Oscar Wilde
Eran
una vez dos pobres leñadores que regresaban a su casa cruzando un gran pinar.
Era invierno y hacía un frío terrible. La nieve caía espesa sobre la tierra y
los árboles; el hielo acumulado rompía las ramas más pequeñas y débiles, y
cuando los leñadores llegaron al Torrente de la Montaña, vieron que éste
colgaba inánime en el aire porque había recibido el beso del Rey de Hielo.
Tanto frío hacía, que aun los animales, hasta los mismos pájaros, no sabían qué
hacer.
–¡Muh! –gruñó el lobo saltando entre los matorrales
con la cola entre las patas–. ¡Hace un tiempo perfectamente horrible! ¿Por qué
no trata de remediarlo el gobierno?
–¡Uit! ¡Uit! ¡Uit! –gorjeaban los verdes colorines–;
la anciana Tierra ha muerto, y le han puesto su mortaja blanca.
–La Tierra se va a desposar, y este es su traje de
bodas –murmuraban las tórtolas entre sí. Tenían sus piececitos de rosa heridos
por el hielo; pero sentían que era un deber considerar la situación de un modo
romántico.
–¡Vamos! –gruñó el lobo–. Les digo que toda la culpa
la tiene el gobierno, y a quien no me crea me lo comeré.
El lobo poseía un gran sentido práctico, y no le
faltaban nunca argumentos sólidos.
–¡Bueno, lo que es por mí –dijo un pajarillo, que
había nacido filósofo– las explicaciones me importan… una teoría atómica! Si
una cosa es así, pues es así, y ahora lo que hay es que hace un frío horrible.
Verdaderamente, el frío era atroz. Las ardillas que
vivían dentro del gran abeto no dejaban de frotarse las naricitas unas con
otras, a fin de conservarlas calientes, y los conejos permanecían acurrucados
en sus madrigueras, sin atreverse siquiera a asomarse. Los únicos seres que
parecían contentos eran los búhos; sus plumas estaban atiesadas por la
escarcha, pero eso los tenía sin cuidado; movían sus grandes ojos amarillos y
no cesaban de llamarse unos a otros a través del bosque:
–¡Tu-juit! ¡Tu-ju! ¡Tu-juit! ¡Tu-ju! ¡Qué tiempo más
delicioso tenemos!
Los dos leñadores caminaban uno tras el otro; iban
frotándose las manos violentamente, y sus botazas bastas y claveteadas dejaban
marcado el camino sobre la nieve endurecida. Una vez se hundieron en un arroyo
profundo y salieron de él blancos como los molineros cuando se mueve el molino,
y otra vez, por donde las lagunas se habían helado, resbalaron sobre la dura
llanura del hielo; se soltaron los nudos de sus gavillas de leña y tuvieron que
recogerlas y atarlas de nuevo; y otra vez se creyeron perdidos, y un gran
terror se apoderó de ellos, porque sabían cuán cruel es la nieve para quien se
duerme en sus brazos. Pero confiaban en el buen San Martín, que vela por todos
los viajeros, y, rehaciendo el camino, avanzaban prudentemente, y por fin
llegaron al final del bosque y vieron a lo lejos, en el valle que se extendía
por debajo de ellos, las luces de su aldea.
Tan locos de alegría estaban al verse salvados, que
se pusieron a reír a carcajadas. La tierra les pareció una flor de plata y la
luna una flor de oro.
Pero después de tanto reír se quedaron tristes, pues
recordaron su pobreza, y uno de ellos le dijo al otro:
–¿A qué alegrarnos, puesto que la vida es para los
ricos y no para aquellos que están como nosotros? Más nos valía haber perecido
de frío en el bosque o haber sido devorados por una fiera.
–Verdad es –contestó su compañero– que a algunos se
les da mucho y a otros bien poco. La injusticia ha repartido el mundo y no hay
partes iguales de nada, salvo de dolor.
Y he aquí que mientras lamentaban su miseria, sucedió
este hecho extraño. Cayó del cielo una estrella muy brillante y hermosa; se deslizó
hacia abajo, pasando en su curso por entre las demás estrellas, y mientras los leñadores
la contemplaban asombrados, les pareció que se hundía tras un grupo de sauces situado
junto a un pequeño establo que estaba al alcance de una piedra.
–Bueno; habrá oro para quien lo encuentre –exclamaron
los dos, y en su afán de hallar oro, echaron a correr hacia allí. Y uno de los dos
corría más aprisa; se adelantó a su compañero; siguió su carrera a través de los
sauces, salió al otro lado, y he aquí que había realmente un objeto de oro destacándose
sobre la blancura de la nieve. Se apresuró a cogerlo, se inclinó para ello y vio
que era un manto de tisú de oro adornado con estrellas y doblado con muchas vueltas.
Gritó a su camarada, diciéndole que había encontrado el tesoro caído del cielo,
y cuando el camarada llegó junto a él, se sentaron los dos en la nieve y empezaron
a desdoblar el manto para repartirse las monedas de oro. Pero ¡ay!, no había oro
en el manto, ni plata, ni tesoro de ninguna clase, sino solamente un niño pequeño
que estaba dormido.
Y uno de los leñadores le dijo al otro:
–¡Qué mal acaba nuestra esperanza! ¡Qué poca suerte tenemos!
¿Qué puede sacar un hombre de un niño? Dejémoslo aquí y sigamos nuestro camino,
ya que somos pobres y tenemos a nuestros hijos, cuyo pan no podemos dar a otro.
Pero su compañero le replicó:
–No; sería una mala acción dejar aquí a este niño para
que muera de frío entre la nieve, y aunque soy tan pobre como tú y debo dar de comer
a muchas bocas, teniendo poco en el puchero para ello, me llevaré este niño a mi
casa y mi mujer cuidará de él.
Cogió al niño con ternura, lo envolvió en el manto para
preservarlo del frío cortante y volvió a descender la colina, dirigiéndose hacia
la aldea, mientras su compañero quedaba asombrado por tanta necedad y tanta blandura
de corazón.
Y llegando a la aldea le dijo a su camarada:
–Ya que tú tienes el niño, dame a mí el manto; pues justo
es que repartamos el hallazgo.
Pero él le contestó:
–No; porque el manto no es ni tuyo ni mío, sino del niño.
¡Buena suerte, pues!
Y se despidió, dirigiéndose a su casa.
Llamó. Al abrir la puerta y ver que su marido había regresado
con felicidad, su mujer lo abrazó, lo besó, lo desembarazó del haz de leña que llevaba
a la espalda, le limpió la nieve de las botas y le dijo que entrase.
Pero él contestó:
–Encontré algo en el bosque y te lo traigo para que lo
cuides –y no pasaba del quicio.
–¿Qué es? –preguntó ella–. Muéstramelo, que la casa está
vacía y son muchas las cosas que nos hacen falta.
Él, entonces, descubrió el manto y mostró el niño dormido.
–¡Pero, hombre! –murmuró la mujer–, ¿no tenemos ya a nuestros
hijos, que necesitas traer un intruso a sentarse en nuestro hogar? ¡Y acaso nos
traiga mala suerte! ¿Y cómo voy a cuidarlo yo?
Y se puso furiosa contra su marido.
–No, que es un niño astro –contestó él, y le contó la
extraña aventura.
Pero ella no se apaciguaba; le hizo burla, se enfureció
más, y exclamó por fin:
–¿Nuestros hijos carecen de pan y vamos a dar de comer
al hijo de otros? ¿Quién atenderá entonces a los nuestros? ¿Quién les dará de comer?
–Dios cuida hasta de los gorriones y les da alimento
–repuso él.
–¿Acaso no también los gorriones mueren de hambre durante
el invierno? –contestó ella–. ¿Y no estamos ahora en invierno?
El hombre no dijo nada, pero no se movió del quicio. Un
viento horrible venido del bosque hacía temblar la puerta abierta. La mujer tiritaba
y le dijo al marido:
–¿Por qué no cierras la puerta? Penetra en casa un viento
horrible y tengo frío.
–En la casa donde hay un mal corazón, ¿no entra acaso
siempre un viento horrible? –replicó él.
La mujer calló y se acercó a la lumbre.
Después de unos momentos, volvió y miró a su marido con
los ojos arrasados de lágrimas. Él, entonces, entró rápidamente, le puso al niño
en los brazos, y ella lo besó y lo acostó en una cuna, en la cual estaba durmiendo
el más pequeño de sus hijos. Al día siguiente, el leñador cogió el extraño manto
de oro y lo guardó en un arca; y su mujer cogió una cadena de ámbar que rodeaba
el cuello del niño y la guardó también junto al manto.
Así fue como el niño astro creció con los hijos del leñador;
se sentaba a su mesa y era su compañero de juego. Y cada año que transcurría se
hacía más hermoso, y todos los habitantes de la aldea admiraban su belleza, pues
mientras ellos eran cetrinos y pelinegros, él era blanco y delicado como el marfil,
y los rizos de su cabellera se asemejaban a los anillos del narciso. Sus labios
eran como los pétalos de una flor encarnada; sus ojos, como violetas en río de agua
cristalina, y su cuerpo, como los narcisos de un campo virgen, virgen de segadores.
Pero su hermosura le inspiraba el mal. Creció altivo,
cruel y egoísta. Despreciaba a los hijos del leñador y a los demás niños de la aldea,
diciéndoles que eran de origen humilde, mientras que él era de noble estirpe, porque
había nacido de una estrella. Y se erigió en señor de todos ellos, y los llamaba
sus criados; no sentía piedad por los desvalidos, ni por los ciegos o mutilados,
ni por los afligidos, sino que, por el contrario, les tiraba piedras, los arrojaba
a la carretera y les prohibía mendigar el pan, de modo que nadie, sino los que estaban
fuera de la ley, llegaban dos veces hasta aquella aldea a pedir limosna. Estaba
convencido hasta tal punto de su propia belleza, que se reía de los raquíticos y
poco agraciados, burlándose de ellos.
El leñador y su mujer lo reprendían a menudo, diciéndole:
–Nosotros no te tratamos como tratas tú a los que se quedan
solitarios, sin tener quién los ampare. ¿Por qué te muestras tan duro para cuantos
necesitan compasión?
A menudo, también el anciano sacerdote lo mandaba llamar
e intentaba inculcarle el amor a los seres vivientes, diciéndole:
–La mosca es hermana tuya; no le hagas daño. Los pájaros
silvestres que vuelan por el bosque tienen su derecho a la vida; no te diviertas
en ponerles trampas. Dios crio al gusano y al topo y cada uno tiene designado su
puesto. ¿Quién eres tú para traer penas al mundo de Dios? Hasta el ganado del campo
alaba al Señor.
Pero el niño astro no prestaba atención a estas palabras;
ponía mal gesto, profería insultos y se iba a gobernar a sus compañeros. Y estos
lo seguían porque era hermoso y tenía los pies ligeros y sabía hacer música con
la flauta. Y dondequiera que el niño astro los llevaba, ellos lo seguían, y cualquier
cosa que el niño astro les mandaba, ellos la hacían. Y cuando él, con una caña afilada
le saltaba al topo los ojos turbios, ellos se echaban a reír; y cuando tiraba piedras
a un leproso, también se reían. En todo los gobernaba, y los hizo volverse tan duros
de corazón como él.
Un día pasó por la aldea una pobre mendiga. Tenía las
ropas desgarradas y andrajosas, los pies le sangraban a causa del áspero camino
recorrido, y toda su apariencia era miserable. Y como estaba muy cansada se sentó
a descansar debajo de un castaño.
Al verla, el niño astro dijo a sus compañeros:
–Miren, bajo aquel hermoso árbol cubierto de hojas verdes
está sentada una mendiga asquerosa. Vamos a echarla de aquí, porque es fea y desagradable.
Dicho esto se aproximó a la anciana, la apedreó y se burló
de ella. La mujer lo miraba con terror y no le apartaba la vista de encima.
Cuando el leñador, que se hallaba partiendo leños en un
montecillo cercano, vio lo que hacía el niño astro, corrió a reprenderlo, diciéndole:
–Verdaderamente tienes el corazón muy duro y no sabes
lo que es tener misericordia. ¿Qué daño te ha hecho esa pobre mujer para que la
trates de ese modo?
El niño astro se puso furioso, pateó la tierra y contestó:
–¿Quién eres tú para interrogarme acerca de lo que hago?
No soy tu hijo y no te debo obediencia.
–Dices bien –repuso el leñador–; pero yo te enseñé la
piedad cuando te hallé en el bosque.
Al oír estas palabras, la mendiga dio un gran grito y
se desmayó. El leñador la llevó a su casa, en donde su mujer la atendió y cuando
recobró el conocimiento colocaron ante ella comida y bebida para que se reconfortara.
Pero ella, en lugar de comer y beber, le dijo al leñador:
–¿No dijiste que el niño fue encontrado en el bosque?
Y ¿no son diez años los transcurridos desde entonces?
–Sí –contestó el leñador–; en el bosque encontré yo al
niño y van diez años de ello.
–Y ¿qué encontraste junto a él? –prosiguió la mendiga–.
¿No llevaba alrededor del cuello un collar de ámbar? ¿No iba envuelto en un manto
de tisú de oro bordado con estrellas?
–Cierto –contestó el leñador–, era como tú dices –y sacó,
del arca en donde los guardaban, el collar de ámbar y el manto de oro, y se los
mostró.
Al verlos, la mendiga se echó a llorar de alegría y exclamó:
–Es mi hijito, al que yo perdí en el bosque. Te suplico
que mandes pronto por él, porque vengo recorriendo el mundo en su busca.
El leñador salió con su mujer a llamar al niño astro:
–Entra en casa –le dijeron–, que allí está tu madre esperándote.
Entró el niño, con gran frialdad y asombro; pero al ver
quién lo esperaba, se echó a reír desdeñosamente, diciendo:
–¿Y dónde está mi madre? Porque aquí sólo veo a esta mendiga.
Ella le dijo entonces:
–Yo soy tu madre.
–Estás loca –exclamó él, colérico–. Yo no soy tu hijo,
tú eres una mendiga fea y harapienta. Por lo tanto, vete de aquí y no vuelvas a
mostrarme tu repugnante cara.
–No, que eres verdaderamente mi hijito, el que yo perdí
en el bosque –exclamó ella. Y cayendo de rodillas, le tendió los brazos–. Te robaron
unos ladrones y te dejaron para que murieras –continuó diciendo–; pero te he reconocido
en seguida y también reconozco el manto de tisú de oro y el collar de ámbar. Te
suplico que vengas conmigo, pues he errado por toda la tierra buscándote. Ven conmigo,
hijo mío, ven, que necesito tu cariño.
Pero el niño astro permaneció inmóvil y cerró las puertas
de su corazón. No se oía ningún ruido, salvo el del llanto de la mendiga que lloraba
de pena.
Y, por fin, habló el niño, con voz dura y severa:
–Si realmente eres mi madre –dijo– mejor hubieras hecho
en marcharte que no en venir a avergonzarme, ya que yo me creía hijo de una estrella
y no de una mendiga como tú. Vete de aquí, y que no te vuelva a ver más.
–¡Ay!, hijo mío –repuso ella–. ¿No me besarás siquiera
antes de que me vaya? Mira que mi dolor ha sido muy grande al encontrarte.
–No –contestó el niño astro–, que estás muy sucia. Besaría
a una víbora o a un sapo antes que a ti.
La mendiga se levantó entonces y se fue al bosque, llorando
amargamente. Al ver que se había ido, el niño astro se puso muy contento y volvió
junto a sus compañeros para seguir jugando.
Pero al verlo llegar, estos se volvieron contra él, diciéndole:
–Eres tan vil como el sapo y tan aborrecible como la víbora.
Márchate de aquí, que no queremos que juegues con nosotros.
Y lo echaron del jardín.
El niño astro se enfureció, murmurando:
–¿Qué es lo que me dijeron? Iré al pozo, me miraré detenidamente
y el pozo me dirá cuán hermoso soy.
Así lo hizo, pero ¡ay!… Su cara era como la de un sapo
y su cuerpo tenía escamas como el de una víbora. Entonces se echó a llorar sobre
la hierba, diciendo:
–Seguramente me sucede esto en castigo de mi pecado. He
negado a mi madre, la he echado de mi lado y me he mostrado altivo y cruel con ella.
Por lo tanto, debo ir a buscarla por todo el mundo y no descansaré hasta haberla
encontrado.
En ese instante se acercó la más pequeña de las hijas
del leñador, y poniéndole la mano encima del hombro, le preguntó:
–¿Qué te ocurre que has perdido tu hermosura? Quédate
con nosotros, que yo no me burlaré de ti.
Y él contestó:
–No, porque he sido cruel con mi madre y este mal me ha
sido enviado en castigo; así es que debo irme de aquí y andar por todo el mundo
hasta encontrar a mi madre y conseguir su perdón.
Así, marchó al bosque y llamó a su madre, pero en vano.
Todo el día la estuvo llamando; cuando se puso el sol, se tendió en un lecho de
hojas para dormir; los pájaros y todos los animalitos huían de él recordando su
crueldad, y se quedó solo. Únicamente le hacían compañía el sapo, que parecía servirle
de guardia, y la víbora, que pasaba arrastrándose lentamente.
En la mañana se levantó, cogió de los árboles algunas
frutas amargas, se las comió, y llorando lastimosamente emprendió el camino a través
del bosque inmenso. Y a todo el que encontraba le preguntaba si por casualidad había
visto a su madre. Al topo le dijo:
–Tú que andas por debajo de tierra, dime: ¿está mi madre
allí?
Y el topo le contestó:
–Me has dejado ciego, ¿cómo quieres que la vea?
Le dijo al colorín:
–Tú, que puedes volar por encima de los árboles y puedes
vislumbrarlo todo, dime: ¿no ves a mi madre?
Y el colorín le contestó:
–Me has cortado las alas por divertirte, ¿cómo quieres
que vuele?
Y a la pequeña ardilla, que vivía solitaria dentro del
abeto, le dijo:
–¿Dónde está mi madre?
Y la ardilla le contestó:
–A mí me mataste, ¿quieres acaso matarla también?
Y el niño astro lloró y bajó la cabeza, y pidió a Dios
que le perdonara todas sus culpas y siguió por el bosque buscando a su madre mendiga.
Y al tercer día había atravesado todo el bosque y descendió hacia la llanura.
Cuando pasaba por las aldeas, los niños le hacían burla
y lo apedreaban, y los campesinos no le permitían dormir en los establos, sino después
de sacar todo el estiércol; estaba tan sucio que lo echaban de todas partes y nadie
se apiadaba de él. En ningún lugar pudo saber de la mendiga, que era su madre, a
pesar de vagar por el mundo durante tres años. A menudo le parecía verla frente
a él por algún camino, y la llamaba y corría tras ella hasta ensangrentarse los
pies con los puntiagudos guijarros; pero no lograba alcanzarla y aquellos a quienes
preguntaba por ella, contestaban que sí, que la habían visto, y si no, que habían
visto otra parecida, y se reían de su pena.
Durante tres años anduvo errando por el mundo y en el
mundo no había para él ni amor, ni afecto, ni caridad; y es que aquel mundo era
el que él mismo se había fraguado en los días de su altivez.
Una noche llegó a la puerta de una ciudad rodeada de fuertes
murallas y situada junto a un río, y como estaba muy cansado y tenía los pies heridos,
decidió entrar en ella. Pero los soldados que montaban guardia no le permitieron
la entrada cruzando sus lanzas y le preguntaron duramente qué buscaba en la ciudad.
–Voy en busca de mi madre –contestó él–, y les suplico
me dejen pasar, pues quizás esté en esta ciudad.
Pero se burlaron de él, y uno de los soldados que tenía
una gran barba negra apoyó su arma en el suelo y exclamó:
–En verdad que para tu madre no habrías de ser ninguna
alegría, pues eres más feo que el sapo de la laguna y la víbora que se arrastra
por el pantano: ¡lárgate de aquí!
Otro soldado que sostenía un estandarte amarillo le preguntó:
–¿Quién es tu madre y por qué la andas buscando?
Y él contestó:
–Mi madre es una mendiga como yo, y la traté mal; te ruego
que me dejes pasar para que me perdone, si es que se ha detenido en esta ciudad.
Pero los soldados no hicieron caso de lo que decía, y
lo pincharon con sus lanzas.
Cuando ya se alejaba, llorando, llegó uno cuya armadura
tenía en incrustación flores doradas y cuyo yelmo ostentaba un león alado; llegó
y preguntó a los soldados quién era aquel que había solicitado entrar.
–Es un mendigo, hijo de una pordiosera, y lo hemos echado
de aquí –dijeron los soldados.
–No –exclamó riendo el recién llegado–, podemos venderlo
como esclavo; lo daremos por una copa de vino dulce.
Un viejo de mal aspecto que pasaba por allí dijo entonces:
–Lo compro por ese precio.
Y después de pagar lo convenido, cogió al niño astro de
la mano y entró con él en la ciudad.
Después de recorrer muchas calles, llegaron ante una puertecita
abierta en una pared, junto a la cual había un granado. El viejo golpeó la puerta
con un anillo de jaspe tallado, la puerta se abrió y bajaron por cinco escalones
de bronce a un jardín lleno de amapolas negras y jarrones verdes de barro cocido.
El viejo sacó entonces de su turbante un pedazo de seda bordado, vendó con él los
ojos del niño astro y lo hizo marchar hacia adelante. Cuando le quitó la venda,
el niño astro se encontró en un calabozo alumbrado por un farol de cuerno.
El viejo colocó encima de una mesa un pedazo de pan añejo
y le dijo:
–¡Come!
Le sirvió un poco de agua en una taza y le dijo:
–¡Bebe!
Y después de haberle visto comer y beber, se fue, cerrando
la puerta tras sí y asegurándola con una cadena de hierro.
La mañana siguiente, el viejo, que debía poseer tantas
habilidades como los magos de Libia y que había aprendido su ciencia de uno de ellos
que habitaba en las tumbas del Nilo, entró, y, con malos modos, le dijo:
–En un bosque que está cerca de las puertas de esta ciudad
de Giaours hay tres monedas de metal. Una es de metal blanco; otra, de metal amarillo,
y la tercera es de metal rojizo. Hoy me vas a traer la pieza de metal blanco, y
si vuelves sin ella te daré cien latigazos. Ve de prisa: al ponerse el sol, te esperaré
a la puerta del jardín. Y no dejes de traer el metal blanco, o te irá mal conmigo:
eres mi esclavo, pues te compré por una copa de vino dulce.
Le vendó los ojos con la venda de seda blanca, lo condujo
a través de la casa y del jardín de amapolas; le hizo subir los cinco escalones
de bronce, y, abriendo la puerta con su anillo, lo puso en la calle.
El niño astro salió de las puertas de la ciudad y llegó
al bosque.
Desde afuera, el bosque estaba hermosísimo; parecía lleno
de pájaros cantarines y de flores deliciosamente perfumadas, así es que el niño
astro penetró en él con gran alegría; pero aquel esplendor no le servía de nada,
pues dondequiera que iba, zarzas y espinas brotaban a su paso y lo cercaban, ortigas
dañinas lo pinchaban y hojas de cardo le agujereaban la piel; de modo que se encontró
pronto en terrible aprieto, y tampoco pudo hallar por ningún lado la moneda de metal
blanco, de la cual le había hablado el mago, a pesar de estar buscándola desde el
amanecer hasta el mediodía y desde el mediodía hasta la puesta del sol. Entonces
volvió a la casa llorando desconsoladamente, pues demasiado sabía lo que allí le
esperaba.
Pero al llegar a la orilla del bosque oyó un grito, como
de alguien que se quejase, que partía de un matorral; y olvidando sus propias penas,
volvió sobre sus pasos y vio una liebre pequeñita cogida en una trampa puesta por
algún cazador.
El niño astro tuvo piedad de la liebre y la liberó diciéndole:
–No soy más que un esclavo, pero puedo devolverte tu libertad.
La liebre le contestó entonces:
–Es verdad, tú me has liberado; ¿qué puedo yo darte a
cambio?
–Estoy buscando una moneda de metal blanco –le dijo el
niño astro–, no la encuentro por ninguna parte, y si no se la llevo a mi amo me
dará de palos.
–Ven conmigo –repuso la liebre–, que yo te llevaré adonde
está, pues sé dónde fue escondida y con qué fin.
El niño astro se fue con la liebre, y he aquí que dentro
de un gran roble vio la moneda de metal blanco tan buscada. Lleno de alegría la
cogió y dijo a la liebre:
–El servicio que te presté, me lo has pagado con creces,
y el cariño que te demostré me lo has devuelto centuplicado.
–No es nada –contestó la liebre–, sólo te he tratado conforme
tú me trataste.
Dicho esto, desapareció rápidamente, y el niño astro se
dirigió a la ciudad.
En la puerta de ésta se hallaba sentado un leproso. Sobre
su cara pendía una capucha de tela gris, a través de cuyos ojetes brillaban sus
ojos como carbones encendidos. Al ver llegar al niño astro, golpeó en su taza de
madera, agitó su cascabel, y llamando al niño le dijo:
–Dame una moneda, pues si no me voy a morir de hambre;
me han echado de la ciudad y no hay quién se apiade de mí.
–¡Ay! –exclamó el niño astro–, sólo tengo una moneda dentro
de mis alforjas y si no se la llevo a mi amo me apaleará, pues soy su esclavo.
Pero tanto rogó y suplicó el leproso, que el niño
astro se compadeció y le dio la moneda de metal blanco.
Cuando llegó a casa del mago, éste le abrió la puerta,
y haciéndolo entrar, le preguntó:
–¿Traes la moneda de metal blanco?
–No la traigo –contestó el niño astro.
Entonces el mago se lanzó sobre él y lo maltrató, y colocándolo
ante una mesa vacía, le dijo:
–¡Come!
Y dándole una taza vacía, añadió:
–¡Bebe!
Y lo encerró de nuevo en el calabozo.
Al día siguiente llegó y le dijo:
–Si hoy no me traes la moneda de metal amarillo te guardaré
siempre como esclavo y te daré trescientos latigazos.
El niño astro se fue al bosque y estuvo todo el día buscando
la moneda de metal amarillo, pero no pudo dar con ella por ninguna parte. A la puesta
del sol se sentó en el suelo y rompió a llorar. Mas he aquí que mientras estaba
llorando llegó la liebre a la que había liberado del cepo.
–¿Por qué lloras? –le preguntó la liebre–. ¿Y qué haces
en el bosque?
–Estoy buscando una moneda de metal amarillo que está
aquí escondida –contestó el niño astro, y si no la encuentro, mi amo me pegará y
me guardará como esclavo.
–¡Sígueme! –ordenó la liebre.
Y se fueron corriendo por el bosque hasta llegar a una
laguna. En el fondo de la laguna estaba la moneda de metal amarillo.
–¿Cómo darte las gracias? –dijo el niño astro–, pues esta
es ya la segunda vez que me salvas.
–Tú tuviste compasión de mí primero –dijo la liebre, y
desapareció veloz.
El niño astro cogió entonces la moneda de metal amarillo,
la metió en su bolsillo y se dirigió a la ciudad. Pero el leproso lo divisó de lejos,
corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, exclamó:
–Si no me das una moneda me moriré de hambre.
–No tengo en mi bolsillo más que una moneda de metal amarillo
–le dijo el niño astro–, y si no se la llevo a mi amo me apaleará y me guardará
como esclavo.
Pero el leproso le suplicó tan lastimosamente, que el
niño astro acabó por compadecerse y darle la moneda de metal amarillo. Y cuando
llegó a la casa, el mago le abrió la puerta, lo hizo entrar y le preguntó:
–¿Traes la moneda de metal amarillo? Y el niño astro hubo
de contestar:
–No la traigo.
Entonces el mago se lanzó sobre él, le pegó, lo cargó
de cadenas y lo arrojó de nuevo al calabozo.
Al otro día llegó y le dijo:
–Si me traes hoy la moneda de metal rojizo, te dejaré
libre; pero si no me la traes, te mataré indefectiblemente.
El niño astro se fue al bosque y durante todo el día buscó
la moneda de metal rojizo sin poder hallarla por ninguna parte. A la puesta del
sol se sentó y rompió a llorar, y mientras lloraba, llegó la liebre.
Y la liebre le dijo:
–La moneda que buscas se halla en la caverna que está
detrás de ti. Por lo tanto, alégrate en vez de llorar.
–¿Cómo recompensarte? –exclamó el niño astro–, pues ya
es la tercera vez que me salvas.
–Tú te compadeciste de mí primero –repuso la liebre, y
desapareció rápidamente.
Y el niño astro penetró en la caverna, y en el sitio más
recóndito halló la moneda de metal rojizo, la metió en su bolsillo y volvió a la
ciudad. Viéndolo venir, el leproso se puso en medio del camino y dijo:
–¡Dame la moneda de metal rojizo o me muero!
El niño astro tuvo lástima de él y le entregó la moneda,
diciéndole:
–Tu necesidad es mayor que la mía.
Pero su corazón quedó oprimido, pues sabía la suerte que
le esperaba.
Mas he aquí que al pasar por las puertas de la ciudad
los soldados de la guardia lo saludaron con grandes reverencias, diciendo:
–¡Qué hermoso es nuestro señor!
Y una muchedumbre lo seguía, exclamando:
–Seguramente no habrá nadie tan hermoso en el mundo.
El niño astro lloraba pensando: “Se están burlando de
mí para hacerme sentir mi desgracia”. Y tal era la muchedumbre, que el niño
astro se extravió en su camino y fue a parar a una gran plaza en la que se elevaba
el palacio de un rey. Se abrió la puerta del palacio y los sacerdotes y altos dignatarios
de la ciudad salieron a su encuentro, diciéndole prosternados:
–Tú eres nuestro señor, el hijo de nuestro rey, que estábamos
esperando.
–No –les contestó el niño astro–. Yo no soy el hijo del
rey, sino el hijo de una pobre mendiga. ¿Y por qué me dicen hermoso, si yo sé que
soy muy feo?
Entonces uno cuya armadura tenía incrustaciones de flores
doradas y cuyo yelmo ostentaba un león alado, alzó su escudo de armas y exclamó:
–¿Por qué dice mi señor que no es hermoso?
El niño astro se miró en el escudo, y he aquí que se vio
nuevamente como había sido en otros tiempos. Y los sacerdotes y los altos dignatarios
se prosternaron diciendo:
–Hace mucho fue profetizado que en este día vendría quien
habría de gobernarnos. Por consiguiente, tome nuestro señor esta corona y este cetro
y sea en su misericordia y su justicia nuestro rey.
Pero él les contestó diciendo:
–No soy digno de ello, pues he negado a mi madre que me
dio a luz, y no descansaré hasta encontrarla y conseguir su perdón. Así, pues, déjenme
ir que debo seguir errando por el mundo y no me puedo detener, aunque me ofrezcan
una corona y un cetro.
Pero al acabar de hablar, volvió su rostro hacia la calle
que conducía a la puerta de la ciudad, y ¡oh milagro!, entre la muchedumbre apiñada
tras los soldados, vio a la mendiga que era su madre y junto a ella al leproso del
camino.
Dio un grito de júbilo y corrió apartando a la gente,
y, arrodillándose ante su madre, le besó las heridas de sus pies y los regó con
sus lágrimas. Bajó la cabeza, y sollozando como el que tiene desgarrado el corazón,
le dijo:
–Madre: te negué en la hora de mi orgullo; recíbeme en
la hora de mi humildad. Madre, te aborrecí; dame tu amor. Madre, te rechacé; acoge
ahora a tu hijo.
Pero la mendiga no le respondió una palabra. Él entonces
se abrazó a los pies del leproso, diciéndole:
–Tres veces tuve compasión de ti; dile a mi madre que
no permanezca sin hablarme.
Pero el leproso no le respondió una palabra y él sollozó
de nuevo y dijo:
–Madre: mi sufrimiento es superior a mis fuerzas. Perdóname
y permíteme que vuelva al bosque. Y la mendiga, poniéndole la mano sobre la cabeza,
le dijo:
–¡Levántate!
Y el leproso, poniéndole la mano sobre la cabeza, le dijo
también:
–¡Levántate!
Se puso de pie, los miró y… ¡eran un rey y una reina!
Y la reina le dijo:
–Este es tu padre, al que socorriste.
Y el rey le dijo:
–Esta es tu madre, cuyos pies has regado con tus lágrimas.
Y lo abrazaron y lo besaron y lo llevaron al palacio,
donde lo vistieron con ropas magníficas y le colocaron la corona sobre la cabeza
y el cetro entre las manos. Y él gobernó la ciudad de junto al río. Y fue su dueño
y señor. Fue justo y misericordioso con todos; desterró al mago perverso y colmó
de grandes regalos al leñador y su mujer, y de honores a sus hijos; no toleró que
nadie se mostrara cruel con los animales ni con los pájaros; dio ejemplo de amor
y caridad, vistió al desnudo, y hubo paz y prosperidades sobre la tierra. Pero no
gobernó mucho tiempo; sus sufrimientos habían sido tan grandes y tan terrible la
fuerza de su prueba, que murió tres años más tarde.
Y su sucesor gobernó mal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario