Vladimir Nabokov
Se hizo el silencio. La luz de la lámpara iluminaba despiadadamente
el rostro mofletudo del joven Anton Goliy, vestido con la tradicional blusa rusa
campesina abotonada a un lado bajo su chaqueta negra, quien, nervioso y sin mirar
a nadie, se disponía a recoger del suelo las páginas de su manuscrito que había
desperdigado aquí y allá mientras leía. Su mentor, el crítico de Realidad Roja,
miraba el suelo mientras se palpaba los bolsillos buscando un cerillo. También el
escritor Novodvortsev guardaba silencio, pero el suyo era un silencio distinto,
venerable. Con sus anteojos prominentes, su frente excepcionalmente grande y dos
mechones ralos colocados de través sobre la calva tratando de ocultarla, estaba
sentado con los ojos cerrados como si todavía siguiera escuchando, con las piernas
cruzadas sobre una mano embutida entre la rodilla y una de las lorzas de su muslo.
No era la primera vez que se veía sometido a este tipo de sesiones con sedicentes
novelistas rústicos, ansiosos y tristes. Y tampoco era la primera vez que había
detectado en sus inmaduras narrativas, ecos –que habían pasado inadvertidos para
los críticos– de sus veinticinco años de escritura, porque la historia de Goliy
era un torpe refrito de uno de sus propios temas, el de El filo, una novela
corta que había compuesto lleno de esperanza y de entusiasmo, y cuya publicación
el pasado año no había logrado en absoluto acrecentar su segura aunque pálida reputación.
El crítico encendió un cigarro. Goliy,
sin alzar la vista, guardó el manuscrito en su mochila. Pero su anfitrión se mantenía
en silencio, no porque no supiera cómo enjuiciar el relato, sino porque esperaba,
dócil y también aburrido, que el crítico finalmente se decidiera a pronunciar las
frases que él, Novodvortsev, no se atrevía ni siquiera a insinuar: que el argumento
era un tema de Novodvortsev, que también procedía de Novodvortsev la imagen aquella
del personaje principal, un tipo taciturno, dedicado en cuerpo y alma a su padre,
un hombre trabajador, que logra una victoria sicológica sobre su adversario, el
despreciable intelectual, no tanto en razón de su educación, sino gracias a una
especie de serena fuerza interior. Pero el crítico encorvado en el sillón de cuero
como un gran pájaro melancólico se empecinaba desesperadamente en su silencio.
Cuando Novodvortsev se dio cuenta de
que una vez más no iba a oír las palabras esperadas, mientras trataba de concentrar
su pensamiento en el hecho de que, después de todo, el aspirante a escritor había
ido hasta él, y no hasta Neverov, para solicitar su opinión, cambió de postura,
volvió a cruzar las piernas metiendo la mano entre las mismas, y dijo con toda seriedad:
“Veamos”, pero al observar la vena que se hinchaba en la frente de Goliy, cambió
de tono y siguió hablando con voz tranquila y controlada. Dijo que la historia estaba
sólidamente construida, que el poder de lo colectivo se advertía en el episodio
en el que los campesinos empiezan a construir una escuela con sus propios medios;
que, en la descripción del amor que Piotr siente por Anyuta, había ciertas imperfecciones
de estilo que no lograban acallar sin embargo el reclamo poderoso de la primavera
y la urgencia del deseo y, mientras hablaba, no dejaba de recordar por alguna razón
que había escrito a aquel crítico recientemente, para recordarle que su vigésimo
quinto aniversario como escritor era en enero, pero que le rogaba categóricamente
que no se organizara ninguna conmemoración, teniendo en cuenta que sus años de dedicación
al sindicato todavía no habían acabado…
–En cuanto al tipo de intelectual que
has creado, no acaba de ser convincente –decía–. No logras transmitir la sensación
de que está condenado…
El crítico seguía sin decir nada. Era
un hombre pelirrojo, enjuto y decrépito, del que se decía que estaba tuberculoso,
pero que probablemente era más fuerte que un toro. Le había contestado, también
por carta, que aprobaba la decisión de Novodvortsev, y allí se había acabado el
asunto. Debía de haber traído a Goliy como compensación secreta… Novodvortsev se
sintió de improviso tan triste –no herido, sólo triste– que dejó de hablar de pronto
y empezó a limpiar las gafas con el pañuelo, dejando al descubierto unos ojos muy
bondadosos.
El crítico se puso en pie.
–¿Adónde vas? Todavía es temprano –dijo
Novodvorstsev, levantándose a su vez. Anton Goliy se aclaró la garganta y apretó
su mochila contra el costado.
–Será un escritor, no hay duda alguna
–dijo el crítico con indiferencia, vagando por el cuarto y apuñalando el aire con
su cigarro ya acabado. Canturreaba entre dientes, con cierto tono de aspereza, se
inclinó sobre la mesa de trabajo y luego se quedó un rato mirando una estantería
donde una edición respetable de Das Kapital ocupaba su lugar entre un volumen
gastado de Leonid Andreyev y un tomo anónimo sin encuadernar; finalmente, con el
mismo paso cansino, se acercó a la ventana y abrió la cortina azul.
–Venga a verme alguna vez –decía mientras
tanto Novodvortsev a Anton Goliy, que primero se inclinó a saludarle con torpeza
para después erguirse como con altanería–. Cuando escriba algo nuevo, tráigamelo.
–Una buena nevada –dijo el crítico, dejando
caer la cortina–. Por cierto, hoy es Nochebuena.
Y se puso a buscar distraído su sombrero
y su abrigo.
–En los viejos tiempos, al llegar estas
fechas tú y tus colegas hubieran estado produciendo a marchas forzadas manuscritos
navideños…
–Yo no –dijo Novodvortsev.
El crítico se rio entre dientes.
–Es una lástima. Deberías escribir un
cuento de Navidad. En el nuevo estilo.
Anton Goliy tosió en su pañuelo.
–En otro tiempo lo hicimos… –empezó con
voz ronca, gutural, pero luego carraspeó.
–Lo digo en serio –siguió el crítico,
embutiéndose en el abrigo–. Se puede inventar algo inteligente… Gracias, pero ya
son…
–En otro tiempo –dijo Anton Goliy–. Lo
hicimos. Un maestro. Un maestro que… Se le metió en la cabeza hacer un árbol de
Navidad para los niños. En la cima. Colocó una estrella roja.
–No, eso no sirve –dijo el crítico–.
Es más bien severo para un cuento. Tienes que darle un perfil más sutil. La lucha
entre dos mundos diferentes. Todo ello contra un fondo nevado.
–Hay que tener cuidado con los símbolos,
en términos generales –dijo sombrío Novodvortsev–. Tengo un vecino, un hombre muy
recto, miembro del partido, militante activo, y sin embargo utiliza expresiones
como “el Gólgota del proletariado”…
Cuando sus huéspedes se hubieron ido
se sentó en su mesa y apoyó la cabeza en su gran mano blanca. Junto al tintero había
algo que parecía un vaso sencillo y cuadrado con tres plumas hincadas en una especie
de caviar de bolas azules. El objeto tenía unos diez o quince años: había sobrevivido
todos los tumultos, mundos enteros habían caído despedazados en torno de él, pero
ni una de aquellas bolas de cristal se había roto. Eligió una pluma, dispuso una
hoja de papel convenientemente, metió unas cuantas hojas más debajo de la primera
para escribir sobre una superficie más blanda…
–¿Pero sobre qué? –dijo Novodvortsev
en voz alta, y a continuación con el muslo hizo a un lado la silla y se puso a caminar
por la habitación. En su oído izquierdo sentía un zumbido insoportable.
El canalla aquel lo dijo con toda la
intención, pensó, y como si quisiera seguir los pasos del crítico fue hasta la ventana.
Tiene la pretensión de aconsejarme y
de avisarme… Y ese tono de mofa… Probablemente piensa que ya he perdido toda originalidad…
Pues haré un cuento de Navidad… Y entonces, él escribirá: “Estaba yo en su casa
una noche y, entre una cosa y otra, se me ocurrió sugerirle: Dmitri Dmitrievich,
deberías describir la lucha entre el viejo y el nuevo orden en el entorno de un
nevado cuento de Navidad. Podrías llevar hasta sus últimas consecuencias el tema
que apuntabas de forma tan extraordinaria en El filo, ¿recuerdas el sueño
de Tumanov? Ese es el tema al que me refiero … Y precisamente aquella noche nació
la obra que …”
La ventana daba a un patio. No se veía
la luna… No, pensándolo bien, sí que hay una especie de brillo que sale de detrás
de aquella chimenea. La leña estaba apilada en el patio, cubierta con una alfombra
reluciente de nieve. En una ventana resplandecía la cúpula verde de una lámpara,
alguien trabajaba en su mesa, y el ábaco relucía como si sus cuentas estuvieran
hechas de cristal de colores. De repente, en el más absoluto silencio, unos copos
de nieve cayeron del alero del tejado. Luego, de nuevo, un torpor absoluto.
Sintió el cosquilleo de vacío que siempre
presagiaba el deseo y la urgencia de escribir. En este vacío algo estaba adquiriendo
forma, algo crecía. Una especie de nuevo cuento de Navidad… La misma nieve de siempre,
un conflicto totalmente nuevo…
Oyó unos pasos cautelosos al otro lado
de la pared. Era su vecino que volvía a casa, un tipo discreto y educado, comunista
hasta la médula. En una suerte de arrebato más o menos abstracto, con una deliciosa
sensación de confianza, Novodvortsev se volvió a sentar a la mesa. El tono, la coloratura
de la obra ya empezaban a tomar cuerpo. Sólo tenía que crear el esqueleto, el tema.
Un árbol de Navidad: ése era el comienzo. Se imaginó ciertas familias, gente que
en los viejos tiempos había sido importante, gente que estaba aterrorizada, de mal
humor, condenada (se los imaginaba con tanta nitidez…), gente que con toda seguridad
estaba ahora mismo colocando adornos de papel en un abeto que habían cortado a hurtadillas
en el bosque. En estos tiempos ya no había dónde comprar aquellos adornos y oropeles,
ya no se apilaban los abetos a la sombra de San Isaac…
Alguien llamó a la puerta, un golpe amortiguado,
como si se hubiera cubierto los nudillos con un trozo de tela. La puerta se abrió
unos centímetros. Delicadamente, sin apenas meter la cabeza, el vecino le dijo:
“¿Le importaría prestarme una pluma? Si tiene alguna con la punta un poco roma,
se lo agradeceré”.
Novodvortsev se la dio.
–Muchísimas gracias –dijo el vecino,
cerrando la puerta silenciosamente.
Aquella interrupción insignificante rompió
en cierta manera la imagen que estaba madurando en su mente. Se acordó de que en
El filo Tumanov sentía cierta nostalgia por la pompa de las antiguas fiestas.
Pero no buscaba ni quería una mera repetición. Y en aquel momento pasó por su mente
otro recuerdo inoportuno. Recientemente, en una fiesta, había oído cómo una joven
le decía a su marido: “Te pareces mucho a Tumanov en varios aspectos”. Durante unos
días se sintió feliz. Pero luego conoció personalmente a la citada señora y el tal
Tumanov resultó ser el novio de su hermana. Y tampoco ésa había sido su primera
desilusión. Un crítico le había dicho que iba a escribir un artículo sobre tumanovismo.
Había algo que lo adulaba infinitamente en ese ismo y también en la t con la que
la palabra comenzaba en ruso. El crítico, sin embargo, se había ido al Cáucaso a
estudiar a los poetas georgianos. Y, a pesar de todo, no podía negar que Tumanov
le había proporcionado ciertos momentos agradables. Por ejemplo, una lista como
la siguiente: “Gorky, Novodvortsev, Chirikov…”
En una autobiografía que acompañaba sus
obras completas (seis volúmenes con retrato del autor incluido) había contado cómo
él, hijo de padres humildes, se había abierto camino en el mundo. Su juventud, en
realidad, había sido feliz. Un vigor saludable, fe, éxito. Habían transcurrido veinticinco
años desde que una aburrida revista literaria publicara su primer relato.
A Korolenko le había gustado su obra.
Había sido arrestado un par de veces. Habían cerrado un periódico por su culpa.
Ahora sus aspiraciones cívicas se habían visto cumplidas. Se sentía libre y cómodo
entre los escritores jóvenes que empezaban. Su nueva vida le satisfacía al máximo.
Seis volúmenes. Su nombre era conocido. Y sin embargo su fama era pálida, pálida…
Saltó de nuevo mentalmente hasta la imagen
del árbol de Navidad y, bruscamente y sin aparente razón, se acordó del cuarto de
estar de la casa de unos comerciantes, de un gran volumen de artículos y poemas
con páginas de cantos dorados (una edición benéfica para los pobres) que de alguna
forma estaba relacionado con aquella casa, recordó también el árbol de Navidad del
cuarto de estar, la mujer que él amaba en aquel tiempo, y las luces del árbol reflejándose
como un temblor de cristal en sus ojos abiertos al coger una mandarina de una de
las ramas más altas. Habían transcurrido veinte años o quizá más, cómo se fijaban
en la memoria algunos detalles…
Disgustado, abandonó este recuerdo y
se imaginó una vez más esos viejos abetos más bien ralos que, en ese mismo momento,
con toda seguridad, se veían engalanados y decorados con adornos… Pero ahí no había
ningún relato, aunque siempre se le podía dar un ángulo sutil… Exiliados que lloran
en torno de un árbol de Navidad, engalanados con sus uniformes impregnados de polilla,
mirando al árbol sin dejar de llorar. En algún lugar de París. Un viejo general
rememora al recortar un ángel de cartón dorado cómo solía abofetear a sus soldados…
Pensó entonces en un general que había conocido personalmente y que ahora estaba
en el extranjero, y no había forma de imaginárselo llorando arrodillado ante un
árbol de Navidad…
“Pero, con todo, ahora voy por buen camino”.
Dijo Novodvortsev en voz alta, persiguiendo impaciente un pensamiento que se le
había escapado. Y entonces algo nuevo e inesperado empezó a tomar forma en su imaginación:
una ciudad europea, un pueblo bien alimentado, cubierto de pieles. Un escaparate
completamente iluminado. Tras él, un enorme árbol de Navidad de cuyas ramas cuelgan
frutas carísimas y en cuya base se amontonan muchos jamones. Símbolo de bienestar.
Y delante del escaparate, en la acera helada…
Todo nervioso, pero nervioso con la excitación
del triunfo, sintiendo que había encontrado la clave única y necesaria, que iba
a componer algo exquisito, que iba a describir como nadie lo había hecho antes la
colisión de dos clases, de dos mundos, empezó a escribir. Escribió acerca del árbol
opulento en el escaparate descaradamente iluminado y del trabajador hambriento,
víctima del paro, mirando aquel árbol con mirada severa y sombría.
“El insolente árbol de Navidad –escribió
Novodyortsev– ardía con todos y cada uno de los colores del arcoíris”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario