Marco Denevi
Con la última guerra
atómica, la humanidad y la civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como
un desierto calcinado. En cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del
piloto de una nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una
caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo sabía
llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se
disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño; su horror se
transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le
sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en
ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas
y le rogaba que volviese.
Entretanto la
tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de flores;
los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a explorar
el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente,
se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido
a los estragos de la guerra atómica.
–¿Cómo te
llamas? –le preguntó.
–Eva –contestó
la joven–. ¿Y tú?
–Adán.
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