Abelardo Castillo
Bueno, pensó el hombre llamado Castillo mientras el
hombre llamado Barbieri detenía suavemente el automóvil frente a la estatua de
Fray Cayetano Rodríguez y le decía con voz burlona que ahí estaban la estatua y
la barranca y el río, que ni la estatua había abandonado su pedestal en los
últimos cincuenta años ni el reloj del Cabildo había dejado de atrasar cinco
minutos respecto del campanario de la iglesia, y las dos mujeres rieron, bueno,
es como si la tarde estuviera por gritar, pensó. Las mujeres habían bajado del
coche, una era casi una muchacha, tenía el pelo muy claro, la otra era la mujer
del hombre llamado Barbieri. Ellos también bajaron. Sí, pensó el hombre llamado
Castillo, ahí estaba como siempre la estatua de Fray Cayetano Rodríguez y
estaban los bancos de piedra, y allá abajo el Club Náutico con su vaga
apariencia de barco varado, y más lejos, en el río, el maderamen del club viejo
unido como siempre a la costa por la misma larga y endeble pasarela, y el
ridículo pero ahora tranquilizador monolito en mitad de la bajada, imitando
vanamente una pirámide, por qué entonces esa impresión de cosa agazapada
(hostil, la palabra es hostil) que los había obligado en plena tarde a hablar y
reírse con un tono demasiado alto, voces y risas que se contradecían con la mansedumbre
del agua, con el balanceo de las ramas de los sauces. Era un tipo más bien
bajo, delgado, debía tener alrededor de treinta y cinco años pero aparentaba
ser un muchacho; o quizá esto último era efecto del contraste entre él y el
hombre llamado Barbieri, de cualquier modo no parecía en absoluto capaz de
sobresaltarse sin motivo y menos en plena tarde (aunque de un momento a otro
iba a atardecer, cómo evitarlo) en un día apacible de verano y en un lugar como
aquél. El campanario comenzó a dar las siete.
–Te pasa algo –dijo entonces la muchacha.
La muchacha se llamaba Silvia y ya dije que tenía el pelo claro.
Él dijo:
–No. Pasa algo –y sonrió y miró al hombre
mayor–. No caigo, qué es lo que ha cambiado.
El hombre llamado Barbieri fumaba
apaciblemente junto a su mujer. Podía tener entre cuarenta y cincuenta años,
pero lo que contaba en él no era su edad, era su aspecto. Debía de medir casi
dos metros y tenía hombros y nuca de tártaro. La mujer mayor, a su lado,
parecía una criatura; la muchacha parecía de juguete.
–¿Cambiado? –se llevó un dedo a la sien,
pero el gesto excluía a las mujeres, una especie de código entre él y el otro–.
A vos, realmente, te pasa algo.
–No –dijo el hombre llamado Castillo–. A mí
no. A la tarde –hizo un ademán vago–. A las cosas. Hay algo fuera de
perspectiva, pero no es eso.
La muchacha dijo que a ella le resultaba
muy hermoso. La muchacha no parecía mayor de veinte años.
–Sí –dijo él–, sí. Pero hoy está como
puesto. Y es frágil. Como si en cualquier momento –pensó.
Y no pensó nada más.
–Se hace el loco –dijo sencillamente
Barbieri–. Un modo de llamar la atención como cualquier otro. Yo mismo, sin ir
más lejos, crecí por satanismo. Él, ya de chico… –y la mujer lo interrumpió.
–Cantaba –dijo de pronto–. Te acordás cómo
cantaba, de noche, cuando era chico, haciéndose el tenor por el Colegio Normal,
por el Bulevar 3 de Febrero. Al bulevar, antes, le decían la Calle Ancha, los nombres
de las calles eran más reales antes –yo sentí una especie de aviso, vale decir:
el hombre llamado Castillo lo sintió–. Calle de los Paraísos, por ejemplo.
Los dos hombres, ahora, se estaban mirando.
El hombre llamado Barbieri dijo:
–Cantabas, sí. Cómo jodías, realmente.
–Contame cosas –dijo la muchacha.
La muchacha tenía ojos pardos, pero ahora
el sol daba en las hojas de un gomero, el gomero estaba mojado quién sabe por
qué, el sol saltaba de allí hasta sus ojos y era como si tuviera los ojos
verdes.
–Yo me acuerdo, sí –dijo la mujer y agregó
algo acerca de las canciones del hombre llamado Castillo, antes. Pero él no
pudo escucharla ni siguió viendo el relámpago verde en los ojos de la muchacha
porque, repentinamente, algo lo llamó desde algún sitio.
–Dios santo –dijo.
Las dos mujeres, y después Barbieri,
levantaron la cabeza mirando con temor en dirección al río.
–Qué –dijo la muchacha.
–Una gaviota –dijo él–. Sobre los veleros.
Cómo es posible, acá, una gaviota.
–No es una gaviota –dijo Barbieri; su voz
era natural, algo sin embargo no estaba en su sitio tampoco en la voz–. Es un
pterodáctilo –hablaba con la muchacha–. Vienen de las Lechiguanas, de las
islas, nadie las exploró nunca y de allá vienen. Y no es la única cosa extraordinaria
que vas a ver en San Pedro, si te quedas unos días. Hay vestigios de grandes
helechos del Oligoceno, o de antes. Mabel los ha visto –la mujer hizo una
mueca; intentó hablar pero el hombre no la dejó–. Y están los Machos Blancos,
que no son, como la gente cree, una familia descendiente de algún irlandés o
inglés borracho y expatriado, sino que son la última y triste progenie de los
Altos Padres, los Grandes Antiguos, los albinos de la Albión de allá arriba,
que vinieron a esta tierra antes de la aparición del hombre y descendieron con
sus platos de fuego en lo que hoy es el tradicional barrio de Las Canaletas,
junto a la laguna de San Pedro –silencio–. Y si por lo menos te quedas hasta la
noche, vas a poder ver, más o menos en la dirección de aquel ligustro, a la
luna más demencial del cielo del mundo, la misma que llenaba de fiebre y locura
las rayas del tigre diente de sable cuando San Pedro se pronunciaba con una
sola sílaba gutural que significaba, aproximadamente, Rincón de los Erguidos en
dos Patas, que a su vez quería decir los Dioses –miró al hombre llamado
Castillo–. Y mejor bajamos al club a tomar un whisky, cosa de justificar el delirium
tremens. Gaviotas. Yo que vos vendría más seguido a San Pedro. Buenos Aires
te empeora.
Le pasó el brazo por el hombro.
–Debemos parecer una figurita de la
Evolución de las Razas –dijo el hombre más bajo–. Para seguir con tu historia.
En el salón del club se estaba más
protegido. Dos chicos jugaban al ajedrez. El cantinero era el viejito de
siempre. El hombre llamado Castillo recordó una historia cómica sobre el
viejito y se rio solo. Se estaba más protegido, sí. Barbieri hablaba con la
muchacha.
–Cuánto hace que lo conoces.
La muchacha hizo un gesto que significaba:
mucho.
–Uf –dijo, y agregó–: veinte días. Los
cuatro rieron.
–De cualquier modo ya sabrás que su mayor
defecto es ver gaviotas –la muchacha, sonriendo, apartó un mechón de pelo de la
frente del hombre más joven, él la miró fugazmente, ella retiró la mano–. Ya de
chico era raro. Cantaba, lo alarmaban las gaviotas y jugaba al ajedrez –Barbieri
se levantó, demasiado súbitamente–. Vamos a ver si te acordás –dijo, señalaba
el tablero.
El otro lo miró con sorpresa. Ponerse a
jugar al ajedrez era absurdo, por lo demás Barbieri casi no sabía jugar al
ajedrez. Sin embargo se puso de pie. Cuando el hombre grande volvió a hablar,
ya estaban lejos de las mujeres.
–Entonces, vos también lo notaste.
El hombre llamado Castillo pensó que, de un
momento a otro, iba a suceder el majestuoso horror del sol sacrificado detrás
de las islas. Pensó que eso ocurría todas las tardes.
–El rey va siempre en casilla de color
contrario –dijo–. ¿Si ya noté qué?
Todo seguía sucediendo de un modo levemente
anormal, levemente insensato. Como en un sueño, pensó con repentina y fugaz
alegría. Pero tampoco así. Aquello era otra región, tan distante de la realidad
como del sueño. Es, pensó de pronto, como si alguien se hubiera vuelto loco, alguien
o quizá algo. Oyó la voz de Barbieri:
–Algo se ha vuelto loco.
El hombre llamado Castillo jugó peón cuatro
rey.
–¿Algo? –preguntó mientras el otro movía
también su peón a cuatro rey. Jugaron caballo tres alfil rey y caballo tres
alfil dama–. Y bueno, sí, la idea es exactamente ésa.
Alfil cuatro alfil, las blancas; peón tres
dama, las negras. Las blancas: caballo tres alfil dama.
–Vos creés que los demás también lo notan –el
hombre llamado Barbieri jugó su alfil a cinco caballo rey, miró hacia la mesa
donde estaban sentadas la mujer y la muchacha–. No me refiero sólo a ellas, sino
a los demás. Al mundo.
El hombre llamado Castillo jugó peón cuatro
dama, las negras tomaron ese peón con su caballo. El hombre llamado Castillo
sonrió.
–El mundo. Yo no diría que el mundo, el
mundo en general, está implicado en esto. O no sé.
Con el caballo tomó el peón negro de cuatro
rey. Barbieri miró el tablero y lo miró.
–Perdés la reina –dijo.
El hombre llamado Castillo se encogió de
hombros y el otro jugó alfil por dama. El hombre llamado Castillo volvió a
sonreír.
–Jaque –murmuró, mientras su alfil tomaba
el peón de dos alfil rey. De todos modos todavía había un orden–. No tenés más
que una jugada – dijo.
El rey negro fue a dos rey. El hombre
llamado Castillo saltó con su otro caballo a la casilla cinco dama.
–Mate.
Un orden precario y agónico, sí, pero un
orden. Un simulacro de eternidad.
–Una celada inescrupulosa –dijo Barbieri.
–No es una celada. Es un legado. Se llamaba
el Legado de Legal. ¿Te imaginás? –señaló las piezas inmóviles sobre el
tablero, el dibujo que formaban–: un hombre legando esto. Cómo le llamarías a
esto, una idea, una fórmula. Qué es. Qué sentido tiene para alguien que no sepa
el código. Me parece que ya me está haciendo efecto el whisky.
–Sí, se te ve un poco emocionado.
–Volvamos a la mesa.
Cuando estaban por llegar, Barbieri lo
detuvo:
–Yo creo que los demás no se han dado
cuenta, yo creo que es lo mejor. Por otra parte, ni vos ni yo estamos muy
seguros de que vaya a ocurrir nada.
Las mujeres hablaban. Era algo que tenía
que ver con la historia argentina. Increíble las cosas que pueden llegar a
hablar dos mujeres en un club náutico, pensó el hombre bajo y delgado. De un
salto pasarían al punto cruz, a la receta de algo. Pensó que el punto cruz era,
también, un legado, sintió una ternura inexplicable y absurda. Le extrañó no
tener miedo.
–Vamos a dar una vuelta, antes de que
oscurezca –dijo la muchacha del pelo claro.
–Sí, vamos –dijo Barbieri.
–¿Cómo salieron? –preguntó la mujer llamada
Mabel.
–Nadie sabe –dijo Barbieri–. La partida
aparente ocurrió, de algún modo, pero nadie sabe qué significan esos
movimientos allá arriba. Yo no me dejo impresionar por la vida real.
–O sea que perdiste.
–Llámalo como quieras.
Los cuatro estaban nuevamente en el
automóvil.
–Vamos para el puerto –dijo el hombre
llamado Castillo–. Toma por el camino viejo.
El coche subió por una curva asfaltada.
Hacia el poniente se veía el bulevar, la estatua de Fray Cayetano Rodríguez
entre los árboles, los chalets de estilo californiano que, a la muchacha, le
hicieron decir me gustaría vivir en ese lugar y a él, al hombre llamado
Castillo, pensar que no debió decir eso. Del otro lado se abría una calle de
tierra.
–No en una casa así –dijo él, al mismo
tiempo que ella agregaba “pero no sé si en una” y lo miraba sorprendida,
riendo. En el asiento delantero, la mujer llamada Mabel también rio. Barbieri
acomodó el espejito retrovisor, miró fijamente a los de atrás y preguntó que
por qué no–. Esas piedras simuladas –dijo el hombre llamado Castillo–, esos frentes
de piedra simulada y esas lajas, se contradicen con el río.
–Y esos parques y sus coníferas enanas, sí –dijo
irónicamente Barbieri–. Qué lástima, a lo mejor estuviste a punto de
transformarte en una especie de Lot. Pero sospecho que aplicaste un criterio
demasiado estético. La miércoles que está poceado este camino, me va a desarmar
todos los elásticos. Miré a tu pueblo –agregó sin transición, con tremolante
voz de bajo–, y no encontré un solo justo –la mujer que iba a su lado lo miraba–.
Y vos no te rías, Mabel, porque me estoy preguntando cuánto hace que no decimos
la misma cosa al mismo tiempo. Che, en serio, esta calle está imposible.
–Volvamos –dijo la mujer.
–Eso se dice fácil –dijo Barbieri.
El coche dobló y se metió de lleno en una
especie de callejón abierto en la barranca. Abajo, se veía el río. El camino
viejo comenzaba más allá, después de la curva. Ahora tenían a la derecha la
pared de la barranca y a la izquierda los garabatos y los espinillos. Hinojos,
pensó el hombre que iba junto a la muchacha, éramos chicos y veníamos acá, a
juntar hinojos.
–Es hermoso –dijo la muchacha.
–Todavía no viste lo mejor –la voz del
hombre que manejaba ya no era festiva, era ambigua–. Los monstruos.
El hombre llamado Castillo le miró el pelo
a la muchacha y se dio cuenta de que éste era el momento exacto del atardecer.
No quiso mirar hacia atrás. Vio, en el pelo, el crepúsculo y sus lentos fuegos.
La mujer llamada Mabel se dio vuelta en su asiento y habló con la muchacha.
–No le hagas caso. Después de la curva hay
una callecita larga, ahí empieza. Es el camino viejo. Del lado del río están
los ranchos, del otro la loma de la barranca, las cuevas. A veces hay ranchos
de los dos lados, vieras los colores, y casitas de madera y lata, y te parece
que vas por un patio largo. En realidad es un patio, el patio de ellos. Hay gallinas,
y chicos.
Y el jardín, recordó de pronto el hombre
llamado Castillo. Un poco más allá de la bajada del puerto tenía que estar el
jardín. Los hinojos estaban allí. Iba a decirlo pero no supo cómo.
–Los chicos tienen la mirada amarilla –dijo
Barbieri–. Hay hasta de ojos dorados, pero menos. De las gallinas no me acuerdo
bien. Los de ojos dorados son los monstruos propiamente dichos; los otros, me inclino
a creer que forman una especie intermedia. Algo así como mutantes. No, fuera de
broma, hay chicos de una belleza increíble. O al menos había, porque en
realidad hace demasiado tiempo que no vengo por acá. Mirá, allá, allá se ve
uno.
A unos veinte metros, un chico de cinco o
seis años, totalmente desnudo, estaba como apostado en el recodo por el que se
entraba en el camino viejo. Como apostado, ésa era la idea exacta. Al ver el
coche, dio media vuelta y desapareció. El hombre llamado Barbieri aceleró un
poco.
–Tené cuidado –dijo la mujer.
Estaba oscureciendo. O mejor, el aire tenía
esa cenicienta transparencia que sigue al atardecer.
Cuando entraron en el camino, el chico no
se veía por ninguna parte.
–Mirá, mirá las casitas –dijo la mujer.
–Pero no se ve a nadie –dijo la muchacha.
Sin embargo están allí, pensó el hombre que
iba junto a ella. Le pareció haber visto, a través de una ventana, la silueta
inmóvil de una mujer. Barbieri lo miraba por el espejo.
Un trecho más allá, vieron a la pareja. Un
muchacho y una adolescente. Él la besó en el preciso instante que pasaba el
auto. Fue un gesto deliberado y al mismo tiempo natural.
–Son hermosos. Y lo saben –dijo el hombre
llamado Castillo.
Barbieri dijo:
–Lo que no sé si saben es que pasamos por
allí.
–Es cierto –dijo la muchacha–. Por un
momento tuve la impresión de que… No sé. Tengo frío.
–Hace, no te preocupes. En cuanto a lo
otro, son reales. Mirá ese viejo, por ejemplo.
–Cuál, qué viejo –dijo la mujer llamada
Mabel–. Dónde.
No había ningún viejo, el hombre llamado
Castillo también lo sabía, pero lo admiró la astucia de Barbieri: había
conseguido que las dos mujeres miraran hacia el lado de las casas, no hacia las
cuevas.
–Fue una broma. Ahí tienen un chico, y bien
real. Si le miran debajo de la cintura van a ver que no miento.
Desnudo, un chico de seis o siete años nos
miraba seriamente desde la puerta de una de las casas de madera y lata. Quiero
decir que miraba a los cuatro ocupantes del coche, dos de los cuales, la
muchacha y la mujer, lo saludaron agitando la mano. El chico no hizo un gesto.
Un enorme perrazo negro se abalanzó sobre el auto y, ladrando, los persiguió un
trecho. En los próximos cien metros no volvieron a ver a nadie. Después sí, a
una vieja, de espaldas, regando un cantero de dalias, a otro chico inmóvil y
desnudo, a un viejito que afilaba un palo con un cuchillo y que,
sorpresivamente, al pasar el coche, guiñó un ojo en dirección a la muchacha.
–La bajada del puerto está detrás de
aquella curva –dijo Barbieri. Frenó el coche sin parar el motor y encendió un
cigarrillo. Después movió una o dos veces la palanca de cambio. Se oyó un ruido
desagradable–. Esta es la mejor hora para mirar el río –detuvo el motor y abrió
la puerta–. Me voy a apreciar el atardecer desde aquellos espinillos.
Preferiría que las mujeres se quedaran en el auto –dijo al bajar, llevándose
con toda naturalidad la mano a la bragueta.
El hombre más joven también bajó.
–Qué pasa –preguntó.
–Que no hay marcha atrás, y no es una
metáfora. O sí lo es. De cualquier modo, la caja de velocidades está rota, algo
así. El otro hizo un esfuerzo. Dijo:
–Y vos, qué esperabas.
–No sé. Supongo que algo menos… explícito.
Se rieron.
–Cuando les dijiste lo del viejo fue por el
pie. Un pequeño pie asomando desde una de las cuevas. Una piernita de chico,
vertical, y en el extremo superior, un pie.
–Sí –dijo Barbieri–. Qué pensás.
–Que se están divirtiendo. Y vos.
–En absoluto.
–No me entendiste. Te pregunto qué pensás
vos.
–Que en absoluto se están divirtiendo.
Vení, volvamos al coche.
Subieron al auto. Las mujeres habían
encendido la radio y se escuchaba una melodía estrafalaria y pegadiza. El auto
arrancó, casi alegremente.
–Fue una buena idea –dijo Barbieri. Le
acarició la cara a la mujer.
El camino seguía en lo alto la curva del
río. La bajada del puerto estaba unos cien metros más allá de la curva, después
de una acacia. Esta vez no había ningún chico apostado en el recodo. El coche
avanzaba festivamente, envuelto en el crepúsculo y la música. Barbieri hablaba
de lo que harían esa noche después de la cena, irían al baile aniversario del Centro
de Comercio, eso es lo que harían, y ellos dos se emborracharían y brindarían
por el reencuentro y estarían Emilio y el japonés Foli que no era japonés sino
más bien un loco formidable, la muchacha ya los iba a conocer, y la mujer
llamada Mabel proyectaba lo que harían al día siguiente, en el Náutico, y a la
muchacha le brillaban los ojos y el pelo se le había vuelto como una ceniza
dorada con la última luz de la tarde, y llegaron a la curva. Barbieri levantó
el volumen de la radio. Entonces vieron a la nena. Era tan infantilmente
hermosa en su desnudez que la muchacha sacó la cabeza por la ventanilla y le
gritó al pasar que le dijera su nombre. La nena se dio vuelta y, doblada en
dos, asomó la cara por entre las piernas. Sin embargo, es absolutamente
natural, pensó el hombre llamado Castillo mientras la muchacha a su lado decía
que detuvieran un momento el coche, que esa criatura era un ángel, y Barbieri
aceleraba al compás de la música preguntándole si no se daba cuenta de que la
noche se les estaba viniendo encima. El coche dobló en el recodo y el camino se
oscureció de pronto. Ya no había casas ni animales, sólo la barranca y, hacia
el lado del río, los matorrales de garabatos. En algún lugar debía estar la
acacia. Con los faros apagados el coche iba soltando guitarras eléctricas y
pájaros estrafalarios. La mujer movía la cabeza al compás con un vago gesto de ebria,
la muchacha tenía los ojos muy abiertos. El hombre llamado Barbieri volvió a
levantar el volumen de la radio.
–Yo me acuerdo de una encina –decía–. O de
una acacia –hablaba casi a gritos, a causa de la música–. En seguida venía la
bajada. No puede andar lejos. Vamos a salir de ésta, les juro.
–Qué –dijo la mujer.
–Que esta noche me emborracho y te hago
reina, ¿cuánto hace que no bailamos?, y que por acá tiene que haber un nogal, o
una encina. Un árbol grande. Y vos también te vas a emborrachar, y me voy a
olvidar que estás gorda y vas a bailar descalza en el techo del auto, te
acordás cuando me desfondaste el capot del Ford 49, ¿cuánto hace?, y eso que entonces
eras una gurrumina peor que aquélla. Hoy, otra vez, te lo juro. Tiene que estar
por acá nomás. Dios mío, si era un árbol copudo. Un lindo árbol.
Habían hecho más de cien metros, entre
matorrales tan idénticos y tupidos como una pared.
–Ya está bien –dijo el hombre llamado
Castillo–. Trata de encender las luces.
Pensó que las luces no iban a encenderse.
Pensó que, desde hacía un buen rato, el otro venía pensando lo mismo. El auto
frenó en seco y Barbieri apagó la radio.
–Sí, va a ser lo mejor. Pero espera un
poco.
El hombre llamado Castillo sintió que la
muchacha se apretaba contra su brazo. Todavía pudo ver su perfil, las hilachas
de ceniza de su pelo. En el silencio oyó, como si fuera un recuerdo y no un
sonido, el remoto murmullo del agua.
–Qué pasa –dijo la mujer.
El hombre llamado Barbieri le pasó
suavemente el brazo por el cuello y le hizo apoyar la cabeza en su hombro.
–Nada –dijo–. Las cosas han cambiado un
poco en todo este tiempo.
El camino terminaba abruptamente, algo más
allá, vedado como por un cerco de penumbra. El jardín, sintió el hombre llamado
Castillo, allí estaba el jardín, el corazón dulce de los hinojos y, en alguna
parte, el atajo, la otra calle que subía, nadie sabe cómo, hacia las viejas
veredas del pueblo, las altas veredas de tierra resplandecientes de estrellas.
El hombre llamado Barbieri bruscamente
encendió los faros. Delante de ellos, cerrándoles el paso, había un grupo de
hombres silenciosos, inexpresivos e inmóviles. Cuando las luces volvieron a
apagarse y sólo se oyó en la noche el rumor del agua, el hombre llamado
Castillo apretó suavemente la mano de la muchacha.
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