienen la virtud de irritarme, de hacer que
pierda el sentido de las proporciones, de los valores. Me llevaría años
explicarlo, pero en resumen es esto: los miro y los remiro y me encuentro
pensando pero por qué, por qué ellos no. Qué les falta. Y cómo hago yo para descubrirlo.
En el caso de Griffiths, por qué él, pongamos, no era Louis Armstrong. Pues lo
fascinante (ya sé, debí escribir lo espantoso) es que semejante pregunta supone
que no existe ninguna razón que la haga ridícula. Ya que uno no puede
preguntarse sin fangosidad cuál es la razón de que esa lisiada no sea Galina
Ulánova, o aquel mongoloide Einstein. ¿Entendés?, le pregunté a mi rubiecita. Y
ella respondió que sí, moviendo la cabeza de un modo tan triste que, por un
momento, me dio frío que ella entendiese realmente y que yo me hubiera pasado
más de treinta años metido en un frasco de formol mirando, como desde un acuario,
ondularse a los hermosos e insondables seres humanos. Lo que pasa es el whisky,
reflexioné; eso es lo que pasa. Y pedí una vodka y le pedí que me presentara a
Griffiths.
Y el negro y yo hablamos esa madrugada. Y muchas otras,
durante meses. Me enteré de que era norteamericano y que había tocado una noche
con Bix, así dijo simplemente: Bix. Me habló de Bolden, al que no conoció pero
al que nombraba como nosotros a Gardel, abriendo la palma de las manos hacia
afuera como para contener a una turba de ruidosos herejes, Buddy Bolden, de
quien sabía que su trompeta se escuchaba a diez millas. Yo le decía que
rebajara unos metros, y él, mirándome con una sonrisa como de fatiga o de
tristeza, decía no, créame que no le miento. Usted no se imagina lo que es New
Orleans. Es una ciudad con acústica: toda la ciudad. Rodeada de agua y de
niebla sonora, se lo juro. No es imposible que una trompeta, quiero decir, una trompeta
como aquélla, se escuche a diez millas, y aún más lejos. La música caía sobre
uno desde cualquier parte por las noches. Éramos chicos y corríamos buscando la
música, que siempre sonaba en otro sitio. Y el negro Griffiths se me perdía
hablando, a tal punto que muchas veces continuaba en inglés, para él solo, y yo
me encontraba sintiendo que no se tiene derecho a tocar tan mal con esa mirada
que tenía. De modo que yo buscaba en la oscuridad la mano de Cecilia, la
rubiecita del Vodka, con la que también caminábamos por las calles de Barracas en
aquellas noches de mi amistad (o lo que fuera) con el negro miserable aquel,
fracasado y absolutamente indigno de lástima. Negro de mierda, pensaba yo. Y
pensaba qué estoy haciendo con estos dos personajes de sainete, jugando a
hermano del negro y, de paso, acostándome con su mujer, con Cecilia. Qué me
importaba a mí el jazz, por otra parte. Griffiths lo sabía; yo me encargaba de
decírselo. Sin entrar a juzgar rarezas cool o jazz frío, o como se
llame, ideadas por tocadores de tuba con delirio que se sienten Darius Milhaud
como nuestros acordeonistas Bartók, durante tres minutos por baile, el jazz me
parecía, en términos generales, música digna de una civilización como la
nuestra: bárbara, de piel blanca, que ha encontrado una buena excusa para
contonearse, fornicar, sudar como caballos y dar gritos, sin dejar por ello de
sentirse superior a la raza salvaje que le deparó semejante distracción. Y
sospechaba que así como los judíos medievales utilizaron el comercio para
sobrevivir a nuestra hostil brutalidad, los negros, a través de su música (que
también hemos corrompido) se dan el enorme gustazo de vernos pegar saltos,
visitar la selva con nuestras pálidas mujeres y aullar, en cuatro patas, a la
luz sangrienta de la misma luna que alumbró los buenos tiempos del hacha de
sílex y los cantos alrededor de la fogata. Usted es un tipo raro, me decía
Griffiths cuando yo le comentaba sonriendo éstas o parecidas cosas: usted me desprecia,
¿no es cierto?
Yo volvía a explicarle que tocaba como un mono y él se
reía.
–Ni música sé: leer música, digo. En serio.
Irónico, lo dijo.
Y yo recordé alguna de sus conversaciones bilingües, una
pregunta que me había hecho cualquier noche por Barracas o en esta mesa del Akrópolis
donde estábamos ahora. ¿Sabe por qué Bolden y Bunk Johnson y su gente fueron la
primera orquesta de jazz? Porque ninguno de los músicos leía música. Escríbalo:
el jazz es otra cosa, no un papel pentagramado. Volví a insistir en que no era
periodista y pensé sí, otra cosa. Y me dieron ganas de partirle una silla en la
cabeza. Otra cosa, él lo sabe. Y lo mismo toca como un mono. (Otra cosa, el
jazz. Un canuto con un papel de seda dentro del viejo clarinete de Alphonse
Picou, la Calle del Canal y en algún lugar llamado el distrito de Storyville, o
simplemente el Distrito, innumerables faroles rojos: dos mil prostitutas oficiales
y diez mil clandestinas, inmortales negras riendo y cantando y copulando
durante semanas enteras. Antes, cuando todo se hacía cantando. Se moría
cantando. Seis nomás: un clarinete, un banjo, una batería y un trombón. Y una
trompeta, la del director, naturalmente. Y al cementerio. A veces, un pianista.
Nunca un saxo, para qué. En fila por la calle del cementerio, tocando detrás
del ataúd y con el piano sobre un carro, porque allá a uno lo enterraban como
había vivido, entre la música. ¿Fue jugador?, ¿rio mucho?, ¿disfrutó de buena
cerveza y grandes mujeres antes de que la policía lo matara en la calle Saint James?
¡Qué en paz descanse, compañero! Y se swingaba hasta reventar las
trompetas, y el alma. Y era la música más hot que nadie haya escuchado
en su vida. Otra cosa el jazz. Bandas de blancos con su rey blanco por la Calle
del Canal, y nosotros soplando a muerte por la calle Basin con nuestro rey zulú
ataviado de plumas y de paja. Y Bolden. Sobre todo y siempre Bolden. Bolden que
una noche, metiendo la trompeta por un agujero de la empalizada del Lincoln
Park le robó todo su público a Robichaux, tocando de rodillas como si rezara,
hasta vaciar el Lincoln Park y llevándose luego la gente por detrás, él tocando
y la gente detrás, por el medio de la calle. En New Orleans).
Otra cosa, el jazz.
–Y en el 17 –canturreé yo, en el Akrópolis– un edicto del
gobierno prohibió los faroles colorados, asesinó la música, la Marina clausuró
los quilombos y se expulsó a todas las prostitutas del Distrito. Ya lo sé, Heródoto
–pero estaba visto que ya no iba a poder callarme–. Y allá se fueron las gordas
hetairas de color, miles de negras locas rumbo a la eternidad por la Calle del
Canal. Y siguiéndolas entre la muchedumbre, la más vasta y límpida orquesta hot
sublunar: todas las bandas de jazz de New Orleans. Meta música. Me lo contaste
treinta y ocho veces, en distintos idiomas. Todo New Orleans, despidiendo a sus
luciérnagas, jubilosamente doblando a muerto por la Inocencia Perdida. ¡Música para
esas ancas pecadoras bajo la indulgente mirada de Dios!, ¡música para esas
tetas torrenciales! Música de una felicidad tan grande como para llorar cien
años. Todo New Orleans de cortejo, detrás de sus prostitutas –me interrumpí, de
un trago me tomé hasta el hielo del whisky–. Mierda –dije–. Y Los expulsados de
Poker Fíat , de Bret Harte, después de oírte a vos, vienen a ser el corso
vecinal de Villa Carriel. Palabra.
Le hice una seña al mozo.
–Era una marcha fúnebre, pero alegre –dijo Griffiths–. Y
no todas eran negras, no todas las muchachas.
–Un whisky, mozo –dije yo.
–No todas, no –dijo Griffiths.
–Natural –dije yo.
–Quién es Bret Harte –dijo Griffiths.
–Un compatriota tuyo, sólo que más muerto. Y más pálido.
–Entonces no haría jazz –dijo Griffiths pero ya hablaba
en otro sitio, como desde otro sitio, y no todas las muchachas eran negras,
algunas tenían tipo español y otras eran criollas y otras blancas, sin lágrimas
en la cara y con diamantes en el pelo, como nueces. Yéndose no por la Calle del
Canal, no por la calle blanca, sino por las calles Basin, Franklin, Iberville,
Bienville y Saint Louis, entre la música–. Tarará tá –dijo Griffiths.
Sentí como un aletazo en la nuca. Me dio miedo.
–Qué es eso –pregunté.
–Qué cosa –me miraba como perdido.
–Eso. Lo que tarareabas.
–Lo que usted dice: la Gran Marcha.
–De qué hablas.
–Un tema, mío. El pedazo de un tema que no sé, pero que
es así.
–Tuyo. Y no lo sabés.
–Claro. La música está desde antes que uno, desde
siempre. No se hace más que encontrarla –después siguió hablando, como quien
canta un salmo–. Y las muchachas pusieron sus ropas de colores sobre los carritos.
Y no hubo más luces rojas en Storyville. Y se tocó para ellas, en New Orleans.
Se imagina.
Yo me imaginé.
–Con la trompeta –dije secamente–. Contalo con la
trompeta.
Me miró como si se despertara. O yo lo miré a él, como si
me despertara. Y caí sentado en el Akrópolis. Cecilia, en una mesa no muy lejana,
emborrachaba a algún imbécil que seguramente le tocaba la pierna con la
rodilla. A nuestro lado, una pareja se besaba como si alguno de los dos fuera a
morir al rato.
–Te das cuenta –dije–. Te das cuenta de que, encima,
interpretas para este selecto auditorio de fabricantes de chacinados. Y putitas
–agregué.
Me miraba.
–Quiero decir que ni soplar fuerte podés.
–Nunca soplé fuerte. Por eso toco cool. No me
gusta, pero es más música. Escuche eso –dijo, y le brillaban otra vez los ojos:
bajo los spots, Paul, el pianista, cambió de tiempo e hizo piruetear el
tema, del blues, a La catedral sumergida, como si hubiera visto a
Debussy entrar por la puerta del Akrópolis–. ¿Se da cuenta que eso es hermoso?
Oiga el clarinete ahora.
Y hasta yo me di cuenta de que eso, como un angelito de
Botticelli soplando en el Olimpo la corneta de Marte, era un saxo.
El negro Griffiths se dio vuelta. Un muchacho rubio, el
Baxter saxofonista ese que ahora toca en el Akrópolis, improvisaba, elocuentemente,
sobre el tema de Love. Paul le guiñó un ojo a Griffiths. Cecilia miró
hacia nuestra mesa.
Griffiths dijo:
–Y es así. Y a mí me pagan y toco.
–Ese rubiecito toca bien –dije con frialdad–. Sabe lo que
quiere y a vos, Cristóbal Rilke, eso no te gusta nada. No me preguntó quién era
Cristóbal Rilke.
–Son de otra camada –dijo al rato–. Jóvenes. Ha de ser un
amigo de Paul, a veces prueba a alguno.
–Pero el conjunto lo dirigís vos.
–Sí. El conjunto sí.
Y yo no le pregunté qué era lo que no dirigía.
Baxter, disfrazado de Alban Berg en momentos de rendirle
un homenaje a Haydn, compuso suavemente un raro collage con el blues de
Paul, quien, acompasándose con los ojos, parecía dopado con miel barbitúrica.
Aquello estaba bastante bien, realmente. De modo que aseguré que era lo más
hermoso que había escuchado en el Akrópolis, o en mi vida. Cuando acabó el
solo, aplaudí un poco intempestivamente. Luego aplaudió todo el Akrópolis. El
pianista hizo un poco de La consagración de la primavera mechado con ragtime,
y yo juré que era la apoteosis. Con otro guiño, Paul invitó al negro a que se
metiera. Acá va a correr sangre, pensé. Cecilia miraba, es decir, me miraba a
mí: como pidiéndome algo. Como diciendo no. Yo me limité a sacar el labio inferior
hacia afuera y señalé con la cabeza a Baxter, como quien dice bárbaro ese
chico, y vi venir la orquesta por la Calle del Canal. Los blancos con su rey,
había dicho Griffiths, y nosotros (quiso decir los de antes, o simplemente los
negros), nosotros, soplando a muerte por la calle Basin, con nuestro rey zulú
ataviado de plumas, al encuentro de los blancos.
Griffiths se levantó y fue hacia la tarima.
Habló unas palabras al oído de Paul, que dijo sí con la
cabeza.
Cecilia estaba a mi lado, me pareció que iba a escupirme
o algo en ese estilo. La tomé del brazo y la hice sentar. Griffiths volvió. No
saqué la mano de sobre el brazo de Cecilia.
–Vamos, si quieren –dijo el negro.
–Cómo vamos –pregunté.
–Sí –dijo el negro–. Me duele el pecho. Lo autoricé a
Paul a que se arregle con el chico, por hoy. Se entienden bien.
Que le dolía el pecho era cierto. Cecilia misma me lo
dijo esa noche, o cualquier otra, en mi departamento.
–Además –dijo Cecilia– se está poniendo viejo.
–Debe de hacer treinta años que se está poniendo viejo.
Para qué lo justificas. Fuera de que no es el momento más oportuno –agregué, sacándome
los pantalones–. Ustedes las mujeres tienen cada cosa. Lo que me indigna es que
no se haya animado a echarlo, eso es lo que me indigna. Porque ¿querés que te
diga lo que va a pasar? Córrete. Va a pasar que ese cabrón, el rubio exótico
ese. Cómo se llama.
Y descubrí con inquietud que yo estaba empezando a
ponerme del lado del negro, a tocar con la banda que venía por la calle Basin,
porque cuando me olvido del nombre de alguien es mala señal.
–Baxter –dijo Cecilia.
–Ése. Va a pasar que entre él y Paul se van a quedar con
el conjunto. ¿O no viste? ¿O no viste de qué modo se entienden? Tilín tilín tu
tuaaa, schfffss pum tummpt, bu bip. Si hasta el cornudo de la batería parece Santa
Teresa, en éxtasis.
Cecilia apoyó el codo en la almohada. Con los ojos
enrejados detrás de los dedos, me espiaba, divertida.
–Qué te pasa –preguntó.
–Mirá, dejame dormir –dije.
–¿Y para eso me trajiste? –rara la voz de Cecilia,
incrédula a la altura de mi nariz. Contenta.
La miré y vi un lindo otoño. Vi un lento remolino de
hojas de oro al final de una calle mojada por la lluvia, es increíble cómo me
gustaban los ojos de Cecilia.
Apagué el velador y me di vuelta.
–Te traje –murmuré– porque a veces me da una especie de
asco imaginarte, dando tus grititos, galopada por ese etíope. Por eso te traje.
Y ahora llora que te queda lindo, Desdémona.
Cerré los ojos con fuerza. Cuando desperté era de mañana,
Cecilia, de espaldas a mi lado, miraba el cielo raso con párpados de estatua. Después
pronunció mi nombre, con lentitud; reflexionando. O como si lo clavara. Qué,
dije yo. Pero ella naturalmente no agregó una palabra. Se vistió y había sol. Y
aunque esa misma noche y muchas otras volví a verla, y a acostarme con ella, mi
último recuerdo de Cecilia es ése. Ella mirando fijamente el aire y su voz
inexorable y neutra. Y lo que no vi. Cecilia parada ahí, con la cartera marrón
colgada del brazo y su mirada lluviosa, mirándome con lástima la nuca desde esa
puerta. Estás conforme ahora, le pregunté esa noche en el Akrópolis; antes le
había explicado, a grandes rasgos, que lo que sucede es que a veces tengo arranques.
Pero ella había vuelto a ser la rubiecita del Vodka, sonreía con perplejidad y
no era necesario explicar nada.
Y así, durante todo el mes siguiente, el panorama general
fue el mismo. Salvo los rubios, una noche. Y los negros. Porque la última
noche, el Akrópolis parecía la Guerra de Secesión. Cuando me acostumbré a la rojiza
ambigüedad de la boíte, vi hasta media docena de negros entre los muchos
borrachos desconocidos, rubios, que llenaban las mesas generalmente vacías del
Akrópolis. Salvo esto y salvo Baxter, todo igual. Baxter, cada día más
brillante. Sobre todo esa noche. Su saxo, agresivo, modulando una matemática
cenagosa, lasciva y eficaz.
–Échalo –le propuse a Griffiths.
Baxter acabó Take Five y cruzó hacia el bar. Yo
aplaudí como un energúmeno. Griffiths me interrogaba con la mirada, entre el
ruido de los aplausos y algunas aprobaciones en inglés, que, súbitamente, me explicaron
la cantidad de borrachos raros que deambulaban esa noche por Barracas. Un barco
norteamericano: su tripulación. Deus ex machina, murmuré maravillado,
dejando de aplaudir.
–¿Cómo?
–Que lo eches.
Griffiths me miró como si yo hubiese dicho algo muy
extraordinario. Riéndose, sacudía la cabeza. Yo dije que, de todos modos,
alguna cosa íbamos a tener que hacer, porque hasta los mozos empezaban a darse cuenta.
Y él, inconscientemente, miró hacia el bar.
–De qué –preguntó.
Cecilia, en el bar, hablaba con Baxter.
Me reí.
–No, Salieri. Qué les puede importar eso a los mozos, ni
a nadie. Lo que medio mundo se palpita, en cambio, es que no sólo por ese lado
te haces el distraído –encendí un cigarrillo, el negro había dejado de sonreír–.
Lo que ya notó hasta mi tía es que el rubiecito y vos nunca tocan juntos.
–Quién es Salieri –preguntó él, mecánicamente.
De pronto sentí que ya estaba comenzando a hartarme. Un
amigo de Mozart, murmuré sin muchas ganas. Y de pronto me encontré diciéndole que
haber nacido en New Orleans, y tocar tan mal, venía a ser más o menos como si a
un organista le regalan la Catedral de Viena y él se pone a tirarle de la piola
a la campana. E indignado de estar indignándome traté aún de sonreír con
cinismo, mientras le decía que, encima, se llamaba Sebastian con acento en la
primera a, como Bach. Por no hablar del otro nombre, que ya era directamente
una locura, un chiste secreto de Dios. Y si no se daba cuenta de qué era lo que
estaba pasando, no en el bar. Acá, adentro. En el Akrópolis o en Buenos Aires. O
en el mundo. Y me planté la mano abierta a la altura de la solapa. O vaya a
saber adentro de dónde carajo. Si era un árbol de Navidad o qué. Un árbol de
Navidad, grité: si tenía las bolas de adorno. O por lo menos si no sabía qué
fecha era hoy, y si para eso me había hecho gastar una semana de mi vida en la
Biblioteca Lincoln y en la Embajada de su roñoso país, y pagar un diario
podrido como si fuera la edición príncipe del Arcana Caelestia. Me
levanté.
Nos miraban.
–Qué es lo que quiere –preguntó Griffiths a media voz.
–Ser negro. No mucho rato, eso sí. Lo que dura una
escupida. Cosa de no tener después ningún cargo de conciencia. Y decile a
Cecilia que me haga anotar la consumición –dije, y me fui.
Cuando estaba recogiendo el sobretodo, alguien me tomó
del brazo. Pero no era Griffiths, era Cecilia.
–Te vas –dijo.
Me sentí inmensamente cansado.
–Toma –le dije–. Dáselo.
Ella me miró; después miró el periódico, viejísimo, y
volvió a mirarme como si yo estuviera al borde de un ataque de epilepsia. Un
periódico en inglés, de 1917: hoy cumplía exactamente medio siglo. Cuatro
grandes páginas del color de la arena, del día en que las prostitutas fueron expulsadas
del Distrito y todas las orquestas de jazz de New Orleans, siguiendo sus
carritos, improvisaron un blues que era una celebración de la vida y era una
marcha fúnebre.
–Ahí tiene hasta el edicto original. Y la protesta.
Amarillenta la protesta, ajada, aduciendo las muchachas
que si la prostitución era un mal, era, al menos, un mal decente. Y nuestro trabajo,
Señor. Y también mucha alegría honrada a la hora de cantar y reír.
Fui hasta la puerta y me volví. Ella, con el periódico en
la mano, tenía la misma cara de imbécil de siempre. Le quité el periódico de un
manotón. Se oyó el saxo de Baxter.
–Mejor decile –y absurdamente agité el periódico
mostrándoselo de lejos, roto como estaba, porque al quitárselo se rompió de
viejo que era, o yo lo rompí adrede–. O mejor no le digas nada. Qué van a
entender las mujeres.
Cecilia se adelantó un paso, con ese gesto que ponen
cuando imaginan que el mundo necesita maternal ayuda. Después se quedó ahí,
quieta, sin animarse a terminar el gesto. El piano. Un redoble. El piano. El
saxo: su jadeo impuro. El saxo a goterones, dibujando pesadas flores sobre las paredes.
Yo me había quedado mirando con estupidez el diario.
–Mirá. Ve qué porquería cómo está –me oí decir y levanté
la vista. Pero Cecilia se había puesto a mirar el suelo, rápidamente. O apretó
los ojos como si le hubieran pisado un pie, o quisiera borrarme, borrarse ella
de ahí adelante. Ahora improvisaba el cornudo de la batería.
Fango con mermelada, pensé. Y me reí solo: eso era de
Thomas Mann, de La Montaña Mágica. Una tos como fango con mermelada.
Salí a la calle. El aire frío de la noche casi me voltea. El diario lo tiré al
charco ese que se forma junto al cordón de la vereda. Me sentí contento, libre:
otro.
Entonces, cuando cruzaba, escuché la trompeta.
Hear me talkin’ to ya.
Un hilo de metal agudísimo y dorado traspasándome la
nuca. O la espada incandescente de un ángel que era al mismo tiempo una palabra
y un color. Irrumpió en la melodía y la clavó, como un alfiler de oro a una
mariposa. Duró un segundo. Y se apagó, súbita. Pero no como se apaga un sonido;
sino dejando un hueco, como desaparece un objeto. En el espacio vacío se oyó el
piano, monocorde, y el susurro perplejo de los platos de bronce de la batería,
su tamborileo livianísimo, como de lluvia sobre un papel de seda. Y de
inmediato, soltándose, saltando hacia adelante como una espiral a la que se le
corta el sostén que la mantuvo envuelta sobre sí misma, el hilo de metal de la
trompeta, o la palabra dorada, de punta, perforando otra vez la melodía y
haciéndola estallar como un globo. Los tres llamados siguientes sonaron,
nítidos, en el borde mismo de aquello que decía Griffiths cuando hablaba de
círculos. Hear me talkin’ to ya, decía, un círculo tocándose con otro y
con otro y con otro, todos de distintos tamaños, de tal modo que casi no
existen espacios entre círculo y círculo, porque siempre se puede dibujar uno más
pequeño y a cada cual le ha sido destinado el suyo. Tal vez es fácil llegar al
borde, y saltar de allí, pero quién vuelve. Escúcheme lo que le digo: ellos sí
vuelven, y no siempre. Bolden saltó del suyo y acabó en el manicomio; andaba
por las calles, hablando de muchachas. Muchas veces saltó, y también Bix, y
contaban cosas de allá con la trompeta. Y si pudiera decir la Marcha, mostrarle
a Paul cómo se encendieron por última vez los faroles rojos y obligarlo a
seguirme por la calle funeral de New Orleans, yo también contaría cosas. Y
Griffiths, en Barracas, buscó afanosamente el agujero de la empalizada por
donde meter su corneta. Me reí solo en medio de la calle cuando Albertina Mac
Kay, gran puta deslumbrante, riéndose también, blandió su revólver ante las
narices de Lee Collins, su formidable calibre 38 especial cargado con balas dumdum.
Todos aplaudieron en el Akrópolis. El piano, resistiéndose, intentaba mantener
la cordura en un duro tempo cuatro por cinco, que no dejaba mover la trompeta
de Griffiths, pero ya lo íbamos sacando de allí, y el primer ladrillazo de
Daisy Parker, rebotando en un techo, anunció a medio Distrito que por ahí
andaba su amante, Louis Armstrong, a quien recibió con una granizada de
cascotes no bien asomó su redonda nariz por la esquina. Como todas las noches,
nada menos que a Armstrong y a ladrillazos: eso es la otra cosa que yo le decía.
Y la trompeta se agazapó, como para tomar impulso, dio tres toques idénticos a
los del principio y, en el hueco, sólo quedó el piano, su tecleo empecinado y
maquinal. Paul seguía del lado de Baxter. Me apoyé en una tapia, en Barracas: a
esperar. Y en la mitad de un coro, una especie de flash, súbito, como en
los tiempos en que hasta las baterías se afinaban, un redoble de pepitas de oro
sobre los platillos quebrando el tiempo de Paul, abriendo una fisura por la que
entraron juntos batería y trompeta entre una de aplausos y gritos e hilos
dorados a fuego y patadas sobre el piso que hicieron asomar a sus ventanas a
todas las muchachas del Distrito. Y un farol, rojo. Pero el saxo, entrando solapadamente
detrás del piano, me hizo el efecto de una mana helada en el cuello, repitió
con frialdad el tema de la trompeta y envolviéndose alrededor de la última nota
de Griffiths tejió, provocativamente, un contrapunto que rescató al piano del
incontrolado límite en que ahora se desbordaba la corneta del negro. Después,
no sé. Me acuerdo de esferas encendiéndose y de palabras que no se pueden
pronunciar con mis palabras, porque en algún momento, ya en el linde del último
círculo que le estaba permitido, manoteando detrás de la húmeda malla con que el
saxo envolvía las duras marcaciones del piano, reapareció, dorado y seco, el
llamado de la trompeta. Y otra luz, roja. Y me pegué un puñetazo en la palma de
la mano como quien piensa chúpate esa mandarina o yo sabía que Dios no puede
ser tan hijo de perra. Por más que el chico Baxter, su saxo, nos estuviera
demostrando a Griffiths y a mí lo que, de cualquier modo, uno también ya sabía:
que el negro no era ni la mitad de músico que Baxter; que, a partir de esa
noche, Griffiths no volvería nunca más al Akrópolis. Y recordé los ojos de
Cecilia una madrugada, su gesto de querer escupirme. Pero la trompeta del
negro, ya al borde de su último círculo, describió una pirueta, se apoyó un segundo
en el saxo y, aceptando el desafío, irrumpió en otras altas esferas de las que
ya no se vuelve, improvisando una especie de fuga que me hizo abrir grandes los
ojos en la noche atónita. Y me reí entre dientes. Y vi una catedral que era a
la vez una respuesta y un conventillo, porque a quién se le puede ocurrir
preguntarse qué está viendo. Cómo qué está viendo, amigo: la casa entre la
niebla donde nació Bunk Johnson, taratá, Bunk Johnson que perdió los dientes,
de viejo, y se quería matar dándose la cara contra las paredes, porque nadie en
el mundo, sabe, nadie en el mundo puede soplar una trompeta sin dientes. Mi
reino, o el de Dios Padre, por una dentadura, que del resto me encargo yo, de
venir como antes por la calle Basin, soplando contra el mundo, tocando a
muerte, parecidos a monos saltando entre los tachos de basura donde un chico
que se llamará Israfel buscó algo para comer alguna noche y encontró su primera
corneta, la de tocar una sola vez en la vida, y hoy se ha puesto a soplarla,
hasta que amanezca, hasta que los angelitos de Botticelli, dándose palmadas en sus
barrigas, caigan sobre Barracas desde un rajo del cielo. Esto era la otra cosa
que yo le decía. Y el piano, por fin, dio tres acordes súbitos, a dos manos, y
cambió de rumbo y se derrumbó por la bajada del puerto, ganado por el cuatro
por cuatro y detrás de Griffiths. Y Griffiths, en Barracas, se arrodilló como
quien habla con Dios y metió su trompeta por un agujero de la empalizada. Y la
música y él cayeron del otro lado, en New Orleans. Y se encendieron todos los
faroles rojos de las puertas de las muchachas. Y algunas tenían tipo español. Y
otras eran criollas. Y otras blancas. Negras o blancas, pero todas con apostura
de princesas en momentos de entrar en la Ópera, todas enamoradas de los trompetistas.
Con diamantes en el pelo, como nueces. Y ellas habían puesto sus ropas de
colores sobre los carritos y marchaban lentamente, mirando hacia adelante, por
la calle Basin. Detrás quedaban todas las luces encendidas. Pero ninguna dio
vuelta la cabeza. Y todas las orquestas de jazz de New Orleans, siguiendo sus
carritos, tocaban para ellas.
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