Eudora Welty
Este relato está dedicado a
John Fraiser Robinson
I
Hazel, la mujer de William Wallace Jamieson, iba a
tener un bebé. Pero era octubre y, aunque todavía faltaban seis meses, se
comportaba como si fuera a dar a luz al día siguiente. Cuando él entraba en la
habitación, no le hablaba, sino que miraba al vacío tan fijamente como podía,
con los ojos brillantes. Si él la tocaba, ella sacaba la lengua o echaba a
correr alrededor de la mesa. De modo que un atardecer él se marchó carretera
abajo con dos de los muchachos y estuvo fuera toda la noche. Sin embargo, aquello
empeoró todavía más las cosas, porque cuando volvió a casa a primera hora de la
mañana Hazel había desaparecido. Recorrió la casa sin dar crédito a sus ojos,
apoyándose en las manos para mantener el equilibrio, con su copete rubio de
punta, y luego puso la cocina patas arriba buscándola, pero no sirvió de nada.
Cuando volvió a la sala, vio que le había dejado una pequeña carta metida en un
sobre. Aquello era como hacer algo a espaldas de alguien. Sacó la carta, la
abrió de golpe y la sostuvo a cierta distancia de los ojos… Tras echarle un
vistazo, se asustó al leer las palabras exactas y estrujó el papel en la mano
al instante. Lo que decía era que no lo aguantaba más y que iba a ahogarse en
el río.
–Ahogarse… ¡Pero si el agua le
da pavor!
Salió corriendo por la parte
delantera, con la cara tan roja como el campo de algodón cosechado por el que
avanzaba, y al llegar a la carretera llamó a gritos a Virgil Thomas, que en ese
momento entraba en su casa, para que volviera a salir. Sólo veía a Virgil de
perfil; ya casi estaba dentro y tenía un pie en el umbral.
Se reunieron a medio camino
entre sus granjas, a la sombra del árbol.
–¿No has tenido suficiente por
esta noche? –preguntó Virgil.
Allí estaban, con los pantalones
cubiertos de polvo y rocío, después de haber tenido que llevar al tercer hombre
a su casa en volandas entre los dos.
–Perdí a Hazel. Desapareció. Fue
a ahogarse al río.
–Vaya, eso no es propio de Hazel
–dijo Virgil.
William Wallace estiró las manos
y lo zarandeó.
–Ya me oíste. Tenemos que dragar
el río.
–¿Ahora mismo?
–No tienes nada que hacer hasta
la primavera.
–Deja que entre a la casa. Voy a
hablar con mi madre y a contarle una mentira, y ahora vuelvo.
–Hará falta la red grande –dijo
William Wallace. Tenía el entrecejo fruncido y hablaba para sí.
–¿Cómo es que Hazel se fue para
hacer algo así? –preguntó Virgil cuando echaron a andar.
–Creo que se sentía sola –dijo
William Wallace.
–Esa no es una razón. Ahogarse
porque se siente sola. Mi madre también se siente sola.
–Bueno –repuso William Wallace–.
Para Hazel sí es una razón.
–¿Cuánto hace que se casaron?
–Un año.
–No pensaba que hiciera tanto
tiempo. ¡Un año!
–Fue el año pasado por estas
fechas. Parece que fuera más tiempo –dijo William Wallace, mientras partía una
ramita de un árbol, sorprendido. Siguieron andando, dando patadas a las flores
que crecían en el borde de la carretera–. Recuerdo el día que la vi por primera
vez, y parece que pasó mucho tiempo. Venía por la carretera con un pollo de su
abuela debajo del brazo, y el animal ni siquiera piaba. Me dirigí a ella
educadamente. Sabíamos cómo se llamaba el otro, como es lógico, pero no nos
conocíamos lo bastante para hablarnos. Le dije: “¿Adónde llevas el pollo?”, y
ella dijo: “¡Qué modales son esos!”, y seguí andando a su lado hasta que al
rato dijo: “Si quieres acompañarme a casa, camina más despacio”. Así que no
perdí el tiempo. Su casa sólo estaba cuatro millas al otro lado del prado, y
había moras por todas partes, y desde lo alto de la colina, Dover, que se
extendía entre las dos iglesias, parecía bastante grande y limpio. Cuando
llegamos abajo le dije: “¡Qué clase de agua hay en este pozo?”, y ella dijo: “La
mejor del mundo”. Así que subí un cubo, saqué un cazo y bebimos los dos. No me
pareció tan extraordinaria, pero no se lo dije.
–¿Qué pasó aquella noche?
–preguntó Virgil.
–Nos comimos el pollo –respondió
William Wallace–, y estaba tierno. Claro que no era lo único que tenían. La
noche que probé su mesa, había buena comida de una punta a otra. Su madre y su
padre estaban sentados a la cabeza y al pie, y nosotros, uno frente al otro, y
recuerdo que había un trozo de mantequilla entre los dos. Tenían una
mantequilla muy dulce, con un árbol dibujado, muy elegante. Su madre come como
un hombre. Yo le llevé un sombrero lleno de moras y no dejó que su marido las
probara. Hazel se levantaba de un salto, cogía una jarra de leche fresca y
llenaba los vasos. Yo había oído que no podían ir a cantar a misa sin que
hubiera una pelea por ella.
–Oh, es muy guapa, eso está
claro –afirmó Virgil–. Es una lástima que las chicas como ella se hagan viejas
y se vuelvan como sus madres.
–Cuando su madre se entere de
esto, vendrá por mí –dijo William Wallace.
–Te comerá vivo –repuso Virgil.
–Ha estado esperando la
oportunidad –dijo William Wallace–. ¿Por qué pensé que podía pasar fuera toda
la noche?
–Simplemente se te ocurrió.
–Primero sólo fue una verbena en
Carthage, y tuve que dejar que adivinaran mi peso… y después…
–Te lo pasaste bien tumbado en
una zanja cantando a la luz de la luna –lo provocó Virgil–. Y tocando la
armónica como sólo tú sabes tocarla.
–Aunque Hazel hubiera sabido que
yo estaba borracho, eso no la habría matado –dijo William Wallace–. Nada de lo
que sabe la ha matado hasta ahora… Es muy lista para ser una chica –añadió.
–Es mucho más lista que sus
primas de Beulah –aseguró Virgil–. Sobre todo que Edna Earle, que nunca ha sido
lo que se dice una gran pensadora. Edna Earle podía pasarse el día entero
pensando en cómo el rabo de la C atravesaba la L en un cartel de Coca-Cola.
–Hazel es lista, sí –dijo
William Wallace. Siguieron caminando–. Deberías ver la despensa. Cuando abres
la puerta, parece que hay cien botes dentro. No entiendo cómo le ha dado por
tirarse al río.
–Es una treta femenina.
–Siempre me había portado bien.
Hasta anoche.
–Sí, pero esa noche está ahí
–repuso Virgil–. Y ella estaba esperando la oportunidad.
–Se tiró al río porque el agua
le da un miedo de muerte y eso empeoraría las cosas –dijo–. Seguro recordó que
yo solía cogerla en brazos y llevarla al puente de madera, que ella cerraba los
ojos y se colgaba de mi cuello como un peso muerto, y eso que no era más que un
riachuelo. No sé cómo habrá tenido el valor para saltar.
–Se habrá tirado de espaldas
–aventuró Virgil–. Sin mirar.
Cuando dejaron la carretera todavía era temprano en
los campos rosados y verdes. Los vapores matutinos, dulces y amargos, se
elevaban por donde ellos caminaban. Los insectos chasqueaban suavemente,
reservando las fuerzas; las mariposas hendían el aire en dirección al este, y
los pájaros volaban despreocupados y cantaban a trompicones, no como lo hacían
al atardecer, con trinos sostenidos y soñolientos.
–Es un bonito día, eso está
claro –dijo William Wallace–. Un bonito día para hacer algo así.
–No veo ningún rastro de que
haya pasado por aquí –comentó Virgil.
–Bueno –repuso William Wallace–,
no habrá dejado caer nada. No he visto a una muchacha que deje menos señales de
dónde ha estado.
–Ni siquiera un hueso de ciruela
–dijo Virgil dando patadas a la hierba.
En la arboleda reinaba tal
silencio que William Wallace se sobresaltó, como si casi pudiera oírse a sí
mismo preguntándose dónde se había metido su mujer. Un arrebato de energía se
apoderó de él en la parte más tupida del bosque y echó a correr tras un conejo
y lo atrapó.
–Conejo… conejo… –se comportaba
como si quisiera llevárselo y cogerlo en brazos y hablar con él. Tenía la palma
de la mano sobre el corazón palpitante del animal–. Tranquilo… tranquilo…
–Suéltalo, William Wallace
–Virgil se detuvo a su lado mordiendo un silbato de baya de saúco que acababa
de hacer–. ¿Para qué quieres un conejo vivo?
William Wallace se agachó y lo
dejó en el suelo, pero mantuvo una mano sobre su lomo. Era un conejito viejo y
pardo. Ni siquiera intentó moverse.
–¿Lo ves?
–Suéltalo.
–Puede irse si quiere, pero no
quiere.
Levantó la mano poco a poco. El
ojo redondo lo miraba de soslayo, brillante, en la penumbra verde.
–Cualquiera puede inmovilizar a
un conejo si quiere –dijo Virgil. De repente dio un toque de silbato que se oyó
a gran distancia y el conejo se fue como un rayo–. ¿Has salido a buscar conejos
o a buscar a tu mujer? –preguntó, volviéndose hacia los campos abiertos–. He
venido contigo para que no te despistes.
–¿A quién vamos a buscar ahora?
–Estaban en lo alto de una colina y William Wallace miraba el campo con actitud
crítica–. ¿A alguno de los Malone?
–Los Malone siempre me han dado
miedo –respondió Virgil–. Son demasiados.
–Tengo que usar la red, y ellos
tendrían que andarse con cuidado –dijo William Wallace.
Creo que con varios de los
Malone y los Doyle bastará. Los seis Doyle y sus perros, tú y yo, y dos niños
negros seremos suficientes, con unos cuantos de los Malone.
–Deberíamos ser suficientes
–convino Virgil–, para lo que sea.
–Yo iré a buscar a los Malone y
tú a los Doyle –dijo William Wallace, y se separaron en la fuente.
Cuando William Wallace volvió,
con una hilera de miembros de la familia Malone visibles detrás de él en lo
alto de la colina, encontró a Virgil con los dos hijos de los Rippen esperando
tras él, dos pequeños serios con el cabello tan rubio que era casi blanco. En
cuanto se acercó, Grady, el que estaba delante, levantó la mano para indicar
silencio y precaución a su hermano Brucie, que empezó a jadear alegre y
sospechosamente detrás de él.
Brucie se inclinó de buena gana
cuando William Wallace le acarició la cabeza, y le dirigió una mirada
soñolienta con sus ojos redondos, que eran de un verde y blanco puros como las
matas de tréboles. William Wallace le dio una moneda de cinco centavos. Grady
agachó la cabeza; su pelo blanco formaba una pequeña cola en la nuca.
–Dejaremos que vengan –dijo
Virgil.
–Bueno, que vengan, pero si
seguimos dejando que venga todo el mundo, van a ser demasiados –observó William
Wallace.
–Estos muchachos lo agradecerán
–afirmó Virgil.
Brucie sujetaba un largo hilo
rojo que tenía atado en una punta un alfiler doblado. Una expresión de
desvalimiento e intenso interés frunció el rostro de Grady, cuyos ojos, uno
brillante con un orzuelo, relucieron con aire suplicante bajo su flequillo blanco,
y apretó la mandíbula e intentó hablar…
–Su padre se ahogó en el río
Pearl –explicó Virgil. Se oyó un grito procedente del barranco.
–Ahí vienen todos los Malone
–exclamó William Wallace–. Pedí a cuatro que vinieran, pero el resto de la
familia se han invitado solos.
–¿Y cuándo no lo han hecho?
–dijo Virgil–. Y allá, por el otro lado, vienen los Doyle. Seguro que todavía
tienen migas de galleta en las mejillas; ahora no hay nada que hacer aparte de
comer, como dice su madre.
–Si ahora aparecieran dos negros
pequeños, o un negro grande… –dijo William Wallace.
Las palabras apenas habían
salido de su boca cuando aparecieron dos niños negros que se dirigían a alguna
parte, uno detrás del otro, dando pasos altos y alegres con sus monos de
trabajo, como si caminaran por una sustancia pegajosa que les cubriera hasta la
cintura.
–Vengan aquí, niños. ¿Cómo se llaman?
–Sam y Robbie Bell.
–Vengan con nosotros. Vamos a
dragar el río.
–¿Oíste eso, Robbie Bell? –dijo
Sam.
Los dos sonrieron.
Los Doyle llegaron sin hacer
ruido; fueron sus perros los que armaron todo el alboroto. Los Malone, ocho
gigantes con grandes y largas pestañas negras, ya estaban pateando el suelo y
sobándose unos a otros, listos para partir. Fueron todos juntos a ver a Doc.
El viejo Doc era el dueño de la
red grande. Tenía una casa en lo alto de la colina y estaba en el porche,
sentado en una mecedora, mirando hacia fuera.
–¡Suban y pasen! –comenzó a
salmodiar a través del valle–. La cosecha terminó… a todo el mundo se le echó
encima… el algodón está recogido y se llevó a la desmotadora… el heno cortado…
la melaza preparada… La gran explosión terminó, ya eligieron a los
supervisores; algunos están contentos, otros no… ¡Oímos hablar de guerra!
Cuando se acercaron, decía:
–Se salvaron muchas almas en las
reuniones evangélicas. Veintidós el pasado domingo, incluido un Doyle. Deberían
haber contado dos. Espero que sean una bendición para la comunidad de Dover
además de una estrella brillante en el cielo. ¿Qué quieren? –preguntó, pues
habían llegado y se habían apiñado ante la escalera.
–¿Podemos usar tu red grande, si
nadie la está usando? –preguntó William Wallace.
–La usaste hace sólo un mes
–respondió Doc–. No te toca. Virgil dio un leve codazo a William Wallace y se
aclaró la garganta.
–Esta vez es algo especial
–dijo–. Tenemos motivos para pensar que Hazel, la mujer de William Wallace, se
ahogó en el río.
–¿Qué motivos tienen para creer
que se ahogó en el río? –inquirió Doc. Sacó su vieja pipa–. Le pregunto al
marido.
–No está en casa –contestó
William Wallace.
–¿Desapareció? –preguntó Doc, y
vació la pipa de un golpe.
–Del todo.
–Naturalmente, pueden haberle
pasado miles de cosas –apuntó Doc, y encendió la pipa.
–Dale la carta, William Wallace
–indicó Virgil–. No podemos esperar hasta el día del Juicio Final para
conseguir la red mientras Doc se queda ahí cavilando.
–La rompí nada más leerla –dijo
William Wallace–, pero me la sé de memoria. Decía que se iba a tirar al río
Pearl y que yo lo lamentaría.
–¿Y tú qué pintas aquí, Virgil?
–preguntó Doc.
–Estuve toda la noche en el
mismo sitio que William Wallace, hice lo mismo que él y volví a casa a la misma
hora.
–Salieron de jarana y la señora
Hazel tuvo que tirarse al río, ¿verdad? ¿Causa y efecto? ¿Alguien quiere
razonar conmigo? ¿Y qué pintan esos, los Doyle y los Malone?
–Doc es el hombre más listo del
lugar –dijo William Wallace volteando hacia los Doyle, que esperaban apiñados–,
pero seguro que esto lleva tiempo.
–Son los hombres que hemos
reunido para dragar el río –dijo Virgil.
–Naturalmente, no me voy a
precipitar a decir que creo que se ahogó –dijo Doc expeliendo humo azulado.
–¿Crees que…? –William Wallace
subió un escalón y apretó los puños–. ¿Crees que se la llevaron?
–Así es como se razona, viendo
el asunto desde todos los ángulos –dijo Doc inmediatamente–. Pero ¿quién?
Uno de los Malone silbó, pero no
había forma de saber cuál de ellos.
–Siempre le han dado miedo los
gitanos. –William Wallace enrojeció–. Seguro que si se cruzara con uno haría
girar su anillo en el dedo y miraría al otro lado para que no viera que es
guapa y se la llevara. Vienen a finales del verano.
–Sí, ha habido gitanos y
secuestradores desde que el mundo existe. Pero ¿tendrías que ser tú quien
pagara el elevado rescate? –preguntó Doc.
Lo señaló con el dedo. Entonces
todos se rieron de lo listo que era Doc y dieron palmadas a William Wallace en
la espalda, pero aquello dio lugar a una riña y acabaron en el suelo.
–Paren, o se quedan sin red
–dijo Doc–. Están asustando a las gallinas de mi mujer.
–Ya es hora de que nos vayamos
–dijo William Wallace.
Los grandes perros ladraban y
daban brincos para apoyar las patas delanteras en el pecho de los hombres.
–Mantengo mi consejo: “Dejen las
cosas como están” –afirmó Doc–. Sea lo que sea este misterioso suceso, hizo que
una mujer no hable durante un rato. Sin embargo, la señora Hazel es la muchacha
más guapa de Mississippi; nunca ha habido una tan guapa y nunca la habrá. Una muchacha
con el cabello dorado –se levantó con la agilidad con la que siempre sorprendía
a todos y añadió–: Voy con ustedes.
Siguieron en todo momento el antiguo sendero de Natchez.
Los llevaría a través de espesos bosques hasta orillas del río Pearl, donde
empezarían a dragarlo corriente arriba hasta llegar cerca de Dover.
Caminaban en silencio alrededor
de William Wallace, sin dejar que este cargara con nada, pero arrastraban
pesadamente la red y los cubos hacían mucho ruido en aquel sitio sombrío y
silencioso.
Atravesaron un bosque de
magnolias y llegaron a una alta cresta. Grady y Brucie, que durante todo el
camino habían corrido delante de los demás, se pararon en seco; había sonado un
silbido, y muy abajo, a lo lejos, pasaba un tren de mercancías. Moviéndose con
la lentitud de la ignorancia o de un sueño, parecía un pequeño desfile festivo,
y de un extremo al otro, los minúsculos vagones rosados y grises eran como
cajas secretas. Grady los contaba para sí, como si pudiera distinguir cada uno
con claridad, y Brucie observaba sus labios, silencioso y cauto, como
observaría a un pájaro bebiendo. Las lágrimas asomaron de repente a los ojos de
Grady, aunque sólo podía ser porque un hombre diminuto caminaba por la parte
superior del tren; caminaba y se movía en lo alto del tren en marcha.
Descendieron de nuevo y poco
después el olor del río se extendió por el bosque, fresco y secreto.
Cada paso que daban entre las
grandes paredes de enredaderas y entre las pasionarias originaba una pequeña
vida, una pequeña huida.
–Nos acercamos a la época del
cambio –dijo Doc–. El día menos pensado llegará. Pasará del calor al frío y
podremos matar al cerdo cebado y tener carne fresca para comer. Vengan una de
estas noches y bajaremos aquí y asustaremos a una hermosa zarigüeya. El anciano
señor Hielo lo cubrirá todo. El viejo señor Invierno estará esperando en la
puerta. El nogal estará amarillo. El ocozol, rojo; el nogal, amarillo; el cornejo,
rojo; el sicomoro, amarillo –caminaba golpeando con un nudillo los troncos de
los árboles–. La magnolia y el roble de Virginia nunca mueren. Recuérdenlo. Los
caquis habrán madurado y las nueces caerán como la lluvia por todo el bosque. Y
corre, pequeña codorniz, corre, porque también iremos a por ti.
Siguieron avanzando y de repente
el bosque se abrió a la luz; habían llegado al río. Todos se detuvieron, pero
Doc continuaba hablando delante como si nada hubiera ocurrido.
–Hoy, sin ir más lejos –decía–,
con el sol de octubre, todo es dorado: el cielo, los árboles y el agua. Justo
antes de que llegue el cambio todo parece hecho de oro.
William Wallace bajó la vista,
como si se acordara de Hazel con los ojos brillantes, sentada en casa y mirando
fijamente al frente, como un trozo de oro puro, demasiado valioso para tocarlo.
El río espejeaba, angosto,
silencioso y de color carne, y su curso se volvía más lento hasta casi
detenerse. Las resplandecientes ramas de los sauces pendían alrededor de ellos.
La red que estaban extendiendo, vieja y muy usada, también parecía dorada con
hilos dorados enlazados y anudados.
Todavía en la orilla, William
Wallace, cuyas palabras todos esperaban, habló de repente con voz de sorpresa.
–¿Cómo se llama este río?
Los otros lo miraron como si
estuviera loco por no saber el nombre del río en el que había pescado toda su
vida. Pero él tenía el entrecejo muy fruncido, como si se sintiera obligado a
preguntarse cómo había dado la gente en llamar a aquel río, o a pensar que
había un misterio en el nombre de un río que todos conocían tan bien, el mismo
que si fuera un gran torrente lejano que se precipitara entre las montañas, y
casi como si fuera el río de un sueño, pues no podían decirle cómo se llamaba.
–Todo el mundo sabe que el río
Pearl se llama río Pearl –dijo Doc.
El canto de un pájaro sonó
repentinamente como una piedra lanzada al agua para sondarla.
–Es profundo aquí –dijo Virgil,
y dio un codazo a William Wallace–. ¿Recuerdas?
William Wallace continuaba
mirando el río como si todavía fuera un misterio para él. Bajo sus pies, el
agua era transparente y amarilla como una vieja botella que yaciera al sol,
inundada de luz.
Doc empezó a hacer ruido con sus
pertrechos.
De repente los Malone se
dispersaron saltando y tambaleándose por la orilla. Proferían su grito
estridente. El pequeño Brucie los siguió y miró hacia atrás.
–¿Crees que tu mujer se tiró?
–preguntó Virgil a William Wallace.
II
Como la red era tan grande, una vez estirada
llegaba de una orilla a la otra del río Pearl, y los pesos la mantendrían en el
fondo. En el aire resonaba lo que parecían trinos, salpicaduras de agua se
elevaban al sol, y el grupo empezó a moverse río arriba. Los Malone nadaban y
tiraban de la red junto a la ribera lanzando fuertes gemidos, los Doyle nadaban
a su vez y empujaban por detrás, mientras Virgil les indicaba cómo debían
hacerlo; Grady y Brucie, con el hilo y el alfiler, corrían por los bancos de
arena llevando a rastras los cubos y las cuerdas. Sam y Robbie Bell, desnudos y
resplandecientes, gobernaban el viejo bote sin remos que siempre iba a la
deriva en la orilla, y sentado en él, muy erguido y con el sombrero puesto,
estaba Doc, sin tocar siquiera el agua ni apartar la vista de la red. William
Wallace lo hacía todo, pero la mayor parte del tiempo desaparecía de la vista
para nadar bajo el agua o bucear, y ya no tenía nada que decir.
Los perros corrían arriba y
abajo entrando y saliendo del agua y adentrándose y emergiendo del bosque.
–No dejen que se cargue
demasiado, muchachos –salmodiaba Doc cada pocos minutos–, o no dejará pasar
nada.
–No dejará pasar nada, no dejará
pasar nada –coreaban Sam y Robbie Bell, uno situado delante de él y el otro a
su espalda.
Los bancos de arena eran
montones rosas o violetas. Allí donde la luz, en su deambular de una orilla a
la otra, incidía sobre el río, se veían lentejuelas con forma de hoja que
temblaban levemente, mientras la parte oscura del río permanecía en calma. Los
sauces se inclinaban en lo alto bajo las parras de uvas y sus ramas pendían
como cascadas en el aire matutino. Lo que parecía silencio debía ser el canto
incesante de todos los grillos y las cigarras del mundo, que se elevaba y
descendía.
Cada vez que William Wallace
atrapaba una anguila grande que se había deslizado en la red, los Malone
gritaban:
–¡Dale duro, muchacho!
–No dejen que se cargue
demasiado, muchachos –decía Doc.
–Esto está lleno de barbos
–comentó William Wallace en una ocasión.
Entre los peces que habían
pescado, los había grandes y pequeños, oscuros y brillantes, buenos y malos;
los peces de siempre.
–Aquí hay más zapatos de los que
nunca he visto juntos en una tienda –dijo Virgil cuando vaciaron la red–.
¡Sigamos! –gritó a continuación.
Los Rippen, que habían ido
delante en el bosque, también iban delante en el río. Brucie, que encabezaba el
grupo, caminaba dando saltitos y brincos, ora con un pie, ora con el otro.
El río serpenteante parecía
viejo en ocasiones, cuando corría replegado y hondo bajo las altas orillas
donde se hundían las raíces de los árboles, y otras veces parecía sólo un joven
riachuelo, reluciendo con los colores de las flores silvestres. A veces los
bancos de arena con forma de peces se tocaban el hocico, sin que se viera
siquiera la huella de un pájaro.
–Por ahí vienen unos caimanes
–observó Virgil–. Los dejaremos pasar.
Se apartaron hacia el lado
sombreado del agua y tres caimanes grandes y cuatro de tamaño mediano pasaron
delante de ellos pausadamente.
–¡Fíjense qué dientes más
grandes tienen! –exclamó una voz estridente. Era Grady, que por primera vez
hablaba a gritos, aunque a los caimanes no se les veían los dientes en
absoluto.
–Son para comer mejor a las
personas –dijo Doc desde el bote mirando muy serio al muchacho.
–Doc, tienes que contarnos todo
lo que sabes –dijo Virgil–. ¡Sigamos!
Cuando se pusieron en marcha de
nuevo, lo primero que cayó en la red fue una cría de caimán.
–¡Es justo lo que queríamos!
–gritaron los Malone.
Dejaron la cría en un banco de
arena y el animal se quedó totalmente quieto; no sabían cuándo empezaría a
moverse. Observaron sin pestañear la increíble estructura del animal, y los
perros, tras soltar un ladrido, se apartaron con inquisitiva humildad, hasta
que la cría parpadeó.
–¡Es nuestro! –exclamaron los
Malone–. ¡Nos lo llevaremos a casa!
–No es más que una cría –dijo
William Wallace.
Los Malone se mofaron, como si,
aunque sólo fuera una cría, pareciera el lagarto más viejo y peligroso del
mundo.
–¿Qué van a hacer con él?
–preguntó Virgil.
–Nos lo vamos a quedar.
–Yo tendría más cuidado con lo
que saco de la red –comentó Doc.
–Átenlo y échenlo a la cubeta
–se decían los Malone unos a otros, mientras Doc añadía:
–Luego no vengan corriendo a
preguntarme qué hacer con él cuando crezca.
Siguieron pescando más y más
peces, como si no se acabaran nunca.
–Miren, un collar de cuentas
–dijo Virgil–. Tomen, Sam y Robbie Bell.
Sam se lo puso en la cabeza, con
un nudo en la frente y un par de vueltas alrededor de las orejas, y Robbie Bell
se acercó y se lo quedó mirando.
En un lugar sombrío echó a volar
algo blanco. Era una garza, que se alejó por encima de las oscuras copas de los
árboles. William Wallace la siguió con la vista y Brucie se puso a aplaudir,
pero Virgil lanzó un suspiro, como si supiera que, cuando se busca algo que se
ha perdido, cualquier cosa es una señal.
Una anguila salió de la red.
–¡Dale duro, muchacho! –vocearon
los Malone. Nadaban como locos.
–Los Malone han venido por los
peces –dijo Virgil. Era cerca del mediodía cuando se oyó un murmullo en la
orilla.
–¿Quién es aquel de allá?
–preguntó Virgil señalando a un hombrecillo muy bajito, con las piernas cortas
y un sombrerito de paja con una cinta alrededor, que avanzaba por el otro lado
del río.
–Es la primera vez que lo veo y
no conozco a su familia –dijo Doc.
Nadie lo había visto antes.
–¿Quién te invitó? –preguntó
Virgil con vehemencia–. ¡Hola…! –Empezó a hacer señas para que el hombrecillo
bajito lo mirara, pero fue en vano.
–Desde aquí parece un loco
–dijeron los Malone.
–No le hagan caso y puede que
así se marche –aconsejó Doc.
Sin embargo, Virgil ya había
nadado hasta el otro lado y estaba en la orilla. Vieron que él y el desconocido
intercambiaban unas palabras, tras lo cual Virgil alargó la mano como si fuera
a dar una palmadita a un niño y tocó al desconocido, que cayó al suelo. El
hombrecillo se levantó enseguida, alzó lo hombros, dio media vuelta y se marchó
con el sombrero ladeado sobre los ojos.
Cuando Virgil volvió, dijo:
–Ese viejo hombrecillo dice que
es inofensivo como un bebé. Le dije que no se atreva a meter las narices en
este río.
–¿Qué aspecto tenía de cerca?
–preguntó Doc.
–No me fijé qué aspecto tenía
–respondió Virgil–, pero no me gusta que alguien que no conozco venga a mirarme
–y a continuación gritó–: ¡Sigamos!
–Las cosas se mueven demasiado aprisa
–observó Doc. Brucie se adelantó como una flecha y se puso a examinar los
arbustos, levantando las ramas para mirar debajo.
–Ninguno de los Doyle ha abierto
la boca –comentó Virgil.
–Eso es porque no son habladores
–repuso Doc.
Durante todo el día William
Wallace siguió buceando hasta el fondo. En una ocasión descendió y descendió en
el agua oscura donde reinaba tal quietud que no se movía ni un solo pez, y
estaba tan oscuro que el mundo turbio de la superficie del río daba paso al
claro mundo oscuro de las profundidades, y debió pensar que era el lugar más
profundo del río Pearl y que, si su mujer no estaba allí, no estaría en ninguna
parte. Desapareció durante tanto tiempo que los demás se quedaron mirando
fijamente la superficie del agua, a través de la cual subían las burbujas.
Estaba muy abajo y solo… ¿Había encontrado a Hazel? ¿Había descubierto allí
abajo, como si fuera un secreto, la verdadera preocupación que había embargado
a Hazel y que las palabras de una carta no podían expresar…? ¿Que Hazel –quién
sabía– se había sentido rebosante del júbilo que todos recordaban, como si
fuera su propio secreto, el júbilo que nace de las grandes esperanzas y los
cambios, a veces simplemente de la época de la cosecha, que llega siguiendo un
curso propio como una melodía que se mete en la cabeza, y que ella no podía
hacer nada al respecto –ellos lo sabían– y por eso todo había acabado de
aquella forma? Lo que William Wallace estaba descubriendo, rebuscando en la
oscuridad de aquellas profundidades, no podía ser otra cosa que la antigua
inquietud.
–Mira allí abajo –susurró Grady
a Brucie.
Señaló la superficie, donde sus
respectivos reflejos se veían pálidos e inmóviles uno al lado del otro. Tocó a
su hermano con delicadeza como si quisiera apremiarlo.
–Somos tú y yo –dijo.
Brucie se balanceó precariamente
en el borde y Grady lo agarró de los fondillos del mono.
Brucie miró, pero no dio
muestras de reconocerse. Se apartó y de pronto pareció indiferente y decaído, y
apretó en la palma de la mano la moneda que le había dado William Wallace,
frotándola contra la piel. Con los ojos enrojecidos, Grady continuó mirando el
agua turbia. De repente vio algo… Tal vez la imagen del río parecía su padre,
el hombre ahogado, con los brazos abiertos, los ojos abiertos, la boca abierta…
Grady se quedó mirando y parpadeó, con el rostro de nuevo arrugado.
Cuando William Wallace ascendió,
sufría unos dolores terribles a causa de la inmersión y parecía que le dolieran
la sangre y el mismo corazón, tan angustiado se le veía. Miraba furiosamente
alrededor, asombrado, como si hubiera pasado mucho tiempo lejos del pálido
mundo en el que la luz parda del sol y el río y el pequeño grupo que lo
observaba temblaban ante sus ojos.
–¿Qué trajiste? –exclamó
alguien. ¿Era Virgil?
En una mano agarraba con fuerza
una pequeña planta verde, con raíz y todo. William Wallace se sorprendió y la
soltó.
Era más de mediodía. Los árboles
se estiraban suavemente, las nubes flotaban húmedas y tintadas. Un águila trazó
unos cuantos círculos en el cielo y se dejó llevar hacia arriba. Los perros
paseaban por las orillas.
–Es hora de que nos comamos el
pescado –dijo Virgil.
En un ancho banco de arena
cubierto de conchas sacaron sus capturas y encendieron una hoguera.
Durante un buen rato entre nubes
de olores y humo, todos medio desnudos salvo Doc, cocinaron los barbos y se los
comieron. Comieron hasta que los Malone refunfuñaron y los Doyle se tumbaron
boca abajo, aunque Sam y Robbie Bell permanecieron sentados mucho tiempo
después ante el pequeño tocón de ciprés que hacía de mesa y siguieron comiendo.
Al final todos se quedaron callados y quietos, y se fueron durmiendo uno tras
otro.
–No hay nada como el pescado
–murmuró William Wallace.
Estaba tumbado boca arriba bajo
la luz trémula y la sombra de la arena hollada. Su frente y sus mejillas
bronceadas parecían arder. Cerró los párpados. La sombra de la rama de un sauce
descendió y se movió sobre él.
–No hay nada en el mundo como…
el pescado. El pescado del río Pearl –a continuación sonrió. Estaba dormido.
Sin embargo, casi inmediatamente
se levantó de un brinco y los demás se incorporaron uno tras otro en el corro
que formaban y lo miraron, pues no podían pararse a dormir junto al río.
–Te sientes tan bien como anoche
–dijo Virgil ladeando la cabeza.
–El viaje es el mismo cuando se
va al encuentro de algo triste que cuando se va al encuentro de algo alegre
–afirmó Doc.
William Wallace no contestó a
ninguno de los dos. Estaba saltando por encima de sus compañeros, del banquete
y de los restos del banquete, pisoteando la arena, arriba y abajo, bailando una
danza tan desenfrenada que parecía que fuera a morirse. Cogió un gran barbo, lo
ensartó en la hebilla de su cinturón y comenzó a caminar arriba y abajo de tal
forma que los demás se pusieron a gritar, y las lágrimas de risa que le rodaban
por las mejillas le hicieron levantar la mano; su barba de dos días empezaba a
destacar con un intenso color rojo. De repente se oyó un grito todavía más
fuerte, algo parecido a un vítor, proferido por todos al unísono, y los dedos
dejaron de apuntar a William Wallace para señalar el río. En el centro de tres
círculos dorados sobre el agua asomó primero una cabeza plateada (“¡tiene
bigotes!”, exclamó una voz), y luego, con una ondulación, curva tras curva y
corcova tras corcova de un cuerpo largo y oscuro, hasta que una decena de
círculos de ondas se extendieron, uno tras otro por el río, como un collar.
–¡El rey de las serpientes! –gritaron
los Malone al unísono con voces agudas de tenor, inclinándose todos a la vez.
–El rey de las serpientes –salmodió
el viejo Doc con su profunda voz de bajo.
–Te miró a los ojos.
William Wallace miraba a su vez al
rey de las serpientes con todas sus fuerzas.
Brucie salió como una flecha, balanceando
el hilo con el alfiler atado, en dirección al río.
–¡Es el rey de las serpientes! –exclamó
Grady, que siempre cuidaba de él.
En ese momento la serpiente se sumergió.
El muchacho se detuvo con una pierna
en el aire, giró sobre la otra y cayó al suelo.
–Levántate –susurró Grady–. Sólo
era el rey de las serpientes. Se fue silbando. Levántate. No era más que el rey
de las serpientes.
Brucie abrió sus ojos verdes, sacó
la lengua y se paró de un salto; le pesaban los pies, estaba aturdido, y se alzó
como una burbuja que sale a la superficie.
Entonces sonó un trueno y retumbó
en la orilla.
Se quedaron de mala gana en el banco de arena, sujetando
la red. Hacia el este se veían en el cielo los castillos y las torres circulares
a las que estaban habituados, grises, rosados y azules, cada vez más oscuros y llenos
de truenos. Un relámpago destelló al sol entre sus gruesas paredes. En cambio, hacia
el oeste el sol brillaba con tal intensidad que, en aquella luz que semejaba el
prolongado resplandor de un relámpago, el cielo parecía negro y blanco; el mundo
perdió los colores, el tono dorado que lo cubría todo era como un recuerdo, y sobre
sus cabezas sólo había calor, una especie de hechizo y opresión. Unas kilométricas
vetas plateadas rozaron la densa arboleda que había al otro lado del río y el viento
acarició la frente de los hombres. Al mismo tiempo se oyó el largo retumbo de un
trueno que empezó detrás de ellos, subió y bajó montañas y valles de aire y pasó
por encima de los hombres, que se quedaron paralizados escuchando. Le siguió el
leve sonido que emitió cerca de ellos un cenzontle; las pequeñas manchas blancas
de su cuerpo relucían sobre los sauces.
–Se avecina una tormenta –dijo Virgil–.
Tendremos que quedarnos hasta que pase.
Retrocedieron unos pasos y unas gotas
empezaron a caer con fuerza en las hojas coriáceas que cubrían sus hombros y sus
cabezas.
–La magnolia es el árbol que más
ruido hace cuando hay tormenta –dijo Doc.
Entonces la luz alteró el agua, hasta
que todo el bosque alrededor de ellos, al arreciar el viento, pareció crecer y reventar
por dentro y volverse de repente oscuro. La lluvia caía con fuerza. Una cola enorme
pareció agitarse en el aire y el río se abrió en una herida plateada. El grupo se
agachó en silencio junto al tronco de un gran árbol que se alzaba, oloroso y firme,
ante la embestida de la tormenta. Allí donde miraran, más allá de su árbol, había
otro, y detrás otro y otro más, a lo largo de la orilla del río, todos imponentes
y oscuros.
–El mundo exterior es muy resistente
–dijo Doc–. Muy resistente.
Robbie Bell y Sam estaban agachados
y abrazados desde que había empezado la tormenta.
–No tiene nada de raro que a los
de nuestra familia les caiga un rayo –dijo Robbie Bell–. Un relámpago dibujó un
horcón en la mejilla de nuestro abuelo, y se le quedó en la cara hasta que murió.
A nuestro padre le alcanzaron unos rayos y estuvo muerto tres días, tan muerto como
esa hacha.
Hubo una sucesión de resplandores
y estruendos.
–Esta vez nos tocará a ti o a mí
–dijo Sam–. Por ahí viene un bicho. Si va a la izquierda, me tocará a mí, y si va
a la derecha, a ti.
Sin embargo, cuando llegó el siguiente
relámpago, un gran árbol de la colina pareció arder ante sus ojos, cada rama y cada
hoja, y se formó una nube morada encima.
–¿Oyeron ese crujido? –preguntó Robbie
Bell–. Fueron sus huesos.
–¿Por qué hablan tanto, negros?
–intervino Doc–. Esa información no le sirve de nada a nadie.
–Siempre hablamos mucho –repuso Sam–,
pero ahora se nos oye porque todos están callados.
El árbol grande, partido y en llamas,
se vino abajo con un rugido. En el preciso instante en que se desplomó, un árbol
idéntico situado en la otra orilla se abrió en dos y cayó.
–Espero que no salten bolas de fuego
y bajen rodando al agua y frían a todos los peces con las escamas y todo –dijo Robbie
Bell.
En el agua del río, que se había
vuelto morada, se formaron repentinas corrientes y remolinos.
Los pequeños sauces se inclinaban
casi hasta su superficie, arqueándose uno tras otro a lo largo de la ribera hasta
casi partirse con la tormenta. Una ráfaga de aire empujó una gran cortina de hojas
mojadas que cubrieron a los seres humanos.
–Ahora somos nosotros los que tenemos
escamas –protestó Sam–. Nosotros somos los peces.
–Cállense, niños de color –dijo Virgil–.
Esa no es forma de portarse cuando los llevan a dragar un río.
–Pobre fantasma de la señora, apuesto
a que está más asustado que nosotros –dijo Sam.
–¡Sólo espero que no nos la encontremos!
–exclamó Robbie Bell.
William Wallace se inclinó e hizo
chocar sus cabezas. Después se quedaron abrazados en silencio –las dos cabezas negras
quietas, las mejillas henchidas de viento y los ojos cerrados con fuerza– hasta
que pasó la tormenta.
–Dover está justó allí –dijo Virgil–.
Hicimos todo el viaje. William Wallace, pisaste una piedra afilada y te cortaste
el pie.
III
En Dover había llovido y el pueblo parecía nuevo. El
calor ondulante de media tarde descendía del depósito de agua y lo cubría todo como
una reluciente mosquitera. La amplia zona de la carretera que estaba asfaltada y
cubierta a trozos de alquitrán parecía recién incrustada de tapas de Coca-Cola.
Los viejos carteles de circo prácticamente habían desaparecido de la tienda; solo
unos jirones –copos de nieve de caballos blancos– seguían pegados a un lado. Las
enredaderas empezaban a crecer de forma casi visible sobre los tejados y se enroscaban
en las traviesas de la vía del tren, en cuyos raíles se posaban los cenzontles,
y los cinamomos se extendían como parasoles por todo el pueblo y caían a intervalos
sobre los tejados de hojalata.
Los miembros del grupo que había
ido a dragar el río recorrieron el pueblo, cada uno con sus peces, ya contados,
ensartados en una cuerda. Se dirigieron al pozo del pueblo, donde estaba la casa
de la madre de Hazel, pero seguía sin haber ni rastro de ella. Todos bebieron un
cazo de agua. No había un alma en las calles. Incluso el banco que había delante
de la tienda estaba vacío, a excepción de una pequeña muñequita hecha con paja.
Sin embargo, algo indicó a los habitantes
que alguien había llegado, pues al cabo de un rato la gente empezó a mirar desde
las ventanas de la tienda y la oficina de correos. Todos los perros de caza se despertaron
para ver a los perros de los Doyle y al numeroso grupo de hombres y muchachos que
habían aparecido repentinamente cargados de peces, y echaron a correr ladrando.
Los perros de los Doyle ladraron
a su vez con regocijo. Los cenzontles alzaron el vuelo como rayos y chillaron por
el pueblo atravesando a toda velocidad los túneles que formaban los cardamomos.
En un café, una moneda tintineó dentro de un gramófono y empezó a sonar una canción
de amor. Todo el pueblo de Dover comenzó a palpitar en su madera y su hojalata,
como un viejo corazón cansado, cuando los hombres volvieron sobre sus pasos y recorrieron
de nuevo la calle cargados con el pescado, tan empapados, exhaustos y llenos de
barro que nadie podía menos de admirarlos.
William Wallace caminaba como si
no viera a nadie ni oyera nada. Sin embargo, sostenía en lo alto su gran sarta de
peces, para que todos pudieran verla. Lo seguía Virgil, que imitaba en todo a William
Wallace, y detrás iban los modestos hermanos Doyle, rodeados por los Malone, que
llevaban su caimán e incluso lo lanzaban al aire, como un padre a su hijo. Detrás,
señalando autoritariamente a los que le precedían, Doc caminaba despacio, seguido
de Sam y Robbie, que continuaban cantando. Grady y Brucie entraban y salían bruscamente
de la pequeña fila. Grady, con la cabeza gacha y tieso como un palo, andaba con
una ágil cojera, lo que hacía que pareciera que siempre estuviera enfadado e intratable.
“Orzuelo, orzuelo, sal de mi ojo y vete con el primero que pase”, susurraba para
sí. Iba con los hombros encogidos y en todo momento vigilaba a su hermano menor,
precavido y orgulloso a la vez, como si llevara un escarabajo sanjuanero atado a
un hilo.
Brucie, que hacía un ruido chirriante
con los labios, había vuelto a salir disparado y se movía como una flecha por todas
partes, contento y fascinado, y ahora corría en círculo alrededor de William Wallace
señalando su pescado. Tenía una arruga de placer como la huella de un pájaro impresa
entre sus rubias cejas y correteaba embargado por un gozo desconocido.
–¿Habían visto alguna vez tantos
peces? –decía la gente de Dover.
–¿Cuánto cuestan, señor?
–¿Vende los peces?
–¿Son todos los peces del río Pearl?
–¿Por cuánto los vende? ¿Los de todos?
–Por tres dólares –dijo de repente
William Wallace en voz alta.
Los Malone se le echaron encima gritando,
pero era demasiado tarde.
En el preciso instante en que William
Wallace cogía el dinero, la madre de Hazel salió por la puerta delantera de su casa
y lo vio.
–No puedes evitar a su madre –dijo
Virgil–. Por ahí viene, como una rosa.
Sin embargo, William Wallace se limitó
a volver la espalda a la mujer, a ella y a todo el mundo en realidad, y el grupo
se disolvió.
Cuando el sol se ponía, Doc subió por la escalera trasera
de su casa, se sentó en la silla del porche donde se sentaba por las tardes y encendió
su pipa. Cuando William Wallace tendió la red y regresó, Virgil lo esperaba para
dar juntos las buenas noches a Doc.
–Pensándolo bien –comentó Doc cuando
se acercaron–, nunca había dragado mejor el río ni había visto mejor comportamiento
en mis compañeros. Si hiciera falta pescar barbos para mover el peñón de Gibraltar,
creo que este equipo podría moverlo.
–Pero no hemos pescado a Hazel –repuso
Virgil.
–¿Qué dices? –preguntó Doc.
–No escucha –dijo Virgil–. Digo que
no hemos pescado a Hazel.
–¿Quién dice que hubiera que pescar
a Hazel? –preguntó Doc–. No estaba allí. A las chicas no les gusta el agua, recuérdalo.
Las chicas no se marchan y se tiran al río para recuperar al marido.
Tienen otras formas de conseguirlo.
–¿En ningún momento pensaste que
estuviera allí? –preguntó William Wallace –¿nunca?
–Ni una sola vez –respondió Doc.
–Es un listillo –murmuró Virgil poniendo
la mano en el brazo de William–. Como no la encontramos, ahora dice que no la estaba
buscando.
–De todas formas, estoy en deuda
contigo por dejarme la red –dijo William Wallace.
–Puedes volver a pedirla prestada
cuando quieras –afirmó Doc.
Camino de casa Virgil no paraba de decir:
–Cálmate, cálmate, William Wallace.
–Si no fuera tan viejo y tan flacucho,
le habría retorcido el pescuezo –dijo William Wallace–. No tenía por qué haber venido.
–Es un fanfarrón –dijo Virgil–. Cree
que lo sabe todo. Y sólo porque la red es suya. ¿Por qué tiene que ser suya?
–Si no fuera porque soy educado con
los ancianos, lo habría despellejado vivo –dijo William Wallace.
–Supongo que no sabe nada sobre las
mujeres. La suya está sorda como una tapia –recordó Virgil.
–No conoce a Hazel –prosiguió William
Wallace–. Yo soy el único hombre vivo que la conoce, y digo que sería capaz de tirarse
al río. Se tiró porque yo estaba tumbado en una zanja cantando y creyó que era lo
que tenía que hacer. Doc no tiene derecho a decir una palabra sobre el tema.
–Cálmate, cálmate, William Wallace
–repitió Virgil.
–Si hubieras sido tú el que hubiera
hablado así, te habría roto todos los huesos del cuerpo –dijo William Wallace–.
¿A que no te atreves a hablar así? Tú eres de mi edad y tan alto como yo.
–No; yo no voy a hablar así –respondió
Virgil–. ¿Qué he hecho durante todo el tiempo, sino procurar que dragáramos el río
sin problemas? No podrías haber dragado ni medio metro sin mí.
–¿Qué dices? ¿Sin quién? –gritó William
Wallace–. ¡Esto no era cosa tuya! ¡No era tu mujer!
Se abalanzó sobre Virgil y empezaron
a pelearse.
–Deja que me levante –a Virgil le
costaba respirar.
–Di que era mi mujer. Di que era
cosa mía.
–¡Tuya! –Virgil estaba en el suelo
y William Wallace le metía puñados de tierra en la boca.
–Di que era mi red.
–¡Tu red!
–Anda, levántate.
Siguieron adelante, mientras recobraban
el aliento y olían el aroma de la madreselva al anochecer. En lo alto de una colina,
William Wallace miró hacia abajo y al mismo tiempo llegó hasta allí un dulce sonido
de música al aire libre. Un coro cantaba himnos en los jardines de una antigua iglesia
blanca que destellaba en el cruce de caminos, muy abajo. Se quedó mirando a lo lejos
como si lo viera todo con sumo detalle, como si viera a una mujer vestida de blanco
quitar la funda floreada del órgano, colocado en una pequeña pendiente a la sombra,
limpiar el polvo de las teclas y empezar a accionar el fuelle y a tocar… Sonrió
débilmente, como sonreiría a su madre, a Hazel y a las mujeres que había oído cantar
a lo largo de su vida, y entonces una joven se puso en pie para cantar bajo los
árboles las baladas más largas y antiguas.
Virgil le deseó buenas noches, entró
en su casa y la puerta se cerró tras él.
Cuando llegó a la suya, William Wallace
observó con sorpresa que no había llovido. Sin embargo, combado sobre su tejado
había algo que no recordaba haber visto nunca: un arco iris de noche. A la luz de
la luna, que había vuelto a salir, parecía pequeño y hecho de una tela vaporosa,
como un vestido estival de mujer, un velo tenue a través del cual se veían las estrellas.
Subió al porche, entró por la puerta
y, cuando atravesó, agotado, la sala y la cocina, oyó que lo llamaban. Al cabo de
un instante sonrió, como si oír pronunciar su nombre en la casa fuera mejor que
cualquier otra cosa que hubiera podido esperar. La voz salía del dormitorio.
–¿Qué quieres? –preguntó, sin moverse.
Entonces ella abrió la puerta del
dormitorio, que emitió su habitual crujido de protesta, se quedó allí plantada.
No había cambiado un ápice.
–¿Cómo estás? –preguntó él.
–Bastante bien. No demasiado bien
–respondió Hazel con aire misterioso.
–Me he hecho un corte en el pie
–dijo William Wallace, mientras se quitaba el zapato para que ella viera la sangre.
–¿Cómo demonios te lo has hecho?
–exclamó ella retrocediendo un paso.
–Dragando el río. Pero ya no me duele.
–Deberías tener más cuidado –dijo
ella–. La cena está lista. No sabía si volverías a casa o harías lo mismo que anoche.
Ve a ponerte presentable –añadió, y se fue corriendo.
Después de cenar se quedaron sentados
un rato en los escalones de la parte delantera de la casa.
–¿Dónde estabas esta mañana cuando
volví a casa? –preguntó William Wallace cuando se disponían a entrar.
–Estaba escondida –dijo ella–. Todavía
estaba escribiendo la carta. Tú la rompiste.
–¿Me viste cuando la leí?
–Sí. Estaba tan cerca que si hubieras
estirado la mano me habrías tocado.
Él se mordió el labio y le dio un
golpecito y una palmada, y a continuación la puso boca abajo sobre sus rodillas
y le propinó un azote en las nalgas.
–¿Volverás a hacerlo? –preguntó.
–¡Le contaré a mi madre lo que me
hiciste!
–¿Volverás a hacerlo?
–¡No! –gritó ella.
–Pues levántate de mis rodillas.
Era como si él la hubiera perseguido
y la hubiera atrapado de nuevo. Ella sonrió, con la cabeza apoyada en su brazo.
Al fin y al cabo, era una persecución como cualquier otra.
–Volveré a hacerlo si estoy lista
–dijo–. La próxima vez será diferente.
Ya estaba lista para entrar. Se levantó
y miró desde el escalón superior al otro lado del jardín, donde se alzaba el cinamomo,
y más allá, en dirección a los campos oscuros donde parpadeaban las luciérnagas.
Él también se puso en pie y se quedó a su lado, con el entrecejo fruncido, tratando
de mirar donde ella miraba. Al cabo de unos minutos ella lo cogió de la mano y lo
condujo a la casa sonriendo como si le sonriera a él.
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