William Faulkner
I
En el crepúsculo sangriento de septiembre, después de
sesenta y seis días sin lluvia, el rumor corrió como fuego sobre hierba seca. Se
trataba de algo relacionado con la señorita Minnie Cooper y un negro. Asaltada,
atacada, aterrorizada: entre los hombres congregados aquel sábado en la peluquería,
ninguno sabía exactamente lo que había ocurrido. El ventilador giraba sin lograr
refrescar el aire viciado por los olores y hálitos acres, mezclados con los de lociones
y pomadas.
–No puede haber sido Will Mayes –dijo
uno de los peluqueros, un hombrecito delgado, de mediana edad, que tenía cabello
color arena y un rostro bondadoso; estaba rasurando a un cliente–. Conozco a Will
Mayes. Es una buena persona. Y también conozco a la señorita Minnie Cooper.
–Y ¿tú qué sabes de ella? –preguntó
otro de los peluqueros.
–¿Quién es ella? –preguntó el cliente–.
¿Alguna muchacha?
–No –contestó el peluquero–. Debe
tener sus cuarenta años y no es casada. Precisamente por eso no creo…
–Es que debes creerlo –dijo un muchacho
pesado, cuya camisa estaba empapada de sudor–. ¿Cómo te atreves a creer más en la
palabra de un negro que en la de una blanca?
–No creo que Will Mayes lo haya hecho
–insistió el peluquero–. Conozco a Will.
–En ese caso, tú sabrás quién lo
hizo y hasta lo habrás ayudado a escapar de la ciudad, maldito negrófilo.
–No creo que nadie lo haya hecho.
Creo que no ha sucedido nada. Lo que pasa es que estas damas de cierta edad, que
no han logrado casarse, se figuran que un hombre no puede…
–¡Oiga, qué clase de blanco es usted!
–exclamó el cliente moviéndose bajo la toalla, mientras el muchacho se ponía en
pie de un salto.
–¡Que no lo crees! –dijo este último–.
¿Te atreverías a acusar a una blanca de mentirosa?
El peluquero se quedó con la navaja
en alto, sin mirar a nadie.
–La culpa es de este maldito tiempo
–opinó uno de los presentes–. Es capaz de incitar a un hombre a hacer cualquier
cosa, incluso con ella.
Nadie rio. El peluquero insistió
con su voz suave y testaruda.
–Yo no acuso a nadie de nada. Todo
lo que sé, y todos ustedes lo saben también, es que ella es una mujer que jamás
ha…
–¡Maldito negrófilo! –exclamó el
joven.
–¡Cállate, Butch! –pidió un tercero–.
Vamos a tener tiempo de sobra para proceder cuando conozcamos los hechos.
–¿Quién está haciendo la averiguación?
–preguntó el muchacho–. ¡Hechos! ¡Al diablo con los hechos! Yo…
–Tú sí que eres un blanco como debe
ser –dijo el cliente. Con su barba cubierta de espuma parecía una rata de desierto
de película–. Óyeme bien, Jack, si en este pueblo no hay hombres blancos, puedes
contar conmigo, a pesar de que soy un viajante que está aquí sólo de paso.
–Está bien, muchachos –dijo el peluquero–.
Averigüen la verdad primero. Les repito que conozco a Will Mayes.
–¡Por Dios! –exclamó el muchacho–.
Pensar que hay en este pueblo un blanco que…
–Cállate, Butch –dijo el que había
hablado después de él–. Tenemos tiempo de sobra.
El cliente se irguió para mirar a
este último.
–Pero ¿acaso pretenderán que un negro
que ataca a una blanca puede tener excusa? Usted, que es blanco, ¿se atreve a sostener
semejante cosa? Lo mejor que podría hacer es regresar al norte, de donde viene.
El sur no necesita tipos de su calaña.
–¿A qué norte? –le preguntó su interlocutor–.
Nací y me crie en este pueblo.
–Bueno, ¡por Dios! –exclamó el muchacho
mientras miraba a su alrededor con una expresión forzada y de contrariedad, como
si tratara de recordar lo que quería decir o hacer. Se pasó la manga de la camisa
por su empapado rostro–. ¡Que el diablo me lleve si yo voy a permitir que una blanca…!
–Así se habla, Jack –dijo el viajante–.
Por vida de… ellos…
La puerta metálica se abrió bruscamente
y apareció un hombre de modales desenvueltos, a pesar de su corpulencia. Usaba una
camisa blanca, abierta en el cuello, y un sombrero de fieltro. Paseó su mirada ardiente
y audaz por el grupo. Se llamaba McLendon, había mandado tropas en el frente de
Francia y había sido condecorado por su valentía.
–¡Vamos! –exclamó–. ¿Así permanecen
ustedes, sentados aquí, permitiendo que un negro ultraje a una blanca en las calles
de Jefferson?
Butch, el hombre de la camisa de
seda, saltó de nuevo. La seda de su camisa estaba pegada a su espalda y bajo cada
axila había una media luna oscura.
–Eso es precisamente lo que decía.
Eso es lo que…
–¿Acaso ha ocurrido algo realmente?
–preguntó un tercero–. No sería la primera vez que ella tiene miedo de un hombre,
como decía Hawkshaw. ¿No hace más o menos un año que se corrió una historia de un
hombre que se había subido al techo de la cocina para verla desnudarse?
–¡Cómo! –dijo el cliente–. ¿Qué historia
es esa?
Poco a poco el peluquero lo empujaba
hacia atrás en la silla; pero él se detuvo semirreclinado con la cabeza levantada,
mientras el peluquero continuaba tratando de reclinarla.
–¿Qué tiene que ver eso? –preguntó
McLendon–. ¿Van a permitir que los negros intenten estas cosas hasta que alguno
de ellos lo haga de verdad?
–¡Eso es lo que he estado diciéndoles!
–gritó Butch, quien lanzó a continuación una serie de maldiciones.
–¡Eh, eh! –exclamó otro de los presentes–.
No tan fuerte. No grites tanto.
–Sí –dijo McLendon–. Es inútil seguir
discutiendo. Ya dije lo que tenía que decir. ¿Quién está conmigo? –y, plantándose
sobre sus talones, paseó la mirada por los circunstantes.
El peluquero obligaba a su cliente
a mantener la cara inmóvil bajo su navaja.
–Infórmense bien primero, muchachos
–dijo–. Conozco a Will Mayes. No fue él. Hay que hacer las cosas en regla e ir a
buscar al alguacil.
McLendon lo miró furioso, pero el
peluquero sostuvo su mirada. Se hubiera dicho que eran dos hombres de raza diferente.
Los demás peluqueros también habían dejado de trabajar sobre sus postrados clientes.
–¡Vaya! –exclamó McLendon–. ¿Acaso
pretende creer en la palabra de un negro más que en la de una blanca?… ¡Maldito
negrófilo…!
El tercer interlocutor, que también
había sido soldado, se levantó y cogió a McLendon del brazo:
–Calma, calma. Aclaremos el asunto.
–¿Quién sabe qué ocurrió realmente?
–¡Que lo aclare el infierno! –dijo
McLendon, liberando su brazo con un brusco tirón–. Los que estén de mi parte que
se pongan de pie. En cuanto a los otros… –y miró a su alrededor, pasándose la manga
por el rostro.
Tres hombres se levantaron. El viajante
de comercio se enderezó en su sillón.
–Sáqueme este paño –dijo y tironeó
la toalla que lo envolvía–. Estoy con él. No vivo aquí, santo Dios, pero si nuestras
madres y nuestras hermanas… –se pasó la toalla por el rostro y la arrojó al piso
en seguida.
McLendon, de pie, renegaba mientras
tanto contra los otros. Un segundo cliente se levantó. Los otros permanecían sentados,
muy incómodos, y evitaban mirarse. Después, uno a uno, se levantaron y se unieron
a McLendon.
El peluquero recogió la toalla del
piso y comenzó a doblarla con cuidado.
–Amigos míos –dijo–, no hagan eso.
Will no es culpable.
–¡Adelante! –exclamó McLendon, dando
media vuelta. La culata de un revólver automático asomaba por uno de sus bolsillos.
Salieron y la puerta metálica se
cerró tras ellos, resonando en el aire muerto.
El peluquero limpió rápida y meticulosamente
su navaja, la guardó, corrió hacia el fondo de su local y cogió su sombrero.
–Volveré en cuanto pueda –dijo a
los demás peluqueros–. No puedo permitir que… –y salió corriendo.
Los otros dos peluqueros lo siguieron
hasta la puerta, que sujetaron al rebotar. Después se asomaron a la calle y lo vieron
alejarse. El aire era pesado y muerto. Dejaba en la lengua un sabor metálico.
–¿Qué puede hacer él? –preguntó el
primero.
Mientras el segundo repetía a media
voz:
–¡Santo Dios, Santo Dios…!
–No quisiera estar en el pellejo
de Will Mayes, pero tampoco en el de Hawk, pues si él llega a encolerizar a McLendon…
–¡Santo Dios, Santo Dios! –repetía
el segundo.
–¿Tú crees que el negro en verdad
le hizo algo a ella? –preguntó el primero.
II
Ella tendría treinta y ocho o treinta y nueve años.
Vivía con su madre inválida y una tía flaca, menuda y amarilla, en una casita de
madera, en cuyo pórtico se le veía cada mañana entre diez y once, envuelta en una
chambra orlada de encajes; allí se instalaba en una mecedora y permanecía hasta
el mediodía. Después del almuerzo se tendía otra vez hasta que el calor de la tarde
comenzaba a atenuarse. Entonces, vistiendo uno de los tres o cuatro vestidos de
espumilla que se hacía confeccionar cada verano, bajaba al centro de la ciudad y
pasaba la tarde en las tiendas, en compañía de otras damas, hurgándolo todo y discutiendo
precios con voz seca y sin ninguna intención de comprar.
Pertenecía a una buena familia de
Jefferson –no precisamente de las aristocráticas, pero sí de las mejores–, y conservaba
aún cierta belleza y un modo de ser y de vestirse ligeramente llamativo y burdo.
En su juventud había tenido un cuerpo esbelto y nervioso, lo que le permitió ser,
durante un tiempo, el centro de la vida mundana del pueblo, circunscrita en su mayor
parte a fiestas de escuela y de parroquia, en aquella etapa social en que sus contemporáneas
eran aún demasiado jóvenes para abrigar nociones muy precisas sobre diferencias
de clase.
Fue la última en darse cuenta de
que perdía terreno y que aquellos entre quienes ella había sido una llama un poco
más brillante, un poco más luminosa, comenzaban a saborear el placer del esnobismo
–los hombres– y de las represalias –las mujeres–. Entonces su rostro adquirió esa
expresión viva y salvaje. En las reuniones celebradas a la sombra de las verandas,
ella lucía siempre aquel gesto como una máscara o una bandera, y en los ojos ese
aire desconcertado del que rehúsa furiosamente ver la verdad. Una tarde, en una
fiesta, oyó a un joven y dos muchachas, todos compañeros de clases, que hablaban
de ella. Desde ese día, no volvió a aceptar jamás una invitación.
Vio a las muchachas, con las cuales
se había educado, casarse y tener hijos y hogar, pero ningún pretendiente serio
se le presentó a ella, y así llegó una época en que los hijos de las demás muchachas
comenzaron a llamarla tía Minnie, mientras sus madres le contaban alegremente cuán
popular había sido tía Minnie en su juventud. Por esa época la ciudad la vio pasearse
en auto los domingos por la tarde con el cajero del banco. Él era viudo, frisaba
la cuarentena, tenía un tinte muy subido y siempre olía débilmente a pomada de peluquería
o a whisky. Él fue el primero que tuvo automóvil en el pueblo, un birlocho rojo,
y Minnie la primera en lucir un sombrero y velo para automóvil. Entonces todo el
mundo comenzó a decir: “¡Pobre Minnie!”; mientras otros agregaban: “¡Después de
todo, ella tiene edad suficiente para cuidarse sola!”. Y en ese tiempo empezó a
pedirles a los hijos de sus antiguas compañeras de colegio que la llamaran “prima”
en vez de tía.
Hacía ya doce años que había sido
relegada al adulterio por la opinión pública, y ocho que el cajero partiera a hacerse
cargo de un puesto en un banco de Memphis; regresaba cada año en Navidad a pasar
un día en un club de caza, donde se efectuaba una comida anual de solteros. Detrás
de sus cortinas, las vecinas veían pasar al grupo que iba a la fiesta, y luego,
en las visitas de Navidad, le contaban a Minnie cosas de él: acerca de cuán buen
aspecto mostraba y de lo que habían oído decir sobre el éxito de sus negocios en
la ciudad, mientras observaban atentamente la expresión huraña y viva del rostro
de ella. Por lo general, durante aquellos días se le sentía en el aliento un olor
a whisky, que le procuraba un empleado de la fuente de sodas.
–Por supuesto que yo se lo compro
a la pobre muchacha. Después de todo, ella tiene derecho a divertirse un poco –decía
él.
Su madre no abandonaba nunca su habitación,
y la tía flaca y desvalida dirigía la casa, y en aquel ambiente los trajes de vivos
colores de Minnie y sus días vacíos y odiosos adquirían un aspecto de furiosa irrealidad.
Por las noches iba a algún cine, en compañía de algunas vecinas. Ahora salía únicamente
con mujeres. Y todos los días, después del almuerzo, se ponía uno de sus trajes
nuevos y bajaba sola al centro de la ciudad, donde sus jóvenes “primas” se paseaban
hasta caer el crepúsculo, agitando sus cabecitas delicadas, sedosas y finas, sin
saber qué hacer con sus brazos torpes, y conscientes de sus caderas. Tomadas del
brazo chillaban entre ellas o reían con los muchachos en las fuentes de sodas, mientras
Minnie pasaba delante de las tiendas; pero los hombres que allí permanecían ociosamente
ni siquiera la seguían ya con la mirada.
III
El peluquero subió veloz por la calle, donde los focos,
circundados por insectos, suspendían en el aire sin vida su reflejo rígido y violento.
El día había muerto en una mortaja de polvo. Por encima de la sombra sepultada en
el polvo, el cielo era tan claro como el interior de una campana de bronce. Bajo
la línea del oriente se sentía el rumor de una luna dos veces llena.
Alcanzó a McLendon y los otros en
el momento en que subían a un automóvil detenido en la callejuela. Mc Lendon asomó
su pesada cabeza por debajo del toldo.
–¿Conque cambió de parecer, eh? –dijo–.
Hizo bien. Santo Dios, cuando se sepa mañana en el pueblo la forma como habló usted
esta tarde…
–Vamos, vamos –dijo el otro ex soldado–.
Hawkshaw tenía razón. Ven, Hawk, sube al auto…
–No fue Will Mayes quien lo hizo,
admitiendo que alguno lo hiciera –afirmó el peluquero–. Ustedes saben tan bien como
yo que en ninguna parte los negros son tan buenos como aquí. Y saben también que
las damas suelen imaginarse una cantidad de cosas respecto a los hombres sin razón
alguna, y que la señorita Minnie, en resumidas cuentas…
–Claro, claro –dijo el soldado–.
Si sólo queremos decirle unas cuantas palabras al negro. Eso es todo.
–¡Vete al diablo! –gritó Butch–.
No es eso, sino que queremos terminar…
–¡Cállate, por amor de Dios! –dijo
el soldado–. ¿O quieres que todo el mundo se entere de…?
–¡Dilo no más! –exclamó McLendon–.
Diles a todos lo que se atreven a permitir que una blanca…
–Vamos, en marcha; aquí hay otro
auto.
El segundo automóvil apareció con
estrépito por entre una nube de humo en la bocacalle. McLendon puso en marcha el
suyo y partió delante. El polvo quedó suspendido como una neblina en la calle. Las
luces parecían envueltas en un nimbo de agua. Los dos autos salieron del pueblo.
Una callejuela, llena de vericuetos,
torcía en ángulo recto. Sobre ella flotaba el polvo como sobre toda la tierra. La
masa oscura de la planta frigorífica, donde el negro Mayes era velador, se alzaba
contra el cielo.
–¿No les parece que sería mejor detenernos
aquí? –preguntó el soldado.
Sin replicar, McLendon lanzó el auto
hacia delante, que se detuvo de golpe, con los faros enfocados sobre una pared blanca.
–Escuchen, muchachos –dijo el peluquero–;
si él está aquí, ¿no les bastará eso para demostrarles que no ha hecho nada? ¿No
es verdad? Si hubiera sido él, habría huido. ¿No les parece?
El segundo automóvil se detuvo junto
a ellos y McLendon descendió; Butch se apresuró a ponerse a su lado.
–Escuchen, muchachos… –repitió el
peluquero.
–¡Apaguen las luces! –ordenó McLendon.
La oscuridad cayó sobre ellos. No
se sentía más ruido que el de sus pulmones en busca del aire en el polvo seco en
que vivían desde hacía dos meses; enseguida resonaron los pasos de McLendon y de
Butch, y un momento más tarde se escuchó la voz del primero:
–¡Will…! ¡Will!...
En el este, la pálida hemorragia
de la luna aumentaba. La luna remontaba las colinas plateando el aire y el polvo,
de forma que ellos parecían respirar, vivir, en una taza de plomo derretido. No
se escuchaba ruido alguno, ni de insecto ni de pájaro nocturno; nada más que un
ligero ruido de metal en los automóviles y la respiración de los hombres. Cuando
se rozaban sus cuerpos, parecía emanar de ellos un sudor seco, como si ya no tuvieran
humedad.
–¡Cristo! –exclamó una voz–. ¡Vámonos
de aquí!
Pero no avanzaron hasta que débiles
ruidos comenzaron a crecer en la oscuridad que se extendía ante ellos; entonces
bajaron y esperaron llenos de tensión, en la oscuridad expectante. Luego se escuchó
otro ruido: un golpe, una expulsión silbante de aliento y un juramento lanzado por
McLendon entre dientes. Todavía esperaron un momento y enseguida echaron a correr.
Corrían en grupo, tropezando y dando traspiés, como si huyeran de algo.
–Mátenlo, maten al cochino –dijo
una voz.
McLendon los hizo retroceder.
–Aquí no –dijo–. Súbanlo al automóvil.
–¡Mátenlo, maten al cochino negro!
–repitió la voz.
Después arrastraron al negro hasta
el auto. El peluquero se había quedado esperando junto a éste, sintiendo que un
sudor pesado le corría por el rostro y que iba a tener náuseas.
–¿Qué pasa, capitanes? –preguntó
el negro–. Yo no he hecho nada. Lo juro por Dios, señor John.
Alguien sacó esposas y todos se agruparon
en torno del negro como si fuera un poste, y trabajaron a su alrededor mientras
se atropellaban. El negro no opuso resistencia y paseó su mirada de uno a otro.
–¿Quién está aquí, capitanes? –dijo,
inclinándose para escudriñarles los rostros hasta hacerlos sentir su aliento y el
olor de su cuerpo humeante de sudor. Dijo uno o dos nombres–. Pero ¿qué pasa?, ¿qué
he hecho, señor John?
McLendon abrió la puerta del automóvil.
–Sube –ordenó.
–¿Qué me van a hacer, señor John?
No he hecho nada. Hombres blancos, capitanes, yo no he hecho nada. Lo juro por Dios.
–Sube –ordenó McLendon.
Luego golpeó al negro. Los otros,
con la respiración seca y silbante, lo golpearon también al azar; el negro se retorció
y los insultó, agitando sus manos encadenadas delante de su rostro, golpeó en la
boca al peluquero, quien también le pegó.
–Súbanlo –ordenó McLendon.
Entre todos lo empujaron. El negro
dejó de resistirse, subió al auto y se sentó sosegadamente, mientras los demás ocupaban
sus respectivos lugares. Estaba entre el peluquero y el soldado, y encogía sus miembros
para no rozarlos; sus ojos iban incesantemente de uno a otro. Butch se subió al
estribo y el auto se puso en marcha. El peluquero se llevó el pañuelo a la boca.
–¿Qué te pasa, Hawk? –preguntó el
soldado.
–Nada –replicó el peluquero.
Volvieron al camino real y se alejaron
del pueblo. El segundo automóvil los seguía a cierta distancia, para evitar el polvo.
Así continuaron, ganando velocidad hasta dejar atrás las últimas hileras de casas.
–¡Maldición! ¡Cómo apesta el condenado!
–exclamó el soldado.
–Ya arreglaremos eso –dijo el viajante,
que iba sentado delante, junto a McLendon.
Sobre el estribo, Butch lanzaba maldiciones
contra la racha de aire tibio. El peluquero se inclinó de pronto hacia delante,
tocando el brazo de McLendon.
–Déjame bajar, John –dijo.
–Si quiere, puede saltar, negrófilo
–dijo McLendon sin voltear y acelerando.
Detrás de ellos, las luces del otro
auto brillaban en el polvo. McLendon tomó luego por un camino angosto, lleno de
surcos por falta de uso, que conducía a unos hornos de ladrillo abandonados, consistentes
en una serie de montículos rojizos, y malezas y calderas cubiertas de hiedra y sin
fondo. En otro tiempo aquel sitio había servido para pastoreo, hasta que un día
el propietario echó de menos una de sus mulas y aun cuando había tanteado con mucho
cuidado las calderas con una larga vara, no había podido encontrar ni siquiera el
fondo de ellas.
–John –repitió el peluquero.
–Salte, vamos –dijo McLendon y lanzó
el auto a toda velocidad a lo largo de las grietas.
Junto al peluquero el negro habló:
–Señor Henry.
El peluquero se echó hacia delante.
El túnel angosto del camino pasaba velozmente frente a sus ojos. El movimiento que
hacían era como el resoplido de algún horno extinguido: más fresco, pero totalmente
muerto. El auto daba saltos de surco en surco.
–Señor Henry –repitió el negro.
El peluquero comenzó a sacudir furiosamente
la puerta.
–¡Cuidado! –exclamó el soldado; pero
el peluquero, de un puntapié, la había abierto y se suspendía sobre el estribo.
El soldado se inclinó por encima
del negro y extendió las manos para cogerlo, pero el peluquero ya había saltado.
El auto continuó sin detenerse.
El ímpetu de su salto lo arrojó entre
las malezas cubiertas de polvo y fue a caer a la zanja. Una nube de polvo se levantó
a su alrededor y en medio de aquel montón crepitante de tallos secos se quedó palpitante,
sacudido de náuseas, hasta que el segundo auto pasó y se perdió de vista. Entonces
se levantó y se alejó arrastrando una pierna. Al llegar al camino principal tomó
hacia la ciudad, mientras se sacudía las ropas. La luna se hallaba más alta, navegando
ahora, clara y limpia, por el cielo; al cabo de un instante comenzaron a relucir,
bajo el polvo, las luces del pueblo. Siguió su camino, cojeando, hasta que de repente
sintió los automóviles. La luz de los faros crecía en el polvo detrás de él. Entonces
se apartó y se agachó de nuevo entre las malezas hasta que pasaron. El vehículo
de McLendon iba detrás. Adentro había ahora cuatro personas, y Butch no iba en el
estribo.
Desaparecieron tragados por el polvo.
La luz y el ruido se extinguieron. El polvo levantado flotó aún durante un instante,
pero pronto el polvo eterno volvió a absorberlo. El peluquero volvió otra vez al
camino y emprendió, cojeando, el regreso a la ciudad.
IV
Aquel sábado, mientras se vestía para comer, tuvo la
impresión de que todo su cuerpo ardía. Sus manos temblaban, sus ojos tenían un brillo
afiebrado, y sus cabellos crujían y se arremolinaban crepitantes bajo la peineta.
Todavía no había acabado de vestirse cuando sus amigas vinieron a buscarla. Esperando
que terminara, se sentaron junto a ella mientras se ponía la ropa interior, sus
medias más finas y su nuevo traje de espumilla.
–¿Te sientes bastante fuerte para
salir? –le preguntaban mientras los ojos les brillaban con un sombrío fulgor–. Cuando
te hayas recobrado de la impresión nos contarás todo, lo que él dijo e hizo, en
fin, todo.
En la oscuridad frondosa, mientras
bajaban a la plaza, ella se puso a respirar profundamente, como una nadadora que
se apresta a zambullirse, hasta que dejó de temblar. Las cuatro caminaban lentamente
a causa del terrible calor y por deferencia hacia ella. Pero cuando se aproximaron
a la plaza empezó a temblar de nuevo. Caminaba con la cabeza erguida y las manos
aferradas a sus costados, mientras junto a ella resonaban las voces de sus amigas
con esa misma cualidad afiebrada y centelleante que tenían sus ojos.
Llegaron a la plaza; ella iba en
el centro del grupo y se veía muy frágil con su traje nuevo. Cada vez temblaba más
y caminaba con más lentitud, como los niños que saborean un helado. Con la cabeza
alta y los ojos brillantes en medio del indómito estandarte que era su rostro, pasó
frente al hotel, donde los viajantes, sentados en las sillas de la acera, en mangas
de camisa, se volvían para mirarla.
–Ahí está. Ésa es. La de rosa, la
que va en medio.
–¿Con que ésa es…? Y ¿qué hicieron
con el negro? ¿Le dieron su merecido?
–Por supuesto. Todo está arreglado.
–¿De verdad?
–Claro. Él emprendió un pequeño viaje.
Después pasaron frente a la botica,
donde los jóvenes que haraganeaban en la puerta se quitaron el sombrero y siguieron
con los ojos el movimiento de sus caderas.
Siguieron su camino, mientras los
hombres se quitaban los sombreros a su paso y las voces callaban súbitamente, deferentes,
protectoras.
–¿Ves? –le decían sus amigas–. No
hay un solo negro en la plaza. Ni uno solo.
Y sus voces resonaban como el eco
de suspiros mucho tiempo contenidos.
Por fin llegaron al cine. Se habría
dicho un país encantado en miniatura, con su hall completamente iluminado
y sus litografías de colores que retrataban la vida en sus terribles y hermosas
mutaciones. Ella empezó a sentir una comezón en los labios. En la oscuridad, cuando
empezara la película, se le pasaría; allí podría contener su risa a fin de no malgastarla
tan pronto. Cruzó apresurada ante los rostros que volteaban para mirarla, cuchicheando
algo, hasta ocupar su asiento de costumbre, donde podía ver el pasillo en medio
del resplandor plateado, y a los jóvenes y muchachas que entraban en parejas.
Las luces se apagaron y la vida comenzó
a deslizarse en la sábana de plata, hermosa, apasionada y triste, mientras los jóvenes
y muchachas seguían llegando, perfumados y cuchicheando en la semioscuridad. Sus
cuerpos nerviosos y esbeltos desbordaban juventud divina. Más allá, ante ellos,
el sueño de plata se acumulaba inevitable, infinito. De repente, Minnie se puso
a reír. Tratando de contenerse, no logró sino hacer más ruido. Las cabezas comenzaron
a voltear. Ella siguió riendo hasta que sus amigas la hicieron levantarse y la llevaron
afuera. En la acera siguió sacudida por una risa aguda hasta que llegó el taxi al
cual la subieron.
En su casa le quitaron el vestido
rosa, las medias, la ropa interior, y la acostaron. Le pusieron hielo en las sienes
y mandaron buscar al médico. En su espera, siguieron aplicándole compresas de hielo,
abanicándola y hablando en voz baja. Mientras el hielo permanecía sólido, ella dejaba
de reír y se quedaba quieta, conformándose con quejarse débilmente. Mas pronto la
risa la envolvía otra vez y su voz se alzaba estridente.
–¡Shshshshsh! ¡Shshshshsh! –le susurraban
sus amigas, cambiando el hielo y acariciándole la cabeza, mientras buscaban con
disimulo sus cabellos grises–. ¡Pobrecita!
Luego se decían, cuchicheando entre
ellas:
–¿De veras crees que algo ocurrió?
–y los ojos brillaban con un resplandor perverso, apasionado y secreto–. ¡Shshshshsh!
¡Pobrecita, pobrecita Minnie!
V
Era medianoche cuando McLendon detuvo su automóvil delante
de su hermosa casa nueva, que era fresca, pequeña y coqueta como una jaula de pájaros.
Cerró la portezuela, subió al portal y entró. Su esposa se levantó de la silla donde
leía, junto a la lámpara. McLendon se detuvo en medio de la habitación y la miró
con tanta fijeza que ella bajó los ojos.
–Mira la hora que es –dijo y alzó
el brazo para mostrarle el reloj. Ella permaneció de pie frente a él, con el rostro
inclinado y la revista entre las manos. Estaba pálida y parecía cansada–. ¿Cuántas
veces te he dicho que no te quedes esperándome para saber a qué hora regreso?
–John –dijo ella, dejando la revista
sobre la mesa.
Apoyado sobre sus talones, él la
miró fijamente con sus ojos afiebrados y el rostro sudoroso.
–¿Cuántas veces te lo he dicho? –insistió,
avanzando hacia ella y cogiéndola por los hombros.
Pasiva, la mujer alzó los ojos hasta
él.
–Déjame, John. No podía dormir… el
calor… no sé qué… Déjame, John, me haces daño…
–¿Cuántas veces te lo he dicho? –repitió
él.
Golpeándola, la arrojó sobre la silla,
donde ella permaneció inmóvil; lo siguió con la mirada mientras él abandonaba la
habitación.
McLendon atravesó la casa, quitándose
a tirones la camisa empapada, hasta llegar al oscuro portal; allí se detuvo y, tras
enjuagarse la cabeza y la espalda con la camisa, la arrojó lejos. En seguida sacó
el revólver de su bolsillo, lo dejó sobre la mesita cercana a la cama, se sentó
en ésta y se quitó los zapatos y los pantalones. Sudaba otra vez. Se inclinó furiosamente
para buscar su camisa. Por fin la encontró y, secándose de nuevo, permaneció de
pie, agitado, con el cuerpo apoyado en la cama. Ni un ruido, ni un movimiento, ni
un insecto. Se hubiera dicho que el mundo oscuro yacía abatido entre la palidez
fría de la luna y el insomnio de las estrellas.
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