Julio Cortázar
A Antoni
Tàpies
Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te
hizo gracia encontrar el dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una
casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta de que era
intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para
mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento
más solitario, ningún carro celular en las esquinas próximas, acercarse con
indiferencia y nunca mirar los graffiti de frente sino desde la otra
acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote
enseguida.
Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era
en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de
queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros.
Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el
término graffiti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a
verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal
y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les
importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier
cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo
mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se
sabía demasiado de qué lado estaba verdaderamente el miedo; quizá por eso te
divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para
hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y
en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se
abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza.
Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al
pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a
veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o
dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A
mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la
hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste
miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a
divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien por si fuera poco
era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que
las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un
aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la
admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te
delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas
de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.
Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y
amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la
esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías
recorrer en un solo rápido itinerario volviste al alba, al anochecer, a las
tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de
encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía,
y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su
primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de
garaje, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos.
Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese
dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte.
Volviste al alba, después que las patrullas ralearon en su sordo drenaje, y en
el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no
mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella
sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu
departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que
te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste
morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.
Casi enseguida se te ocurrió que ella buscaría una
respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y
aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te
atreviste a acercarte al garaje, a rondar la manzana, a tomar
interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se
detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y
venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste
un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café
de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garaje y
una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero
eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro,
comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya
era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los
ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda
sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando la vuelta a la esquina y
frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un
pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión
entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se
la llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así, era horrible
pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste
con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese
naranja que era como su nombre o su boca, ella ahí en ese dibujo truncado que
los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante para
comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo
o acaso una espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un
ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los
detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo
eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los
prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no
verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se
atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más
que a morderte las manos, a pisotear las tizas de colores antes de perderte en
la borrachera y el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra
manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar
fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo
limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un
colegial que roba una tiza en la clase y no resiste al placer de usarla.
Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y
volviste a la calle del garaje. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente
limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y
en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas
con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste
tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los
pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila
de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear
al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya
seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían
borrado todavía. Volviste a mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La
agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaba a las
patrullas urbanas de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente
lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para
regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste el otro
dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la
izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo,
viste el óvalo naranja y las manchas violeta de donde parecía saltar una cara
tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé, ¿pero
qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido
ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que
siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no
había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más
completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado
tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para
hacer otros dibujos.
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