Miguel Ángel Hurtado
Acaban de bajar las luces
del salón de baile. La banda comienza a tocar la última canción: una balada. Siempre
odié la música lenta, pero ésta significa “te quiero”, y hay poco
más que decir.
Nunca unos ojos
me habían mirado así. Nunca había sentido mi cuerpo vibrar a cada nota, ni mis ojos
mirar más fijos a algo.
Estas notas que
envenenan el aire me han henchido el pecho, hiriendo mi alma de muerte. Me noto
temblar cuando nuestras manos se unen, y sus enormes ojos azules se clavan como
preciosas aristas de poliedros de amor en mi mente, en mi corazón, en mi recuerdo.
Mientras, suavemente,
el cantante me demuestra que todo lo que ocurre es real, y por ello, estrecho mi
lazo, atenazando mis brazos a su espalda, acercando su pecho al mío. Noto su respirar
entrecortado en mi entrecortado respirar, y entre medias nuestros pechos, golpeados
por nuestro revolucionado corazón. Sólo quiero que el pianista lea mi mente, y toque
para siempre esta melodía, mientras hago de mis labios una extensión de sus labios.
Cierro los ojos para soñar que este momento es una poesía en nuestros oídos o el
sabor del azúcar glasé del dulce más lindo del mundo.
Cuando abro los
ojos veo los suyos mirándome, pero tienen veinte años más. No existe el salón de
baile, sólo queda en nuestro recuerdo. Y la canción suena en nuestras cabezas, recordándonos
cada día cuánto nos queremos, y que lo que una vez fue sueño permanece siendo realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario