Eudora Welty
I
Loch
estaba hecho una furia con su madre. Si ella se salía con la suya, iba a tenerlo
todo el verano en cama y tomando Cocoa-Quinina. Loch se puso a chillar y la
tuvo allí esperando, con la cuchara a punto de derramarse, mientras él miraba
su férrea estampa, el tablero de damas de su delantal, hasta que se quedó sin
aliento y se tomó la cucharada. Su madre apoyó la mano sobre el gorro de dormir,
le toqueteó la cabeza en lugar de besarlo y se fue a echar la siesta.
“¡Louella!”, llamó débilmente, confiando en que
subiría las escaleras y la convencería de que se fuera corriendo a la tienda de
Loomis a comprarle un helado de cucurucho con dinero de su propio bolsillo,
pero por toda respuesta la oyó dar un virtuoso sartenazo en la cocina. Por fin
suspiró, estiró los dedos de los pies –tan limpios que le daban asco– y se
apoyó en un codo para mirar por la ventana.
Al lado estaba la casa vacía.
Toda su familia estaría encantada de que se quemara;
la envolvió con su apasionamiento veraniego. Más allá de las hojas del almez de
su propio jardín y de la hilera de cedros y el amplio jardín vecino se veía uno
de sus costados, deteriorado por la intemperie. Dejó que sus ojos se detuvieran
o pasaran con rapidez sobre los detalles de aquella pared tan conocida. Su
contorno abandonado, su descuidada prolongación en el largo jardín trasero, que
conocía de memoria. El costado de la casa era parecido al de un ser humano,
como si una persona o un gigante se hubieran quedado allí dormidos, dormidos
para siempre.
Una chimenea roja en forma de botella lo sostenía
todo. El tejado se inclinaba cayendo hacia la fachada, el porche la rodeaba
colgando, pues habían desaparecido los soportes, y parecía un acantilado en un
serial del Bijou. Pero no rondaban por allí vaqueros en peligro, sino las
gallinas de la señorita Jefferson Moody, que cruzaban el camino, saltaban la
valla aleteando, y encontraban allí una sombra más fresca, un polvo más mullido
para sentarse y lombrices más gordas bajo el suelo de tablas cada vez más ennegrecidas.
Un lado de la casa tenía seis ventanas, dos arriba y
cuatro abajo, y detrás de la chimenea una pequeña ventana de escalera en forma
de ojo de cerradura que no se podía abrir; ellos tenían otra igual. Había
persianas verdes enrolladas a varias alturas, pero no cortinas. Se veía una
mesa en el comedor, pero sin sillas. La ventana de la sala quedaba resguardada
por la sombra del porche y de las delgadas y vibrantes hojas de bambú, y su
cristal era transparente y oscuro como una charca del río que él conocía. En la
sala había un piano y unas sillitas con adornos, como las de la escuela
dominical o esas que hay para los niños en las tiendas, cada cual en una
posición, y seguro que la primera persona un poco vigorosa que se sentara en
ellas las haría pedazos una tras otra. En el hueco que daba al vestíbulo, en
lugar de puerta había una cortina de abalorios. Al no haber corriente de aire,
la cortina colgaba tan inmóvil como una pared, pero a través de ella se hubiera
visto a cualquiera que franqueara la puerta de entrada.
En la ventana que había frente a la de él, en la
habitación trasera del piso de arriba, una cama miraba a la suya. Ya no tenía
patas, y el colchón se había caído en parte, pero aún se sostenía. La sombra de
algún árbol, una rama con sus hojas, viajaba sobre las colinas y las hondonadas
del colchón.
En la habitación delantera la ventana resplandecía en
la tarde; estaba abierta. Lo único que se veía de la cama era un poste con un
sombrero encima. Ciertamente vivía una persona en la casa –Loch lo recordaría
tarde o temprano–, pero no era más que el señor Holifield, el vigilante
nocturno de la desmotadora de algodón, que dormía durante el día. Se veía en la
pared un cuadro con su marco, lo suficientemente torcido para parecer recto de
vez en cuando. A veces el cristal del cuadro reflejaba la luz exterior y el
vuelo de los pájaros de una rama a otra de los árboles, y, mientras producía
esos reflejos, el señor Holifield soñaba.
Loch podía atisbar por entre los cedros porque
faltaba uno, y de un golpe de vista lo abarcaba todo –como si lo poseyera–,
desde el porche hasta la pared trasera en forma de cobertizo y las negras
sombras del cenador; pero este despertaba en él una pasión completamente
diferente, con un intenso aroma de hojas negras que se corrompían hasta
convertirse en hollín y las cuatro higueras que le daban sombra y de las que
robaría higos si es que alguna vez llegaba julio. Y por encima de la sombra,
oscura como un barco, fulguraba un cielo azul ruidoso como una batalla, cálido
como el fuego. Los trajinantes de heno, que a veces dejaban subir a su hermana
a dar una vuelta, ya de noche (contra la voluntad de su padre, pero
escabulléndose gracias a la complicidad de su madre) conducían el carro
cantando “Oh, it ain’t gonna rain no more”. Incluso bajo sus párpados cerrados,
luz y sombra seguían separadas, pero al revés.
Durante varios días seguidos a veces, y con
frecuencia en sus ensueños diurnos y nocturnos, le parecía vivir en la casa de
al lado, salvaje como un vaquero, completamente solo, sin que su padre ni su
madre entraran en la habitación para ver si tenía fiebre o meterle el dedo por
debajo del gorro, sin que él pusiera en marcha el ventilador y el otro lo
parara, sin que los dos juntos sujetaran con alfileres un cucurucho de papel
periódico alrededor de la bombilla, para que no se enterara de sus
conversaciones por la noche. Y Cassie no podía llevarle allí aquellos horribles
libros de chicas y de hadas.
Era el goteante canalón lo que lo despertaba antes,
en primavera, cuando llovía. Salpicaba con el estruendo de una cascada en el
bosque, lo sacudía con esa agonía de ser arrancado de un sueño para ser
transportado a otro sitio, obligado a marchar. Hacía latir con más fuerza su
corazón.
Podían hacer lo que quisieran con él, pero no le
quitarían ni su gorro de dormir ni su casa. Metió la mano debajo de la cama y
sacó el telescopio.
El
telescopio era de su padre y lo dejaban mirar por él cuando tenía fiebre. Se lo
daban en lugar de la escopeta de perdigones y la pistola de diábolos. Olía a
latón y al cajón de la biblioteca donde permanecía guardado, y hasta entonces
solo lo habían sacado, toda la familia reunida, para ver los eclipses de luna;
y cuando pasó el avión que pilotaba una señora, todos estuvieron esperándolo un
día entero, acalambrados y doloridos de tanto mirar al cielo, y la mano de su
padre agarraba el telescopio como si fuera un bastón grande, una especie de
arma para defenderse de lo que se les pudiera venir encima.
Loch encajó los largos tubos de latón y sacó el
telescopio por la ventana, empujando la tela metálica hacia fuera de forma que
entraban mosquitos, cosa que le habían prohibido. Examinó el tamaño de los
lejanos higos: el día anterior parecían canicas, hoy granos de uva. Cogerlos no
sería exactamente robar. Como contrapartida del furor que le provocaba el
confinamiento, a veces sentía, tendido en su lecho, una compasiva actitud de
perdón hacia sus propias faltas. Desvió amorosamente el telescopio hacia la casa
y alcanzó su tejado, donde los pajaritos ladeaban sus cabezas.
Mirando por el telescopio hasta le llegaba el olor de
la casa. Morgana olía intensamente aquella tarde; se habían abierto todas las
flores del magnolio de la esquina, que resplandecían como luces en el frondoso
árbol, alto y enorme como una cueva abierta al borde del tejado de los
Carmichael.
Observó el nido de un tordo, el viejo balón de
Woodrow Spights, colgado en el tejado, las descoloridas octavillas electorales
esparcidas por el porche… y otra vez la casa vacía y un plato de loza medio
hundido en la maleza; las gallinas solían beber en él, pero ahora estaba seco.
Loch apuntó el telescopio hacia la parte de atrás y
sorprendió al marinero y a la muchacha en el momento en que saltaban la cuneta.
Siempre entraban por atrás, cogidos de las manos, balanceándolas y corriendo
agachados bajo las hojas. La chica era la pianista del cine. Ese día llevaba
una bolsa de papel de la tienda de comestibles del señor Wiley Bowles.
Loch entrecerró los ojos; temía que un buen día el
marinero cogiera los higos. Y no le extrañaría que la chica lo indujera a
hacerlo. Se llamaba Virgie Rainey. Había estado en el mismo curso de Cassie
desde que empezaron a ir a la escuela, así que tenía dieciséis años; no le
resultaba atractiva.
Tenía el aspecto de esas chicas a las que les gusta
hacer cosas propias de muchachos, pero no era cierto. Un día dejó que el
marinero la cogiera en brazos y la llevara en volandas, con los dedos estirados
rozando las hojas. Fue ella quien le enseñó la casa al marinero, para empezar,
y fue ella quien lo llevó allí. Eran viejas higueras mohosas, pero los higos
eran pequeños, azulados y dulces. Al abrirlos mostraban su carne rosada y
dorada, sus flores interiores, y las doradas gotas de jugo se deslizaban hasta
la lengua. Loch dejaba que el tiempo se encargara del marinero porque era él,
Loch, el más rico en compasión; lo dejaba tranquilo día tras día.
Se balanceó sobre sus rodillas y vio al marinero y a
Virgie Rainey en un pequeño mundo azul y blanco, corriendo centelleantes hacia
la puerta trasera de la casa vacía.
Y después venía el viejo del carro azul, que subía
primero hasta la casa de los Stark y luego bajaba hasta la de los Carmichael.
Leche, leche,
suero de leche,
zarzamoras frescas
y
suero de leche.
Era el señor Fate Rainey con su canción. Tardaría
mucho rato en desaparecer. Todos los días, Loch podía observar la nueva flor
del sombrero de su caballo. Pasaba por delante de la casa de los Stark y
rodeaba el cementerio y el barrio de los negros, y luego volvía a pasar. Su
pregón, que entonaba como una canción, se oía cerca, luego lejos y luego cerca
otra vez. ¿Era un eco, era eso un eco? O era la última llamada de un ser
perdido en una cueva profunda: “¡Aquí, aquí! ¡Aquí estoy!”.
Se oyó un sonido que podía ser el grito de un
arrendajo, pero era el ruido de la puerta trasera; estaban entrando justo en
aquel momento por la puerta trasera. Cuando Loch vio abrirse la puerta –la tela
metálica estaba deformada por el peso de muchísima gente que se había apoyado
en ella–y que entraban, sintió la indignación de siempre. Pero al mismo tiempo
sintió alegría. Porque aunque los invasores no lo veían, él sí los veía, tanto
a simple vista como con el telescopio; y todos los días guardaba estas visiones
para sí; eran suyas.
Louella apareció debajo, en las escaleras, y arrojó
el agua sucia de fregar los platos en dirección a la casa vacía. Pero ella
nunca hablaría, y él tampoco. Nunca había compartido a nadie con otra persona,
ni siquiera con Louella.
Después de que la puerta se cerrara tras el marinero
y de que la ventana de arriba fuera forzada a encajar en su marco, la casa de
al lado quedó sumida en el silencio. En el mismo silencio que en su propia casa
en aquel momento del día; pero, al igual que la ruidosa cascada, el silencio lo
mantenía despierto, luchando contra el sueño.
Al principio, antes de haber visto entrar a nadie, le
gustaba tumbarse allí y pensar que unos salvajes asediaban la casa, y que había
un gigante agazapado detrás de la ventana que correspondía a la suya. Muchas
veces la gran higuera fue un árbol mágico, de dorada fruta, que resplandecía
entre las ramas como una nube de luciérnagas, un árbol centelleante, que se
encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba. En una premonición del futuro,
sacaba la lengua en sueños para beber el dulce jugo dorado, pero luego lo que
veía era a su madre metiéndole aquella cuchara en la boca.
Más de una vez soñó que la cueva se había metido en la
casa, y el lechero entraba y salía de las habitaciones con su caballo de rosado
hocico, y le golpeaba los costados con un látigo que salía de su cuerpo; en el
sueño no cantaba. O el mismo caballo, blanco y hermoso, iba a su casa para
pedirle un favor, una petición que hacía en voz baja e ininteligible, mirando
hacia arriba, y él no había decidido todavía si concedérsela o no. La llamada
desde el otro lado de la ventana aún no había llegado; bueno, no del todo. Pero
sí había llegado alguien.
Volteó.
–¡Cassie! –gritó.
Cassie entró a la habitación.
–¿No te dije qué tenías que hacer? Recorta esos
cupones de jabón Octagon y cuéntalos bien, si quieres el cortaplumas –le gritó.
Luego se marchó y cerró estrepitosamente la puerta de
su propia habitación. Creyó verla como en sueños. Se había disfrazado para lo
que fuera que estuviera haciendo en su habitación, y le recordó a una artista
de circo, tan rebosante de colores que casi no parecía su hermana.
–¡Qué facha más ridícula tenías al entrar! –dijo.
En la casa vacía reinaba cierta quietud, pero no la
de irse y dejarlo, sino la de aproximarse más a él. Algo se le estaba
acercando, algo que debería observar con atención. Tenía la sensación de que
alguien estaba contando. Después, también él debía contar. Podía ser lo
bastante precavido para contar de uno en uno, de cinco en cinco, y de diez en
diez. A veces se tapaba los ojos con el brazo y contaba sin mover los labios,
imaginándose que cuando llegara a cierto número gritaría: “¡Ya, tanto si están
listos como si no!”, y bajaría por la rama del almez. Nunca había llegado a
gritar y el brazo le pesaba mucho en la cara. A menudo se dormía así.
Despertaba empapado; empezaba la fiebre de la tarde. Luego su madre lo sacudía
de un lado para otro mientras ponía fundas limpias en las almohadas y volvía a
apoyarlo contra ellas. Eso estaba haciendo en aquel momento.
–Ahora, tus polvos.
Su madre, arreglada para salir, vertió el contenido
del sobrecito rosado sobre la lengua que él sacó, no sin protestas, y guio el
vaso de agua hacia la mano que lo buscaba. Cada vez que se tragaba los polvos
ella le decía tranquilamente:
–El doctor Loomis te los da sólo para que me quede
tranquila pensando que tomas alguna medicina.
Cuando volvía a casa del trabajo, su padre decía:
–Bueno, si tienes malaria, hijo… –le daba un beso–,
qué se le va a hacer, tienes malaria. ¡Ja, ja, ja!
–Te he hecho también cuajada –dijo ella muy seria. Él
hizo un ruido expresamente para provocarla, y ella le sonrió–. Cuando vuelva de
casa de la señorita Nell Carlisle, te contaré todas las noticias de Morgana.
No pudo menos que sonreírle sin abrir los labios. Era
casi su aliada. Agitó su bolso a modo de despedida y se fue a su reunión.
Asomándose considerablemente por la ventana, alcanzaba a ver un lánguido y
revoloteante desfile formado por las damas de Morgana, que intentaban
refrescarse bajo sus sombrillas mientras caminaban hacia la casa de la señorita
Nell. Su madre se fundió en la masa de colores flotantes y transparentes. La
señorita Perdita Mayo iba hablando; todas taconeaban con sus zapatos de verano,
y los sonidos se perdían en la distancia.
Se oía una cancioncilla, que venía del piano de la
casa vacía.
La
melodía volvió a oírse, como el roce de una manita que él hubiera apartado
inadvertidamente.
Loch se tendió y la dejó continuar. De pronto se le
saltaron las lágrimas. Abrió la boca, asombrado.
Súbitamente, aquella melodía le pareció lo mejor que
le había ocurrido en todo el día, en todo el verano, en toda aquella temporada
de fiebres y escalofríos, lo único importante: era algo personal.
Pero no podía decir por qué.
Le llegó como una señal o como un saludo: recordaba
el sonido de una trompa en el bosque.
Entornó los ojos. La melodía se acercaba o se apagaba
y desaparecía en el aire de la vecindad. La escuchó y luego se preguntó cómo
seguía.
Y lo devolvió al pasado, a la época remota en que su
hermana era tan encantadora. Cuando los dos se querían en un mundo diferente,
un país infinito, seguro y suyo, en el que no se entrometían padres ni madres,
ni con atenciones, ni tampoco con impaciencia: totalmente distinto del mundo
solitario de ahora, poblado como Argos, de ojos siempre en guardia.
Una cuchara chocó tres veces contra un plato. Cassie
estaba en su habitación, haciendo cosas de chicas, que olían horriblemente, tan
mal como cuando tiñó una gorra de dormir con capullos de rosa y le prendió
fuego mientras la secaba. Oyó a Louella hablar consigo abajo, en el vestíbulo.
–¡Louella! –gritó tumbado de espaldas, y ella le
respondió que la dejara descansar porque si no, entregaría su alma a Dios en
aquel mismísimo momento. Cuando volvió a acercarse a la ventana, lo primero que
vio fue a una desconocida que caminaba por la acera de enfrente.
Era una dama anciana. No, era una vieja regordeta, de
aspecto inseguro –como él, cuando se levantaba de la cama–, que no iba a
ninguna partida de cartas. Debía venir andando desde el campo. La vio detenerse
ante la casa vacía, voltear y caminar hacia ella. Había algo más que aire
campesino en su aspecto. Tal vez porque no llevaba nada en las manos, ni bolsa
ni abanico. Era como si fuera la inquilina de la casa que hubiera salido sólo
un segundo para ver si amenazaba lluvia y luego, con aire decidido, como si
tuviera muchas cosas que hacer, volviera a entrar.
Pero cuando empezó a caminar más deprisa, a Loch se
le ocurrió que podía ser la madre del marinero, que iba en busca de su hijo.
Además, el marinero no era de Morgana. Fuera quien fuese, la vieja subió los
escalones, cruzó el tembloroso porche y empujó la puerta principal, que abrió
con la misma facilidad con que Virgie Rainey había abierto la puerta trasera.
Entró, y Loch la vio a través de la cortina de abalorios, que hizo oscilar su
perfil un momento.
Si todas las puertas que tienen cerrojo estuvieran
cerradas a cal y canto, nada de aquello hubiese podido ocurrir. La facilidad
con que podía perderse algo de lo que estaba ocurriendo, y el deseo de
evitarlo, hicieron que Loch aguzara la vista.
Tres señoras jadeantes que acudían con retraso a la
reunión, apresurándose todas juntas como patos en fila, pasaron delante de la
casa. Por poco ven a la vieja: la señorita Jefferson Moody, la señorita Mamie
Carmichael y la señorita Billy Texas Spights. Lo hubieran detenido todo. Luego,
el aire vacío detrás de ellas se llenó repentinamente de mariposas que
revoloteaban en círculos y cuyas alas vibraban y despedían destellos como las
espadas de unos duelistas.
Loch estaba satisfecho de lo que se avecinaba –había
tres personas en la casa vacía, y por fin averiguaría si la vieja había ido
tras los otros dos para echarles un sermón–, pero se quedó desconcertado cuando
se encendió la araña del salón. Sacó otra vez el telescopio por la ventana y
acercó a él su ojo entrecerrado. Descubrió que la vieja iba arriba y abajo por
el salón, se sentaba y se levantaba de las sillitas, se acercaba tímidamente al
piano. No pudo ver sus pies; actuaba hasta cierto punto como un juguete de
cuerda, que al chocar contra los rincones y rozar los muebles cambia de rumbo,
pero sin salir nunca del salón.
Dirigió su mirada hacia el piso superior, un poquito
más arriba, con el telescopio. Allí, sobre el colchón, deliciosamente desnudo –le
hubiera gustado tumbarse en su inclinada superficie, desnudo, dejando que las
borlitas de algodón lo molestaran y sintiendo el colchón como olas que rodaban
debajo de él, y comer pepinos en vinagre–, el marinero y la pianista comían
pepinos que iban sacando de una bolsita abierta que estaba entre los dos. Como
el colchón se inclinaba, la chica no perdía de vista la bolsita, y cuando
comenzó a escurrirse hacia abajo, fuera de su alcance, se echaron a reír. Unas
veces se metían los pepinillos en la boca como si fueran puros y se volvían
para mirarse mutuamente. Otras se quedaban tendidos en la misma posición, con
las piernas en forma de M y las manos cogidas, exactamente como los recortables
de papel que su hermana hacía con periódicos doblados y que después desplegaba
para que él los viera. Si Cassie hubiera entrado en aquel momento, le habría
señalado la ventana para que lo recordara.
Y luego, como los recortables de papel al plegarse,
los seres reales también se juntaron. Como un saltamontes grande al posarse con
sus piernas y brazos recogidos para formar un pequeño cuerpo, como muerto, con
su coloración defensiva.
Se recostó e inclinó su cabeza contra el lado fresco
de la almohada, cerró los ojos y se sintió cansado. Puso a su lado el fresco
telescopio y con la uña cerró su pequeño objetivo.
–Pobre telescopio –dijo.
Cuando volvió a mirar, todos los de al lado estaban
atareadísimos. En el piso de arriba el marinero y Virgie Rainey daban vueltas
corriendo por la habitación y a cada vuelta saltaban, con los brazos abiertos,
por encima de la cama rota. Quién corría detrás de quién no tenía ninguna
importancia, porque siempre mantenían la misma distancia entre los dos. Daban
vuelta tras vuelta, como el policía y Charlie Chaplin, cada uno intentando caer
sobre el otro.
En el piso de abajo, la madre del marinero desplegaba
una actividad no menos extravagante.
Estaba poniendo adornos. (A Cassie le hubiera gustado
verlo). Como si pensara dar una fiesta ese día, estaba arreglando el salón y
poniendo cintas blancas. Era papel periódico.
La anciana salía del salón y volvía a entrar
–atravesaba en ambas direcciones la cortina de abalorios de la cocina– con los
brazos llenos de viejos bugles que llevaban mucho tiempo tirados en la puerta trasera,
en medio del paso. Y al ver los gestos que hacía, como si recogiera migas o
motas de pelusa de su seno, Loch reconoció la costumbre maternal: guardaba allí
los alfileres. Hacía largas tiras de periódicos, enganchándolos con alfileres,
y las partía en trozos iguales con el cuidado de una maestra de escuela. Hacía
cintas de periódico y las colgaba por todo el salón, comenzando por el piano,
donde sujetaba el extremo bajo una pequeña escultura.
Cuando Loch se cansaba de mirar lo que ocurría en una
de las habitaciones, enfocaba otra.
¡Cómo corrían y saltaban aquellos dos por encima de
la cabeza de la anciana! Por eso estaba el colchón medio caído.
Con la mandíbula apoyada en la palma de la mano, Loch
contemplaba todo aquello, lo encontraba extrañamente familiar, como si lo
hubiera visto antes. La anciana adornó el piano hasta que pareció un árbol de
Navidad o una cucaña. Las cintas de periódico y de papel de seda se alargaban y
se cruzaban desde el piano a la araña, y descendían hasta los cuatro rincones
de la sala, donde las aguantaban los respaldos de las sillas. ¿Cuándo empezaría
la fiesta? A Loch le pareció suficientemente fantástico y hermoso; pensó que la
anciana debía dejarlo así. Pero para ella no era más que el principio. Estaba
sola en medio de aquel esplendor que componía y fijaba con alfileres. No tenía
que ver con nada ni con nadie. Era una anciana que estaba en una casa, y su
misión no era la de castigar a nadie. Aunque cuando Woody Spights y su hermana
entraron patinando salió, naturalmente, a correrlos.
Una vez salió de la casa, pero volvió enseguida. Con
su paso inseguro pero resuelto, como si estuviera sentada en una silla de
ruedas que se empeñara en desviarse, cruzó la carretera hasta el jardín de los
Carmichael y volvió con unas hojas verdes y una flor del magnolio; las llevaba
en la falda. Se subió los bordes del vestido como si fuera una niña, mostrando
sus delgadas piernas, y zigzagueó a través de la carretera; qué espectáculo,
tratándose de una madre, aunque las madres a veces son así. Levantó los codos,
¡como si temiera dar un patinazo! Pero nadie la vio: Loch tenía la frente
húmeda. Oyó gritar a alguien del grupo reunido en casa de la señorita Nell;
sonaba como si la señorita Jefferson Moody se lo estuviera jugando todo a una
carta. Nadie, salvo Loch, vio a la vieja, y él no dijo nada.
La anciana llevó el ramo de hojas a la sala y lo puso
encima del piano, donde colocaría luego la corona de la cucaña. Después dio un
paso atrás y se quedó mirando, complacida, como si lo hubiera hecho otra
persona: aprobaba con la cabeza.
Ya que tuvo la sala decorada a su gusto, incansable,
comenzó a tapar las grietas. Llevó más papel y lo metió en las junturas de las
ventanas. Entonces Loch comprendió que las ventanas de la sala se hallaban
cerradas a cal y canto; era como estar dentro de una caja, y la anciana se
encontraba allí, en medio del calor sofocante. Una oleada ardiente recorrió su
cuerpo. Entonces la anciana se encaminó, con los brazos llenos de bugles, hacia
una parte de la pared que él no veía, pero donde sabía que había una chimenea.
Depositó allí su carga.
Después de salir de la sala entró de nuevo a paso muy
lento. Iba empujando un montón de esterillas; daba vueltas, se agachaba y
peleaba detrás del paquete como una araña que empuja una presa demasiado
grande, intentando que entrara en la sala. De repente Loch sintió que le
faltaba el aliento y que tenía unas ganas tremendas de salir; apoyó la frente y
la nariz en la tela metálica, y le quedaron marcados los alambres. Quería al
mismo tiempo que el plan fracasara y triunfara. Un momento después le había
abandonado cualquier sentimiento de altivo desprecio o de posesión por la vieja
casa. La anciana iba a reducirla a cenizas. Y Loch pensaba en mil maneras
mejores de hacerlo.
Podía haber bajado un colchón; arden muy bien. ¿Y si
subiera a buscar el colchón de la habitación donde jugaban los de arriba? ¿O si
arrancara, con sábanas y todo, el que estaba debajo del señor Holifield (cuyo
sombrero había girado, imperceptiblemente en el poste de la cama, como una
veleta)? Cuando dejó de verla durante un minuto, se dedicó a vigilar la
ventanilla de la escalera; pero no subió.
Entró con un viejo edredón en el que durante muchos
años habían dormido los perros de la casa, y que había estado tanto tiempo
tendido en la cuerda de la puerta trasera que una mitad era clara y la otra
oscura. Se subió a la banqueta del piano como hacen las mujeres, desafiando a
la muerte, y colgó el edredón en la ventana principal. El edredón se cayó.
Probó dos veces más, y al tercer intento lo consiguió. ¡Ojalá no tapara la
ventana que miraba a la suya! Pero si tuvo intención de hacerlo, lo olvidó. Se
tocaba sin cesar la cabeza con la mano.
Todo lo hacía mal, hasta cierto punto. Se había
despistado. Lo que realmente necesitaba era una buena corriente de aire. En vez
de eso, no dejaba entrar el aire, y a ver cómo iba a hacer fuego en una
habitación sin aire. Justo la clase de ideas descabelladas que tienen las niñas
y las mujeres.
Pero entonces se fue hacia la parte de la sala que él
no podía ver, y cuando volvió llevaba un objeto nuevo y misterioso en las
manos.
En aquel momento Loch oyó a Louella, que subía por la
escalera trasera para echarle un vistazo.
Se tendió de espaldas, estiró su brazo, se puso la
mano sobre el corazón y abrió la boca, como cuando se hacía el muerto en una
pelea. Se olvidó de cerrar los ojos. Louella permaneció allí un minuto y luego
se fue de puntillas.
Loch se puso de rodillas, levantó la tela metálica,
pasó a la rama del almez y se descolgó por el árbol tal como hacía siempre.
Bajó por la rama más cercana a la casa vacía. Cuando
estuvo frente a su ventana, el marinero y la chica lo vieron, pero sin darse
cuenta. Siguió bajando. Encontró su lugar preferido, una familiar y crujiente
horcadura del árbol, donde solía sentarse a contar sus tapas de botella. Se
colgó para mirar, unas veces sosteniéndose con las manos, otras con las
rodillas o con los pies.
La anciana iba sucia. Cuando estaba de pie temblaban
ligeramente sus flácidas mejillas y sus manos. Ahora pudo ver con claridad lo
que sostenía en la mano como si fuera una lámpara. Pero no sabía qué era: se
trataba de una cajita de madera castaña, en forma de obelisco. Tenía una
puertecilla, que abrió. Salía de ella un sonido mecánico. Lo oyó con mucha
claridad a través de la habitación, que parecía una caja de resonancias: hacía
tictac.
Colocó el obelisco sobre el piano, en medio de la
corona de hojas; apartó una figura. Loch escuchó él tictac y su fe en ella
aumentó. Sujetándose por las corvas y cabeza abajo, se balanceó en el aire
fresco y libre, mareado como una manzana que se mueve en el árbol, pensando: es
la caja donde guarda la dinamita.
Abrió los brazos y los dejó colgar hacia fuera,
parpadeando a la luz de junio, miró la casa, el cielo, las hojas, un pájaro
volando, todo y nada.
La hermana pequeña de los Spights, de dos años, a la
que desde que nació no había visto cruzar la calle, pasó debajo de él
arrastrando un patín.
–Hola, bonita, qué guapa estás –murmuró desde las
hojas–. Lo mejor será que regreses por donde venías.
Entonces la anciana estiró un dedo y tocó la pieza.
Y él permaneció colgado, tan quieto como un
murciélago en reposo.
II
“Für Elise”.
Cuando escuchó en su dormitorio el dulce comienzo, la
bonita frase, Cassie levantó la cabeza y dijo como respuesta:
–Virgie Rainey, danke schön.
Sorprendida, pero lentamente y a su pesar, dejó de
remover el verde esmeralda. Se levantó de donde había estado en cuclillas y
pasó por encima de los platos que estaban esparcidos por el tapete de esparto.
Se fue silenciosamente hacia la ventana que daba al sur y levantó la cortina,
que ensució con sus dedos húmedos. No se veía ni un alma en casa de los
MacLain, salvo el viejo Holifield que dormía con sus maltrechos zapatos puestos
y cuya barriga era tan abultada como la de un petirrojo.
Su presencia –era el Holifield que trabajaba de
vigilante nocturno en la desmotadora de algodón y que dormía allí de día– nunca
evitó que la madre de Cassie llamara a la casa de los MacLain “la casa vacía”.
La llamara como la llamara, la casa estaba allí
aunque no la mirara; formaba parte del mundo.
Aquella pared despintada cambiaba pasivamente con el
día y la estación de la misma manera que cualquier paisaje, como la orilla de
un río. Con el tiempo fresco, sus ventanas tomaban el color de las hojas del
liquidámbar; pasaban al rojo oscuro cuando subía el sol tardío, y en invierno,
desnudas y brillantes, parecían más expuestas y solitarias incluso que ahora.
En verano crecía allí una vegetación exuberante. Las hojas y sus sombras se
amontonaban contra ella, nítidas como si las iluminara la luz de un foco y tan
quietas como un mediodía, a cualquier hora. Se veía que no la cuidaba ninguna
mujer.
Aquel junio sin lluvia y sin viento, el aire
transparente y el pueblo de Morgana, la vida misma, iluminada por el sol y por
la luna, estaban tranquilos y serenos y eran como de porcelana. Cassie lo
sintió así en aquel momento. Sin embargo, a la sombra de la casa vacía, aunque
todo parecía quieto, se notaba movimiento. Allí había vida. Tal vez fuera la
vida pasada.
Desde que se fueron los MacLain, el tejado sólo había
cobijado (y remojado con sus goteras) cabezas de personas que en realidad no
vivían allí, y una incansable corriente parecía fluir, oscura y libre,
alrededor de la casa (siempre había algún sonido o movimiento que asustaba a
los pájaros), una vida más agitada que la de los Morrison, más turbia
probablemente, pensó Cassie con inquietud.
¿Estaría ahí dentro Virgie Rainey? ¿Dónde se
escondía, si era ella quien había entrado furtivamente para tocar el piano?
¿Cuándo entró? Cassie se sintió burlada. Durante un momento dudó si había oído “Für
Elise”; dudaba de sí misma con facilidad, y se golpeó el pecho con el puño,
como solía hacer Parnell Moody.
Un verso retumbó, o comenzó a retumbar, en sus oídos:
Aunque me he hecho viejo vagando…
Se dio un golpe en las caderas, lo bastante fuerte
para hacerse daño, y volvió a sus asuntos. Con los pies desnudos cruzados se
quedó mirando las marmitas y platos donde había mezclado suficientes colores
para pintar la salida del sol. Se había encerrado en su habitación para teñir
un pañuelo. “¡Que no entre nadie!”, decía un sobre prendido con un alfiler a su
puerta y firmado con una calavera y dos huesos cruzados.
Tenías que tomar un recorte cuadrado de crepé de
China, enrollar una punta y atarla con una cuerda. Luego ibas anudando el resto
del pañuelo de la misma forma y después lo introducías en los diferentes
tintes. Las cuerdas tenían que dejar unas líneas blancas entre los colores,
haciendo un dibujo como de telaraña. Nunca se sabía qué dibujo salía hasta que
se desataba el pañuelo; pero, según Missie Spights, siempre eran preciosos.
“Für Elise”. Esta vez fueron dos frases, el mi
de la segunda frase sonó muy desafinado.
Cassie se fue acercando a la ventana, asustada,
rezando para no ver a Virgie Rainey, o más bien para que Virgie Rainey no la
viera a ella.
Virgie Rainey trabajaba. Pero no era maestra. Tocaba
el piano en el cine, en las dos sesiones de la noche, y ganaba seis dólares por
semana, y ya no era tan apreciada como antes. Incluso el último curso de la
secundaria –que acababa de terminar– se lo pasó trabajando. Pero, de pequeña,
Cassie y ella iban juntas a clase de música, en la casa de al lado, la de los
MacLain, con la señorita Eckhart. Virgie Rainey tocaba siempre “Für Elise”.
Y la señorita Eckhart decía: “Virgie Rainey, danke schön”.
¿Adónde se habría marchado la señorita Eckhart? Había
sido huésped de la señorita Snowdie MacLain.
–¡Cassie! –la llamó de nuevo Loch.
–¿Qué?
–¡Ven aquí!
–¡No puedo!
–¡Quiero enseñarte una cosa!
–¡No tengo tiempo!
La puerta del dormitorio de Cassie llevaba cerrada
toda la tarde. Pero primero fue su madre la que abrió, entró, dio un grito, le
dijo que no la tocara y se fue dejando tras de sí aquel perfume de geranios que
el ventilador dirigió hacia Cassie. Luego Louella entró muy decidida, sin decir
nada, y estuvo con ella una eternidad haciéndole rulos con papel periódico para
que la muchacha llevara el cabello rizado al pasear en el carro de heno aquella
noche.
–Puede que no te importe, pero a mí sí.
Al contemplar desde una prudente distancia los
colores con que había estado tiñendo, Cassie se sintió de repente lejos, tal
vez ya en septiembre, en la universidad, donde aquellos pañuelos teñidos
estarían tal vez un tanto fuera de lugar, pero servirían para presumir
desplegándolos ante las compañeras.
Pero la tercera vez que sonó “Für Elise”
emergió por fin a la superficie aquella tarde de miércoles, como si alguien la
hubiera conjurado, su actitud más crítica. Cassie se vio, sin ni siquiera
mirarse en el espejo, porque su pequeña, solemne y desamparada figura emergía
mirando fijamente, en su imaginación. Allí estaba ahora, de pie, asustada, al
lado de la ventana, en enaguas, con una gota de color del arco iris sobre el
corpiño y los volantes, y eso que había tenido bastante cuidado. Sus
descoloridos cabellos estaban cubiertos y lastrados de pedazos de papel, como
si llevara un sombrero demasiado grande. Su cabeza se balanceaba sobre el
frágil cuello. Sostenía con la mano derecha una cuchara como si fuera una
malévola fusta, e iba descalza. Antes parecía agraciada y feliz, y ahora se
veía patética, como desamparada, horrible. Igual que una ola, el pasado tomó
fuerza, ascendió hasta casi rozarla. La próxima vez la sumergiría. La poesía la
rodeaba, transparente y movediza:
Aunque me he hecho viejo vagando
a través de valles y colinas,
averiguaré adónde se fue ella…
Luego la ola se alzó, enorme, y cayó sobre su cabeza,
ahogándola.
Durante
años Cassie había asistido a la clase de música anterior a la de Virgie Rainey,
aunque a veces se cambiaban las horas. Para empezar, Cassie era tan negada para
la música como brillante Virgie (lo contrario de lo que ocurría en otras
cosas), y la señorita Eckhart, con su mentalidad metódica, seguramente las
había puesto juntas a propósito. Tenían clases los lunes y los jueves, a las
tres y media la una y a las cuatro la otra, y después de terminar el curso
escolar, y hasta el día del recital, a las nueve y media y a las diez de la
mañana. La señorita Eckhart era tan puntual y formidable que todas las niñas se
cruzaban en la cortina de abalorios, unas saliendo y otras entrando, como si
fueran extrañas. Solo en los ojos de Virgie había destellos de burla.
Aunque era tan incansable como una araña, la señorita
Eckhart esperaba a sus alumnas absolutamente inmóvil, y cualquiera hubiese
dicho que estaba dormida en su estudio. ¿Cuánto tiempo pasó antes de que a
Cassie se le ocurriera que aquel “estudio”, el primero del que se oía hablar en
Morgana, no era más que una habitación alquilada, alquilada porque la pobre
señorita Snowdie MacLain necesitaba el dinero?
En aquel entonces parecía un lugar consagrado. El
suelo, pintado de negro, no estaba cubierto ni siquiera por un tapete, para no
amortiguar el sonido de la música. Justo en el centro había un piano (de ébano,
pensaban todas), con las patas torcidas como las de un elefante y muchos kilos
de partituras encima; eso era para crear un ambiente de seriedad, pensaba
Cassie. Porque, ¿de quién era aquella música? Las teclas amarillentas, algunas
agrietadas y otras, las graves, de color café, estaban siempre cubiertas por
una fina película de sudor. Había una banqueta de tornillo puesta en la
posición más alta, con el asiento tan desgastado que parecía un plato hondo. Al
lado estaba la silla de la señorita Eckhart, que era una de esas antiguallas
que la gente pone junto al teléfono.
Había sillas doradas, quebradizas y alargadas como
caramelo blando, que se deslizaban por el piso nada más tocarlas, y que estaban
prohibidas porque eran para el público del recital; su fragilidad era
intencionada. Había taburetes con figurillas rosadas y conchas de color
hortensia. Las cortinas de abalorios se movían y chascaban de vez en cuando
durante la clase, como si alguien entrara, pero les daban tan poca importancia
como a los chasquidos de los cardenales que volaban en el jardín, a no ser que
fuese la hora de llegada de alguna alumna. (Los MacLain estaban casi siempre
arriba, excepto cuando bajaban a la cocina, y entraban por una puerta lateral).
Los abalorios desprendían un ligero olor dulzón y hacían pensar en largas
cuerdas de trufas de licor y botellitas de dulces llenas de líquido violeta y
palitos de orozuz. El estudio se parecía en algunas cosas a la casa de la bruja
de Hansel y Gretel, “con bruja incluida”, como decía la madre de Cassie. En el
extremo de la derecha del piano había un pequeño busto blanco de Beethoven, con
los contornos desgastados y la nariz aplanada como si la hubiera lamido una
vaca.
La señorita Eckhart, una robusta mujer morena de edad
desconocida, se sentaba durante las lecciones en una silla vulgar, que su
cuerpo escondía completamente, con aparente indiferencia tanto hacia su cuerpo
como hacia la silla. Se mostraba alternativamente muy tranquila y muy atenta, y
a veces parecía que esto se debía al odio que sentía contra las moscas.
Guardaba un matamoscas en el regazo, con tanto amor y cariño como si fuera un
abanico, sorprendentemente relajados sus dedos cortos, duros y redondos. De
repente, mientras tocabas tu pieza, cometiendo errores o a la perfección, eso
no importaba, caía el matamoscas sobre tu mano. Nunca se intercambiaban
palabras, ni de triunfo o disculpa por parte de la señorita Eckhart, ni de
sorpresa o dolor por la tuya.
Pero dolía. Virgie, con su mirada cada vez más
endurecida a medida que iba tocando la pieza de turno, era la que mejor ponía
cara de no haberse enterado de nada aunque la señorita Eckhart siguiera
golpeando, cada vez con más fuerza, a las persistentes moscas. Todas sus
alumnas dejaban entrar a las moscas cuando llegaban o salían de la clase; y no
digamos los niños de los MacLain, que dejaban la puerta abierta de par en par
cuando salían al jardín.
La señorita Eckhart también se levantaba a veces
bruscamente para ir a la cocina del estudio: ella y su madre no tenían criada y
nunca utilizaban la de la señorita Snowdie. Nunca decía “Discúlpame”, ni
explicaba lo que tenía sobre la llama. Y había veces, quizá en días de lluvia,
en que la profesora daba vueltas por el estudio y te dabas cuenta de que se
detenía detrás de ti. Cuando creías que te había olvidado, se inclinaba sobre
tu cabeza y te encontrabas debajo de su pecho, como un viajero debajo de un peñasco;
sus dedos armados de un lápiz se acercaban a tu partitura y por encima del
compás que tocabas escribía lentamente “Lento”. Otras, se precipitaba sobre ti
y trazaba un círculo con un largo rabo, como si fuera el dibujo de un gato,
pero era una “P” y la palabra se convertía en “¡Practicar más!”.
Cuando por fin aprendías a tocar una pieza, te
prestaba escasa atención y no hacía comentarios; sus costumbres eran muy raras.
Ya era hora de aprender una nueva pieza. Cuando abría el gabinete, el olor de
la nueva partitura salía con tanta rapidez como un fantasma escapándose, era
algo casi palpable, como un mapache casero; la señorita Eckhart tenía las
partituras encerradas bajo llave, y llevaba ésta debajo del cuello del vestido.
Se sentaba, y con una pluma bañada en tinta añadía “25 centavos” al recibo. Cassie
recordaba los recibos claramente, escritos con aquella elaborada caligrafía; la
“z” en Mozart con un signo de igual atravesándola, y todas las “y” tan fuertes
que traspasaban el papel. Tardaban una clase entera en secarse.
¿Qué hacía cuando tocabas sin cometer faltas? Oh, se
acercaba para decirle algo al canario, dando golpecitos en los barrotes de la
jaula con el dedo. “Escúchala –le decía–. Por hoy ya te basta”, añadía por
encima del hombro.
A
veces Virgie Rainey atravesaba la cortina de abalorios llevando una flor de
magnolia robada.
Iba a clase en una bicicleta de niño (de su hermano
Victor) desde casa de los Rainey, con sus difíciles partituras enrolladas a la
vista (las niñas las llevaban normalmente en la mochila), sujetas con una
correa a la barra de la bicicleta, que montaba a horcajadas, la magnolia
arrancada del árbol de los Carmichael y medio aplastada en la canasta de
alambre del manubrio. Otros días Virgie llegaba con una hora de retraso, si
tenía que repartir antes la leche, y en ocasiones aparecía por la puerta
trasera pelando un higo con los dientes; y en otras ocasiones, ni siquiera
aparecía. Pero cuando iba en bicicleta entraba con ella al jardín y dejaba que
la rueda delantera chocara estrepitosamente contra el enrejado, mientras Cassie
tocaba la “Scarf Dance”. (En aquellos tiempos la casa tenía un bonito
aspecto, con enrejado y plantas que tapaban los cimientos, y un helecho de tres
patas en la esquina del porche para desanimar a los patinadores y frenar a los
niños pequeños). La señorita Eckhart se ponía la mano sobre el pecho como si
sintiera la descuidada rueda sacudiendo los mismísimos cimientos del estudio.
Virgie llevaba la magnolia como si fuera una sopera
ardiendo y se la ofrecía a la señorita Eckhart; ninguna de las dos tenía idea
de esas cosas: las magnolias tenían un olor demasiado dulce y pesado para
después del desayuno. Y Virgie lo hacía todo con el meñique estirado; presumía
mucho de un callo de músico que le había salido en un nudillo.
La señorita Eckhart aceptaba la flor, pero a veces
Virgie tenía que esperar a que Cassie terminara de recitar su página de
catecismo. A veces la señorita Eckhart marcaba las preguntas falladas; otras,
las preguntas contestadas; pero a todas las preguntas marcadas les ponía una
gruesa “V” que cruzaba la página entera como la cola de un cometa. Fruncía las
gruesas cejas negras al darse cuenta de que Cassie olvidaba de alguna cosa, a
menos que lo hiciera para recordar algo que ella misma hubiera olvidado. A la
hora en punto (la esfera del despertador tenía la escena de una cascada verde y
azul) se despedía de Cassie e inclinaba la cabeza hacia Virgie como si acabara
de verla; ya estaba preparada para recibirla; pero durante todo ese tiempo
Virgie sostenía la magnolia en la mano, y su perfume llenaba la habitación.
Virgie se dirigía desganadamente hacia el piano,
desplegaba sus partituras y se aseguraba de que la banqueta estaba puesta de la
manera que quería. Echaba la falda hacia atrás con un movimiento doble de
natación. Luego, sin que la señorita Eckhart le dijera nada, comenzaba a tocar.
Tocaba con firmeza, suavemente, el rostro apacible, con el callo de músico, del
que presumía tanto cuando no estaba haciendo nada, posado como una mariquita
montada sobre la canción. Tocaba unas veces con suavidad, otras con fuerza,
pero nunca con estruendo.
Y cuando terminaba, la señorita Eckhart decía:
–Virgie Rainey, danke schön.
Cassie, tan quieta que se le acalambraba el pecho, no
se atrevía a caminar sobre el crujiente suelo de la casa, y esperaba hasta el
final para salir después corriendo hacia su casa. Iba susurrando mientras
corría, con el ronroneo de un motor:
–Danke schön, danke schön, danke schön.
No era el significado lo que la impulsaba; no sabía
lo que quería decir.
Pero es que nadie supo durante aquellos años (hasta
la Gran Guerra) lo que la señorita Eckhart quería decir con eso de danke
schön y Mein lieber Kind y lo demás. ¿Quién se hubiera atrevido a
preguntárselo? Sería como ponerle el cascabel al gato. Sólo Virgie tenía el
valor suficiente; únicamente ella podía haberlo averiguado para las otras.
Virgie decía que ni lo sabía ni le interesaba. Así que simplemente añadieron
estas palabras al nombre de Virgie en el colegio. Era Virgie Rainey Danke
schön cuando saltaba la cuerda o peleaba con los niños, o cuando la
obligaban a sentarse al frente en el concurso de pronunciación por haber dicho
“tres tristres trigres”. Se le quedó el apodo para siempre. Hasta en el
Bijou de vez en cuando le siseaban ese nombre cuando bajaba taconeando por el
empinado pasillo entablado, para encender las luces y abrir el piano. Desde que
se hizo mayor andaba muy estirada. Impasible, difamada, Virgie pasaba
orgullosamente, la cabeza alta, por delante del cartel, que decía “Hace fresco
en el Bijou. Disfrute de los Tifones de Alaska”, sujeto con una chinche bajo el
ventilador. Posiblemente las ratas corrían entre sus pies; el Bijou había sido
la caballeriza de los Spights.
“¡Virgie me trae buena suerte!”, decía la señorita
Eckhart, con una gran sonrisa. Que la suerte pudiera no ser buena era algo
nuevo para todos.
A los diez o doce años Virgie Rainey tenía el cabello
rizado, de modo natural, sedoso, oscuro y abundante, siempre despeinado. No la
mandaban a la peluquería muy a menudo, lo que no les gustaba a las madres de
otras niñas, que decían que seguramente llevaba el cabello sucio, pero ¿acaso
los niños podían mirarle la nuca, con las prisas que siempre llevaba la pobre
Katie Rainey? Su blusa marinera tenía encajes de bonito color rojo, su ancla
siempre estaba suelta y sus cintas de seda roja eran en realidad cordones de
zapatos de señora teñidos con jugo de hierba carmín. Tenía un aspecto un tanto
salvaje, cambiaba con facilidad de humor y se abandonaba a las alegrías y a los
abatimientos, los suyos o los de otras personas, con la misma pasión, excepto
con la señorita Eckhart, por supuesto.
El colegio no disminuyó la vitalidad de Virgie; una
vez, un día de lluvia en que tuvieron que quedarse en el sótano durante el
recreo, dijo que iba a romperse los sesos contra la pared, y la maestra, la
vieja señora McGillicuddy, comentó: “Pues rómpetelos”, y la verdad es que lo
intentó.
El resto de cuarto curso permaneció a su alrededor,
expectante y admirado, y el olor de los termos abiertos endulzaba pesadamente
el ambiente cerrado. Virgie llevaba para comer extraños bocadillos –todo el
mundo quería hacer intercambios con ella–, melocotones cocidos y hasta plátano.
A ojos de los demás resultaba tan exótica como una gitana.
El aire de abandono de Virgie era tan curiosamente
atractivo que todos, incluso los de la clase de la escuela dominical, pensaban
que tendría un gran futuro; se iría a algún sitio, a algún sitio muy lejano,
decían con la barbilla apoyada en la palma, sería misionera. (Parnell Moody
había sido una alocada y ahora era muy piadosa). La madre de la señorita Lizzie
Stark, la vieja señorita Sad-Talking Morgan, decía que Virgie llegaría a ser la
primera gobernadora de Mississippi; nada menos.
Sonaba peor que las regiones del infierno. Cassie
odiaba y amaba a Virgie en secreto. Cassie creía que era como una ilustración
de Reginald Birch para una novela por entregas de la St. Nicholas Magazine
de Etta Carmichael, titulada “La piedra afortunada”. Sus cabellos negros como
la tinta descendían en rizos sueltos, porque estaban sucios. Con frecuencia era
como aquella pequeña heroína, imaginativa y perseguida, que tenía que
enfrentarse con personas que se creían brujas y ogros (por desgracia, no lo
eran): los pies separados, la cabeza ladeada, la mirada penetrante, el oído
alerta; pero nunca se sabía si Virgie se enfrentaría valerosamente a sus
enemigos o se abandonaría a sus propios recursos con una sonrisa olvidadiza en
los labios.
Y olía a condimentos. Bebía vainilla de la botella y
les contaba que no le quemaba en absoluto.
Lo hacía porque sabía que a su madre la llamaban
señorita Helado Rainey, porque vendía cucuruchos en toda clase de reuniones.
“Für Elise” fue siempre la pieza de Virgie
Rainey. Durante mucho tiempo Cassie creyó que la había escrito Virgie, la cual
no lo negó nunca. Era una especie de señal de que Virgie había llegado; tocaba
esa frasecita cuando pasaba junto a algún piano, hasta el del café. Nunca
abandonó “Für Elise”; incluso cuando empezó a interpretar piezas más
difíciles, siguió tocándola.
Virgie Rainey tenía talento. Todos decían que su
talento era indiscutible. Para demostrarle que nadie se lo discutía, la dejaban
tocar cuando los demás ensayaban el paso para los desfiles. A veces desfilaban
con “Dorothy, an Old English Dance”, y otras con “Für Elise”, y
siempre lo hacían mal.
“Deben de haber ahorrado el dinero para pagar las
clases de música suprimiendo otros gastos”, decía la madre de Cassie. Cuando
Cassie oía a Virgie hacer sus escalas en la casa de al lado, imaginaba el
comedor de los Rainey –un interior que en la vida real no había visto nunca,
porque nunca volvía del colegio con los Rainey– y, sentados a la mesa, la
señorita Katie Rainey y el viejo Fate Rainey y Berry y Bolivar Mayhew, los
primos, y Victor, que moriría en la guerra, y Virgie esperando. La señorita
Katie no paraba de ahorrar monedas de uno y cinco centavos, pero sea como
fuere, nunca parecía haber suficientes.
Cassie
fue la primera alumna de la señorita Eckhart; la razón de por qué la “tomó” fue
porque vivía al lado, pero nunca se distinguió. Pero fue Virgie, a partir del
momento en que asistió a sus clases, la que puso al descubierto la verdadera
personalidad de la señorita Eckhart. La señorita Eckhart, tan estricta e
inexorable, a pesar de su rígida manera de caminar, escondía en su alma cierta
timidez.
Tenía un punto débil, vulnerable, y Virgie Rainey lo
encontró y se lo enseñó a los demás. La señorita Eckhart adoraba su metrónomo.
Lo guardaba como el más precioso secreto de la enseñanza de la música, en una
caja fuerte en la pared. Jinny Love Stark, que sólo tenía siete u ocho años
pero muy mala lengua, sugirió que era la única cosa de cierto valor que
guardaba. Nadie entendía por qué había una caja fuerte en la sala de estar;
Cassie recordaba que la señorita Snowdie decía que el Señor, con su infinita bondad
y sabiduría, lo sabía, y que algún día alguien llegaría a Morgana y necesitaría
usar la caja fuerte, después de que ella se hubiera ido.
Su puerta parecía una placa de estaño empotrada en la
pared, el extremo de un tubo de caldera cerrado. La señorita iba hacia allí con
pasos medidos. Técnicamente la caja estaba escondida, desde luego, y sólo ella
sabía que estaba allí, puesto que la señorita Snowdie se la había alquilado;
seguramente la señorita Eckhart ni siquiera le hubiera dejado abrirla a su
madre. Sí, su madre vivía con ella.
Para demostrar su buena educación, Cassie miraba
hacia otro lado cuando llegaba el momento de abrir la caja por la mañana.
Hubiera sido terrible, y a la vez tentador, que, como era la primera alumna,
ella, Cassie Morrison, fuera la que llamara la lógica atención sobre el absurdo
de una caja fuerte que no contenía joyas, sino algo que era todo lo contrario.
Más adelante, Virgie, un día en que el metrónomo estaba funcionando ante ella
–Cassie estaba a punto de marcharse–, anunció sencillamente que no tocaría una
nota más con aquella cosa delante de sus narices.
Al oír las palabras de Virgie, la señorita Eckhart
–casi pareció que era lo que quería oír–detuvo rápidamente la manecilla y cerró
la puertecita con un golpe, ¡paf! Nunca más volvió a colocar el metrónomo
delante de Virgie.
Por supuesto, para las demás lo seguía sacando. Lo
sacaba de su caja fuerte con la misma regularidad con que descubría la jaula
del canario. La señorita Eckhart había hecho una excepción con Virgie Rainey;
al principio había respetado a Virgie Rainey, y ahora se humillaba ante su
descaro.
–Un metrónomo es una máquina infernal –dijo la madre
de Cassie cuando ella le contó lo de Virgie–. Con esa máquina infernal no hay
modo de parar. A mí me gusta dejar caer la melodía.
–¿Qué quieres decir con eso de caer? ¿Aprendiste a
tocar el piano, mamá?
–No, pero pude haber sido cantante –y movió las
manos, como si toda la música se pudiera ir a freír espárragos.
Tras
su victoria con el asunto del metrónomo, y a medida que pasaba el tiempo,
Virgie Rainey fue mostrándose cada vez más maleducada con la señorita Eckhart.
Una vez tocó un pequeño rondó a su manera, y la señorita Eckhart se sintió tan
molesta que la clase no fue una clase de verdad. Una vez desenrolló el nuevo Étude
y cuando volvió a enrollarse por sí solo, como siempre pasaba, lo tiró al suelo
y se puso a patearlo antes de que la señorita Eckhart lo hubiera visto
siquiera; fue muy cruel. Después de esos espectáculos, Virgie se sujetaba el
cabello detrás de las orejas, y luego colocaba los dedos sobre las teclas con
la misma suavidad que si cogiera una muñeca.
La señorita Eckhart permanecía allí sentada, tapando
la silla como siempre, pero para sus adentros estaba atenta a cada nota.
Escuchar así hubiera hecho que Cassie olvidara. Y la mitad de las veces la
pieza era sólo “Für Elise”, que seguramente la señorita Eckhart podría
tocar con los ojos vendados y de espaldas a las teclas. Cualquiera se daba
cuenta de que Virgie le estaba haciendo algo a la señorita Eckhart. La estaba
convirtiendo en algo menos que una profesora. Y si no era una profesora, ¿qué
era entonces la señorita Eckhart?
A veces ni siquiera se sentía capaz de matar una
mosca de verano. Y aunque a Virgie le importaba muy poco, menos que a las
demás, si recibía o no un golpe, la señorita Eckhart levantaba el matamoscas
para intentar descargarlo, pero no podía. Era más que evidente lo mucho que
sufría cuando miraba a la mosca. La fluida y clara música seguía avanzando como
el agua, hermosa y serena, bajo el matamoscas suspendido y el pulgar de la
señorita Eckhart con su reborde rojo. Pero hasta los niños le pegaban a Virgie,
porque a ella le gustaba pelear.
Hubo momentos en que la calidad de yanqui de la
señorita Eckhart, si no sus verdaderos orígenes, una última cualidad de su
carácter, estuvo a punto de borrarse. Frente a los caprichos de Virgie, su
ánimo bajaba la cabeza. La niña llevaba las riendas. Para Cassie, la señorita
Eckhart era como el búfalo de agua del relato “Peasie and Beansie” de su
libro de lectura: de aspecto terrible pero manso. Tarde o temprano, después de
amansar a su profesora, Virgie se pondría a maltratarla.
La mayor parte de los alumnos estaban esperando la
gran escena.
Poco después ocurrió en la casa un incidente
cotidiano que fue motivo de gran angustia para la señorita Eckhart. La señorita
Snowdie tomó un segundo huésped. Mientras la señorita Eckhart escuchaba a
alguna alumna, el señor Voight andaba por encima de sus cabezas, bajaba las
escaleras, se abría la bata y se sacudía el faldón como un viejo pavo. Todas
sabían que la señorita Snowdie no se había enterado de que tuviera en su casa a
una persona así: era vendedor de máquinas de coser.
Cuando sacudía su bata de color castaño, no llevaba
nada debajo.
Tanto para la señorita Eckhart como para todos los
demás, era evidente que él pretendía suspender las clases de música. No podían
cerrar la puerta porque no había puerta, únicamente una cortina de abalorios.
No podían decirle a la señorita Snowdie que no le gustaban las clases porque le
hubiera dolido muchísimo. Todas las niñas y el único niño temían en cada clase
la aparición del señor Voight, hasta que se producía y quedaba atrás. El único niño
era MacLain el Rápido, el gemelo que recibía clases de piano gratis; pero no
dijo ni pío.
Cassie comprobó que la señorita Eckhart, que algún
tiempo atrás hubiera sido terminante con cualquier tipo de aquella calaña,
estaba indefensa ante él y sus bufonadas –tan indefensa como lo hubiera estado
la señorita Snowdie, tan indefensa como ésta ante sus dos gemelos–, desde que
empezó a ceder ante Virgie Rainey. Virgie dominaba a la señorita Eckhart
incluso cuando el señor Voight bajaba a asustarlas. Se limitaba a tocar con
mayor fuerza y ahínco, y nunca fingía que él no hubiera bajado o que ella no se
hubiera fijado, ni tampoco fingía que no pensara contarlo, por mucho que se lo
pidiera la pobre señorita Eckhart.
–Si le cuentan a alguien lo que vieron, les daré
palmetazos hasta que se desgañiten –decía la señorita Eckhart. Sus ojos se
abrían de par en par y su boca se empequeñecía. No sabía decir otra cosa. Para
Cassie aquello era tan ineficaz como la advertencia mágica de un cuento;
criticaba el pareado. Ella misma había contado en su casa lo que hacía el señor
Voight, levantándose y sacudiendo los brazos como hacía él, pero su padre le
dijo que no le creía. Que el señor Voight representaba a una firma importante y
viajaba para ella por siete estados. Añadió su amenaza a la de la señorita
Eckhart: no habría dinero para el cine.
La risa de su madre fue tan suave y juguetona como de
costumbre, pero no tuvo nada de iluminadora. Su risa, como el sol de la mañana
que en verano entraba por la ventana a la hora del desayuno rodeando la
alargada cabeza de su padre, proyectaba su sombra allí donde él se sentaba
recortado en silueta contra la luz. Él se enfrascaba en su periódico como
Douglas Fairbanks abriendo un gran portalón; y era verdaderamente suyo: editaba
el Morgana MacLain Weekly Bugle, y en esas páginas no había lugar para
el señor Voight.
“Vive y deja vivir”, les decía su madre con picardía.
Al contrario de Cassie, no parecía arrepentirse de ninguna de sus
incoherencias. Decía a veces con pasión: “¡Oh, cómo me asquea tener la vieja
casa de los MacLain al lado! ¡Aborrezco tenerla siempre delante de las
narices!”. Más tarde, cuando la señorita Snowdie tuvo que vender la casa y
mudarse, su madre dijo: “Bueno, veo que Snowdie se dio por vencida”. Cuando
daba malas noticias, ponía una cara inexpresiva y hablaba con tono indefenso y
automático, como si repitiera una lección.
Virgie también chismorreó lo del señor Voight, pero
nadie la creyó, así que la señorita Eckhart no perdió a ninguna alumna por eso.
Virgie no sabía contar las cosas.
Y para lo que hacía el señor Voight no había frases
prefabricadas. ¿Cómo llamarlo? “Llámalo combustión espontánea”, decía la madre
de Cassie. Cassie creía que algunas de las cosas que hacía la gente no se
contaban del todo porque no había palabras para expresarlas, y porque tampoco
había quien se las creyera. Antes de que pasara mucho tiempo, el señor Voight
–ocurrió durante una de las visitas periódicas que el señor MacLain hacía a su
casa, según recordaba– tuvo que irse a viajar por otros siete estados y el
problema se acabó; pero el señor Voight había hecho mucho más que andar desnudo
bajo su bata y llamar la atención como un viejo pavo asustado, su actitud había
sido muy beligerante; y lo más indescriptible de todo era su mirada; aquella
mirada sí que era extraña. Al rememorarlo ahora, en su habitación, casi se
encontró poniendo los dientes al descubierto y apretándolos para imitar aquella
mirada frenética. No podía ahora, como no pudo antes, describir al señor
Voight, pero sí podía ser el señor Voight, lo que era todavía más aterrador.
Como una soñadora que sueña con reservas, Cassie se
alejó de la ventana para cambiar el color de su pañuelo y luego regresó a ella.
Volteó para coger un trozo de pastel de una fuente y lo mordió.
Había otro hombre del que la señorita Eckhart tuvo
miedo hasta el final. (No el señor King MacLain. Pasaban el uno junto al otro
sin tocarse, como dos estrellas, tal vez porque podían eclipsarse mutuamente).
Siempre había mirado con ternura al señor Hal Sissum, que era dependiente de la
zapatería en el almacén del señor Spights.
Cassie lo recordó: ¿quién no conocía al señor Sissum
y a todos los Sissum? Sus cabellos de color arenoso, con raya en medio, se
agitaban a los lados de su cabeza como unas orejeras cuando se acercaba con su
largo y perezoso paso para atender a los clientes. Tomaba el pelo a la gente
que iba a comprar zapatos, como si eso fuera la idea más vana y estrafalaria
que se le podía ocurrir a ningún ser humano.
La señorita Eckhart tenía unos bonitos tobillos a
pesar de ser una mujer corpulenta. La señora Stark decía que era sorprendente
que, de todas las mujeres del pueblo, fuera la señorita Eckhart la que tuviera
los tobillos más bonitos, pero dicho así era como decir que no eran bonitos.
Cuando entraba, tomaba asiento y colocaba diligentemente su pie sobre la
banqueta del señor Sissum, del mismo modo que hacían las demás mujeres de
Morgana, y él le hablaba con mucha amabilidad.
Generalmente el señor Sissum invitaba a las mujeres
más robustas, como la señorita Nell Loomis o la señorita Gert Bowles, a
sentarse en la silla de los niños, pero nunca se lo hacía a la señorita
Eckhart, y le hablaba muy amablemente de sus pies y los trataba con gran
interés; incluso le sacaba varios modelos. A la mayoría de las mujeres sólo les
mostraba uno y les decía: “Este es su zapato”, como si los zapatos estuvieran
predestinados. Las conocía a todas al dedillo.
La señorita Eckhart habría podido frecuentar más su
sección si no fuera por su incomprensible costumbre de comprar dos, o incluso
cuatro, pares de zapatos a la vez, para no tener que volver, o por si se
agotaban en la tienda. No tenía ni idea de cómo comportarse con el señor
Sissum.
Pero ¿qué podían hacer, tanto el uno como el otro? No
podían asistir a la iglesia juntos; los Sissum eran presbiterianos desde
tiempos inmemoriales, y la señorita Eckhart era miembro de una iglesia remota,
con un nombre que hasta entonces nadie había oído, la luterana. No podían ir
juntos al cine, porque el señor Sissum ya estaba en el cine. Tocaba la música
todas las tardes después de la hora de cerrar la tienda: no le quedó más
remedio; eso ocurrió antes de que el Bijou se permitiera comprarse un piano, y
él tocaba el violonchelo. No le pudo decir que no al señor Syd Sissum, que
compró la caballeriza para construir el Bijou.
La señorita Eckhart solía asistir a las reuniones
políticas en el jardín de los Stark cuando el señor Sissum tocaba con la
orquesta. En esas ocasiones él se pasaba toda la tarde erguido en el
improvisado estrado de tablas, detrás de su violonchelo. La señorita Eckhart,
la verdadera música, se sentaba en el húmedo césped de la noche, y escuchaba.
Nadie los vio juntos más que en esas ocasiones. ¿Cómo sabían que ella miraba al
señor Sissum con ojos tiernos? Pues lo sabían.
El señor Sissum se ahogó en el río Grande Negro
durante un verano; se cayó de su barca, cuando iba solo.
Cassie hubiera preferido recordar las suaves y dulces
noches de las reuniones políticas en el jardín de los Stark. Antes de que
empezaran los discursos, mientras sonaba la música, Virgie y su hermano mayor,
Victor, corrían como salvajes por todas partes, echándose encima de la
muchedumbre, donde las parejas y los grupos de tres y cinco personas unían sus
manos como recortables y paseaban riéndose y dando vueltas bajo las ramas de
los cinamomos en flor y el pesado mirto en cuyas ramas se entrelazaba la madreselva.
¡Qué bien olía! Virgie se soltaba por completo el cabello, como le hubiera
gustado hacer a cualquiera. Todos podían usar el columpio de Jinny Love Stark y
Virgie se dedicaba a correr debajo de los que se columpiaban o se les echaba
encima. Corría por debajo de los brazos entrelazados de los novios y nadie, ni
siquiera su hermano, podía atraparla. Hacía rodar las sandías que habían
llevado los campesinos. Atrapaba luciérnagas y les arrancaba las lucecitas para
usarlas como adornos. No descansaba mientras seguía tocando la música, menos
cuando, por fin, se arrojaba con todas sus fuerzas, jadeante, con la boca
entreabierta y sonriente, en medio del trébol pisoteado. A veces obligaba a
Victor a subir trepando a la estatua de los Stark. Cassie lo recordó, un rostro
pálido contra las hojas oscuras, su gorra de beisbol puesta al revés, con la
visera hacia atrás, y sus largas piernas con calcetines negros, enroscados a
las piernas y los brazos blancos de la diosa, y luego deslizándose para abajo
con lentitud y orgullo.
Pero Virgie ni siquiera lo miraba. Giraba como un
trompo en la misma dirección hasta que se caía como si estuviera borracha; o
bien daba vueltas más lentamente cuando tocaban “Los bosques de Viena”. Y
tiraba a Jinny Love Stark al macizo de lirios. Y comía sin parar. Comía todo el
helado que quería. De vez en cuando, durante las partes más suaves de “Carmen”
o antes de la tempestad de “Guillermo Tell” –incluso durante las pausas
dramáticas de los discursos– se oía la voz de la señorita Helado Rainey
gritando sin cesar: “Hay helado”. Traía una o dos heladeras en el carro del
señor Rainey hasta la entrada del jardín. En esa estación del año podía ser de
higo. A veces Virgie daba vueltas sobre sí misma con un cucurucho de helado de
higo en cada mano, agarrándolos como si fueran dagas.
Virgie iba cerrando progresivamente sus círculos en
torno a la señorita Eckhart, que estaba sentada a solas (su madre nunca iba tan
lejos) encima de un Bugle, sus cuatro páginas desplegadas sobre el césped,
escuchando. En lo alto del estrado, el señor Sissum –que se inclinaba sobre su
violonchelo todas las noches en el Bijou como una vieja costurera sobre su
máquina de coser, como un vendedor de zapatos sobre el pie que tiene que
calzar– estaba distinguidísimo con su traje de verano, y tocaba con la espalda
muy recta junto a la banda contratada, tan rápido como los demás.
El mechón de cabello no le cubría ya los ojos ni la
nariz; como un candidato a supervisor, miraba ante sí.
Virgie metió una corona de trébol por la cabeza y el
sombrero –el único sombrero– de la señorita Eckhart. Dejó a la señorita Eckhart
hecha un florero, mientras el señor Sissum seguía pellizcando las cuerdas allá
arriba. La señorita Eckhart se quedó sentada, perfectamente quieta y sumisa. No
hizo ni un movimiento. Dejó que la corona de trébol se deslizara hasta
descansar sobre su seno.
Virgie se rio, encantada, y cogiendo un extremo de la
ancha corona se puso a dar vueltas en torno a ella, atándola con el trébol. La
señorita Eckhart dejó que su cabeza cayera para atrás, y Cassie pensó que la
profesora sentía terror, tal vez incluso dolor. Nada más fácil para ella –desde
que Virgie le enseñara– que sentir el terror y dolor de los otros; cuando era
alguien a quien apenas conocías, el dolor te hacía sentir una maravillosa
compasión. No era tan fácil sentir compasión hacia la gente más próxima;
brotaba desganadamente; en cambio era extraño sentir dolor en una noche como
esa; parecía incomprensible.
Toda la familia de Cassie asistía a las reuniones,
por supuesto; su padre iba tranquilamente de acá para allá, se mezclaba con la
gente o a veces se sentaba en el estrado con el señor Carmichael y el señor
Cornus Stark, el de la cabeza tambaleante, y el señor Spights. Cassie intentaba
quedarse siempre donde pudiera ver a su madre, pero por poco que se alejara
para seguir a Virgie hasta el jardín trasero, encontrar las pelotas de cróquet
en la hierba, o bajar la cuesta para que le dieran un cucurucho gratis, cuando
volvía su madre había desaparecido. Siempre perdía a su madre. Quizá encontraba
a Loch, ovillado como una pelota y dormido en su traje de marinero, aplastando
con la mejilla la cinta del sombrero que su madre se había quitado con el mayor
cuidado.
–Sólo me he ido para hablar con mi candidato –decía
al volver–. Eres tú la que desaparece, Mariquita, eres tú la que te escapas.
A Cassie le parecía que la única figura que no se
movía ni vibraba cuando la banda tocaba los “Cuentos de Hoffman” era la
señorita Eckhart, distante en medio de su isla de espacio.
Una vez el señor Sissum le regaló algo a la señorita
Eckhart, un Billikin. El Billikin era un muñeco feo y gracioso que la tienda
regalaba a todos los niños que compraban zapatos Billikin. La señorita Eckhart
nunca se había reído tanto ni con voz tan rara como el día en que vio el regalo
del señor Sissum. Le corrían las lágrimas por sus coloradas y deformadas
mejillas cada vez que una de las niñas tomaba el Billikin al entrar en el
estudio. Cuando se cansaba de reír, lanzaba un débil suspiro y pedía el muñeco;
luego lo colocaba, muy seria, sobre una mesilla estilo minarete, como si fuera
un florero lleno de frescas rosas rojas. Su madre lo cogió un día y lo partió
golpeándolo contra sus rodillas.
Cuando el señor Sissum se ahogó, la señorita Eckhart
acudió al funeral, como todo el mundo.
Los Loomis la invitaron a ir con ellos. Tenía el
mismo aspecto de siempre, redonda y sólida, la espalda como una baqueta de
fusil, con un vestido demasiado largo para la estación y con el sombrero
habitual, hecho en casa, con flores de batista asomando por encima. Pero cuando
el ataúd del señor Sissum estuvo en su fosa, bajo una gigantesca magnolia, y el
predicador, el doctor Carlyle, pronunció la oración fúnebre, la señorita
Eckhart rompió el círculo y se adelantó.
Se abrió camino por entre los Sissum, que habían
llegado de todas partes, y los presbiterianos, y avanzó porque quería mirar
desde más cerca; y si no la llega a coger el señor Loomis se hubiera caído de
cabeza en la fosa de arcilla roja. La gente dice que si la hubieran dejado, se
hubiera arrojado sobre el ataúd; como hizo la señorita Katie Rainey sobre el de
Victor cuando lo trajeron de Francia. Pero Cassie tuvo la impresión de que la
señorita Eckhart únicamente quería verlo mejor, enterarse bien de lo que
estaban haciendo con el señor Sissum.
Mientras se esforzaba por abrirse paso, su rostro
reducido pareció extenderse, haciéndose más ancho que largo, a causa de un
sentimiento que no era como el de los demás. No era exactamente tristeza. La
señorita Eckhart, una extraña en aquel cementerio donde no estaba enterrado
ninguno de los suyos, se abrió paso con su poco elegante bolso de invierno
columpiándosele en el brazo, y comenzó a cabecear enérgicamente de un lado a
otro. Parecía casi pequeña debajo del árbol, pero el señor Cornus Stark y el doctor
Loomis parecían aún más encogidos a su lado cuando –enviados por las señoras–
la cogieron por los codos. Sus vigorosos cabeceos los incluyeron a ellos
también, cada vez más apremiantes. Así exactamente cabeceaba para marcar el
ritmo a sus alumnas, ayudando al metrónomo.
Cassie recordó que la señorita Snowdie MacLain le
apretó muy fuerte la mano, y que no se la soltó hasta que la señorita Eckhart
se tranquilizó. Pero Cassie recordó también que era una niña bien educada y que
no debía dar la impresión de que seguía mirando a la señorita Eckhart; bajó la
mirada hacia sus zapatos Billikin. Y su madre se había ido.
Como decían todos, era curioso que la señorita
Eckhart no supiera cómo tratar al señor Sissum en vida, y que ahora hiciera
eso. Sus enérgicos cabeceos eran una suerte de intento de animar a los demás;
eran como decir que ella sabía lo que tenía que hacer, y que nadie debía
hablarle ni tocarla, a menos que, si lo consideraban necesario, tuvieran que
tocarla ligeramente en los codos, un acto de cortesía.
–Pizzicato.
Una vez, la señorita Eckhart empleó esta palabra
durante la clase de catecismo.
–Pizzicato es lo que hacía el señor Sissum cuando
tocaba el violonchelo, antes de ahogarse.
Era ella misma: Cassie oyó su propia voz. Había
intentado –con tanta decisión como si alguien la hubiera retado– saber cómo
sonaban esas palabras, dichas a la cara de la señorita Eckhart.
Recordaba que la señorita Eckhart la escuchó, y no
hizo nada salvo permanecer muy quieta, como una estatua, igual que cuando las
flores le cayeron sobre la cabeza.
Después de verla llorar de aquel modo en el
cementerio –porque sacaron la conclusión de que eso fue lo que hizo en el
cementerio– algunas de las señoras retiraron a sus hijas de las clases de
música; la señorita Jefferson Moody retiró a Parnell.
Cassie
escuchó ruidos: un golpe seco en la casa de al lado, el anticuado sonido de un
trueno. No vio nada, sólo el sombrero del viejo Holifield, que giraba media
vuelta sobre el poste de la cama, como si algo lo hubiera golpeado.
Una mañana de verano se produjo una tormenta
repentina que atrapó a tres de las niñas en el estudio: Virgie Rainey, la
pequeña Jinny Love Stark y Cassie, aunque las dos mayores podían haberse ido
corriendo a su casa, que estaba cerca, protegiéndose el pelo con periódico.
La señorita Eckhart, sin decir lo que tenía pensado
hacer, metió enérgicamente los dedos en un montón de partituras, sacó una, y se
sentó en su banqueta. Fue la única vez que tocó en presencia de Cassie, salvo
cuando formaba parte de un dúo.
La señorita Eckhart tocó como si fuera Beethoven;
abrió la partitura por la mitad, y estaba hecha trizas, como delgadas tiras
amarillas de viejo satén. Los truenos retumbaban y la señorita Eckhart fruncía
el entrecejo y tocaba inclinándose hacia delante o hacia atrás; hubo momentos
en que todo su cuerpo se balanceaba de un lado a otro, como el tronco de un
árbol.
La pieza era tan difícil que se equivocó y volvió
atrás para enmendarse, y era tan larga y emotiva que parecía más larga que el
propio día, y el rostro de la señorita Eckhart adoptó al tocarla una expresión
completamente diferente. Su piel se alisó y se estiró en las mejillas, le
cambiaron los labios. El rostro podía ser el de otra persona, ni siquiera tenía
por qué ser de una mujer. Hubiera podido ser el rostro de una montaña, o lo que
se ve detrás del velo de una cascada. Allí, a la luz lluviosa, era un rostro
ciego, que sólo existía para la música, aunque los dedos resbalaban y cometían
equivocaciones que debía corregir. Y si la sonata tenía su origen en algún
lugar de la tierra, era un lugar donde ni siquiera Virgie había estado, al que
nunca podría llegar.
La música subió de volumen –con menos interrupciones–
y Jinny Love se acercó de puntillas y comenzó a pasar las hojas de la
partitura. La señorita Eckhart ni la vio; su brazo golpeó a la niña al hacer un
pasaje rápido. Esta música que producía la señorita Eckhart incomodó a sus
alumnas; estaban casi alarmadas; había estallado alguna cosa no buscada,
emocionante, en la persona de quien menos se lo podían esperar. Una cosa tan
brillante que era demasiado espléndida para la señorita Eckhart; que penetraba y
golpeaba el aire a su alrededor de la misma manera que a veces se escapa un
petardo de Navidad de una mano que cada año es tan inexperta como el anterior.
La señorita Eckhart debía ser joven cuando aprendió
esa pieza, adivinó Cassie. Pero ahora la tenía casi olvidada. Sólo necesitó una
lluvia de verano para comenzarla de nuevo; algo le picó, y la música salió como
la roja sangre de debajo de la costra producida por una caída ya olvidada. Las
niñas, todas de pie en el estudio mientras la lluvia seguía arreciando afuera,
se miraron, las tres de repente en pie de igualdad. Todas asombradas, pensando
tal vez en salir corriendo. Un mosquito daba vueltas en torno a la cabeza de
Cassie, zumbando, y se posó en su brazo, pero ella no se atrevió a moverse.
Lo que la señorita Eckhart debía haberles dicho hacía
mucho tiempo era que había más cosas de las que el oído podía resistir, o el
ojo ver, hasta en ella. La música le resultó insoportable a Cassie Morrison. La
música latía en el mismísimo corazón de aquella mañana tormentosa; había algo
casi demasiado violento en la tormenta matinal. Cassie permaneció en un rincón
de la sala, con todo el cuerpo preparado para esquivar los golpes de la
poderosa mano izquierda de la señorita Eckhart, y los ojos clavados en el
círculo débilmente parpadeante de la caja fuerte empotrada. Empezó a pensar en
un incidente que le había ocurrido a la señorita Eckhart, en lugar de pensar en
la música que estaba tocando; esa era la manera.
Una vez, a las nueve de la noche, un negro
enloquecido saltó repentinamente el seto del colegio, agarró a la señorita
Eckhart, la tiró al suelo y la amenazó de muerte. Ocurrió hace mucho tiempo.
Ella paseaba de noche, a solas; nadie le había dicho
que eso no se hacía. Cuando el doctor Loomis la curó, la gente se quedó muy
sorprendida de que ella y su madre no se marcharan. Todos deseaban que se
fueran, todos salvo la pobre señorita Snowdie, porque así no tendrían que
recordar que le había ocurrido una vez una cosa terrible. Pero la señorita
Eckhart se quedó, como si creyera que una cosa era tan terrible como la otra.
(¡Después de todo nadie sabía por qué había venido!) Si la señorita Eckhart no
entendía nada era porque venía de muy lejos, decían para excusarla; la señorita
Perdita Mayo, que cosía y hacía el ajuar de todo el mundo, dijo que si ni ella
ni su madre se habían muerto de vergüenza, era porque eran diferentes; por eso.
Cassie pensaba, mientras escuchaba, no tenía más
remedio que escuchar la música, que quizá había sido lo del negro del seto,
aquella terrible desgracia que le había ocurrido, lo que la gente no podía
perdonarle a la señorita Eckhart. Pero a Cassie le pareció que las cosas
adivinadas y sufridas, los momentos espectaculares, horribles, como cuando el
negro saltó el seto a las nueve de la noche, se elevaban por su propia
naturaleza y cruzaban el cielo y se asentaban en él como los planetas. O se
parecían más bien a constelaciones enteras, que giraban sobre sus centros, tal
vez como Perseo, Orión y Casiopea en su Silla y la Osa Mayor y la Osa Menor,
quizá con frecuencia al revés, pero terriblemente reconocibles. No solamente
viajaban el sol y la luna. En lo profundo de la noche, el cielo que se alzaba
era como la colcha que Louella extendía flotando en el aire para hacer la cama.
Toda clase de cosas pueden levantarse y asentarse en
tu propia vida, puedes empezar ya a esperarlas, echar la cabeza hacia atrás y
sentir cómo bajan los rayos a tocar tus ojos abiertos.
Como intérprete, la señorita Eckhart era implacable.
Incluso cuando había terminado lo peor de la pieza, sus dedos, como la espuma
en las rocas, tiraban de la parte recién tocada con una intranquila
persistencia, insolencia, violencia.
Luego dejó caer las manos.
–¡Tóquela otra vez, señorita Eckhart! –gritaron todas
sin querer, pidiendo lo que menos deseaban mientras miraban la gran mole de su
cuerpo.
–No.
Jinny Love Stark les echó una mirada de persona
adulta y cerró la partitura. Cuando lo hizo, las otras se dieron cuenta de que
no había tocado esa música, porque la partitura era de unas canciones de Hugo
Wolf.
–¿Qué estaba usted tocando?
Era la señorita Snowdie MacLain la que estaba en la
puerta, sosteniendo las tiras de abalorios con la mano.
–No se lo puedo decir –dijo la señorita Eckhart
mientras se levantaba–. Ya no me acuerdo.
Sin decir palabra, todas las alumnas salieron a la
calle. Llovía con menos intensidad. Y se dispersaron en tres direcciones al
llegar junto a aquella mimosa de flores como pelusa mojada, que antes estaba en
el jardín de la ahora vacía casa.
“Für
Elise”. Llegó otra vez, pero de manera forzada, tonta. ¿Era un hombre,
tocando con un solo dedo?
Virgie Rainey había pasado directamente de recibir
clases de música a tocar en el cine. Con su habitual rapidez y agilidad, había
conseguido pasar por alto algún intervalo, algún intermedio donde estaban
Cassie, Missie y Parnell tiñendo pañuelos. Virgie había pasado directamente al
mundo del poder y de la emoción, que empezaba a cobrar más importancia de lo
que ellas habían pensado.
Ahora Virgie era como la Gish y las hermanas
Talmadge. Con su lápiz amarillo golpeaba el plato de hojalata cuando se abría
la tienda donde vivía Valentino.
Virgie se sentaba noche tras noche al pie de la
pantalla, preparada para todo lo que ocurriera en el Bijou, y avanzando al
mismo paso. Nada era demasiado difícil para ella y nunca se quedaba
desconcertada, como le ocurría al señor Sissum. Cuando se rompía la presa, o
cuando Nazimova decidía cortarse los dos pies con un sable antes que vivir con
Sinji, Virgie se ponía inmediatamente a tocar Kamennoi-Ostrow. Missie Spights
decía que lo único malo de permitir que Virgie tocara en el Bijou era que no
trabajaba lo suficiente. Algunas tardes se repantigaba en su silla y dejaba
pasar en completo silencio un incendio en el bosque, y luego, cuando los novios
volvían a encontrarse, encendía su luz con un golpecito y se ponía a tocar
tímidas frasecillas, por ejemplo la “Danza de Anitra”. Pero eso no era trabajar
de verdad.
Las únicas veces que ahora tocaba “Für Elise”
era durante los anuncios; la tocaba caprichosamente, mientras se veía la
diapositiva con un gran pollo blanco sobre un cielo color rosa sandía que
anunciaba la tienda de comestibles Bowles, o cuando la trompeta amarilla sobre
un veteado cielo azul anunciaba el Bugle, con una foto del padre de Cassie
cuando era joven sobreimpresa en el tembloroso haz de sonidos. “Für Elise”
nunca llegaba al final; comenzaba, avanzaba un poco, y quedaba interrumpida por
la mano clamorosa de la propia Virgie. Tocaba muy bien “You’ve Got to See
Mama Every Night” y “Avalon”.
Por aquel entonces era ya muy improbable que pudiera
llegar a interpretar el primer movimiento del concierto de Liszt. Esa era la
pieza que ninguna de las otras llegaría a tocar jamás. “Virgie se hará
mundialmente famosa tocando esa pieza”, decía la señorita Eckhart, lo que
demostraba su desconocimiento del mundo. ¿Cómo iba nadie a oír hablar de
Virgie? ¡Y encima, lo de “mundialmente”! ¿No sabía la señorita Eckhart dónde
estaba? Virgie Rainey, repetía una y otra vez, tiene talento y debe marcharse
de Morgana. Dejarlo todo. Dejar sus clases. Debía salir al mundo y estudiar y
practicar la música el resto de su vida. Y cuando repetía todo eso, la señorita
Eckhart sufría.
Durante todo ese tiempo Virgie sólo practicaba en el
piano de la señorita Eckhart. El viejo piano tomado en préstamo por los Rainey
fue asaltado y medio comido por las cabras un día de verano; estas cosas sólo
les ocurrían a los Rainey. Pero todos sabían que Virgie no se iría, que no
estudiaría ni practicaría en ningún sitio, como tampoco tendría su propio
piano, porque ella no era así. Y la certeza de que las cosas eran de ese modo
no disminuyó nunca, ni siquiera cuando en cada recital de junio escuchaban a
Virgie tocando cada vez mejor algo que era cada vez más difícil, o veían cómo
sus interpretaciones llenaban a la señorita Eckhart de una tensa satisfacción y
de una curiosa angustia. Para demostrar que la señorita Eckhart estaba loca no
había más que hablarle de su tema, el piano; no sabía de lo que estaba
hablando.
Cuando los Rainey, después de que su establo saliera
volando por los aires durante una ventolera, no tuvieron dinero para
despilfarrar en clases de piano, la señorita Eckhart dijo que le daría clases
gratis a Virgie porque no debía dejarlo. Pero más tarde la hizo recoger en
verano los higos del jardín de la parte trasera, y en invierno las nueces del
jardín delantero, para pagar las clases. Virgie decía que la señorita Eckhart
nunca le había regalado ninguna. Sin embargo siempre llevaba nueces en los
bolsillos.
Cassie
oyó unos golpes y algo como una carrera en la casa de al lado, el evidente
sonido de una caída. Cerró los ojos.
–Virgie Rainey, danke schön.
Una vez lo oyó decir con una voz temible,
reprobatoria. En ocasiones, la madre de la señorita Eckhart entraba en el
estudio en su silla de ruedas. Los primeros años vivía muy solitaria, se
limitaba a dar vueltas y más vueltas en su chirriante silla de ruedas por el
comedor. Era vieja y pálida como una muñeca. Vistos de cerca, sus cabellos
amarillentos estaban tan polvorientos como una varilla de oro olvidada mucho
tiempo en un florero, y tenía rizos blancos como los de la señorita Snowdie.
Sus piernas estaban tan delgadas que parecían cuchillas bajo su falda, y
siempre apoyaba los pies deformes, dolientes, en el peldaño de una silla, como
si quisiera convencer a la gente de que eran bonitos.
Con el paso del tiempo la madre empezó a entrar en el
estudio con su silla cuando se le antojaba; asomaba sus ricitos de pastora
entre los abalorios que se abrían para ella con más facilidad que una puerta.
Avanzaba en su silla por la habitación y luego se paraba y esperaba. Miraba más
que escuchaba la clase, y, precisamente porque no seguía el compás, todos
notábamos que daba golpecitos en la silla con sus dedos; llevaba un dedal de
latón en un dedo.
Normalmente, a la señorita Eckhart no parecían
molestarle las bruscas visitas de su madre.
Pareció más ablandada, más absorta que antes cuando
la anciana señora Eckhart hizo llorar a Parnell Moody con una sola mirada.
(¿Deben las hijas disculpar a sus madres cuando estas andan estorbando?) Cassie
prefería verlas por la noche, separadas por la oscuridad y la distancia. Porque
cuando las veías desde tu propia mesa, a través de su ventana, a la luz de una
lámpara, y la señorita Eckhart se levantaba con muda energía para ayudar a su
madre, a veces podías imaginártelas muy lejos en el tiempo y el espacio de
Morgana, antes de que tuvieran dificultades y antes de que se hubieran
presentado en tu vida: robustas, vivas y dulces en la distancia.
Una vez, cuando Virgie estaba practicando en el piano
de la señorita Eckhart, y antes de que terminara, la anciana gritó: Danke
schön, danke schön, danke schön. Cassie la vio y la oyó.
Gritó con una expresión tímida presente todavía en su
rostro, como si a través de Virgie Rainey le gritara al mundo entero, al menos
a toda la música del mundo, ¿y por qué no? Allí estaba, mirando por la ventana
de la sala, medio sonriendo, después de haberse burlado de su hija.
Virgie, desde luego, siguió tocando; era una de las
“escenas del bosque”, de Schumann. Llevaba una flor de granada (una de esas de
mármol que vendían en la tienda de Moody) en el broche, y ni siquiera se movió.
Pero cuando terminó la canción normalmente, la
señorita Eckhart se abrió camino entre las mesitas y las sillitas del estudio.
Cassie creyó que iba por agua o a coger algo. Cuando llegó donde estaba su
madre, la señorita Eckhart la abofeteó en la comisura de los labios. Permaneció
allí un momento, inclinada sobre la silla –a Cassie le pareció que era la madre
quien hubiera debido abofetear a la hija–, y la llave que colgaba sobre su seno
empezó a oscilar en su cadena, atrás y adelante, reflejando la luz.
Luego la señorita Eckhart, de espaldas, invitó a
Cassie y a Virgie a quedarse a cenar.
Envolviendo todo lo que hacían las alumnas –entrar a
la casa, abrir las cortinas, pasar las páginas de las partituras, doblar la
muñeca hacia arriba para “descansar”– estaba el olor del guiso de la cocina.
Pero no era el olor correcto, igual que puede no ser correcto el tono de una
nota. Era el olor de una comida que nadie conocía.
La col no la cocía ninguna negra, y lo hacían de una
manera que nunca se había visto en Morgana. Con vino. El vino lo llevaba a pie
Dago Joe hasta la puerta principal de la casa. Algunas mañanas agradables el
estudio olía a manzanas sazonadas con especias. Pero se sabía por el señor
Wiley Bowles, el tendero, que la señorita Eckhart y su madre (cuya boca estaba
todavía torcida por efecto de la bofetada) comían sesos de cerdo. ¡Pobre
señorita Snowdie!
Cassie ansiaba, tenía ganas de probar aquella col, y
hasta hubiera comido sesos de cerdo ese día. Así podría presumir ante Missie
Spights. Pero cuando la señorita Eckhart preguntó: “Por favor, por favor, ¿quieren
quedarse a cenar?”, Virgie y Cassie se cogieron del brazo y dijeron: “No”.
Llegó
la guerra y durante ella e incluso después de 1918, la gente decía que la
señorita Eckhart era alemana, que seguía deseando que ganara el káiser, y que
la señorita Snowdie se las arreglaría muy bien sin ella. Pero murió la anciana
madre, y la señorita Snowdie dijo que la señorita Eckhart necesitaba más
incluso que ella misma un techo acogedor. La señorita Eckhart subió el precio
de sus clases a seis dólares al mes. La señorita Mamie Carmichael sacó a sus
hijas por esta razón, o algo por el estilo, y luego la señorita Billy Texas
Spights sacó a Missie para no ser menos. Virgie dejó de asistir a sus clases
gratuitas cuando su hermano Victor murió en Francia, pero eso pudo ser una
coincidencia, porque Virgie celebró su cumpleaños: ya tenía catorce. Quizá fue
lo de que Virgie dejara las clases lo que hizo que se acabara la buena suerte
de la señorita Eckhart.
Y cuando dejó las clases, Virgie perdió su “toque”:
eso decía la gente. Tal vez ocurrió que alguien quería que Virgie no fuera
nadie en Morgana, como tampoco querían que lo fuera la señorita Eckhart, y la
gente las seguía relacionando a las dos. ¿Hasta qué punto dependes de que se te
relacione con algo? Hasta la señorita Snowdie empezó a tener problemas con sus
niños malos, Ran y el Rápido, porque la relacionaban con huéspedes, lecciones
de música y alemanes.
Llegó un momento en que la señorita Eckhart casi no
tenía alumnas. Y luego sólo le quedó Cassie.
Su madre, Cassie lo sabía por intuición desde hacía
mucho tiempo, despreciaba a la señorita Eckhart. Porque vivía cerca de ella, o
simplemente quizá porque vivía: una pobre maestra a la que nadie quería, y
encima soltera. Y el instinto de Cassie le decía que su madre se despreciaba a
sí misma por despreciar a otra mujer. Por esa razón tenía a Cassie tomando aún
clases con la señorita Eckhart después de que las otras madres la hubieron
abandonado. Fue más bien eso que el dinero, que de todas maneras iba a la
cuenta de la señorita Snowdie. La niña tuvo que seguir compensando el desdén de
su madre, para que esta pudiera seguir siendo bondadosa. Mientras que la
señorita Snowdie era bondadosa siempre porque su corazón estaba lejos.
La propia Cassie recibía muchos aplausos cuando
tocaba una pieza. El público del recital siempre la aplaudía con más entusiasmo
que a Virgie, pero todavía provocaba más entusiasmo que tocara la pequeña Jinny
Love Stark. La beca que daba la iglesia presbiteriana para ir a estudiar música
a la universidad no fue para Virgie, sino para Cassie. Ella lo consideró
“natural”; que recibiera ella la beca y no Virgie no la sorprendió en absoluto.
La única razón, decía, para mostrarse modesta, era que los Rainey eran metodistas;
sin embargo, en el fondo, no entendía el desaire. Y ahora, desplegándose
delante de ella, hasta donde alcanzaba la vista, no veía más que amarillos
libros de Schirmer: para el resto de su vida.
Pero la señorita Eckhart llamó a Virgie y le hizo un
regalo que durante muchos días Cassie pudo ver sólo con cerrar los ojos. Era un
brochecito de plata en forma de mariposa, como un encaje también de plata, para
prenderse en el hombro; el cierre de seguridad no funcionaba muy bien.
Pero eso no bastó para que Virgie dijera que quería a
la señorita Eckhart, ni para que siguiera practicando, como ésta le había
aconsejado. La señorita Eckhart le regaló a Virgie un montón de libros escritos
en alemán sobre la vida de los grandes maestros, y Virgie no pudo leer ni una
palabra; y el señor Fate Rainey arrancó los dibujos de la Venusberg y los echó
a los cerdos. La señorita Eckhart intentó todas esas cosas y hasta el último
momento fue muy estricta: le daba todo su cariño a Virgie Rainey, y nada a los
demás; y para la señorita Eckhart el amor era tan arbitrario y unilateral como
lo era la enseñanza de la música.
Su amor nunca resultó beneficioso para nadie.
Luego, un día la señorita Eckhart tuvo que mudarse.
El problema fue que la señorita Snowdie tuvo que
vender la casa. Volvía con sus dos hijos a MacLain, de donde procedía, a siete
millas de aquí, y de donde también procedía la familia de su marido. Vendió la
casa a la señora Vince Murphy. Y pronto echaron a la señorita Eckhart; la
señora Vince Murphy se quedó el piano y todas las demás posesiones de la
señorita Eckhart, o que la señorita Snowdie le había dejado a la señorita
Eckhart.
No mucho después un rayo mató a la señora Vince
Murphy, y la casa pasó a la señorita Francine, que siempre tuvo intención de
arreglarla y tomar huéspedes, pero entonces tenía novio. Mientras tanto hizo
que el señor Holifield se quedara para vigilar que nadie se llevara las tinas y
los muebles que quedaban. Y la casa “se fue echando a perder”, como se dice de
las casas y de los relojes, pensaba Cassie, cuando se quiere subrayar su
inferioridad, su descuido y sus cada vez más débiles esperanzas.
Luego empezaron los cuentos sobre lo que la señorita
Eckhart había hecho realmente con su anciana madre. La gente decía que había
tenido dolores durante muchos años, pero nadie lo sabía.
No explicaban qué clase de dolor. Pero decían que
durante la guerra, cuando la señorita Eckhart se quedó sin alumnas y no tenían
casi qué comer, le daba tintura de opio alcanforada a su madre para que
durmiera toda la noche y no despertara a los vecinos con ruidos o quejas, por
temor a que otras alumnas dejaran las clases. Algunas personas sostenían que la
señorita Eckhart mató a su madre con opio.
La señorita Eckhart se instaló en una habitación de
la casa de los viejos Holifield en el camino del bosque de Morgan, y allí
envejeció y se debilitó, aunque no adelgazó perceptiblemente, y se le veía de
vez en cuando entrando en Morgana por un lado de la calle y saliendo por el
otro. La gente decía que bastaba mirarla para saber que estaba deshecha. Sin
embargo todavía conservaba su autoridad. Todavía detenía en la calle a los niños
desconocidos, como Loch, y les hacía preguntas imperiosas: “¿Hacia dónde tiras
esa pelota? ¿Qué es lo que quieres, romper el árbol?”. Por supuesto, sus únicas
relaciones, desde el principio hasta el fin, fueron con niños; aparte de la
señorita Snowdie.
¿De dónde venía la señorita Eckhart y a dónde se fue
al final? En Morgana se conocía el destino de todo el mundo y nunca había
sorpresas. Era muy poco probable que a nadie, con la excepción de la señorita
Perdita Mayo, se le ocurriera preguntarle a la señorita Eckhart de qué rincón
del mundo procedía exactamente su familia, y que, consiguientemente, recibiera
una respuesta. Pero la señorita Perdita no era de fiar. No se acordaba de nada,
aunque dependiera su vida de ello. Y la señorita Eckhart se esfumó.
Una vez, en un paseo dominical, el padre de Cassie
dijo que apostaría cinco centavos a que aquella vieja que cavaba con la azada
entre los guisantes en la granja del condado era la señorita Eckhart, y otro
tanto a que todavía era capaz de hacer el trabajo de diez negros.
Estuviera donde estuviese, no tenía familia.
Seguramente, después de tanto tiempo no le quedaba nadie. A la única que quería
tener por “familia” era a Virgie Rainey Danke schön.
Missie Spights decía que si la señorita Eckhart hubiera
permitido que la llamaran por su nombre de pila, habría sido como las demás
señoras. O que si la señorita Eckhart hubiera pertenecido a una iglesia
conocida, las damas podrían haberle ofrecido entrar en alguna asociación. O que
si hubiera estado casada con cualquiera, aunque fuera un hombre de lo más
espantoso, como lo estaba la señorita Snowdie MacLain, todos habrían podido
compadecerla.
Cassie se puso de rodillas y con mano apresurada
desató los nudos del pañuelo. Lo extendió.
Aunque no había estado pensando en el pañuelo, se
quedó sorprendida; no entendía en absoluto cómo lo había hecho. Ya le habían
dicho que le ocurriría. Lo colgó de una silla para que se secara y mientras
caía suavemente sobre el respaldo, pensó que en algún lugar, hasta en el último
momento, hubiese podido haber una pequeña grieta para la señorita Eckhart, una
resquebrajadura en la puerta…
Pero si yo hubiera visto esa grieta, pensó
lentamente, quizá la habría cerrado para siempre.
Quizá.
Levantó los ojos hacia la ventana, por donde vio
desvanecerse un delgado rayo gris, como el rastro de un cerillo. ¡El colibrí!
Lo conocía. Volvía todos los años. Se puso de pie y lo miró. Era una pequeña
bobina esmeralda, suspendida como siempre ante los dondiegos de noche. Metálico
y borroso a la vez, tangible e intangible, espléndido y etéreo, la neblina de
sus alas invisibles, misteriosa como el anillo de la luna; ¿alguien había
intentado atraparlo? Ella no. Que se quede ahí suspendido cada año durante cien
años, increíblemente sediento, ávido de cada gota de las trompetas de los
dondiegos del jardín, como si los hubiera contado para luego salir volando como
una flecha.
–Como
una operación militar.
El padre de Cassie decía siempre que el recital se
planeaba así, con sus tácticas y sus uniformes.
Los preparativos duraban muchas y calurosas semanas
secretas, todo mayo.
–No deben decirle a nadie cuál va ser el programa
–advertía la señorita Eckhart, en cada clase y ensayo, como si existieran otros
profesores de música, otras clases rivales, y como si el programa no empezara
todos los años con “The Stubborn Rocking Horse” tocado por el único niño,
para terminar con la “Marche militaire” a ocho manos. Lo que Virgie
tocaba en el recital un año, lo tocaba Cassie (que mejoraba gradualmente) al
siguiente, y Missie Spights al otro.
La señorita Eckhart decidía al principio de la
primavera qué color debía llevar cada niña, de qué color serían el ceñidor y la
cinta del cabello, y enviaba una nota a la madre. Les explicaba a las niñas que
era importante la sucesión de colores: “Piensen en el arcoíris de Dios y en su
orden”, y dibujaba con su lápiz un arco sobre ellas, dando abruptos golpecitos;
pero tenían que pensar en la tienda de los Spights. El cuarteto, en el que
habría cuatro vestidos a la vista y muy juntos, y empujándose, preocupaba
especialmente a la señorita Eckhart.
Llevaba la cuenta de los colores asignados a cada
niña en un cuaderno especial; la señorita Eckhart ponía una pequeña “v” al lado
del nombre como señal de que la madre había dado el visto bueno y lo
consideraba una promesa. Cuando le decían que el vestido ya estaba terminado,
almidonado y planchado, tachaba el nombre.
En general, las madres temían a la señorita Eckhart.
La señorita Lizzie Stark se rio de ello, pero tenía tanto miedo como las demás.
La señorita Eckhart daba por sentado que cada alumna tendría un vestido nuevo
para la noche del recital; que lo haría la señorita Perdita Mayo o, si no era
ella, que ni siquiera con la ayuda de su hermana podía hacerlos todos, pues lo
haría la madre de la alumna. El vestido debía hacerse con las lengüetas, los
bordes del escote y los volantes de encaje, y también el ceñidor; y, pasara lo
que pasara, el vestido debía permanecer guardado hasta la noche del recital. Y
eso lo entendían muy bien tanto la señorita Perdita como la mayoría de las
madres.
Y no era fácil ponérselo otra vez; desde luego, para
otro recital ni pensarlo; para entonces era ya un vestido “viejo”. Un vestido
para el recital era más de gala y llevaba más adornos que un vestido de
domingo. Era como el vestido de una niña de las que llevan las flores en una
boda; una vez Nina Carmichael se puso para la boda de Etta el vestido del
recital, pero sólo porque recibió un permiso especial. El vestido tenía que ser
de organdí, con frunces en la falda, el escote y las mangas; el ceñidor de satén
o tafetán, y atado detrás con un lazo grande de largos picos, apuntando como la
cola de una flecha que colgara sobre la banqueta, y, para las que podían
permitírselo, debía llegar hasta el suelo.
Durante todo mayo, la señorita Eckhart preguntaba
cómo iban los vestidos. Cassie estaba inquieta, porque su madre tenía por
costumbre hablar con la señorita Perdita cuando ya era demasiado tarde, y
decidir después que ella misma le haría el vestido, en el último momento; pero
Cassie tenía que tranquilizar a la señorita Eckhart. “Ya están con el
dobladillo”, decía cuando todavía estaba la tela doblada, junto con un patrón
de papel periódico que les había prestado la señorita Jefferson Moody, en el armoire.
En cuanto al programa, no había problema; estaba
listo sin discusión. Mucho antes, durante el invierno, Virgie Rainey recibía la
pieza, que era la más difícil de las que la señorita Eckhart podía encontrar en
su armario de música. A veces no era tan llamativa como la de Teensie Loomis
(antes de que se hiciera mayor y dejara las clases), pero era siempre la más
difícil. Era la prueba de lo que Virgie podía hacer, aprender; tenía que pasar
por esa dura prueba todos los años, y siempre lo conseguía, sin que Virgie
mostrara que le había costado mucho trabajo. Todo el programa culminaba en eso,
y nada era lo bastante importante para que se alterara el orden. Así que todo
el mundo tenía su pieza para tocar y un nuevo vestido terminado a tiempo, y
todo el mundo guardaba el secreto, eso era lo más importante, y después no
había nada que hacer salvo soportar que fuera transcurriendo mayo.
Una semana antes de la noche fijada, colocaban las
sillas doradas en una apretada fila que iba de un lado a otro de la habitación,
para dar la impresión de que todo era oro; las otras sillas las iban poniendo
una por una detrás de la fila, hasta que quedaba llena la habitación. La
señorita Eckhart debió cogerlas del comedor al principio, y después de otros
sitios. Las bajaba de la vivienda de la parte de arriba de la señorita Snowdie,
sin pedirlas siquiera, y luego hasta de la habitación del señor Voight, porque
a pesar de lo que la señorita Eckhart pensara del señor Voight, no vacilaba en
coger sus sillas para el recital.
Había que alquilar un segundo piano de la escuela
dominical presbiteriana (a través de los Stark), que se llevaba a tiempo para
ensayar el cuarteto todos juntos y, por supuesto, afinarlo. Había que imprimir
los programas (a través de los Morrison), lo suficientemente detallados para
incluir el número de opus, el nombre completo de cada alumna y, adornando la
parte de arriba, en una caligrafía que se parecía, como si fuera a propósito, a
la de la señorita Eckhart en las facturas mensuales, el nombre entero de la
señorita Lotte Elisabeth Eckhart. Alguna de las muchachas menos dotadas
distribuía los programas, que estaban dentro de un frutero rosado.
Llegado el día, esperaban el envío de gladiolas y
claveles en cestitas para cada niña, debidamente encargadas a través de algunas
relaciones con floristas de los Loomis en Vicksburg y guardadas en cubos de
agua en el sombreado porche trasero de los MacLain. La señorita Eckhart las
presentaba en el momento preciso, inmediatamente después de la reverencia. La
alumna podía tener la cesta en la mano mientras contaba hasta tres –se había
ensayado previamente, utilizando un paraguas negro–, luego la devolvía a la
señorita Eckhart, que iba trazando un dibujo en el suelo en forma de media luna
a medida que iba poniendo las cestas. Jinny Love Stark siempre recibía un
ramillete de violetas de Parma en un corazón hecho de hojas, y tenía que dejar
que se lo guardara.
Pero ella decía que no. Ni un solo año se lo entregó,
lo que estropeaba el efecto.
Porque el recital era, después de todo, una
ceremonia. Mejor que el final de curso –porque eso implicaba exámenes– o que
los fuegos artificiales de una celebración política. En esa noche, el miedo y
la fascinación se apoderaban de las niñas, llevaban sus flores y sus ceñidores,
y todas se sentían guapas y elegantes.
Y la señorita Eckhart se convertía en otra persona.
Surgía en ella todos los años, en esa época, una sensibilidad ruborizante, como
una flor de temporada, como los lirios sorpresa que brotaban sin hojas, de la
noche a la mañana, en el jardín de la señorita Nell. La señorita Eckhart iba de
un lado para otro por asuntos que en otros momentos le importaban muy poco:
vestidos, ceñidores, distinciones y precedencias, sonrisas y reverencias. Era
extraño y emocionante. Recordaba aquellos dibujitos impresos en las pequeñas
invitaciones para las fiestas, el oso pardo con un volante de puntillas y un
caniche negro de pie en una silla, afeitándose frente a un espejo…
Al terminar la noche del recital se acababan también
la sensibilidad y el dinamismo. Pero también las tribulaciones. La parte
ilimitada de las vacaciones había llegado. Las niñas y los niños ya podían
andar descalzos por la mañana.
La
noche del recital siempre era despejada y calurosa; asistía todo el mundo. El
público esperado se reunía y apretujaba en la habitación.
La señorita Eckhart y sus alumnas todavía no estaban
visibles. La tarea de la señorita Snowdie MacLain consistía en ponerse en la
puerta, lo que hacía siempre fielmente, como si formara parte de todo aquello
desde el principio. Recibía a toda la población femenina de Morgana en plena
inocencia. A las ocho el estudio estaba de bote en bote.
La señorita Katie Rainey llegaba siempre temprano.
Tan feliz como si ella fuera la artista, y después de haber ordeñado las vacas
con aquel mismo sombrero. Se reía alegremente mientras se acostumbraba a todo
aquello, y durante el recital se hacía notar, siendo la primera en aplaudir al
terminar una pieza, tan encantada por la música que escuchaba como por la silla
dorada en la que se sentaba.
Y el viejo Fate Rainey, el hombre del suero de leche,
era el único padre que asistía. Siempre se quedaba de pie. La señorita Perdita
Mayo, que hacía casi todos los vestidos para el recital, estaba siempre en
primera fila, comprobando si había quitado los hilvanes de todos los vestidos
después de llevarlos a casa, y a su lado se sentaba la señorita Hattie Mayo, su
callada hermana, que la ayudaba.
A medida que se iba llenando el estudio, Cassie, que
atisbaba a través de la cortina hecha con una sábana (estaban todas apretujadas
como un rebaño en el comedor), temía que su madre no apareciera. Llegaba
siempre tarde, quizá porque vivía muy cerca. La señorita Lizzie Stark, la madre
más importante de las allí presentes, que esperaba a que Jinny Love tuviera
unos cuantos años más para que tocara mejor, se volvía desde su silla de
primera fila para mirar a las otras madres. La madre de Cassie, muy elegante con
su hermoso vestido de flores, tan adecuado para una madre en la noche de un
recital, no era capaz de atravesar dos jardines puntualmente, ni aunque hubiera
sido cosa de vida o muerte. Y “El susurro de la primavera”, por ejemplo, que
tocaba Cassie, era muy difícil, más difícil que la pieza de Missie Spights;
pero era como si todo lo que la señorita Eckhart había planeado le resultara
indiferente a la madre de Cassie.
En el estudio, decorado como el interior de una caja
de dulces, con una tela que festoneaba el borde de la repisa, con mantelitos
colocados debajo de cada objeto móvil, con gallardetes de cintas blancas y
ramilletes de rosas de ganchillo rosadas y blancas y los últimos guisantes de
olor de los MacLain dividiendo en varias direcciones la habitación, hacía más
calor que en un horno. A pesar de que era la primera noche de junio, no se
permitía que funcionaran los ventiladores eléctricos mientras se tocaba. El metrónomo,
ceremoniosamente cerrado, estaba puesto sobre el piano como un florero. No
había ninguna partitura a la vista.
Cuando el primer silencio inmotivado –había una serie
de ellos– caía sobre el público, la habitación parecía moverse con la agitación
de los abanicos de palmito y plumas, además de algún que otro tictac
involuntario del cerrado metrónomo. Había una mezcla de animación y decoración
que hacía que todas las que esperaban su turno palidecieran en una especie de
mareo final. Si alguna de ellas miraba hacia el techo buscando alivio, se
encontraba enredada en un diseño como de tallos que salían de una araña eléctrica,
tan complicado e inútil como un copo de nieve de papel recortado.
Entonces entraba en la habitación la señorita Eckhart,
toda mudada, con los cabellos oscuros peinados de manera que cubrieran toda su
frente, y hacía un gesto pidiendo silencio. Llevaba su vestido de recital, que
la hacía parecer más grande y más próxima que en otros momentos. Era un vestido
viejo: la señorita Eckhart hacía caso omiso de sus propias reglas. La gente se
olvidaba del vestido en el tiempo que mediaba entre los recitales y ella salía
con él de nuevo, los descuidados pliegues no demasiado limpios, fruncidos en
torno a su pecho y caídos con la fuerza de un abrigo a los costados; estaba
hecho de crespón de seda leonada. Tenía un corpiño de encaje parduzco. Era tan
exuberante, tan cálido y tan hondo como un abrigo de pieles. La inesperada
carne cremosa de la parte superior de sus brazos le daba aspecto de estar
saliendo de él.
La señorita Eckhart, una vez conseguido el silencio,
permanecía en la zona en sombra, directamente bajo la araña. Sus pies, calzados
con zapatos blancos, calzados para siempre por el señor Sissum, descansaban en
un círculo marcado previamente con gis en el suelo y ahora, creía ella,
totalmente borrado. Una de sus manos, con pequeños músculos que se le podían
contar, duros y tensos, las azuladas uñas manchadas, se acercaba a la otra y se
entrelazaba con ella, hasta que ambas perdían fuerza al descansar en su seno y
formaban una graciosa casita con agujas y tejados.
Se situaba cerca del piano, pero no lo bastante para
ayudar, presidía pero no estaba enteramente preocupada por el desastre,
mientras que las niñas no pensaban en otra cosa. Las iba llamando, empezando
por la más joven.
Y todas tocaban, con la excepción de Virgie Rainey,
tan mal como podían. Estaban escandalizadas de sí mismas. Parnell Moody se
echaba a llorar, tal como estaba programado. Pero la señorita Eckhart parecía
no darse cuenta ni molestarse. ¡Qué despreocupada se le veía en aquellos
momentos en que debía estar agonizando! Las niñas casi esperaban un latigazo
por haber olvidado la repetición del tema antes del final, o por no haber
contado hasta diez antes de salir de detrás de la cortina; pero en vez de eso
les dirigía una extraña sonrisa. Era como si la señorita Eckhart les estuviera,
a la postre, agradecida por hacer algo.
Cuando le llegó el turno a Hilda Ray Bowles y la
propia señorita Eckhart tuvo que agacharse para bajar la banqueta unas doce
pulgadas, lo hizo abstraída y cortésmente. Se diría que no estaba bajando la
banqueta para una chica demasiado alta sino haciéndole un servicio a otro, a
alguien que no estaba allí; quizá a Beethoven, autor de la pieza que tocaba
Hilda Ray, o quizá no.
Cassie tocó y su madre –que no la traicionó, después
de todo– estaba sentada entre las demás.
Al final había doblado su programa hasta convertirlo
en un sombrerito, y Cassie se hubiera puesto de rodillas para evitar que lo
hiciera.
Pero la noche del recital era la noche de Virgie,
aunque pudiera ser otras cosas. Cuando le llegaba el turno a Virgie Rainey era
el momento más maravilloso de su vida, para Cassie lo era cuando salía –justo
antes del cuarteto– llevando una cinta rojo oscuro en el pelo, con rosetas
sobre las orejas, atadas por detrás con un elástico; llevaba un ceñidor rojo
que pasaba por debajo de las mangas de un vestido blanco de estilo suizo,
almidonado. Tenía trece años. Tocó la “Fantasía sobre las ruinas de Atenas”. de
Beethoven, y cuando terminó y se levantó para hacer una reverencia, el rojo del
ceñidor se había corrido por toda la cintura, estaba empapada y toda sucia,
como si la hubieran apuñalado en el corazón; un sudor delirante y envidiable
corrió por sus mejillas y se lo lamió.
Cassie, que había salido de detrás de la cortina, se
quedó de una pieza cuando la señorita Katie Rainey puso la mano sobre su
ceñidor y, para escándalo suyo, exclamó: “¡Oh, si Virgie tuviera una hermana!”.
Después sólo quedaba el cuarteto, y al sonar el
último acorde hubo una repentina desbandada y estallaron las burlas y las
risas. Todas las niñas recibieron un beso o un azote cariñoso en las nalgas, y
luego corrieron a su antojo. Las señoras se saludaban con la mano, hacían
movimientos con sus abanicos y luego iniciaron la conversación. Dedos ya
liberados para todo el verano levantaban flores, las exhibían, las tiraban, las
regalaban o las iban deshaciendo en pedacitos. Los gemelos MacLain, acabando
con todo refinamiento, bajaron como flechas las escaleras llevando idénticos
trajes de vaquero y disparando sus pistolas de diábolos. Empezaron a retumbar
dos ventiladores y los pusieron en el suelo, con lo que los programas volaron
como una bandada de pájaros, mientras los adornos daban latigazos y
revoloteaban por todas partes. Nadie se acercaba a los pianos como no fuera
para tocar con un dedo “Sally in Her Shimmie Tail”. La pequeña Jinny
Stark se cayó como de costumbre, se hizo hirió la rodilla y sangró
profusamente. Era igual que las otras fiestas.
–¡Ponche y kuchen! –anunció la señorita Eckhart.
El comedor grande de los MacLain estaba en la parte
de atrás. La señorita Snowdie sólo lo usaba para meter las plantas en el
invierno, pero ahora quedó abierto para todos. El ponche se servía en la
ponchera de los MacLain, uno de los regalos que la señorita Snowdie recibió de
su marido, servido por la señorita Billy Texas Spights, que se había lanzado a
coger el cucharón, y lo bebieron en las veinticuatro tazas de los MacLain y las
doce de los Loomis. Los pastelillos que iba llevando incansablemente la
señorita Eckhart eran ligeros y calientes, la parte superior rociada de
“perdigones” de color que únicamente se encontraban (o así lo creían) en las
pistolas de cristal que vendían en los trenes. Cuando el plato quedaba vacío,
veías que estaba decorado con guirnaldas de flores colgantes y traviesos bebés,
rociados de oro y con migas doradas.
Las mejillas de la señorita Eckhart relucían cuando
las invitadas aceptaban sus pastas de azúcar y volvían a llenar sus tazas de
ponche, las frutas ahogadas en el fondo, con los cucharones rápidos y
rebosantes. (“¡Le daré más ponche!”, le dijo a la señorita Billy Texas cuando
empezó a contar.) Su frente estaba tan oculta por sus cabellos como la de Circe
alimentando a sus cerdos, que colgaba en la pared del cuarto de clase. Sonreía
sin dirigirse a nadie, sino a todos en general, lo miraba todo e iba de un lado
para otro –porque la fiesta se había extendido– desde el estudio hasta el
comedor y hacia el porche trasero, donde decía: “Qué hacen aquí fuera? ¡Niñas, vuelvan
adentro y quédense hasta que coman todo mi kuchen! ¡Hasta que lo terminen todo!”.
Sus palabras las hacían reír, porque su autoritarismo era fingido.
La señorita Lizzie Stark, aunque a veces llamaba a la
señorita Eckhart “Señorita La-lo-ri-ló”, nunca prescindió de su sombrero más
elegante, que parecía una gran guirnalda o un pastel de boda, y que se veía
desde todas partes, girando de un lado a otro como un globo flotante en una
verbena sobre las cabezas de la multitud. El canario cantó; su jaula estaba
destapada. Gradualmente los ramilletes de rosas inclinaron sus tallos verdes por
encima del reborde del florero.
Al final de la velada, mientras se despedía, la gente
daba la enhorabuena a la señorita Eckhart y a su madre. La anciana señora
Eckhart había estado sentada junto a la ventana, al lado de la señorita
Snowdie, cuando ésta iba recibiendo a la gente. Llevaba también un vestido
oscuro, muy ceñido en la cintura. En la estela de las risas y charlas de las
madres y las niñas, hechas ya unas salvajes, parpadeaba, pero mansamente, como
un bebé cuando lo sacan en su cochecito al sol. La señorita Snowdie la vigilaba
bondadosamente, ella mantenía una sonrisa uniforme; dejaba que la miraran y que
al final le dieran las gracias.
A la señorita Eckhart, que se abría camino entre las
niñas que se empujaban y marchaban, moviéndose entre las balanceantes cestitas
y los abanicos caídos de las madres repentinamente cansadas, se le oyó decir:
“Virgie Rainey, Virgie Rainey”. Luego miró hacia abajo, ceremoniosamente, hacia
la más pequeña y soñolienta, que aquella tarde sólo había tocado “Playful
Kittens”. Todas las alumnas participaban aquella noche de la gracia de
Virgie Rainey. La señorita Eckhart las detenía cuando salían corriendo por la
puerta, les hablaba en alemán y las abrazaba. En el aire quieto de la noche su
vestido tenía un tacto húmedo y mancillado, como si hubiera corrido una gran
distancia.
Cassie
escuchaba, pero “Für Elise” no volvió a sonar. Tomó el ukelele que tenía
al pie de la cama.
Tensó las cuerdas para afinarlo y lo tocó, digitando
expertamente y abriendo los dedos como si fueran un abanico. Giró en torno a su
pañuelo puesto a secar, tocando un par de acordes, y luego se fue acercando a la
ventana.
Vio a Loch colgado de los pies y de las manos, como
un mono, del almez. Colgaba de la última rama, totalmente quieto, como si fuera
a tirarse, sin hacer sus acostumbradas diabluras. Estaba tan quieto como si
estuviera en cama tomando su quinina.
Lo que a él le interesaba en aquel momento no era
hacer diabluras sino mirar algo que estaba ocurriendo en la casa vacía. Loch
podía ver el interior. Cassie abrió la boca para gritar, pero no le salió nada.
Salvo una vez, no había contestado en todo el día a
Loch cuando la llamaba, y ahora, al ver su espalda estirada como la de un
águila, vestido con el pantalón blanco de su pijama, parecía tan lejano como la
estrella de la mañana. Ya no podía defender su inocencia porque estaba allí
fuera, luminoso, haciendo cabriolas; Loch se dio la vuelta tranquilamente para
colgarse de las corvas; colgado boca abajo, miraba por la ventana del antiguo
estudio; el gorro pompadour se le cayó al suelo y sus cabellos parecían púas
saliendo de su cabeza infantil.
Una vez Loch se paseó por la casa con una falda
puesta y golpeando con un lápiz una taza de bautismo.
–Mamá, ¿crees que yo también podré hacer música
alguna vez?
–Por supuesto. Eres hijo mío. Lo que tienes que hacer
es esperar.
Era su favorito. Pero no pudo esperar a tocar. ¡Cómo
lo adoraba Cassie! Su hermano era incapaz de distinguir una melodía de otra.
–¿Es esta “Jesús me ama”? –decía, interrumpiendo su
propio ruido.
Ahora lo miró afligida, como antaño, cuando él se
hacía daño y se lo comunicaba con señas.
Permaneció junto a la ventana. Tocando y cantando muy
suavemente “A la luz, luz, luz, luz, luz de la luna plateada”, su canción
favorita.
Era incapaz de escaparse, de salir gateando por el
resplandeciente puente del árbol, o alcanzar el oscuro imán que lo arrastraba
hacia la otra casa. Era incapaz de verse haciendo algo inhabitual. Ella no era
Loch, ni Virgie Rainey, ni su madre. Era Cassie en su dormitorio, viendo el
conocimiento y la tormenta fuera de su alcance, de pie junto a la ventana,
cantando, con voz suave, bastante madura ya, y casi pensaba que era bonita.
III
Después
de un momento de oscuridad, boca abajo, Loch abrió los ojos. No ocurrió nada.
La casa que vigilaba estaba en silencio, salvo un tictac, que no era de ningún
reloj. Había ruidos exteriores.
Su hermana practicaba otra vez con el ukelele para
cantar luego ante los niños. Oyó sonidos como de agua que procedían de más
arriba, de la fiesta de las señoras, y del otro lado de los árboles, desde
donde jugaban los niños mayores, le
llegaron los sonidos de los pelotazos, alegres y distantes como la canción de
un pájaro. Pero el tictac era más nítido y fuerte que cualquier otro sonido en
aquel momento, y a veces parecía sonar muy cerca, como los latidos de su
corazón retumbaban en la cama que acababa de abandonar.
Si hubiera estado en la casa vacía, su madre habría
detenido a aquellos dos negros que iban sin prisa hacia sus casas, con los
guisantes que no habían podido vender, y los habría hecho entrar y encargarse
de todo lo que quedaba por hacer, en un santiamén, pero la madre del marinero
prefería hacer el trabajo personalmente. Quería hacer las cosas a su modo, y
nadie lo hubiera hecho como ella quería; se estaba tomando su tiempo. Estaba
preparando una hoguera en el piano y no acercaría la mecha a la dinamita hasta
que estuviera preparada.
Loch supo por sus movimientos que el artilugio en las
cuerdas –había quitado la tapa del piano– era una especie de nido. Lo estaba
construyendo como un pájaro ladrón, entretejiendo todos los desperdicios que
encontraba a mano. Loch vio en dos sitios el rostro bigotudo del señor Drewsie
Carmichael, el candidato de su padre para la alcaldía; la mujer había
encontrado las octavillas en la puerta. Los papelotes que él tenía en la cama,
los cupones del jabón Octagon, la hubieran hecho feliz; se los habría dado con
gusto.
Entonces Loch casi gritó; tomó aire como para dar un
segundo grito, que no dio. Por allí abajo, por la calle, llegaban el viejo
Moody, el alguacil, y el señor Fatty Bowles con él. Habían aprovechado su día
libre para ir a pescar al lago de la Luna y se acercaban con sus viejas cañas,
pero sin peces. Llevaban los pantalones y los zapatos embarrados. Eran
compinches del viejo señor Holifield, y a menudo aparecían por allí a esa misma
hora, para despertarlo, y molestarlo hasta que se iba a trabajar.
Loch dio una vuelta en la rama y esperó cabeza abajo
mientras se acercaban pesadamente y, como había supuesto, atravesaban el
jardín. Desde su especial ángulo de visión, hubieran podido estar tumbados de
espaldas en el cielo azul y moviendo las piernas alegremente, sin tener nada
que ver con la ley y el orden.
El viejo Moody y el señor Fatty Bowles se separaron
al llegar al tocón de pacana, se contaron un chiste, se juntaron otra vez,
dijeron “Pan y mantequilla”, y luego subieron ruidosamente los escalones. La
cortina de la ventana delantera los puso en guardia al agitarse. Se miraron
otra vez el uno al otro. Sus cuerpos y sus caras se movieron sigilosamente,
como si fueran peces. Avanzaron flotando por el porche y aplastaron como peces
las narices contra la ventana. Había manchas redondas de barro en los fondillos
de sus pantalones; se acuclillaron.
Bueno, ya está, pensó Loch: toda la familia reunida.
Dos arriba, dos abajo y dos en el porche. Y encima del piano, la máquina que
hacía tictac… Debajo de Loch se paseó ruidosamente entre la maleza un tordo,
apuntando con su pico como si fuera una escopeta, tan atareado como la gente.
Mantuvo
su mano derecha quieta mientras la anciana, tambaleándose como un ángel de
Navidad en la representación de cuarto curso de la señora McGillicuddy,
avanzaba con una vela encendida en la mano. Era una vela de sebo, de las de
cocina; la había sacado de la caja de velas del señor Holifield, que éste
guardaba en prevención de los numerosos apagones que había en Morgana. Andaba
tan lentamente y sostenía tan alta la vela que desde donde estaba hubiera
podido alcanzarla con su escopeta para tirar corchos. Vio que llevaba el
cabello blanco muy corto, rodeado de un aura de luz.
Se acercó todo lo que pudo, colgando de una rama, y
pudo ver cómo brillaban sus grandes ojos debajo de las cejas negras y lo poco
que parpadeaban. Eran ojos de búho.
La mujer se inclinó, penosamente, le pareció a él, y
acercó la vela al nido de papel que había hecho en el piano. También él contuvo
el aliento para proteger la llama, y al retirar ella su mano dolorida, él hizo
lo mismo. El periódico prendió, ardió, y la vieja arrojó la vela al fuego. Puso
las manos en jarras y se irguió; su trabajo estaba hecho.
Las llamas salían como dardos, sin ruido. Corrieron
por los festones de papel, tan súbitas como los riachuelos por los que se
desborda una hondonada tras la lluvia. La habitación se llenó de un fuego
rápido, amarillo, y molinillos de papel que caían del techo y desaparecían. Y
allí arriba, encima del techo, los otros dos, los primeros, hacían menos ruido
que un ratón.
La ley seguía en cuclillas. Los cuellos del señor
Fatty y del viejo Moody se estiraron oblicuamente, el gordo y el flaco. Loch
podía haber dejado caer una oruga sobre sus cabezas, que se rozaban como las de
una madre y su hija.
–Caray. Lo ha conseguido –dijo el señor Fatty Bowles
con voz natural. Levantó el brazo que rodeaba los hombros del viejo Moody, y se
dio un golpe en el trasero que le hubiera roto los huesos al otro–. ¡Válgame
Dios! Lo ha hecho delante de nuestros ojos. ¿Qué hubieras apostado?
–Ni un centavo –dijo el viejo Moody–. Mira. Si se
prenden esas esterillas secas, Booney Holifield va a sentir pronto un poco de
calor.
–¡Booney! Me había olvidado de él.
El viejo Moody se rio explosivamente, con los labios
cerrados.
–No te parece que ya ha prendido bien? –dijo el viejo
señor Fatty, señalando la habitación con su vieja navaja de pesca.
–¡La casa está ardiendo! –gritó Loch con todas sus
fuerzas. Se columpió en las ramas y sacudió las hojas.
El viejo Moody y el señor Fatty posiblemente lo
oyeron, porque, como si alguien los hubiera insultado, se levantaron, movieron
sus cañas de pescar y escogieron la ventana del comedor en lugar de la del
salón para empezar a hacer algo.
Quitaron el mosquitero y el señor Fatty lo pisó y
agujereó accidentalmente. Subieron la ventana, que hizo un ruido que les hizo
rechinar los dientes. Ya podían entrar: abrieron la boca y se rieron
groseramente, en voz baja. Estaban tan acostumbrados a hacer bufonadas que les
hubiera gustado que todo Morgana los viera.
El señor Fatty Bowles comenzó a hacer equilibrios
tratando de cruzar el alféizar, pero el viejo Moody le agarró por los tirantes
y entró primero. Una vez dentro, los dos soltaron un grito.
–¡Mira! ¡La atrapamos con las manos en la masa!
En la sala, la anciana retrocedió hasta meterse en un
rincón que Loch no podía ver.
El viejo Moody y el señor Fatty dieron una carrera
preliminar alrededor de la mesa del comedor para entrar en calor, y luego
pasaron al ataque en la sala. Corrieron por el chispeante tapete dando
pisotones. Boxearon con el humo, se pegaron entre sí y corrieron hacia la
ventana para abrirla. Casi todo mundo permaneció en la habitación, contenido y
quieto.
Loch dio otra vuelta a la rama. Ya se acercaba
alguien más. ¡Qué día tan entretenido! Pronto le pareció saber de quién era el
sombrero panamá dorado y a quién pertenecía la elástica delgadez del hombre que
había debajo. Antes había vivido en la casa vacía, y una vez le prometió a Loch
un pájaro parlante que pudiera decir “¡Conejos!”. Se marchó y no volvió jamás.
Después de tantos años, Loch seguía deseando un pájaro así.
–¡Ahora no vive nadie en la casa! –gritó Loch desde
las hojas, justo a tiempo, porque el señor Voight llegó y entró como si viviera
en la casa vacía–. Como entre ahí, volará por los aires.
Todavía no había ningún pájaro parlante sobre su
hombro. Hacía mucho tiempo que el señor Voight se lo había prometido. (¡Y
cuántas veces, pensó Loch con gran sorpresa, lo había recordado y deseado!)
El señor Voight negó con la cabeza rápidamente, como
si una voz lejana de entre las hojas lo hubiera molestado sólo un momento.
Subió corriendo los escalones, haciendo tanto ruido como un palo verde
golpeando a lo largo de una verja. Pero en lugar de dirigirse a la puerta
batiente, rodeó la casa hasta el porche trasero y, con toda la tranquilidad del
mundo, echó un vistazo por la ventana.
Aquello hizo más alarmantes sus gritos.
–¿Quieren decirme con qué derecho han entrado en una
propiedad ajena?
–¡Qué diablos! –dijo el señor Fatty Bowles, que lo
miró fijamente, con un sombrero ardiendo en las manos.
El viejo Moody se limitó a decir:
–Buenas tardes. Ahora no le hablo.
–¡Contéstenme! Esto es allanamiento de morada, ¿no?
–Pare el carro. Su casa está ardiendo.
–Si mi casa está ardiendo, ¿adónde se ha ido mi
familia?
–Oh, ya no es su casa, me había olvidado. Es la casa
de la señorita Francine Murphy. Llegó tarde, capitán.
–¿Qué bobadas dice? Salgan de mi casa. Apaguen el
fuego. Díganme a dónde se fueron.
Olvídenlo, ya sé a dónde fueron. Bueno, quemen
ustedes la casa, ¿a quién le importa?
Se puso a golpear ostentosamente los tablones de la
casa y les echaba miradas incendiarias desde la ventana. Se había interpuesto
entre Loch y los acontecimientos y, a decir verdad, estaba de más.
El viejo Moody y el señor Fatty, intercambiando
miradas asesinas, corrieron a la pata coja por el salón, golpeando con sus
sombreros las escurridizas llamas, trabajando en equipo pero sin armonía, como dos
personas tratando de cortar el paso a unas gallinas en la era. Daban brincos
para pisotear la misma llama los dos a la vez. Daban patadas y restregaban con
los pies las chispas que iban encontrando cada cual por su lado y que a veces
eran imaginarias. Sea porque el fuego ya estaba dominado, o porque el señor
Voight había ido a criticarlos, exageraron la magnitud del incendio. Se mordían
el labio inferior, como hacen los viejos cuando están haciendo algo de mala
gana. No hablaban. El cuerpo del señor Voight tembló. Se reía, descubrió Loch.
Ahora miraba la habitación como si fuera un espectáculo.
–¡Muy bien! ¡Muy bien! –decía.
El viejo Moody y el señor Bowles apagaron a golpes el
fuego del piano, dándole fuerte, tirando de las cuerdas y machacándolas. El
viejo Moody, a pesar de que le habían estropeado su diversión, se la pasó muy
bien dando saltos él solo sobre las hojas de magnolias, que ardían
intensamente. Por fin apagaron el fuego, no quedó ni una chispa, y hasta el
tapete, que había llegado a prender, se apagó definitivamente. Cuando apareció
la última llamarada la apagaron juntos; y con un silbido y un pisotón cada uno,
la miraron desafiantes, pero ya estaba apagada por completo.
–Listo, muchachos –dijo el señor Voight.
Entonces la anciana salió del rincón donde había
permanecido oculta.
–¿Quién anda ahí? –preguntó el señor Voight.
Ella se detuvo en el centro de la habitación.
Si los representantes de la ley no hubieran estado
allí, tal vez habría entrelazado las manos, volviéndose a mirar a un lado y a
otro. Pero no lo hizo; estaba desesperada. Loch dio otro grito, cabalgando
sobre la rama a la que se agarraba con las dos manos.
–¿No cree que tendría que intervenir, capitán? –gritó
el señor Fatty Bowles, y señaló a la mujer con un ademán.
–Vamos al grano. Le estaría muy agradecido, señora,
si me dijera por qué ha hecho usted esto –dijo el viejo Moody, frotándose los
ojos y dejándolos ribeteados de negro–. A quién se le ocurre molestar a la
gente de esta manera. ¿Qué tiene usted contra nosotros?
–No tiene lengua –dijo el señor Fatty.
–Soy viejo. Y usted es vieja. No comprendo por qué ha
hecho esto. Como no sea porque carece de sentido común…
–¿De dónde viene usted? –preguntó el señor Fatty con
su pequeña voz de tenor.
–Payasos.
El señor Voight, que fue quien lo dijo, rodeó el
porche con la misma rapidez que una libélula, y entró en la casa por la puerta
principal: no estaba cerrada. Había esperado a que los otros dos –los payasos–
se encargaran de todo, o tal vez se creyó tan valioso que temió quemarse si se
metía allí antes de tiempo.
Loch lo vio cruzar, bastante presumido, la cortina de
abalorios y entrar a la sala. Revisó serenamente las paredes, deteniéndose un
momento, como si algo les hubiera ocurrido, no en aquel momento sino hacía
mucho tiempo. Estaba allí y al mismo tiempo no estaba, porque era el único que
permanecía tranquilo. Pisó con cuidado entre los volantes y trozos de papel
quemados, y arrugó su afilada nariz, no por el olor, sino por otras cosas,
cosas que se disolvían. Ahora se puso junto a la ventana. Sus ojos giraban.
¿Iba a ponerse a echar espuma por la boca? Una vez lo hizo. Si no lo hacía,
Loch no estaría tan seguro de que fuera él; su recuerdo del señor Voight era de
cuando echaba espuma.
–¿La reconoce, capitán? –preguntó el viejo Moody con
voz cautelosa–. ¿Reconoce a esta pirómana? Usted ha viajado mucho.
El señor Voight se paseaba por la habitación y,
tomando el atizador, lo metió entre las cenizas.
Recogió del suelo una concha marina. La anciana
avanzó hacia él y él la volvió a dejar donde estaba, y al levantarse se quitó
el sombrero. Era algo más que un ademán de cortesía. Luego, cuando estuvo cerca
del rostro de la anciana, ladeó la cabeza, pero la mirada de ella fue mucho más
allá del señor Voight. Como si fuera una señora que estaba en el acantilado de
enfrente, lejos, a la que no se veía ni se oía claramente, pero que estaba a
punto de caerse.
El tictac sonó muy fuerte. Al igual que el señor
Fatty se había olvidado del señor Booney Holifield, Loch se había olvidado de
la dinamita. Ahora podía esperar de nuevo una explosión. El fuego había sido un
fracaso, pero podía conectarse aquel pequeño y eterno mecanismo que seguía su
ritmo justamente en aquella habitación.
(“¿No oye usted algo, señor Moody?”, hubiese podido
gritar Loch en ese instante. “Señor Voight, escuche”. “Muy bien… oye, ¿quieres
tu pájaro ahora mismo? –hubiese podido contestarle–. Zanjemos ahora mismo todo
este asunto”).
–Hombre, ¿qué es esto? –preguntó el señor Fatty
Bowles.
–Eh, Fatty, ¿no oyes algo feo? –preguntó el viejo
Moody en el mismo instante. Por fin prestaron atención al tictac que había
estado con ellos en la habitación desde el primer momento.
Intercambiaron miradas. Luego, con los hombros
alzados, recorrieron la habitación buscando la causa.
–¡Es una serpiente de cascabel! ¡Qué va! Pero lo
parece –dijo el señor Fatty.
Buscaron por arriba y abajo, pero no lo vieron,
aunque estaba allí mismo, delante de sus ojos, levantando un poco la vista,
encima del piano. Con toda honradez, no estaba bien que estuviera allí, la
mayoría de las personas no lo habrían puesto en ese sitio. Se volvieron a
mirar, más serios, y se dieron prisa, pero no hicieron más que pisarse los
talones mutuamente y tumbar sillas. La pata de una silla se partió como el
hueso de un pollo.
El señor Voight no hacía más que molestarlos, porque
permaneció inmóvil. Seguía de pie, ante los ojos de la madre del marinero,
mirándola con los labios fruncidos. Desde luego podía ser que la conociera por
alguno de sus viajes. Parecía cansado de tanto viajar.
Por fin el viejo Moody, el más espabilado de los dos,
avistó lo que buscaban, el obelisco con su pieza móvil y su puerta abierta. Una
vez localizado, resultó tan evidente que era eso lo que buscaban, que bastó con
que lo señalase. El señor Fatty se acercó de puntillas, tomó el obelisco y lo
soltó de nuevo inmediatamente. Así que el viejo Moody se acercó pisando fuerte
y lo tomó en sus manos, sujetándolo por la diagonal, posando como si fuera un
pescador con un pez pescado inesperadamente en el lago de la Luna.
La anciana alzó la cabeza y rodeó al señor Voight
para llegar hasta el viejo Moody. Levantó el brazo y le arrebató la cosa que
hacía tictac, y él la soltó con toda amabilidad; al viejo Moody no parecían
sorprenderle las cosas de las mujeres.
La anciana se apoderó de aquello, apretándolo contra
su amplio pecho gris. Su vista abandonó la lejanía en la que estaba perdida.
Luego se puso a mirar fijamente a los tres como si estuviera enseñándoles sus
adentros, su corazón viviente.
Y luego hubo un pequeño aleteo de su voz:
–Vea… Vea, señor MacLain.
No hubo ninguna explosión, pero el señor Voight (ella
lo llamó MacLain) gruñó:
–No muchachos, no la he visto en mi vida.
Salió muy rígido de la habitación. Salió de la casa,
cruzó en diagonal el jardín hacia el camino de MacLain. Al llegar al camino se
puso el sombrero y dejó de parecer tan andrajoso, tan pobre.
Loch abrazó una parte muy frondosa del árbol y hundió
la cabeza en su verde frescor.
–Déjeme ver su juguetito –dijo el señor Fatty Bowles
con una sonrisa de bebé.
Le quitó el obelisco a la anciana y, con un repentino
cambio de expresión, lo tiró con todas sus fuerzas por la ventana abierta. El
objeto voló hacia Loch, y cayó en la maleza que había debajo de él. Siguió
haciendo tictac.
–Creo que has sido demasiado impetuoso, amigo Fatty
–dijo el viejo Moody–. No se deben arrojar las pruebas de este modo.
–Lo mejor es pensar en nosotros. Escucha y oirás la
explosión. Prefiero que vuelen las gallinas de tu mujer.
–Pues yo no.
Y mientras ellos hablaban, la pobre anciana volvió a
lo suyo. Se puso de rodillas acunando un pedazo de vela y un momento después lo
encendió. Se levantó, muy agitada, y se puso a correr por la habitación,
sosteniendo la vela sobre su cabeza, esquivando a los hombres cuando intentaban
cortarle el paso.
Esta vez el fuego prendió en sus cabellos. Los rizos
cortos y blancos se transformaron en llamas.
El viejo Moody fue tan rápido que la atrapó. Había
sacado un andrajo de algún lugar y corrió detrás de la vieja. Los dos corrieron
a extraordinaria velocidad. Él tuvo que dar un salto. Lanzó el andrajo sobre la
cabeza de ella desde atrás, haciendo muecas, como si todo el mundo tuviera que
cometer actos vergonzosos en algún momento de su vida. Y le dio un golpecito
con la palma de la mano en la cabeza.
Entre el viejo Moody y el señor Bowles sacaron a la
anciana al porche. Estaba serena, con el trapo chamuscado cubriéndole la
cabeza; ella misma lo sostenía con las dos manos.
–¿Sabe lo que voy a tener que hacer con usted? –dijo
el viejo Moody, amable y con tono familiar. Pero ella se quedó allí sola,
cubierta por un trapo que sostenía con sus pequeñas manos, arrugadas como el
capullo de una langosta que cuelga de una puerta vacía en agosto.
–No importa cómo se llama ni lo que pensaba hacer,
vieja –le dijo el señor Bowles mientras cogía las cañas de pescar–. Sabemos de
dónde viene, de Jackson.
–Venga y pórtese como una dama. Estoy seguro de que
sabrá hacerlo –dijo el viejo Moody.
Los acompañó, pero no habló con ninguno de los dos.
–Tal vez lo que quería era fastidiar a King MacLain
–dijo el señor Fatty Bowles.
–Por hoy ya basta. Cállate –dijo el viejo Moody.
Entre las hojas, Loch los vio salir al camino y
dirigirse al pueblo. Andaban lentamente porque la anciana daba pasos cortos y
vacilantes. ¿A dónde la llevarían? ¿Irían ahora mismo a Jackson? Después de que
pasaran, soltó las manos y saltó del árbol. El sonido que hizo al chocar contra
el suelo fue muy bonito. Dio un par de brincos y se puso a caminar sobre las
manos alrededor del tronco del árbol. Imitó la voz de la cabra, de la perdiz,
de las tontas gallinas de Moody y del león.
Andando sobre las manos dio la vuelta al árbol y
encontró el obelisco entre la maleza, de pie. Se incorporó para mirarlo. La
manecilla estaba fuera del aparato.
Se sintió contento como un pájaro porque la manecilla
destacaba como un rabo, una lengua, una varita mágica. Tomó la caja con las
manos.
–Vamos. Estalla.
Cuando la examinó se dio cuenta de que la varilla que
hacía tic-tac era un péndulo que en lugar de colgar hacia abajo se erguía hacia
arriba. Lo tocó y lo detuvo con el dedo. Sintió su presión y el peso del
obelisco, que parecía de un hilo. Soltó la varilla y siguió oscilando.
Dio la vuelta a una llavecita que estaba en uno de
los lados. Servía para controlar el tictac. La varilla se paró y la metió con
el dedo dentro de la caja y cerró la puertecilla.
Tal vez no fuera dinamita; sobre todo dado que el
señor Fatty creía que lo era.
¿Qué era?
Se desabrochó la camisa y se metió la caja dentro.
Pensó que tal vez debía subirla a su habitación. No era un pájaro que supiera
hablar.
La pila de arena estaba delante de él. Allanó la
parte caliente de encima y se sentó. Se quedó en silencio un momento, y ya nada
hacía tictac. Nada, salvo los grillos. Nadie, salvo el tren que pasaba, con dos
de sus vagones haciendo tictac en el puente sobre el río Grande Negro.
IV
Cassie
se acercó a la ventana de la fachada, desde donde podía ver al viejo Moody y al
señor Fatty Bowles llevando a la anciana. La anciana estaba medio enferma o
ida. Sostenía en su cabeza un indescriptible trapo de cocina; no llevaba bolso.
Vestía un traje camisero gris de esos que se usan en asilos y sitios por el
estilo, y caminaba despacio a punto de recibir un empujoncito en cada momento;
pero eso no le preocupaba. Calzaba zapatos sin medias y sus tobillos eran muy,
muy blancos. Cuando vio los tobillos, Cassie asomó todo el cuerpo por la
ventana y gritó.
Ninguna cabeza se volvió. Cassie salió como una
flecha de su dormitorio, bajó las escaleras y cruzó la puerta principal. Para
asombro de Loch, su hermana bajó descalza, corriendo, por el camino del jardín
de enfrente, sin que le importara ir en enaguas, en dirección al pueblo y
gritando.
–¡No se pueden llevar a la señorita Eckhart!
Llegó demasiado tarde para que la oyeran, por
supuesto, pero él se levantó del montón de arena, haciéndolo crujir, y corrió
tras ella como si la hubieran oído. La alcanzó y tiró de sus enaguas. Ella se
volvió, todavía bamboleando la cabeza, y gritó débilmente:
–¡Vaya!
Se miraron.
–Estás loca.
–El loco eres tú.
–Vayamos allí –dijo Loch al cabo de un rato–. Te
puedo enseñar lo maduros que están los higos.
Se fueron hacia el árbol. Pero sólo llegaron a tiempo
de ver al marinero y a Virgie Rainey salir corriendo, intentando escapar por la
puerta de atrás. Virgie y el marinero los vieron. Volvieron a entrar deprisa en
la casa y luego, con gran temeridad, salieron por la puerta principal; el
marinero primero. Los Morrison no tenían dónde meterse.
El grupo del viejo Moody apenas empezaba a avanzar de
nuevo porque la anciana se había caído y tuvieron que sostenerla para ayudarla
a caminar. Un poco más allá, las señoras de la reunión salían de casa de la
señorita Nell haciendo ruido de cascada. El marinero tenía que enfrentarse con
los dos grupos.
El alguacil lo llamó, pero él siguió caminando en
línea recta hacia el grupo de señoras, la mayor parte de las cuales dijeron:
–¡Vaya, pero si es Kewpie Moffitt!
Era un apodo antiguo, que no había oído desde que era
chico. Dio media vuelta y corrió en dirección contraria, y como llevaba la
camisa bajo el brazo e iba desnudo de cintura para arriba, el cuello de la
camisa volaba como un alerón. En la esquina de los Carmichael intentó dirigirse
hacia el este, pero se fue por el oeste, y corrió por las sombras del atajo
hacia el río, donde tenía grandes posibilidades de encontrarse con el señor
King MacLain, si no llegaba demasiado tarde.
–¡Miren! –gritó con voz clara la señorita Billy Texas
Spights–. ¡Te vi, Virgie Rainey!
–¡Madre! –gritó Cassie, con la misma claridad. Ella y
Loch estaban otra vez frente a la casa.
La puerta principal de la casa vacía se cerró con un
frágil sonido detrás de Virgie Rainey. Un resto de la humareda se levantó hasta
envolverla, la rozó y la ocultó un momento como una nube de gasa. Ella salió
muy decidida, con su vestido de confección casera, de espumilla de color
albaricoque y un bolso de malla con cadena. Bajó por los escalones corriendo y
se fue taconeando hasta la acera; Virgie taconeaba como si nada hubiera
ocurrido en el pasado o detrás de ella, como si a pesar de todo fuera libre.
Las señoras se callaron, sosteniendo sus premios y sus sombrillas en las manos.
Virgie se encaró con ellas cuando giró para ir al pueblo.
Era su hora de ir a trabajar. Al dar vuelta en la
esquina siguiente podría beberse un refresco y comer un bizcocho en la tienda
de Loomis, como hacía todas las tardes para cenar; después desaparecería en el
Bijou.
Pasó delante de Cassie y Loch, sin siquiera mirarlos,
siguió andando y alcanzó, como era de esperar, al alguacil, a Fatty Bowles y a
la anciana.
–¡Te equivocaste de camino! –le gritó la señorita
Billy Texas Spights–. ¡Mejor corre tras el marinero!
–¿No está pasando ese chico una temporada con los
Flewellyn en el campo? –preguntó la señorita Perdita Mayo dirigiéndose a todo
el mundo–. ¿Y qué pasó con su madre? ¡Me había olvidado por completo de él!
Cassie, que sujetaba a Loch fuertemente delante de
ella, sólo podía pensar: nosotros también hemos sido espías. Y nosotros somos
los únicos que están sorprendidos por lo que pasó. Estas cosas eran para la
gente tan intrascendentes como las idas y venidas del señor MacLain. Lo único
que les importaba era situarlas en su tiempo, en su calle o saber el nombre de
los parientes maternos. Bastaba con eso para que Morgana los integrara en ella,
los convirtiera en esto o lo otro.
Y aunque la gente profetizara la ruina, luego lo
olvidaban y si no ocurría no les importaba, y si venía la consideraban como
algo inevitable.
–Se detendrá cuando vea a la señorita Eckhart
–suspiró Cassie.
Virgie pasó de largo. Hubo un intercambio de miradas
entre la profesora y su antigua alumna, y Cassie se dio cuenta. No estaba
segura de que la señorita Eckhart hubiera cerrado alguna vez los ojos para
recordar; siempre lo miraba todo con los ojos muy abiertos. De hecho, el
encuentro se frustró porque Virgie Rainey pasó de largo. Taconeó al pasar junto
a la señorita Eckhart, y siguió taconeando decididamente por entre las señoras
de la reunión, sin decir palabra y sin pararse ni un momento.
El viejo Moody y Fatty Bowles, sucios, con el rostro
tan luminoso como los peces que no habían pescado, se aprovecharon del camino
que Virgie había abierto entre las señoras y pasaron por allí con la señorita
Eckhart, que no protestó. Luego las damas cerraron filas y la señorita Billy
Texas, repentinamente fuera de sí, gritó una vez más:
–¡Él se fue por el otro lado, Virgie!
–Ya está bien, Billy Texas –exclamó la señorita
Lizzie Stark–. Como si su madre no tuviera bastante con enterrar al hijo.
Llegó un ruido de sartenes golpeadas desde lejos, y
luego los gritos de los niños y de sus niñeras negras.
Cassie se volvió hacia Loch, lo arrastró hasta ella y
lo sacudió por los hombros. Estaba tan mojado como un trapeador. Una fila de
mosquitos grandes, de color sal y pimienta, se posó en su frente.
–¿Y tú qué estás haciendo aquí, fuera de tu cama? –le
preguntó con voz práctica y regañona.
Loch le lanzó una larga y complacida mirada
–¿Qué llevas debajo del pijama, chiflado?
–Y a ti qué te importa.
–Dámelo.
–Es mío.
–No lo es. Suéltalo.
–Quítamelo si te atreves.
–Vale. Sé lo que es.
–¿Qué vas a saberlo? No es tuyo.
–Tienes que dármelo.
–Vete a casa.
–Se lo contaré a papá y a mamá. ¡Me pegaste! Me pegaste
en un sitio que a las muchachas les duele.
–Pues no pienso dártelo.
–Está bien. ¿Has visto al señor MacLain? No había
vuelto desde que tú naciste.
–Claro que sí –dijo Loch–. Lo he visto.
–Oh, Loch, ¡quítate de una vez esos mosquitos! –ella
se echó a llorar–. ¡Madre!
Loch huyó enseguida.
–Aquí estoy –dijo su madre.
–¡Oh! –Al cabo de un instante, Cassie levantó la
cabeza y dijo–: Vino el señor MacLain y se fue.
–Bueno, no es la primera vez que lo ves –dijo su
madre apartándose de la niña–. No justifica que salgas de casa llorando y en
enaguas.
–Tú sabías que iba a ser así, ¡estabas con ellas!
Tampoco esta vez hubo respuesta, y Cassie se fue
caminando pesadamente por el jardín. Loch estaba junto al montón de arena. Con
los labios apretados, sostenía contra sí el abultado camisón y miraba dentro.
Ella lo empujó por debajo del árbol y lo metió a la casa por la puerta trasera.
–¿Qué parejita de huérfanos veo aquí? –dijo Louella–.
¿De dónde salieron los huerfanitos? Ésta no es su casa, viven en el orfanato
del condado, así que lárguense para allí.
Cassie empujó a Loch a través de la cocina y luego lo
detuvo de un tirón en el pasillo de atrás.
Su padre se acercaba a casa.
–¡Qué pasa aquí! La casa está ardiendo, ¡la casa de
los MacLain! ¡Veo fuego!
Lo vieron subir por la acera de enfrente, blandiendo
el Bugle enrollado que traía a casa todas las noches.
–¡Holifield! ¡Holifield!
El señor Holifield debió acercarse a la ventana,
porque le oyeron decir:
–¿Me llama alguien?
Y suspiraron presintiendo que ocurriría algo.
–Ya está apagado, Wilbur –dijo su madre desde la
puerta.
–Hubo un incendio en esa casa y se apagó.
Su padre hablaba en voz alta, como si estuviera en
una tribuna pronunciando un discurso.
–Podrán ustedes leer la noticia en el Bugle de
mañana.
–Entra, Wilbur.
Vieron a su madre haciendo dibujitos con el dedo en
el mosquitero con su vestido de fiesta.
–Dice Cassie que King MacLain estuvo aquí y se fue.
Eso es más interesante que veinte incendios.
Cassie se estremeció.
–Tal vez ahora Francine Murphy haga algo. Vaya
vigilancia que tenemos con el tal Booney Holifield.
Cassie se alegró de que su padre siguiera hablando.
Si había algo que molestaba a su padre era que la gente no fuera por dentro
como parecía por fuera.
–MacLain se equivocó de lugar esta vez. El fuego
podía haberse extendido hasta nuestra casa:
¡Booney Holifield!
Su madre se rio.
–Ese viejo mono –dijo. Para ella el viejo de al lado
acababa de cobrar vida, se redimió parcialmente de ser un Holifield.
La luz veraniega de las seis iluminó como siempre el
encuentro de su padre y su madre en la puerta.
–Entra.
Cassie y Loch subieron a toda prisa por la escalera
de atrás y oyeron el quejido de la puerta y la risa apagada de siempre entre
sus padres. Sea lo que fuera lo que pasara, o empezara a pasar en torno a
ellos, podían entrar a la casa y reírse de todo. Tenían una risa cuyo objeto
parecía ser poca cosa, pero interesante, algo que hasta su ponderado padre
podía encontrar ridículo y prohibido para los niños, tan vivo como un gato
callejero o un conejo.
Los chicos siguieron subiendo la escalera empinada y
oscura de atrás, iban tan cerca el uno del otro, castigándose y mimándose,
ayudándose y dándose codazos a la vez.
–Métete a la cama como si hubieras estado todo el
tiempo en ella –le aconsejó Cassie–. Y aséate un poco; se nota que saliste.
–Pero creo que madre me vio –le dijo él por encima
del hombro al entrar.
Cassie no le respondió.
Luego se estremeció y entró a su habitación. Allí
estaba el pañuelo. Era un viejo amigo, parcialmente enemigo. Se lo acercó a la
cara, lo tocó con los labios, respiró su olor humoso de tinte y se lo pasó por
las mejillas y los ojos. Lo apretó contra la frente. Podía haberlo perdido si
hubiera corrido con él… porque se imaginaba a la pobre señorita Eckhart
llevándolo sobre su cabeza; o a Virgie haciéndolo ondear, descaradamente, por
la calle; o a Jinny Love Stark, la sagaz, preguntándole: “¿Por qué no te lo quedaste?”
–Escucha
y te contaré lo que la señorita Nell sirvió en la reunión –dijo suavemente la
madre de Loch, con su voz pausada. No era más que una luz tenue al pie de su
cama.
–Sí, mamá.
–Una piel de naranja sin gajos, rellena de zumo y con
la tapa de piel adornada con hojas de alcorza, y una paja en ella. Una rodaja
de piña con boniato confitado y un asa de hojaldre. Una taza hecha de tostadas,
llena de pollo en una salsa bastante caliente. Un melocotón en salmuera con
pétalos de flores de queso blanco de diferentes colores dispuestos alrededor.
Un bollo en forma de cisne, relleno de nata, con las plumas de nata, el cuello
de hojaldre y ojos de alcorza verde. Pasta de hojaldre del tamaño de una canica
con relleno de dátiles –suspiró abruptamente.
–¿Tenías hambre, mamá? –le preguntó.
Realmente no era a él a quien hablaba su madre, sino
que era él quien tiernamente la dejaba hablar, mientras escuchaban y miraban a
las alondras al oscurecer. A aquella hora ella hablaba siempre con esa voz: no
con él ni con Cassie, ni con Louella ni con su padre, ni con la tarde, sino más
bien con la pared. Se inclinó gravemente sobre él, le dio un fuerte beso y
salió balanceándose de la habitación.
Alguien cantaba en la calle. Vio a Cassie, un
destello similar pero más tenue, que pasaba ante su puerta. El carro de heno
subía la calle para recogerla. Oyó a los muchachos y a las muchachas
saludándola y ella les contestó en el mismo tono, como si nada hubiera
ocurrido, los oyó subirla al carro. Ran MacLain del juzgado de MacLain, o tal
vez su hermano Eugene, siempre le decía en broma a la señorita Morrison:
–¡Venga, venga con nosotros!
Ella preguntó si lo decía en serio, Loch oyó el
crujido que hizo el carro al ponerse en marcha.
Cantaban y tocaban los ukeleles, una canción que no
conocía.
Loch levantó la vista, miró a través de las viejas
hojas, de nuevo oscuras, y vio la casa vacía con el mismo aspecto de siempre.
Una nube se posó de nuevo, muy baja en el profundo cielo, como un ala
solitaria. El misterio que él había sentido como un pájaro dorado y sin rumbo
esperó hasta esa hora para pasar volando por allí. Ahora, cuando ya no quedaba
nada. Su cuerpo tembló. Tal vez desaparecería la fiebre y llegaría el
escalofrío.
Pero Louella le llevó la cena y esperó sentada en
silencio a que se la tomara. Le había hecho caldo de pollo, que rielaba como
los diamantes a la luz de la tarde. Y después la aborrecida cuajada, que se
deshacía en la lengua.
–Louella, no quiero cuajada esta noche. Louella,
escucha. ¿No oyes una cosa que hace tictac?
–La oigo perfectamente.
Recogió la bandeja y volvió a sentarse, y él se echó
de espaldas, mirando hacia arriba. Lejos, en el cielo, resplandecía la luna en
cuarto creciente.
–Crees que estallará esta noche? Puedes verlo. Está
encima del lavabo.
Por sí solo, espontáneamente, aquel objeto podía
abrir su puertecita y funcionar. Creyó escucharlo. ¿O era el reloj de su padre
en la habitación contigua, el que estaba encima del tocador por la noche?
–Supongo que sí, Loch, si así lo deseas –dijo ella
rápidamente, y continuó sentada en la penumbra. Luego añadió–: ¿Estallar? Como
sea cierto, te retuerzo el pescuezo. La próxima vez que bajes como un mono y
vuelvas trayendo alguna cosa… Si quieres escuchar algo que esté a punto de
estallar, presta atención a esa enorme rana toro del pantano.
Escuchó, echado y señalando con el dedo en las cuatro
direcciones. Mientras su corazón bombeaba la secreta expectativa que mantenía
entreabiertos sus labios, cayó en el espacio y flotó. Y cuando flotaba sintió
la presión de su entrecejo fruncido y escuchó su voz rezongando y el castañeteo
de sus dientes. Soñó cerca de la superficie, y sus sueños estaban llenos de un
color y una furia que las horas del día no tuvieron nunca aquel verano.
Más
tarde, tendida en su cama iluminada por la luna, Cassie pensaba. Sus cabellos y
la parte interna de sus brazos seguían oliendo a heno; saboreó la dulce
sequedad del verano en su boca. Allá en la lejanía de su imaginación, el carro
seguía meciéndose, meciendo su carga de muchachas, la ansiedad de las bromas
pesadas, las canciones, la luna y las estrellas y el movimiento del techo de
hojas, el lago de la Luna rebosante, la barca en su superficie, la modorra
sonriente de los muchachos y su propio modo de impedir que la tocara nadie, ni
siquiera la mano. Y recordó al marinero en el momento en que empezó a bajar la
calle corriendo, una visión extraña, porque iba medio desnudo, como si fuera
una sirena masculina del lago, y volvió a pensar en la señorita Eckhart y en
Virgie encontrándose en la acera silenciosa como la muerte. De lo que estaba
segura era de la distancia que ellas dos habían recorrido, como si hubieran
estado todo el tiempo de viaje (un viaje que el marinero estaba a punto de
empezar). Las dos habían cambiado. Se portaron deliberadamente mal.
Se miraron, y ninguna de las dos quiso hablar. Ni
siquiera se horrorizaron mutuamente. Nada podía tocarlas ya.
Danke schön… Eso era lo único que
había quedado al descubierto. La gratitud –como la redención– ya no existía. No
era sólo el pasado; estaba desgastado y desechado. Las dos, la señorita Eckhart
y Virgie Rainey, eran dos seres humanos como tantos otros, que erraban por la
faz de la tierra. Y había otros muchos seres humanos errando, como bestias
perdidas.
Recordó entero el poema que había encontrado en aquel
libro. Pasó por su mente a la perfección, borrándose a medida que llegaba, un
verso dando paso al siguiente, como en una carrera de antorchas. Todo él pasó
por su cabeza, por su cuerpo. Se durmió, pero una vez se incorporó en la cama y
dijo en voz alta: “Porque había fuego en mi cabeza”. Luego se dejó caer otra
vez, sin oponer resistencia. En sus sueños vio asomar un rostro por su
habitación; era el rostro grave, implacable y radiante, una vez más y siempre,
el rostro del poema.
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