Igor Collazos Ramírez
Era siete de agosto y por
fin anochecía. Habíamos visto cómo se erguía el pabellón, a lo lejos en las aguas.
Primero, tres círculos concéntricos de pilotes de madera. Luego, un amplio muelle
bordeado de barandas de roble y dinteles macizos a modo de acceso. Construyeron
una terraza y sobre ella una estructura cuadrada con paredes de celosía. Llevaron
espejos con marcos de ámbar y alfombras negras de fieltro. De las vigas encastradas
colgaron esferas de lienzo que brindaron una luz amarilla, personal. Con expectación,
el pueblo había seguido la obra que a la postre resultaría un sencillo edificio
con una atmósfera íntima, más adecuada a la meditación que al negocio del espectáculo.
El cartel que colocaron en
el Concejo Municipal anunciaba un mago extranjero, de nombre sin vocales. Invitaba
al pueblo entero, y aunque todavía faltaban semanas para la presentación, la gente
ya hacía comentarios: algunos decían que no podía existir un nombre tan difícil,
otros, que toda magia es un fraude. Alguien recordó que no es posible distinguir
la magia de una tecnología muy avanzada. Los santeros dijeron que la magia existe,
pero no es un espectáculo; los comerciantes, que el espectáculo existe, pero nunca
es gratis.
Finalmente, esa noche del
siete de agosto cruzamos la bahía a bordo de las piraguas. Yo partí entre los últimos.
La noche era fresca y sin luna, y el pabellón se reflejaba en el mar con sus lámparas
y sus barandas doradas. Nos abrasaba la expectación.
Al desembarcar rodeé el edificio.
Subí los escalones de entrada. Grabadas en el dintel de ingreso se leían estas palabras
Nihil est in senso quod non prius fuerit in intellecto. El viento cargado
de salitre movía las lámparas y los pendones decorados con siluetas angélicas que
colgaban de un baldaquino en el centro del salón. Me senté cerca del ingreso; apenas
quedaba algún asiento, y estaba comenzando la función. Los pendones se recogieron
y dejaron ver un viejo mesón de madera con incrustaciones de nácar que repetían
las palabras del frontispicio. Sobre él había una estructura negra con puertas,
una especie de cajón plegadizo del tipo usual en los actos de magia. El mesón giró,
se cerraron las puertas, cayeron los pendones, y de pronto allí estaba el mago:
un hombre maduro, cetrino, de ojos rasgados; semejante a un tigre, flexible y cauto.
Su aparición fue tan repentina que algunas viejas se persignaron; el mago no podía
haber venido de ningún lugar.
En silencio comenzó los actos.
Transformó un conejo en un tigre y en un roble y en un crisantemo. Amasó una esfera
de aire que pronto fue agua y se desparramó a nuestros pies y se filtró por entre
los tablones del piso. Nos hizo nacer mariposas en el pelo. Cerró las puertas de
la estructura y cientos de hombres quisieron abrirlas desde dentro diciendo sortilegios
en idiomas incomprensibles. Escribió nuestros nombres con bengalas azules, y los
nombres permanecieron encendidos en el aire hasta que el viento los transformó en
escarcha. Los actos se sucedían. Un cuervo envejeció ante nuestros ojos. Vimos todos
los rostros de un voluntario, su infancia y su senectud, su hambre y sus celos.
Para entonces ya sentía miedo.
Se había hecho tarde y el
espectáculo parecía llegar a su fin. Se cerraron las puertas del pabellón. Cayeron
los pendones del baldaquino. Todo había acabado, y sin embargo sentíamos que algo
faltaba. Entonces reparamos en los espejos. Habíamos estado tan absortos en los
actos de magia, que en toda la noche apenas nos habíamos fijado en ellos. Pero ahora
era evidente que algo inusual ocurría. Detallamos su forma y sus marcos de ámbar.
Los espejos no deformaban las imágenes ni los rostros; observamos los rostros de
los hombres y mujeres reflejándose y las lámparas y las paredes de celosía. De pronto
comprendí con espanto lo que ocurría: los espejos reflejaban a todos los objetos
y a todas las personas, pero no me reflejaban a mí. Vi el mismo espanto reflejarse
en los rostros de todos los presentes. Cada uno de ellos me miraba en el espejo
y miraba a los demás, pero no se veía a sí mismo. Hubo quien cerró los ojos, quien
dijo lalalalalalalala. Algunos rezaban. Otros bailaban el seis por ocho. Otros discutían.
Para muchos fue la locura y la iniquidad.
Los habitantes quisieron olvidar.
El mago había partido esa misma noche, nadie sabía por dónde. Quedó el pabellón
siniestro erguido entre las olas, pero con el tiempo se fue derrumbando y al final
sólo subsistieron los pilotes concéntricos y el frontispicio. Cada familia encerró
o mató a sus locos. Los viejos nos mandaron a la capital. Quisieron seguir pescando
los mismos peces, pero se corrompían cada vez más pronto, la hielera se descompuso
y hasta el agua perdió la sal.
Yo supe de estos hechos cuando
volví al pueblo. Tenía 25 años, era un escéptico, y aunque creía que el verdadero
acto de magia fue desaparecer el pueblo, un viejo rescoldo de miedo me hizo adentrarme
en la verdad, y este saber no lo celebro.
Traté de encontrar la pista
del mago. Recorrí la costa y descubrí muchos otros pueblos abandonados, y en las
playas los consabidos pabellones en ruinas. Algunos ancianos decían que el mago
apenas hacía unos días se había ido. Otros referían la historia como una antigua
leyenda que los abuelos de sus abuelos habían inventado. Todo era incoherente. Comprendí
que la búsqueda era de otra naturaleza.
Al volver a la ciudad comencé
a recopilar datos. Hice cursos de magia e ilusionismo. Fui a Las Vegas y a Los Ángeles.
Coleccioné videos de técnicas e historia del ilusionismo. Conocí a los Herrmann
y a Siegfried Fischbecker, que desaparece tigres blancos, a David Kotin y su bellísima
esposa, y a Zardoz y al Gran Henry y a Camilo Gouverneur. Desentrañé sus técnicas
y su lenguaje. Dicté cursos, publiqué tratados. Contacté a las figuras notables
y a las de incógnito. Nadie había oído de aquel mago de nombre sin vocales. Nadie
conocía el truco de los espejos. Finalmente, y aunque había buscado al mago por
años, fue un azar el que me acercó a la realidad que estoy narrando.
Zardoz me llamó una tarde.
Había venido de gira y quería cenar conmigo después del espectáculo. Lo busqué al
hotel. Fuimos a Le coc d’or, bebimos y charlamos. Era un hombre mayor de manos blancas
y mentón suave. Daba una gran impresión de agilidad física y mental, y recalcaba
cada frase con ademanes y rictus. Al borde del retiro, esbozaba un tratado que titularía
Lo real en lo irreal. Conocedor de viejos trucos, creador de técnicas, estaba
muy interesado en el problema de los espejos, y en los otros actos que años atrás
yo le había narrado. Él suponía que, como en el cuento de Mario y el Mago,
habíamos sufrido una hipnosis colectiva. Yo rechazaba esa hipótesis: mis pantalones
se mojaron realmente con el agua de la esfera, semanas después del acto todavía
volaban las mariposas por el pueblo, y el olor de las bengalas era tan vívido que
ningún ilusionista podría haberlo inducido en nuestras mentes. No. La experiencia
había sido real, cualquiera que fuera el significado de esto.
Zardoz tenía una gran imaginación
que, canalizada mediante un riguroso dominio técnico, había creado trucos inolvidables,
como el de las amapolas automáticas. Esa habilidad técnica lo había llevado a considerar
el problema de la magia como un asunto estrictamente racional, regido por los principios
fundamentales de la óptica y la mecánica. Para él, incluso el ámbito psicológico
de la hipnosis se regía en esencia por principios fisiológicos. En un momento crucial
de la discusión, Zardoz me dijo unas palabras cuyas últimas implicaciones quizás
él mismo no alcanzara a comprender: “este oficio es una ciencia invertida: la ciencia
formula conceptos a partir de los hechos observados, pero nosotros los magos suscitamos
observaciones a partir de conceptos”.
En los días siguientes consideré
esas palabras desde muchos ángulos, hasta que una noche, mirando un manual de diseño
de escenarios, recordé de pronto el pabellón de la bahía con su frontispicio. Nihil
est in senso quod non prius fuerit in intellecto. Las palabras de Zardoz traducían
el lema del mago. Recordé los espejos y sus marcos de ámbar. Recordé el pabellón
reflejándose en las aguas. Comprendí que las palabras del frontispicio invertían
aquel aforismo latino: Nihil est in intellecto quod non prius fuerit in senso.
Pero el mago de nombre sin vocales no enunciaba, como Zardoz, los principios de
la magia. Para aquel Mago Supremo la magia poco importaba. Había escrito: nada;
esto es, el mundo existe en el intelecto antes que en los sentidos. No nos veíamos
en los espejos porque no existíamos.
Comenzó un segundo viaje que
me inició en los misterios zoroástricos, que me enseñó los nombres de los astros
y me mostró a los Amos de las plantas. Practiqué la mántica, la imposición de manos,
el Tai Chi, la macumba. Bailé el yopo en San Carlos de Río Negro. Debí cambiar los
Music Halls de Atlantic City por los monasterios de Birmania. Adquirí inmensos poderes.
Narré de un modo metafórico el sentido de esas vivencias. La primera de esas historias
se titulaba “El Mago”.
Con los años reinventé los
principios fundamentales de la magia. Entendí plenamente aquella frase: Nihil
est in senso quod non prius fuerit in intellecto. Pude recrear los actos del
mago sin nombre pues sabía que el universo es una proyección del espíritu. Nací
mariposas, reconstruí los espejos. Ordené los planos de un nuevo pabellón. Recorrí
el mundo desapareciendo pueblos y contemplando desde la distancia aquellas mentes
llanas.
Por fin llegué a un lejano
pueblo junto al mar. Hice construir tres círculos de pilotes concéntricos, un muelle
bordeado con barandas, un pabellón idéntico al que recordaba, con las palabras latinas
grabadas en su frontispicio. Hice colgar esferas de lienzo que brindaron esa luz
íntima, personal. Recibí al pueblo entero y vi su expectación. Comencé a hacer los
actos, y de pronto, al fondo del salón, cerca del ingreso, distinguí un joven que
observaba los trucos y cuando finalizaban tomaba nota de ellos. Observé los espejos.
Me contemplé en ellos y contemplé el espanto de esos rostros que no se miraban a
sí mismos. Y de pronto, mientras recogía los instrumentos de la mesa, pensé con
horror: “Dios mío, no recuerdo mi nombre”.
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