Julio Cortázar
A Juan Soriano
Cuando Alana y Osiris me miran no puedo quejarme del menor disimulo, de la
menor duplicidad. Me miran de frente, Alana su luz azul y Osiris su rayo verde.
También entre ellos se miran así, Alana acariciando el negro lomo de Osiris que
alza el hocico del plato de leche y maúlla satisfecho, mujer y gato
conociéndose desde planos que se me escapan, que mis caricias no alcanzan a
rebasar. Hace tiempo que he renunciado a todo dominio sobre Osiris, somos
buenos amigos desde una distancia infranqueable; pero Alana es mi mujer y la
distancia entre nosotros es otra, algo que ella no parece sentir pero que se
interpone en mi felicidad cuando Alana me mira, cuando me mira de frente igual
que Osiris y me sonríe o me habla sin la menor reserva, dándose en cada gesto y
cada cosa como se da en el amor, allí donde todo su cuerpo es como sus ojos,
una entrega absoluta, una reciprocidad ininterrumpida.
Es extraño; aunque he renunciado a entrar de lleno en el
mundo de Osiris, mi amor por Alana no acepta esa llaneza de cosa concluida, de
pareja para siempre, de vida sin secretos. Detrás de esos ojos azules hay más,
en el fondo de las palabras y los gemidos y los silencios alienta otro reino,
respira otra Alana. Nunca se lo he dicho, la quiero demasiado para trizar esta
superficie de felicidad por la que ya se han deslizado tantos días, tantos
años. A mi manera me obstino en comprender, en descubrir; la observo pero sin
espiarla; la sigo pero sin desconfiar; amo una maravillosa estatua mutilada, un
texto no terminado, un fragmento de cielo inscrito en la ventana de la vida.
Hubo un tiempo en que la música me pareció el camino que
me llevaría de verdad a Alana; mirándola escuchar nuestros discos de Bártok, de
Duke Ellington, de Gal Costa, una transparencia paulatina me ahondaba en ella,
la música la desnudaba de una manera diferente, la volvía cada vez más Alana
porque Alana no podía ser solamente esa mujer que siempre me había mirado de
lleno sin ocultarme nada. Contra Alana, más allá de Alana, yo la buscaba para
amarla mejor; y si al principio la música me dejó entrever otras Alanas, llegó
el día en que frente a un grabado de Rembrandt la vi cambiar todavía más, como
si un juego de nubes en el cielo alterara bruscamente las luces y las sombras
de un paisaje. Sentí que la pintura la llevaba más allá de sí misma para ese
único espectador que podía medir la instantánea metamorfosis nunca repetida, la
entrevisión de Alana en Alana. Intercesores involuntarios, Keith Jarrett,
Beethoven y Aníbal Troilo me habían ayudado a acercarme, pero frente a un
cuadro o un grabado Alana se despojaba todavía más de eso que creía ser, por un
momento entraba en un mundo imaginario para, sin saberlo, salir de sí misma,
yendo de una pintura a otra, comentándolas o callando, juego de cartas que cada
nueva contemplación barajaba para aquel que sigiloso y atento, un poco atrás o
llevándola del brazo, veía sucederse las reinas y los ases, los piques y los
tréboles, Alana.
¿Qué se podía hacer con Osiris? Darle su leche, dejarlo
en su ovillo negro satisfactorio y ronroneante; pero a Alana yo podía traerla a
esta galería de cuadros como lo hice ayer, una vez más asistir a un teatro de
espejo y de cámaras oscuras, de imágenes tensas en la tela frente a esa otra
imagen de alegres jeans y blusa roja que después de aplastar el cigarrillo a la
entrada iba de cuadro en cuadro, deteniéndose exactamente a la distancia que su
mirada requería, volviéndose a mí de tanto en tanto para comentar o comparar.
Jamás hubiera podido descubrir que yo no estaba ahí por los cuadros, que un poco
atrás o de lado mi manera de mirar nada tenía que ver con la suya. Jamás se
daría cuenta de que su lento y reflexivo paso de cuadro en cuadro la cambiaba
hasta obligarme a cerrar los ojos y luchar para no apretarla en los brazos y
llevármela al delirio, a una locura de carrera en plena calle. Desenvuelta,
liviana en su naturalidad de goce y descubrimiento, sus altos y sus demoras se
inscribían en un tiempo diferente del mío, ajeno a la crispada espera de mi
sed.
Hasta entonces todo había sido un vago anuncio, Alana en
la música, Alana frente a Rembrandt. Pero ahora mi esperanza empezaba a
cumplirse casi insoportablemente; desde nuestra llegada Alana se había dado a
las pinturas con una atroz inocencia de camaleón, pasando de un estado a otro
sin saber que un espectador agazapado acechaba en su actitud, en la inclinación
de su cabeza, en el movimiento de sus manos o sus labios el cromatismo interior
que la recorría hasta mostrarla otra, allí donde la otra era siempre Alana
sumándose a Alana, las cartas agolpándose hasta completar la baraja. A su lado,
avanzando poco a poco a lo largo de los muros de la galería, la iba viendo
darse a cada pintura, mis ojos multiplicaban un triángulo fulminante que se
tendía de ella al cuadro y del cuadro a mí mismo para volver a ella y aprehender
el cambio, la aureola diferente que la envolvía un momento para ceder después a
un aura nueva, a una tonalidad que la exponía a la verdadera, a la última desnudez.
Imposible prever hasta dónde se repetiría esa ósmosis, cuántas nuevas Alanas me
llevarían por fin a la síntesis de la que saldríamos los dos colmados, ella sin
saberlo y encendiendo un nuevo cigarrillo antes de pedirme que la llevara a
tomar un trago, yo sabiendo que mi larga búsqueda había llegado a puerto y que
mi amor abarcaría desde ahora lo visible y lo invisible, aceptaría la limpia
mirada de Alana sin incertidumbres de puertas cerradas, de pasajes vedados.
Frente a una barca solitaria y un primer plano de rocas
negras, la vi quedarse inmóvil largo tiempo; un imperceptible ondular de las
manos la hacía como nadar en el aire, buscar el mar abierto, una fuga de
horizontes. Ya no podía extrañarme que esa otra pintura donde una reja de
agudas puntas vedaba el acceso a los árboles linderos la hiciera retroceder
como buscando un punto de mira; de golpe era la repulsa, el rechazo de un
límite inaceptable. Pájaros, monstruos marinos, ventanas dándose al silencio o dejando
entrar un simulacro de la muerte, cada nueva pintura arrasaba a Alana despojándola
de su color anterior, arrancando de ella las modulaciones de la libertad, del
vuelo, de los grandes espacios, afirmando su negativa frente a la noche y a la
nada, su ansiedad solar, su casi terrible impulso de ave fénix. Me quedé atrás
sabiendo que no me sería posible soportar su mirada, su sorpresa interrogativa
cuando viera en mi cara el deslumbramiento de la confirmación, porque eso era
también yo, eso era mi proyecto Alana, mi vida Alana, eso había sido deseado
por mí y refrenado por un presente de ciudad y parsimonia, eso ahora al fin
Alana, al fin Alana y yo desde ahora, desde ya mismo. Hubiera querido tenerla
desnuda en los brazos, amarla de tal manera que todo quedara claro, todo
quedara dicho para siempre entre nosotros, y que de esa interminable noche de
amor, nosotros que ya conocíamos tantas, naciera la primera alborada de la
vida.
Llegábamos al final de la galería; me acerqué a la puerta
de salida ocultando todavía la cara, esperando que el aire y las luces de la
calle me volvieran a lo que Alana conocía de mí. La vi detenerse ante un cuadro
que otros visitantes me habían ocultado, quedarse largamente inmóvil mirando la
pintura de una ventana y un gato. Una última transformación hizo de ella una
lenta estatua nítidamente separada de los demás, de mí que me acercaba indeciso
buscándole los ojos perdidos en la tela. Vi que el gato era idéntico a Osiris y
que miraba a lo lejos algo que el muro de la ventana no nos dejaba ver. Inmóvil
en su contemplación, parecía menos inmóvil que la inmovilidad de Alana. De
alguna manera sentí que el triángulo se había roto; cuando Alana volvió hacia
mí la cabeza el triángulo ya no existía, ella había ido al cuadro pero no
estaba de vuelta, seguía del lado del gato mirando más allá de la ventana donde
nadie podía ver lo que ellos veían, lo que solamente Alana y Osiris veían cada
vez que me miraban de frente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario