sábado, 20 de julio de 2024

Week-end

Abelardo Castillo

 

Bueno, pensó el hombre llamado Castillo mientras el hombre llamado Barbieri detenía suavemente el automóvil frente a la estatua de Fray Cayetano Rodríguez y le decía con voz burlona que ahí estaban la estatua y la barranca y el río, que ni la estatua había abandonado su pedestal en los últimos cincuenta años ni el reloj del Cabildo había dejado de atrasar cinco minutos respecto del campanario de la iglesia, y las dos mujeres rieron, bueno, es como si la tarde estuviera por gritar, pensó. Las mujeres habían bajado del coche, una era casi una muchacha, tenía el pelo muy claro, la otra era la mujer del hombre llamado Barbieri. Ellos también bajaron. Sí, pensó el hombre llamado Castillo, ahí estaba como siempre la estatua de Fray Cayetano Rodríguez y estaban los bancos de piedra, y allá abajo el Club Náutico con su vaga apariencia de barco varado, y más lejos, en el río, el maderamen del club viejo unido como siempre a la costa por la misma larga y endeble pasarela, y el ridículo pero ahora tranquilizador monolito en mitad de la bajada, imitando vanamente una pirámide, por qué entonces esa impresión de cosa agazapada (hostil, la palabra es hostil) que los había obligado en plena tarde a hablar y reírse con un tono demasiado alto, voces y risas que se contradecían con la mansedumbre del agua, con el balanceo de las ramas de los sauces. Era un tipo más bien bajo, delgado, debía tener alrededor de treinta y cinco años pero aparentaba ser un muchacho; o quizá esto último era efecto del contraste entre él y el hombre llamado Barbieri, de cualquier modo no parecía en absoluto capaz de sobresaltarse sin motivo y menos en plena tarde (aunque de un momento a otro iba a atardecer, cómo evitarlo) en un día apacible de verano y en un lugar como aquél. El campanario comenzó a dar las siete.

–Te pasa algo –dijo entonces la muchacha. La muchacha se llamaba Silvia y ya dije que tenía el pelo claro.

Él dijo:

–No. Pasa algo –y sonrió y miró al hombre mayor–. No caigo, qué es lo que ha cambiado.

El hombre llamado Barbieri fumaba apaciblemente junto a su mujer. Podía tener entre cuarenta y cincuenta años, pero lo que contaba en él no era su edad, era su aspecto. Debía de medir casi dos metros y tenía hombros y nuca de tártaro. La mujer mayor, a su lado, parecía una criatura; la muchacha parecía de juguete.

–¿Cambiado? –se llevó un dedo a la sien, pero el gesto excluía a las mujeres, una especie de código entre él y el otro–. A vos, realmente, te pasa algo.

–No –dijo el hombre llamado Castillo–. A mí no. A la tarde –hizo un ademán vago–. A las cosas. Hay algo fuera de perspectiva, pero no es eso.

La muchacha dijo que a ella le resultaba muy hermoso. La muchacha no parecía mayor de veinte años.

–Sí –dijo él–, sí. Pero hoy está como puesto. Y es frágil. Como si en cualquier momento –pensó.

Y no pensó nada más.

–Se hace el loco –dijo sencillamente Barbieri–. Un modo de llamar la atención como cualquier otro. Yo mismo, sin ir más lejos, crecí por satanismo. Él, ya de chico… –y la mujer lo interrumpió.

–Cantaba –dijo de pronto–. Te acordás cómo cantaba, de noche, cuando era chico, haciéndose el tenor por el Colegio Normal, por el Bulevar 3 de Febrero. Al bulevar, antes, le decían la Calle Ancha, los nombres de las calles eran más reales antes –yo sentí una especie de aviso, vale decir: el hombre llamado Castillo lo sintió–. Calle de los Paraísos, por ejemplo.

Los dos hombres, ahora, se estaban mirando. El hombre llamado Barbieri dijo:

–Cantabas, sí. Cómo jodías, realmente.

–Contame cosas –dijo la muchacha.

La muchacha tenía ojos pardos, pero ahora el sol daba en las hojas de un gomero, el gomero estaba mojado quién sabe por qué, el sol saltaba de allí hasta sus ojos y era como si tuviera los ojos verdes.

–Yo me acuerdo, sí –dijo la mujer y agregó algo acerca de las canciones del hombre llamado Castillo, antes. Pero él no pudo escucharla ni siguió viendo el relámpago verde en los ojos de la muchacha porque, repentinamente, algo lo llamó desde algún sitio.

–Dios santo –dijo.

Las dos mujeres, y después Barbieri, levantaron la cabeza mirando con temor en dirección al río.

–Qué –dijo la muchacha.

–Una gaviota –dijo él–. Sobre los veleros. Cómo es posible, acá, una gaviota.

–No es una gaviota –dijo Barbieri; su voz era natural, algo sin embargo no estaba en su sitio tampoco en la voz–. Es un pterodáctilo –hablaba con la muchacha–. Vienen de las Lechiguanas, de las islas, nadie las exploró nunca y de allá vienen. Y no es la única cosa extraordinaria que vas a ver en San Pedro, si te quedas unos días. Hay vestigios de grandes helechos del Oligoceno, o de antes. Mabel los ha visto –la mujer hizo una mueca; intentó hablar pero el hombre no la dejó–. Y están los Machos Blancos, que no son, como la gente cree, una familia descendiente de algún irlandés o inglés borracho y expatriado, sino que son la última y triste progenie de los Altos Padres, los Grandes Antiguos, los albinos de la Albión de allá arriba, que vinieron a esta tierra antes de la aparición del hombre y descendieron con sus platos de fuego en lo que hoy es el tradicional barrio de Las Canaletas, junto a la laguna de San Pedro –silencio–. Y si por lo menos te quedas hasta la noche, vas a poder ver, más o menos en la dirección de aquel ligustro, a la luna más demencial del cielo del mundo, la misma que llenaba de fiebre y locura las rayas del tigre diente de sable cuando San Pedro se pronunciaba con una sola sílaba gutural que significaba, aproximadamente, Rincón de los Erguidos en dos Patas, que a su vez quería decir los Dioses –miró al hombre llamado Castillo–. Y mejor bajamos al club a tomar un whisky, cosa de justificar el delirium tremens. Gaviotas. Yo que vos vendría más seguido a San Pedro. Buenos Aires te empeora.

Le pasó el brazo por el hombro.

–Debemos parecer una figurita de la Evolución de las Razas –dijo el hombre más bajo–. Para seguir con tu historia.

En el salón del club se estaba más protegido. Dos chicos jugaban al ajedrez. El cantinero era el viejito de siempre. El hombre llamado Castillo recordó una historia cómica sobre el viejito y se rio solo. Se estaba más protegido, sí. Barbieri hablaba con la muchacha.

–Cuánto hace que lo conoces.

La muchacha hizo un gesto que significaba: mucho.

–Uf –dijo, y agregó–: veinte días. Los cuatro rieron.

–De cualquier modo ya sabrás que su mayor defecto es ver gaviotas –la muchacha, sonriendo, apartó un mechón de pelo de la frente del hombre más joven, él la miró fugazmente, ella retiró la mano–. Ya de chico era raro. Cantaba, lo alarmaban las gaviotas y jugaba al ajedrez –Barbieri se levantó, demasiado súbitamente–. Vamos a ver si te acordás –dijo, señalaba el tablero.

El otro lo miró con sorpresa. Ponerse a jugar al ajedrez era absurdo, por lo demás Barbieri casi no sabía jugar al ajedrez. Sin embargo se puso de pie. Cuando el hombre grande volvió a hablar, ya estaban lejos de las mujeres.

–Entonces, vos también lo notaste.

El hombre llamado Castillo pensó que, de un momento a otro, iba a suceder el majestuoso horror del sol sacrificado detrás de las islas. Pensó que eso ocurría todas las tardes.

–El rey va siempre en casilla de color contrario –dijo–. ¿Si ya noté qué?

Todo seguía sucediendo de un modo levemente anormal, levemente insensato. Como en un sueño, pensó con repentina y fugaz alegría. Pero tampoco así. Aquello era otra región, tan distante de la realidad como del sueño. Es, pensó de pronto, como si alguien se hubiera vuelto loco, alguien o quizá algo. Oyó la voz de Barbieri:

–Algo se ha vuelto loco.

El hombre llamado Castillo jugó peón cuatro rey.

–¿Algo? –preguntó mientras el otro movía también su peón a cuatro rey. Jugaron caballo tres alfil rey y caballo tres alfil dama–. Y bueno, sí, la idea es exactamente ésa.

Alfil cuatro alfil, las blancas; peón tres dama, las negras. Las blancas: caballo tres alfil dama.

–Vos creés que los demás también lo notan –el hombre llamado Barbieri jugó su alfil a cinco caballo rey, miró hacia la mesa donde estaban sentadas la mujer y la muchacha–. No me refiero sólo a ellas, sino a los demás. Al mundo.

El hombre llamado Castillo jugó peón cuatro dama, las negras tomaron ese peón con su caballo. El hombre llamado Castillo sonrió.

–El mundo. Yo no diría que el mundo, el mundo en general, está implicado en esto. O no sé.

Con el caballo tomó el peón negro de cuatro rey. Barbieri miró el tablero y lo miró.

–Perdés la reina –dijo.

El hombre llamado Castillo se encogió de hombros y el otro jugó alfil por dama. El hombre llamado Castillo volvió a sonreír.

–Jaque –murmuró, mientras su alfil tomaba el peón de dos alfil rey. De todos modos todavía había un orden–. No tenés más que una jugada – dijo.

El rey negro fue a dos rey. El hombre llamado Castillo saltó con su otro caballo a la casilla cinco dama.

–Mate.

Un orden precario y agónico, sí, pero un orden. Un simulacro de eternidad.

–Una celada inescrupulosa –dijo Barbieri.

–No es una celada. Es un legado. Se llamaba el Legado de Legal. ¿Te imaginás? –señaló las piezas inmóviles sobre el tablero, el dibujo que formaban–: un hombre legando esto. Cómo le llamarías a esto, una idea, una fórmula. Qué es. Qué sentido tiene para alguien que no sepa el código. Me parece que ya me está haciendo efecto el whisky.

–Sí, se te ve un poco emocionado.

–Volvamos a la mesa.

Cuando estaban por llegar, Barbieri lo detuvo:

–Yo creo que los demás no se han dado cuenta, yo creo que es lo mejor. Por otra parte, ni vos ni yo estamos muy seguros de que vaya a ocurrir nada.

Las mujeres hablaban. Era algo que tenía que ver con la historia argentina. Increíble las cosas que pueden llegar a hablar dos mujeres en un club náutico, pensó el hombre bajo y delgado. De un salto pasarían al punto cruz, a la receta de algo. Pensó que el punto cruz era, también, un legado, sintió una ternura inexplicable y absurda. Le extrañó no tener miedo.

–Vamos a dar una vuelta, antes de que oscurezca –dijo la muchacha del pelo claro.

–Sí, vamos –dijo Barbieri.

–¿Cómo salieron? –preguntó la mujer llamada Mabel.

–Nadie sabe –dijo Barbieri–. La partida aparente ocurrió, de algún modo, pero nadie sabe qué significan esos movimientos allá arriba. Yo no me dejo impresionar por la vida real.

–O sea que perdiste.

–Llámalo como quieras.

Los cuatro estaban nuevamente en el automóvil.

–Vamos para el puerto –dijo el hombre llamado Castillo–. Toma por el camino viejo.

El coche subió por una curva asfaltada. Hacia el poniente se veía el bulevar, la estatua de Fray Cayetano Rodríguez entre los árboles, los chalets de estilo californiano que, a la muchacha, le hicieron decir me gustaría vivir en ese lugar y a él, al hombre llamado Castillo, pensar que no debió decir eso. Del otro lado se abría una calle de tierra.

–No en una casa así –dijo él, al mismo tiempo que ella agregaba “pero no sé si en una” y lo miraba sorprendida, riendo. En el asiento delantero, la mujer llamada Mabel también rio. Barbieri acomodó el espejito retrovisor, miró fijamente a los de atrás y preguntó que por qué no–. Esas piedras simuladas –dijo el hombre llamado Castillo–, esos frentes de piedra simulada y esas lajas, se contradicen con el río.

–Y esos parques y sus coníferas enanas, sí –dijo irónicamente Barbieri–. Qué lástima, a lo mejor estuviste a punto de transformarte en una especie de Lot. Pero sospecho que aplicaste un criterio demasiado estético. La miércoles que está poceado este camino, me va a desarmar todos los elásticos. Miré a tu pueblo –agregó sin transición, con tremolante voz de bajo–, y no encontré un solo justo –la mujer que iba a su lado lo miraba–. Y vos no te rías, Mabel, porque me estoy preguntando cuánto hace que no decimos la misma cosa al mismo tiempo. Che, en serio, esta calle está imposible.

–Volvamos –dijo la mujer.

–Eso se dice fácil –dijo Barbieri.

El coche dobló y se metió de lleno en una especie de callejón abierto en la barranca. Abajo, se veía el río. El camino viejo comenzaba más allá, después de la curva. Ahora tenían a la derecha la pared de la barranca y a la izquierda los garabatos y los espinillos. Hinojos, pensó el hombre que iba junto a la muchacha, éramos chicos y veníamos acá, a juntar hinojos.

–Es hermoso –dijo la muchacha.

–Todavía no viste lo mejor –la voz del hombre que manejaba ya no era festiva, era ambigua–. Los monstruos.

El hombre llamado Castillo le miró el pelo a la muchacha y se dio cuenta de que éste era el momento exacto del atardecer. No quiso mirar hacia atrás. Vio, en el pelo, el crepúsculo y sus lentos fuegos. La mujer llamada Mabel se dio vuelta en su asiento y habló con la muchacha.

–No le hagas caso. Después de la curva hay una callecita larga, ahí empieza. Es el camino viejo. Del lado del río están los ranchos, del otro la loma de la barranca, las cuevas. A veces hay ranchos de los dos lados, vieras los colores, y casitas de madera y lata, y te parece que vas por un patio largo. En realidad es un patio, el patio de ellos. Hay gallinas, y chicos.

Y el jardín, recordó de pronto el hombre llamado Castillo. Un poco más allá de la bajada del puerto tenía que estar el jardín. Los hinojos estaban allí. Iba a decirlo pero no supo cómo.

–Los chicos tienen la mirada amarilla –dijo Barbieri–. Hay hasta de ojos dorados, pero menos. De las gallinas no me acuerdo bien. Los de ojos dorados son los monstruos propiamente dichos; los otros, me inclino a creer que forman una especie intermedia. Algo así como mutantes. No, fuera de broma, hay chicos de una belleza increíble. O al menos había, porque en realidad hace demasiado tiempo que no vengo por acá. Mirá, allá, allá se ve uno.

A unos veinte metros, un chico de cinco o seis años, totalmente desnudo, estaba como apostado en el recodo por el que se entraba en el camino viejo. Como apostado, ésa era la idea exacta. Al ver el coche, dio media vuelta y desapareció. El hombre llamado Barbieri aceleró un poco.

–Tené cuidado –dijo la mujer.

Estaba oscureciendo. O mejor, el aire tenía esa cenicienta transparencia que sigue al atardecer.

Cuando entraron en el camino, el chico no se veía por ninguna parte.

–Mirá, mirá las casitas –dijo la mujer.

–Pero no se ve a nadie –dijo la muchacha.

Sin embargo están allí, pensó el hombre que iba junto a ella. Le pareció haber visto, a través de una ventana, la silueta inmóvil de una mujer. Barbieri lo miraba por el espejo.

Un trecho más allá, vieron a la pareja. Un muchacho y una adolescente. Él la besó en el preciso instante que pasaba el auto. Fue un gesto deliberado y al mismo tiempo natural.

–Son hermosos. Y lo saben –dijo el hombre llamado Castillo.

Barbieri dijo:

–Lo que no sé si saben es que pasamos por allí.

–Es cierto –dijo la muchacha–. Por un momento tuve la impresión de que… No sé. Tengo frío.

–Hace, no te preocupes. En cuanto a lo otro, son reales. Mirá ese viejo, por ejemplo.

–Cuál, qué viejo –dijo la mujer llamada Mabel–. Dónde.

No había ningún viejo, el hombre llamado Castillo también lo sabía, pero lo admiró la astucia de Barbieri: había conseguido que las dos mujeres miraran hacia el lado de las casas, no hacia las cuevas.

–Fue una broma. Ahí tienen un chico, y bien real. Si le miran debajo de la cintura van a ver que no miento.

Desnudo, un chico de seis o siete años nos miraba seriamente desde la puerta de una de las casas de madera y lata. Quiero decir que miraba a los cuatro ocupantes del coche, dos de los cuales, la muchacha y la mujer, lo saludaron agitando la mano. El chico no hizo un gesto. Un enorme perrazo negro se abalanzó sobre el auto y, ladrando, los persiguió un trecho. En los próximos cien metros no volvieron a ver a nadie. Después sí, a una vieja, de espaldas, regando un cantero de dalias, a otro chico inmóvil y desnudo, a un viejito que afilaba un palo con un cuchillo y que, sorpresivamente, al pasar el coche, guiñó un ojo en dirección a la muchacha.

–La bajada del puerto está detrás de aquella curva –dijo Barbieri. Frenó el coche sin parar el motor y encendió un cigarrillo. Después movió una o dos veces la palanca de cambio. Se oyó un ruido desagradable–. Esta es la mejor hora para mirar el río –detuvo el motor y abrió la puerta–. Me voy a apreciar el atardecer desde aquellos espinillos. Preferiría que las mujeres se quedaran en el auto –dijo al bajar, llevándose con toda naturalidad la mano a la bragueta.

El hombre más joven también bajó.

–Qué pasa –preguntó.

–Que no hay marcha atrás, y no es una metáfora. O sí lo es. De cualquier modo, la caja de velocidades está rota, algo así. El otro hizo un esfuerzo. Dijo:

–Y vos, qué esperabas.

–No sé. Supongo que algo menos… explícito. Se rieron.

–Cuando les dijiste lo del viejo fue por el pie. Un pequeño pie asomando desde una de las cuevas. Una piernita de chico, vertical, y en el extremo superior, un pie.

–Sí –dijo Barbieri–. Qué pensás.

–Que se están divirtiendo. Y vos.

–En absoluto.

–No me entendiste. Te pregunto qué pensás vos.

–Que en absoluto se están divirtiendo. Vení, volvamos al coche.

Subieron al auto. Las mujeres habían encendido la radio y se escuchaba una melodía estrafalaria y pegadiza. El auto arrancó, casi alegremente.

–Fue una buena idea –dijo Barbieri. Le acarició la cara a la mujer.

El camino seguía en lo alto la curva del río. La bajada del puerto estaba unos cien metros más allá de la curva, después de una acacia. Esta vez no había ningún chico apostado en el recodo. El coche avanzaba festivamente, envuelto en el crepúsculo y la música. Barbieri hablaba de lo que harían esa noche después de la cena, irían al baile aniversario del Centro de Comercio, eso es lo que harían, y ellos dos se emborracharían y brindarían por el reencuentro y estarían Emilio y el japonés Foli que no era japonés sino más bien un loco formidable, la muchacha ya los iba a conocer, y la mujer llamada Mabel proyectaba lo que harían al día siguiente, en el Náutico, y a la muchacha le brillaban los ojos y el pelo se le había vuelto como una ceniza dorada con la última luz de la tarde, y llegaron a la curva. Barbieri levantó el volumen de la radio. Entonces vieron a la nena. Era tan infantilmente hermosa en su desnudez que la muchacha sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó al pasar que le dijera su nombre. La nena se dio vuelta y, doblada en dos, asomó la cara por entre las piernas. Sin embargo, es absolutamente natural, pensó el hombre llamado Castillo mientras la muchacha a su lado decía que detuvieran un momento el coche, que esa criatura era un ángel, y Barbieri aceleraba al compás de la música preguntándole si no se daba cuenta de que la noche se les estaba viniendo encima. El coche dobló en el recodo y el camino se oscureció de pronto. Ya no había casas ni animales, sólo la barranca y, hacia el lado del río, los matorrales de garabatos. En algún lugar debía estar la acacia. Con los faros apagados el coche iba soltando guitarras eléctricas y pájaros estrafalarios. La mujer movía la cabeza al compás con un vago gesto de ebria, la muchacha tenía los ojos muy abiertos. El hombre llamado Barbieri volvió a levantar el volumen de la radio.

–Yo me acuerdo de una encina –decía–. O de una acacia –hablaba casi a gritos, a causa de la música–. En seguida venía la bajada. No puede andar lejos. Vamos a salir de ésta, les juro.

–Qué –dijo la mujer.

–Que esta noche me emborracho y te hago reina, ¿cuánto hace que no bailamos?, y que por acá tiene que haber un nogal, o una encina. Un árbol grande. Y vos también te vas a emborrachar, y me voy a olvidar que estás gorda y vas a bailar descalza en el techo del auto, te acordás cuando me desfondaste el capot del Ford 49, ¿cuánto hace?, y eso que entonces eras una gurrumina peor que aquélla. Hoy, otra vez, te lo juro. Tiene que estar por acá nomás. Dios mío, si era un árbol copudo. Un lindo árbol.

Habían hecho más de cien metros, entre matorrales tan idénticos y tupidos como una pared.

–Ya está bien –dijo el hombre llamado Castillo–. Trata de encender las luces.

Pensó que las luces no iban a encenderse. Pensó que, desde hacía un buen rato, el otro venía pensando lo mismo. El auto frenó en seco y Barbieri apagó la radio.

–Sí, va a ser lo mejor. Pero espera un poco.

El hombre llamado Castillo sintió que la muchacha se apretaba contra su brazo. Todavía pudo ver su perfil, las hilachas de ceniza de su pelo. En el silencio oyó, como si fuera un recuerdo y no un sonido, el remoto murmullo del agua.

–Qué pasa –dijo la mujer.

El hombre llamado Barbieri le pasó suavemente el brazo por el cuello y le hizo apoyar la cabeza en su hombro.

–Nada –dijo–. Las cosas han cambiado un poco en todo este tiempo.

El camino terminaba abruptamente, algo más allá, vedado como por un cerco de penumbra. El jardín, sintió el hombre llamado Castillo, allí estaba el jardín, el corazón dulce de los hinojos y, en alguna parte, el atajo, la otra calle que subía, nadie sabe cómo, hacia las viejas veredas del pueblo, las altas veredas de tierra resplandecientes de estrellas.

El hombre llamado Barbieri bruscamente encendió los faros. Delante de ellos, cerrándoles el paso, había un grupo de hombres silenciosos, inexpresivos e inmóviles. Cuando las luces volvieron a apagarse y sólo se oyó en la noche el rumor del agua, el hombre llamado Castillo apretó suavemente la mano de la muchacha.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario