Francisco Tario
Me
hubiera gustado ser asesino, cirquero o soldado, y soy, en cambio, un grotesco muñeco
de trapo: lívido, enclenque, sin ninguna belleza. Tengo dos ojos pasmados e insulsos,
demasiado redondos; dos orejas monstruosas y blandas que me llenan de vergüenza;
una nariz chata, con dos orificios absurdos por donde meterán sus deditos los niños
en cuanto caiga en manos de ellos. Tengo una boca ancha, sin dientes, que se prolonga
hacia abajo en un rictus de amargura; mi cara es deforme, antipática y blanca como
la luna; mis piernecitas y brazos penden del tronco sin ninguna gracia, con sus
dedotes tan pésimamente imitados que a todos producen risa…
Nadie me mira. Nadie me compra.
Desde mi solitario ataúd de cartón veo desfilar por
las aceras rostros de niñas y niños que se trastornan de gozo ante cualquier chuchería:
una aldeana panzona, una pistola de agua, un camello con su botín, un carro de bomberos.
Los veo saltar y chillar con sus piernecitas rosadas y sus vocecitas tan frescas.
Los ojos se les inundan de llanto, retratada en ellos la alegría. Pero no me compran,
no se percatan siquiera de mi presencia; cuando más, detienen en mí sus miradas
perdidas con una expresión titubeante o desconfiada. ¡Yo los entiendo de sobra!
Se preguntan: “¿Y qué es eso tan viejo y tan feo que está al fondo del escaparate?”
Las personas mayores se ríen, se mofan de mí; pero esto no me importa en absoluto.
Las personas mayores son gente mal educada y sin ningún sentimiento.
En cierta ocasión, por ejemplo, descubrí desde mi celda
a un caballero extremadamente elegante que llevaba un niño de la mano. Repasaban
ambos el escaparate en busca, me imagino, de un juguete de primer orden. Miraban,
miraban y no me veían. De pronto, me estremecí. Sobre mis ruinosas carnes de trapo
acababan de posarse los ojos claros del niño. Reflexioné: “¡Si me llevara…! El niño
parece rico y me dará los mejores tratos. Me conducirá asimismo a un soberbio palacio
y me hará dormir en su propia camita: una camita muy tibia, muy suave, junto a una
ventana, con las sábanas de lino y las almohadas de pluma. A él le narrarán por
las noches cuentos encantadores y, yo, fingiendo dormir, podré escucharlos perfectamente.
Jugaré con su gato y su perro, con sus otros juguetes… ¡No me destrozará!”
Tal cosa pensaba yo, cuando el niño levantó su carita
hacia el caballero que lo acompañaba y preguntó algo que no acerté a comprender,
porque hablaba un lenguaje extraño. Entonces el caballero me observó estupefacto
y, señalándome con un dedo, rompió a reír del modo más innoble. Se burlaba ignominiosamente,
despiadadamente, como no debe burlarse nadie de las cosas tristes y feas. Los vi
alejarse por entre los carruajes, y aquella noche no conseguí cerrar los ojos.
–¡Qué miserable he nacido! –me decía
continuamente.
Y miraba en la penumbra hacia los juguetitos más pueriles,
tratando de dar con algo más deplorable que yo. No pude encontrarlo. Aun el soldadito
de plomo es apuesto: tiene su fusil o su espada, sus charreteras, su cinturón de
charol, sus bigotes muy bien simulados. La pelota es esférica, rueda, sube al cielo,
tiene colores muy vivos y un olor muy especial. Las herramientas de carpintero son
útiles y brillan. Los orangutanes tienen su pelo sedoso; los osos, su mirada suplicante;
los pingüinos, sus alas graciosas.
Y yo soy tan torpe, tan áspero. Tengo dispuestos los
miembros de tan maldita forma, que soy incapaz de ejecutar un movimiento agradable
y ligero; un movimiento, pongo por caso, como los que realizan a diario esas bailarinas
aladas, vestidas de tul, que son mis únicas amigas en este bazar abominable.
Y así es evidentemente. Vivo solo, arrumbado, como un
tonto despreciable transportado a un planeta de hombres listos.
Mientras dura el día, me entretengo en la vitrina. La
calle es céntrica, muy concurrida, y por ella desfilan cosas subyugantes, todas
reales: caballos que trotan, perros que ladran y hacen sonar sus uñas, niños que
chupan golosinas, tranvías con pasajeros en sus asientos, policías muy serios… Cada
día pasan cosas distintas y, cuando además hace buen sol, los colores brillan irresistiblemente
hasta herirme la vista. Así me distraigo.
Pero de noche, en cuanto el empleado echa abajo la cortina
de acero y apaga todas las luces, la soledad me envuelve, siento frío, y me entran
unas ganas locas de llorar. Y lloro. Lloro a escondidas, sin ningún aspaviento,
medio muerto de miedo, pues aunque mi dolor es muy profundo, cierta vez que las
bailarinas me sorprendieron en semejante trance ocurrió un hecho verdaderamente
vergonzoso. Me preguntaron ellas, del modo más solícito:
–Bobby, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras?
Y Petrouchka replicó altaneramente, según es su costumbre:
–Llora por feo… ¡por eso llora!
Mas no conforme con eso, hizo venir a todos sus amigotes
para que me formaran corro y me pincharan las nalgas con alfileres. No obstante,
admiro a Petrouchka. Petrouchka es un muñeco caro que no parece muñeco. Es travieso,
inteligente, dicharachero y audaz. Tanto, que afirma ser conocido en el mundo entero:
aun por las personas que van a los teatros y se visten de levita; aun por las personas
que habitan países remotos y hablan lenguas horribles; aun por esas señoronas tan
vanidosas que cruzan la calle abrumadas de pieles, mientras yo me achicharro de
calor en la vitrina…
Hay noches en que Petrouchka se emborracha –temo que
con vodka– y ronda el comercio saltando y bailando. Canta una música extraña que
sin saber por qué me entristece. Alguien grita entonces:
–¡Calla, Petrouchka!
Y él canta y canta.
–¡Calla, Petrouchka, te digo!
Pero él no se somete a nadie. ¿Será un revolucionario?
Una vez, me arriesgué y le dije:
–¿Qué es eso que cantas, Petrouchka?
Y él, dando una patada en el suelo, replicó al punto
con su voz ronca y tonante:
–¡Canto mi música!
–¿Y cuál es tu música? –indagué, asombrado.
Soltó una carcajada tan espantosa que hizo temblar los
cristales. Luego, dando palmadas, se puso a chillar, hecho un loco:
–¡Pinocho! ¡Pinocho! ¡Pinocho!
Acudió el bufón del bazar, que ha viajado mucho. Petrouchka
le dijo:
–Anda, dile a este tonto qué es lo que canto.
Y Pinocho, con sus narizotas rojas, me tocó en el codo
con el mayor misterio.
–¡Mi pobre Bobby! Canta… pues canta lo que compuso para
él el señor Stravinsky.
Dicho esto, el aludido empezó a correr de un lado para
otro, dando increíbles piruetas y escupiendo las paredes. Cuando se detenía gritaba,
exhalando vahos de nicotina y cerveza:
–¿Has oído? ¡El señor Stravinsky! ¡El señor Stravinsky!
Pero ¿qué sabes tú de eso, indecente pelele? ¿Has ido acaso alguna vez a la ópera?
Todos se rieron de mí, y los que estaban en sueños despertaron.
Me retiré, pues, a dormir compungidamente, pensando qué agradable hubiera sido tener
una mamá muy buena que en vez de reprenderme o mofarse me consolara diciéndome:
–¡Infeliz Bobby, no llores! ¡Algún día el señor Stravinsky
compondrá para ti algo muy importante!
Y yo replicaría entonces, entre riendo y llorando:
–Sí, para que se burlen de mí los hombres…
Es de noche y rondo por el local. Todo está en silencio.
Oigo, apenas, la lluvia que cae afuera y el ronquido de los muñecos niños. Nunca
he visto la calle a semejantes horas, pero debe ser tan pavorosa que no sé cómo
haya quien se arriesgue a transitar por ella… Avanzo en puntas, sigilosamente, procurando
no hacer ruido. Unos muñecos duermen en paz, reclinadas sus cabecitas en los estuches
nuevos, con sus ojitos azules cerrados y las manos sobre el pecho. Puesto que son
bellos y caros, sus sueños deben ser exquisitos: lo adivino en la actitud de sus
miembros, en las sonrisas de sus bocas.
Extasiado me acerco y descubro sus corazoncitos latiendo,
latiendo. Quisiera despertarlos e informarme:
–Dime, ¿qué sueñas?
Otros –los más apuestos– frecuentan rincones obscuros
y blandos, acompañados de dulces amiguitas a quienes cortejan, abrazan o narran
misteriosas leyendas. Sus compañeras sonríen, agitan sus cuerpecitos y al fin ceden.
Y ellos les posan los labios sobre las mejillas de ellas, oprimen sus cinturitas
tan puras, les ordenan artísticamente las trenzas, les deshacen las arrugas del
vestido, las arrullan entre sus brazos.
Hay un muñeco poeta al que se disputan aquí las mujeres.
Es un personaje rubio, con las pupilas de lapislázuli y las manos de terciopelo.
Ellas lo asedian, lo miman, le bailan.
Y él sonríe fascinado, gentil, con una sonrisa tan amplia
que a mí no me cabría en el rostro a menos que me mordiera una oreja.
–Poeta amigo –le susurran–. Dinos algo.
El poeta, entonces, con su voz ágil, apasionadamente,
desgrana una de esas poesías románticas que yo quisiera estar escuchando siempre.
Pero he aquí que ahí viene. ¿Me escondo? ¿Huyo? Inútil,
me ha visto. Mas, ¿por qué tiemblan mis manos? ¿Por qué me zumban las sienes? ¡Ah!
Viene con Mariuca, la bailarina blanca, la bailarina alada, la más divina de las
bailarinas del mundo. ¡Cómo amo a Mariuca! La amo perdidamente, delirantemente,
insensatamente, con todo mi corazón de trapo, con mi pobre alma de muñeco. Pero
ella es tan dulce que lo sabe y no se burla; ni siquiera se lo ha confiado a nadie.
¡Mariuca! ¡Mariuca!
Durante las noches, cuando todos duermen y la melancolía
me invade, ella se desliza hasta mi aposento y me sacude por los hombros.
–Bobby tonto, ¿qué tienes?
Siempre, siempre me dice lo mismo.
Yo pienso que soy feo, que estoy solo y que soy ya un
hombre. Me turbo, no hallo qué contestar. Al punto Mariuca se inclina, apoya sus
manos en las mías y me besa. Pero no me besa en la boca, sino en la frente. Me besa,
no como muñeca tentadora y joven, sino como muñeca fea y piadosa. Y se va. Y yo
comprendo por qué se marcha.
Ahí viene: coqueta, perfumada, linda. Viene con el poeta
del brazo. Él la mira emocionadamente y, a intervalos, hunde sus dedos finos entre
los bucles de ella. ¿Qué le estará proponiendo? ¡Cuan bellos deben sonar sus madrigales!
Se me acercan. Me detengo, sin saber qué dirección tomar.
Vacilo. Acto seguido, Mariuca me tiende la mano y el poeta repara en mí con lástima.
Ella prorrumpe:
–¡Venimos de la iglesia! –y me muestra un azahar.
Creo que voy a desmayarme.
–¿Te has casado, Mariuca?
–¡Me he casado, Bobby! ¿No te alegra?
Muevo afirmativamente la cabeza, apretando los labios.
–¿No te alegra? –repite.
–Sí me alegra –respondo.
–¡Invitémosle a la fiesta! –sugiere el novio, con un
dejo de amargura.
Mariuca consiente, y ambos se miran largo tiempo a los
ojos, igual que si no hubiera nadie frente a ellos.
Pronto, se organiza el sarao. Los novios, dando palmadas,
despiertan a todo el mundo. Algunos muñecos, amodorrados, acuden a regañadientes,
mas pronto se entusiasman y comienzan a dar saltos mortales alocadamente. Otros
chillan, sacudiendo campanillas y violines; suenan trompetas y risas; coplas; se
encienden los farolillos chinos; se despeja el local, apartando a los juguetes de
poca monta. Los músicos se instalan sobre un mueble muy alto… Alguien golpea el
tambor… Estallan cohetes de colores…
Fuera, cae triste la lluvia: chip, chip, chip… Ruedan
trenes, bicicletas, cochecitos… ¡Es una baraúnda indescriptible que está a punto
de enloquecerme!
Comienza, por fin, el baile y cada cual toma a su pareja.
Suena un vals. Otro. Otro. Una especie de polka. Y yo miro evolucionar a las muñecas
con sus falditas transparentes y cortas, con sus piernecitas rollizas, con sus pechos
como melocotones. Bailan, bailan regocijadamente, arrebatadamente, como muñecas
que son, suspendidas de los hombros de los muñecos, haciendo alardes de precisión
y gracia.
En esto distingo una voz a mi lado que me hiela la sangre
de espanto. Es Mariuca invitándome.
–¿No bailas?
Tengo lágrimas en los ojos.
Replico:
–¿Contigo?
–¡Conmigo, claro!
Me toma violentamente y pierdo casi el sentido. Mis
pies, cada vez más torpes por la vergüenza, se enredan en las piernas de ella, la
rasguñan. Estoy a punto de caer. Oigo la música remota, demasiado confusa, cual
si sonara en el pico de una montaña y yo me hallara en el fondo de un precipicio.
Musito:
–Si no sé bailar, Mariuca…
Mas ella está tan alegre que no presta atención a lo
que digo. Gira, gira, inventando nuevas cabriolas. Y los espectadores ríen a mandíbula
batiente, se desternillan; se azotan unos contra otros, exagerando su júbilo; me
lanzan bromas impías; se mofan de mis ojos redondos, de mi vientre polvoso, de mis
pantorrillas torcidas, de mis orejas. Algunos me arrojan canicas, con la esperanza
de verme caer; pero yo me sostengo no sé de qué modo, y también giro, grotesco,
humillado, hecho un andrajo, con los ojos repletos de llanto y el corazón partido
por la mitad.
Cuando concluye la danza, todo el mundo rodea a la novia,
agasajándola, y yo me escabullo secretamente hacia la soledad bienhechora, adonde
no haya ruido ni luces.
Allí me siento y lloro. Lloro a gusto, fatalmente olvidado.
Lloro por Mariuca que ya tiene marido; lloro por esa música tan triste que están
tocando; lloro por los niños pobres que no tienen juguetes. Lloro, y cuando no me
restan ya más lágrimas, me duermo. Y tengo un sueño prodigioso; tan prodigioso como
creo que no exista otro en el mundo.
Sueño que amanece, que el sol brilla ardientemente,
que los pajaritos cantan, que se entreabren las flores… y que me escapo. Que huyo
por calles desconocidas y tenebrosas en las cuales no hay tranvías, ni perros de
carne, ni señoronas con pieles, ni caballeros con niños de la mano… Que me interno
en un portalón muy viejo, enlodado por la lluvia de la noche, y que trepo por una
escalera muy empinada, parecida a las de los carros de bomberos. Casi estoy a punto
de caer muerto de fatiga y miedo, cuando percibo una voz lastimosa que me pregunta:
–¿Eres nuevo en esta casa?
Es un niño pobre que juega con dos canicas de barro.
Está sucio, casi desnudo, y se echa de ver que no se limpia nunca las narices. Pero
sus ojos brillan animadamente, cual si en su interior latiera un alma distinta a
la de las demás personas. Enmudezco, me hago su amigo. Y jugamos juntos: yo con
una canica y él con otra. Tan pronto nos aburrimos, me dice:
–Ven. Te invito a mi casa.
Lo acompaño alegremente, siguiendo un corredor de madera
que conduce a un cuartucho demasiado obscuro, entre cuyas sombras un hombre limpia
su organillo.
–¡Es mi papá! –exclama mi amigo, muy orgulloso.
–¿Y tu mamá? –le pregunto en voz baja.
–¡Oh, no tengo! –prorrumpe–. ¿Es que todos los niños
han de tener mamá?
Casi simultáneamente el hombre del organillo repara
en nosotros, saliendo al encuentro de su hijo.
–¡Hijo! –le grita abrazándolo, para después levantarlo
en peso.
Y le acaricia, y le besa. Cosas que yo no había visto
antes entre los hombres. El niño pobre suplica:
–Es Bobby, mi amigo. No tiene casa, papá, mamá… ¡no
tiene nada! ¿Quieres que viva conmigo?
El músico me toma asimismo en sus brazos y me levanta
hasta la altura de la lámpara. Pero asustado tal vez de mi fealdad, duda. Vuelve
a depositarme en el suelo. Sin embargo, escucho a poco de sus labios lo que jamás
soñé que me dijera nadie:
–¡Es un niño hermoso ciertamente!
Y despierto con un grito de júbilo en el fondo de aquella
vitrina maldita.
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