Adolfo Bioy Casares
Thaes afereode, thisses swa maeg.
DEOR
I
Una muchacha alada, con una estatuita de la Victoria en la mano, o con un
ramillete de flores, o con una flor de loto, o con una granada entreabierta y casi
madura; un ancla, el arco iris, el color verde, son antiguas alegorías de la esperanza;
pero a mí me parece que nada la representa mejor que un joven poeta. No pienso en
Chatterton, que resplandece y cae como un ángel quemado, ni en Novalis, ni en Keats,
ni en Shelley, ni en Espronceda, destinos en los que siempre palpitará la juventud,
la muerte y la poesía; pienso en todos los jóvenes, gloriosamente oscuros, que trémulos
y reverentes componen versos; como la esperanza, ellos no requieren para el fervor
la confirmación del resultado y, también como la esperanza, muchas veces no cumplen
lo que prometen.
Entre los jóvenes poetas argentinos de la primera mitad
del siglo anterior, encuentro que Francisco Almeyra encarna mejor que nadie ese
patético símbolo. Dejaré a los historiadores de la literatura la piadosa tarea de
comentar sus poemas, sus fragmentarias traducciones de Virgilio y su tragedia de
intención clásica; me limitaré a recordar lo que podría designarse como el periodo
climatérico de su vida. Este relato comienza, pues, en la ciudad de Montevideo,
en una mañana de primavera de 1839.
Pero antes de iniciarlo habrá que referir algunas circunstancias
biográficas. A los hechos de sus mayores debió Almeyra la peligrosa distinción de
ser públicamente señalado como unitario; a los hechos de sus mayores o a las persecuciones
que éstos padecieron; de modo que emigró por razón de familia, más que por actuación
propia. Su fuga a la otra banda (el tradicional cruce del río, ese momento romántico
de la carrera de honores de los porteños) ocurrió en 1834. En Montevideo lo recibieron
unas tías suyas, de la rama oriental de los Almeyra, que está emparentada con los
Rasedo. Vivían las señoras en una casa de la calle de San Miguel (hoy Piedras),
que tal vez exista aún: baja, de tres patios; el último, famoso por los rosales
blancos que el poeta expoliaba para sus ofrendas de las tardes a la menor de las
señoritas Medina, la Lelia de las Odas. La llegada del joven sobrino había conmovido
a esa casa de mujeres. Desaparecieron las fundas, que se demoraban de verano a verano,
y en la sala, rodeando el lujo de damascos amarillos, de nuevo resplandeció oscuramente
la caoba de los muebles importados de Hamburgo. De secretos yacimientos casi olvidados,
afloraron bandejas de plata, porcelanas francesas, manteles con puntilla y viejos
licores: tesoros acumulados a lo largo de los años por una antigua familia, que
si bien no era rica, siempre había vivido con frugal desahogo. Diríase que hubo
más flores en los floreros y que las señoritas parecieron menos pálidas, casi jóvenes.
La vida alcanzó a los fondos de la casa y la cocina prodigó manjares con intenciones
de celebrar algún “precioso verso dedicado al 25 de mayo, que apareció en el Álbum
del Nacional”, de sorprenderlo (con un arroz con leche “preparado por mis propias
manos”, según proclamaría una de las señoritas), o, meramente, de alimentarlo y
de mimarlo.
Cuando él dijo que buscaría trabajo para pagar su parte
de los gastos de la casa, las señoritas fingieron que hablaba en broma; era evidente
que jamás le admitirían retribución alguna; pero Almeyra probó que hablaba en serio:
encontró trabajo, poco trabajo y poco sueldo: el primero, como convenía a un hombre
dado al ocio, a la versificación y a la tertulia de amigos; el segundo, suficiente
para no tener que recibir dinero de sus protectoras y poder obsequiarlas, de vez
en cuando con algún regalo. Llevaba, pues, los libros a los señores Casamayou, unos
franceses de Navarrenx, establecidos con negocio de ferretería en la calle de Santiago,
a corta distancia de las orillas del Plata. Todas las semanas, el joven poeta pasaba
por la ferretería, recogía los comprobantes de las ventas y de los gastos y en su
casa llevaba la contabilidad con un retardo que raramente excedía los dos meses.
Almeyra era delgado, de estructura delicada y de estatura
mediana; tenía los cabellos castaños, muy finos; la frente despejada, los ojos oscuros,
la nariz recta y una boca en que ambiguamente se discernía dureza o resolución.
Las amplias y elegantes solapas de la levita ocultaban alguna estrechez de hombros.
En cuanto a sus manos, una señora, en cierto famoso epistolario publicado en estos
últimos años, las recordaba como “el hermoso y apropiado símbolo de la depurada
sensibilidad, de su noble inteligencia y de su generoso corazón”.
Aquella mañana una de las morenitas le dejó sobre la
cama la bandeja del desayuno y abrió los postigos, para que el día entrara en el
cuarto. Almeyra miró los majestuosos libros Diario y Mayor, vaciló brevemente y,
como era habitual, los postergó; tomó de la mesa de luz unas desordenadas cuartillas
y dos ejemplares de la Eneida: uno, con el original latino, y otro, de encuadernación
más fatigada, con la nueva versión francesa de Hyacinthe Gastón. Buscó en ambos
volúmenes ciertos versos del libro segundo y, mientras mateaba, tradujo:
Entonces vi las caras pavorosas
De los contrarios dioses…
Se preguntó si cuando publicara la traducción de la
Eneida –la había emprendido para continuar, con intrepidez y con veneración,
la tarea iniciada por el llorado Juan Cruz Varela, para empuñar la antorcha donde
su amigo y su maestro la había dejado– estaría satisfecho de la labor y podría desear
que lo juzgaran por ella. Reflexionó: De todos modos, a los escritores nos juzgan
anacrónicamente. Él siempre quedaría como el autor del Yugurta. ¿Cuándo lo había
compuesto? ¿Cuándo lo había concebido? Hacía tanto tiempo, que ya era otro. Él creía
en su vocación de poeta por lo que iba a escribir, no por lo que llevaba escrito.
La única obra es la futura, pensó; todo lo demás son equivocaciones de las que nos
enmendaremos.
Volvió su atención a los versos que estaba traduciendo.
El epíteto contrarios le agradaba; hubiera querido aplicar la palabra magna,
del original, a las caras; daban miedo esas enormes caras; las imaginaba de bronce,
o mejor aún, de yeso; pero magna debía aplicarse a los dioses y, por otra parte,
al conjunto de esas enormes caras; inevitablemente los lectores hubieran recordado
a una hermosa amiga de todos ellos.
Sacrificando contrarios, continuó:
Entonces vi las caras pavorosas
De los mayores dioses enemigos,
Entonces vi entre llamas ominosas
Hundirse a toda Ilión. Fuimos testigos
De la muerte de Troya. Como un roble…
Si tenía suerte, por fin rescataría una mañana para
las musas. Si tenía mucha suerte, y la voluntad no desfallecía, traduciría veinte
versos y luego pensaría en su tragedia. Todas las mañanas ocurría lo mismo: diríase
que despertaba para la creación poética, pero muy pronto las circunstancias cotidianas
consumían el alado impulso. Resueltamente se levantó de la cama, procedió a enérgicas
abluciones y, aprovechando lo que quedaba del agua que le llevaron para el mate,
empezó a afeitarse.
Tras un portazo, con un relumbrón azul de la capa de
paño bearnés, y bermejo de la barba ancha y redonda, irrumpió en el cuarto Joaquín
Videla, cuya amistad con Almeyra se había iniciado en las aulas del colegio de San
Carlos y se había afirmado en las ansiedades de la emigración. La gente decía que
Videla parecía inglés. No el espigado inglés que primero imaginamos; otro, no menos
típico: bajo, robusto, enérgico, un caballero rural, nutrido de carne, o acaso un
marino, como sugería el óvalo espeso de la barba. Almeyra, que propendía a creer
que todas las virtudes procedían de la lectura y de la ejercitación del intelecto,
se maravillaba a veces de que su amigo, ante los acontecimientos políticos, reaccionara
siempre acertadamente, se maravillaba de encontrar siempre en la buena causa a una
persona para quien los libros eran apenas reales: un incómodo recuerdo de colegio
o el lánguido entretenimiento de un raro día de enfermedad. En cuanto a la amistad
que los unía, ninguno de los dos, a pesar de ser tan distintos, la cuestionaba:
era un criatura espontánea y natural, que pedía muy poco para vivir.
Videla anunció:
–Traigo una gran novedad.
–¿Una gran novedad? –interrogó Almeyra.
–Una gran novedad –repitió Videla–. La revolución del
Sur ha estallado.
–Todos los días ha estallado –comentó melancólicamente
Almeyra–. Todos los días hay una gran novedad.
–Tú siempre miras las cosas por el prisma de tu descreimiento
–protestó el amigo–. La novedad de hoy es verdadera.
Almeyra afirmó:
–Todos los días es verdadera, pero nunca pasa nada.
El país entero lleva luto por doña Encarnación y Rosas está más fuerte que nunca.
–Ahora está pasando algo. Ese joven Bello vino de Buenos
Aires. Godoy, en persona, lo vio en la botica de Cantilo.
Almeyra pensó que él no creía en la novedad que su amigo
le comunicaba. ¿Por qué no creía? Por prudencia, por pusilanimidad tal vez, por
temor de recaer en ese juego de ilusionarse y desilusionarse que era la angustiosa
ocupación en que todos ellos vivían; y por fatalismo, o por superstición, y también
por imaginar que mañana sería igual que ayer: suposición que la experiencia de toda
la historia refutaba.
Videla dio pormenores:
–Granada se plegó por fin al movimiento y sin ser sentido
avanza con los indios desde Tapalqué.
Ahora, por cortesía, para no parecer obstinado, Almeyra
simulaba creer. ¿Costaba mucho pasar de la simulación al sentimiento? Almeyra comprendió
que ya estaba interesado en las noticias: eran como un fuego en que se templaba
el alma. Costaba menos creer que resistirse. Pensó que cada conversación era un
mundo aparte, con sus leyes propias: en este caso la ley era creer que el Sur se
había levantado contra el tirano. Mientras la conversación durara, él creería en
el derrumbe de Rosas, condescendería a vagos planes para esa vislumbrada aurora
de la libertad en Buenos Aires y aun imaginaría circunstancias de su propio regreso.
Cuando Videla hubiera partido, recuperaría la razonable incredulidad.
–¿Qué me dices –preguntó con cierto calor– si la semana
que viene tú y yo andamos bala a bala con los rosines?
Poco tiempo después Videla se fue. Mirando las domésticas
paredes de su cuarto, con el cuadro anónimo del copioso árbol a cuya sombra descansaba,
echada, una vaca de color café con leche, el estante de los libros, la cama de bronce,
el desvencijado sillón, Almeyra se preguntó si él estaría a punto de cruzar el río
y de guerrear a cielo abierto por los campos del Sur.
Trató de continuar con la Eneida, pero muy pronto
advirtió cuánto se había apartado de las tareas literarias en esa media hora. La
luz de afuera, que trajo su amigo con las noticias de la revolución, le había empañado
el ánimo. Almeyra dejó las cuartillas y salió a caminar.
Durante el almuerzo oyó a sus tías comentar apasionadamente
los últimos acontecimientos políticos y militares: fuera de las tertulias literarias,
no se hablaba de otra cosa en aquella época infausta y, por fortuna para mí y para
ti, querido lector, pretérita. Cuando servía el caldo, la tía Esmeralda anunció
que los anarquistas habían atacado en el Cerrito; al promediar el charque, ese ataque
había sido rechazado y todas discutían la modalidad del general Rivera, reputada
imprudente por la tía Áurea, de aproximarse con una breve escolta y fiado en la
rapidez incomparable de su caballo, hasta los vivacs de las tropas entrerrianas;
hacia la carbonada había triunfado la revolución en Corrientes: después del arrope,
una invasión de farrapos en territorio oriental era de temer y, sobre el dulce de
boniato, Almeyra melancólicamente reflexionó que la falta de cualquier mención de
un levantamiento en Buenos Aires no configuraba un signo de buen augurio. Si algo
sucedía en la otra banda, Montevideo no tardaba en saberlo. Todo se sabía demasiado.
Por ejemplo, alguien sostuvo (lo que sin duda es falso) que el descubrimiento de
la conspiración del joven Maza ocurrió mucho antes en las sobremesas de Montevideo
que en su real escenario. Almeyra luchó contra la tentación de referir las noticias
de Videla. Una abundante experiencia supersticiosa lo persuadía de que referirlas
traería mala suerte. La tentación venció. Almeyra dio las noticias y en el acto
agregó que las creía apócrifas.
Un poco más tarde el poeta se dirigía por la calle de
Santiago, hacia la ferretería de Casamayou. Al pasar por el consulado francés recordó
el brumoso día de julio en que vio partir al general Lavalle, con la divisa azul
y blanca en el sombrero y el lema, bordado en oro, Libertad, o muerte. Almeyra
recordaba al general en el escalón de esa puerta, como en el estrado de la gloria,
y el eco de una dicha espléndida y de una indignación y de una esperanza y de una
congoja se alternaba en su ánimo. Qué nítidamente cierto parecía el triunfo que
ahora se desangraba en las distancias del Entre Ríos. Lo declara la oda cuarta:
el ínclito laurel se deshojó en victorias.
En cuanto a la indignación, era contra un médico de
la Comisión Argentina que lo había rechazado como inepto para el servicio de la
guerra. En vano explicó Almeyra que ese catarro pasaría con el invierno. El hombre
lo creyó tísico y Almeyra quedó excluido de la legión.
Según era habitual, en la ferretería lo recibió don
Pedro. Los Casamayou de la famosa firma eran dos: don Pablo, el mayor, que aparentaba
ser mucho mayor que su hermano, pero que le llevaba solamente un año, y don Pedro.
Físicamente los hermanos eran parecidos y distintos. Es probable que si hubieran
quedado mascarillas de ambos señores, serían casi idénticas; pero aquí termina la
similitud. Don Pablo era pálido; don Pedro, rojo; la piel de don Pablo era cerosa;
la de don Pedro era seca y reticular, como atravesada por un delta complejísimo
de pequeñas venas; don Pablo parecía demacrado y cadavérico; don Pedro, era emprendedor,
afable, fácil y enérgico; don Pablo, según las pocas personas que lo trataron con
familiaridad, no era tonto, sino, simplemente, raro. Don Pedro bebía mucho; don
Pablo no había bebido en toda su vida una copa de vino, pero el azar lo eligió,
entre ellos dos, para que fuera el hijo de alcoholista. Don Pablo murió soltero,
don Pedro se casó con una jovencita tucumana, hermosa, de ojos grandes y muy ovalados,
de brazos mórbidos, ligeramente obesa, que vivía en los fondos del caserón, ataviada
con lujo y comiendo golosinas. Del matrimonio nació un hijo, don Pluvio, que murió
en Francia, en un hospital, en un hospicio, a los catorce años.
A una sola visita atendía la señora: a nuestro joven
poeta. Nunca dejó de agasajarlo con mates, que ella misma llevaba al escritorio,
en una bandejita de plata; se ruborizaba toda para interrogarlo sobre la salud y
la familia y recaía, inmediatamente, en su habitual silencio. Esa tarde, en un diminuto
y revuelto escritorio, mientras la señora le cebaba mates con azúcar quemada y cáscaras
de naranja, Almeyra escuchaba los planes de reforma que puntualizaba don Pedro.
–Estas paredes vuelan –afirmaba el patrón, indicando,
con ademanes circulares, los tabiques de madera blanqueada, del escritorio–. El
gran resorte para el trabajo es la amplitud.
Almeyra lo escuchaba con distracción apenas velada.
Por cierto que su trabajo en la ferretería le interesaba poco. Sin embargo, la reflexión
de que no asistiría acaso al cumplimiento de esos planes (del todo indiferentes
para él), de que esa costumbre de pasar una vez por semana por la ferretería de
Casamayou acaso debería interrumpirse para siempre, como, por lo demás, toda su
vida en Montevideo, un poco provisoria, un poco irresponsable y (contemplada desde
el recuerdo) sin duda muy dulce, lo angustió con anticipada nostalgia. Tal vez con
mayor nostalgia (consideró escandalizado) que la interrupción de aquella otra costumbre,
también dulce, de tocar el piano y de platicar, por las tardes, con la más joven
de las señoritas de Medina. “Pero no debo abrigar ilusiones”, pensó. “Las noticias
de la rebelión son falsas. Yo no dejaré esta vida. Yo no iré a la guerra en Buenos
Aires”.
De la ferretería volvió a su casa. En lugar de asentar
las boletas en los libros, como se lo había propuesto, y evitar así la acumulación
de trabajo, arrojó sobre un sillón el rollo de papeles y se fue en seguida a la
redacción de El Nacional, a comentar las noticias.
Cuando llegó, los amigos hablaban de Voltaire, de Diderot,
de Destutt de Tracy, los tres faros que iluminarían para siempre el pensamiento
liberal, según la fórmula afortunada y profética de ese agauchado señor Coria. Muy
pronto Almeyra se encontró hablando de su tragedia tebana (con un joven oriental,
cuyo nombre desconocía) y luego intervino en la perpetuamente renovada polémica
de clásicos y románticos. Alguien, tal vez Rivas (no estoy seguro, no quiero calumniarlo),
inculpó a los partidarios de los clásicos de abrazar tradiciones y temas extranjeros.
Almeyra pensó que ese énfasis de encono puesto en la palabra “extranjeros” traslucía
una de las pasiones que siempre flamean del lado de los déspotas. ¿Por qué nadie
lo advertía? En literatura todos patrocinamos ideas que en política engendran horrores;
aquéllas, justamente, que se llaman ideas poéticas.
Conversando con Almeyra, el joven oriental refirió que
había leído en un libro de historia, de más de trescientas páginas, que París había
sido arrasado por incendios en diversas oportunidades. El oriental observó:
–Una situación conmovedora para contar sería la de un
parisino que muriera allá por los añares del 54, de la era cristiana después del
incendio, llorando la destrucción definitiva de su ciudad.
Almeyra tuvo la impresión de que le sugerían que trasladara
a París la tragedia tebana. Se molestó apenas lo necesario para escuchar confusamente
lo que le decían. La discusión volvió a los clásicos y a los románticos y luego
encaró los problemas del drama histórico.
–Cuando aparece mezclado entre personajes oscuros alguno
conocido –Almeyra explicó a Florencio Varela– el espectador o lector se pregunta
si lo que se dice en el drama lo dijo en la vida y cómo lo averiguó el autor.
Varela casi no lo escuchaba, porque trataba de seguir
un diálogo entre Mitre y un señor con los bigotes de Vercingétorix o de algún jefe
galo no menos valeroso.
–Encuentro que aceptar la cooperación de los franceses
–argumentaba el señor, que era un conocido unitario de la primera emigración– es
todo un arriesgado yerro.
Almeyra sintió, según la expresión vulgar, que la sangre
le hervía en las venas. ¡Con cuántos amigos, a veces de los más queridos y de los
más admirados, había debatido acaloradamente este asunto de la ayuda francesa! Para
él no había más cuestión que voltear a Rosas. (Sean indulgentes mis lectores; recuerden
que Almeyra murió en plena juventud).
Un coronel, cuya valiente espada resplandece a lo largo
de más de cuarenta años de la historia de nuestras dos repúblicas del Plata, y a
quien no he de nombrar, porque aún hoy sus opiniones podrían comprometerlo, habló
con un tono reposado, que atrajo la atención de todos.
–Empiezo por reconocer que abundan las razones políticas
y morales –dijo como sopesando los términos, con voz de bajo– para condenar esa
ayuda.
Aquí la atónica exasperación de nuestro poeta, que siempre
había admirado al coronel, estalló en la susurrada pregunta:
–¿Tienen lepra los franceses?
Tan apagada fue la voz que pronunció estas palabras,
que nadie las oyó. Almeyra tuvo la vaga y extraña impresión de ya haber vivido la
escena. Ahora la recordaba con claridad. Había ocurrido en el colegio, más de una
vez, cuando él, entre audaz y atemorizado, se había permitido alguna irreverente
acotación a lo que decía el profesor. Turbado por esa puerilidad flagrante, perdió
parte de los argumentos del coronel. Éste, por no sé qué evolución retórica, había
llegado a la siguiente conclusión:
–Ante los males que día a día el tirano y sus seides
infligen a los argentinos (inmensa hecatombe de dolor que siempre crece) no es humano
rechazar el apoyo de una nación extranjera, a lo que todo el país opondrá su pecho,
caso de que se pretendiera avasallar nuestra libertad.
Un arrebato patriótico, un ímpetu de ir a pelear ahí
mismo al tirano, dominó a Almeyra.
Alguien comentó:
–Piensen lo que es el fondo de la vida: las enfermedades,
la muerte. Y todavía que haya un señor, cualesquiera que sean sus designios, que
nos depare cárceles, miseria, dolores y la Refalosa.
–Me pregunto si nosotros –dijo Almeyra– o si alguno
de nosotros por lo menos, no estamos más interesados en Voltaire, en Diderot, en
Destutt de Tracy, que en derrocar a Rosas. Si no estamos más interesados en la filosofía
y en la literatura de Francia que en la política argentina –después de un silencio,
grandilocuentemente agregó–: Sin embargo, todos los días hay un degollado.
–Nosotros luchamos para salvar la civilización –le replicó
ese coronel que había peleado en tantas batallas–. Rosas, en pleno siglo XIX, es
un paso atrás, un accidente. Entregarse del todo a la obsesión de combatirlo es
contribuir a su pasajero triunfo; mantener íntegro el interés en lo bello, en lo
armónico, en lo razonable, es contribuir a derrotarlo. Usted hace muy bien, mi amigo,
en pensar en Diderot y en todas esas lumbreras. El sentido de la civilización consiste
primordialmente en garantizarnos plena libertad para la vida y aun para los entretenimientos
más triviales: a mí para chinear los domingos; a otros para pensar en lumbreras.
La autoridad y la fogosa oratoria del coronel acallaron
a Almeyra, no a su conciencia. Nuestro joven poeta se preguntó cuál era su contribución
a la derrota de Rosas. Recapacitando enumeró: “Escribir un rato por la mañana, sin
violentar mi indolencia; conversar con los amigos del Nacional, complaciéndome
en oír mi propia voz y en repetir argumentos que ya conozco; platicar tonterías,
al fin de la tarde, con la niña Medina, reconociendo que progreso firmemente, ya
que ella hoy no se apresuró a retirar su mano cuando se la tomé entre las mías.
¿Este es el resultado de la civilización, el precioso fruto de tantos siglos de
historia, que debemos preservar del embate de los vándalos?”
La conversación continuó con discusiones sobre libros,
que inflamaban el alma, porque la de todos ellos estaba exenta de intereses personales,
y con discusiones políticas, que también inflamaban el alma, porque los unían en
una misma y noble tristeza y en una esperanza común de bien para la patria.
De pronto hubo un estrépito en el patio, se abrió de
par en par la puerta y entraron precipitadamente el doctor Julián Santana y ese
joven Bello. Se produjo en el salón un silencio de expectativa como si todos adivinaran
la índole trascendental de la comunicación que iban a oír y lo solemne del momento
que vivían. Vestido de negro, muy delgado, muy alto, muy pálido, Santana se adelantó
unos pasos y levantando las manos exclamó:
–Los libres se rebelaron. En Dolores han pisoteado la
efigie del monstruo.
Los gritos de júbilo atronaron la sala. Santana continuó:
–Aprovechando el viento favorable, dentro de una hora
sale para las costas del Salado la chalupa Flora. Que me sigan los que deseen
reunirse al ejército de Castelli y de Crámer.
En el numeroso grupo que lo siguió estaba Almeyra. Éste
no se acordó de sus tías, ni de la niña que lo esperaba esa tarde; en cambio, con
ansiosa preocupación, pensó en uno o dos compromisos, del todo insignificantes,
que dejaría sin cumplir. Dando vivas a la patria y cantando llegaron al puerto.
Durante los minutos que debieron esperar para embarcarse, Almeyra tuvo la impresión
de que todo era irreal, de que estaba soñando.
Luego, desde la borda de la chalupa Flora, miró
por última vez a Montevideo. Con el corazón oprimido de nostalgia y de gratitud
pensó en las señoras que lo asilaron y en la Eneida incompleta y en la tragedia
de Tebas y en la niña con quien gravemente jugaba a los novios y en los amigos y
en la tierra que dejaba, tan hospitalaria y tan libre. Alguien le interrumpió este
íntimo adiós a la querida República Oriental diciendo:
–Era absurdo que esa monstruosa tiranía de Rosas durara
tanto. Piense que estamos casi en el 40.
II
Durante el viaje no ocurrieron incidentes notables. En una carta dirigida
al coronel Sosa, el señor I. E. Richards, cargador de la Flora, afirma que
“el ánimo de los voluntarios es muy alto y para contrarrestar el tedio inherente
a la navegación pescan”.
Para desembarcar eligieron un punto situado entre las
bocas de los ríos Samborombón y Salado. Cuando fondearon despuntaba el día. Un destacamento
que bajó en un bote no descubrió en el alto fachinal de la costa fuerza alguna,
ni amiga ni contraria. A eso de las siete de la mañana, el primer grupo de voluntarios
desembarcó. Entre ellos iba Almeyra.
Éste pensó que si hubiera llegado a la región del Pergamino,
donde estaba la Verde, la antigua estancia de su familia, él hubiera reconocido
cada lugar; hubiera identificado, según el caso, la esquina de Constancio, la tapera
del zapatero, la estancia de Montoya, los cuatro álamos (que de lejos parecían dos)
de Zudeida… En cambio, en estos parajes donde nunca había estado (y, precisamente,
por no poder identificar ninguna circunstancia topográfica), reconocía la patria.
La oía gritar, salvaje, con los pájaros que sobrevolaban la laguna y la veía extenderse,
infinita, en la trémula inmensidad del pajonal. Una manada de yeguas, de largas
crines, de largas colas, con las orejas levantadas, en un remolino de curiosidad
se aproximó a ellos. De pronto, una se volvió, todas se volvieron, y tímidas y alegres
y pictóricas, pateando, relinchando, se volcaron en la distancia. En ese instante,
o acaso unos instantes después, cuando un casal de chajases, anunciando la novedad,
como los de Ascasubi, echaron a volar y de atrás del fachinal de junquillos una
abigarrada multitud de gauchos a caballo cargó contra el puñado de voluntarios,
Almeyra sintió algo que podría expresarse aproximadamente así: ahora que estaba
en la patria era invencible. Levantó el fusil y volteó a su primer hombre.
Pero la superioridad numérica de los atacantes era excesiva.
Abrumados por las lanzas y las tacuaras, los voluntarios se rindieron. Solamente
dos continuaron la pelea: Almeyra y un joven abogado, el doctor Cruz. Almeyra dejó
el fusil y con el sable en la mano se entreveró con los enemigos; los tuvo a raya
y, a los que pretendieron atropellarlo, con la destreza que le daba el coraje los
hirió. Cruz mató a otros dos. Al fin los gauchos los enlazaron y los desarmaron;
pero no me parece que se hayan desempeñado mal Cruz y Almeyra, teniendo en cuenta
el medio culto en que vivieron hasta el momento de esa fulminante confrontación
con la guerra y con la barbarie.
Mientras el jefe, un tal Pancho el Ñato, resolvía lo
que iba a hacer con los prisioneros, la tropa se entretenía en degollarlos. Quizá
en un intento de reafirmar su autoridad, Pancho el Ñato gritó, señalando a Cruz
y a Almeyra:
–A éstos no me los toquen.
El gauchaje protestó contrariado.
–Les tenemos más ganas que a naide –argumentó alguno.
Otros, con la sonrisa humilde y con voz de súplica,
mostrando el cuchillo pedían esos pescuezos.
Sincera o sarcásticamente, explicó el Ñato:
–A estos dos salvajes quiero premiarles el valor. Los
mandaré a la Guardia del Monte, de regalo para mi compadre González, su Majestad
Caranchísima.
Maniatados los montaron a los dos en un caballo y los
arriaron hasta una estancia de las inmediaciones.
Los que habían quedado a bordo de la chalupa, nada pudieron
hacer por sus compañeros.
Esa misma tarde, sujetados con lazos y echados en el
piso de una carreta, Cruz y Almeyra fueron remitidos a la Guarda del Monte. En el
largo camino casi murieron de sed. Un domingo al atardecer llegaron.
Los encerraron en el cuartel, a cada uno en un calabozo.
Almeyra estaba tan cansado que tuvo la fortuna de dormir toda la noche. A la mañana
siguiente lo llevaron a un vasto salón, poco menos que desmantelado, donde conversaban
dos hombres; el más joven era una suerte de estanciero culto, levemente amanerado
en sus modales, de cabello rubio y barba con reflejos rojizos, de más de treinta
y menos de cuarenta años de edad, vestido con un ponchito de vicuña, pantalón blanco,
botas granaderas, pañuelo punzó al pescuezo, blusa negra; el otro debía ser comandante
de milicias, era un hombre tosco, de cuarenta y tantos años, de cabeza alta y angosta,
de cara rasurada, de ojos vivos, de nariz recta, de boquita sonreidora, de brazos
cortos y gruesos, de vientre protuberante; llevaba pañuelo al cuello, chaquetilla
militar, sable, chiripá rojo. El que parecía estanciero estaba recostado sobre la
mesa que hacía las veces de escritorio (y sobre la que había un rebenque); el comandante
estaba precariamente sentado en la punta de la única silla del cuarto (el más importante
de los dos era, sin duda, el estanciero). De una de las paredes colgaba el retrato
de Juan Manuel de Rosas; de otra, interrumpiendo una mancha de humedad, el de doña
Encarnación (con crespón negro).
A Almeyra lo hicieron sentar en un largo banco. Junto
a él, un soldado montaba guardia.
El individuo que suponemos estanciero peroraba con cierta
complacencia como si estuviera seguro de que el otro se reconocía inferior y lo
admiraba.
–Es una pena que González no esté aquí, pero sobre el
particular de estos facinerosos –declaraba con voz modulada y suave, indicando vagamente
a Almeyra– yo me hago cargo, si usted prefiere. No piense más: deje a estos caballeros
por mi cuenta. Conozco demasiado a la sabandija unitaria: antiguas amistades, lazos
de familia, etcétera, ¿qué mejor ocasión para demostrar que he roto para siempre
con ellos?
–Yo siempre digo –aseguró el comandante– que el unitario
es un bicho egotista, que no colabora con el gobierno. Pero, créame, don Villarino,
el pueblo está desengañado y no quiere ni que los menten.
–¿Cómo no va a estar, si ya va para largo que no levantan
cabeza? El pueblo no los perdona. Para convencerlo reniegan de su partido; gritan
que no son unitarios, que son federales, si usted se descuida, que son partidarios
del ilustre Restaurador; dígame francamente ¿qué se puede esperar de estos Judas?
–Absolutamente nada, señor.
–Bien dicho; nada.
Almeyra se preguntó para qué lo habrían llevado ahí.
“Estarán esperando a alguien”, pensó.
–Los sabios y doctores de este grupo que maquina en
Montevideo –continuó Villarino con desprecio– le juro que son unos teóricos y unos
ilusos de marca mayor, que pretenden gobernar a los criollos con el librito que
los filósofos franceses les escribieron para Francia. Dígame un poco mi amigo ¿qué
tiene que ver la Francia con este país?
–Hágase cargo, señor.
–Me hago cargo. Son unos teóricos imposibles que están
vendidos al inmundo oro francés. Es gente egotista, interesada en sumo grado. En
una palabra, traidores a la patria. Son unos cobardes que no merecen llamarse hombres.
No hacen frente: se van al extranjero, a trabajar para el descrédito de su propio
país.
Almeyra tuvo la intención de protestar, pero estaba
tan cansado que se dijo ¿para qué? Procurando alejarse dentro de sí mismo, cerró
los ojos. Le pareció recordar que alguna vez observó que las conversaciones son
mundos cerrados, con sus leyes propias. En este caso la ley era creer infame a la
gente que se reunía en El Nacional y perfecto al gobierno de Rosas.
El comandante decía:
–El pueblo sabe que son cobardes. No los quiere.
–El pueblo comprende la situación mejor que esos doctores
–afirmó el otro–. Comprende que Rosas representa genuinamente a esta tierra de Dios.
Vea, sin ir más lejos, el caso de los peones de esa estancia de que hablábamos hoy.
Ahí los patrones, que es gente antigua, los criaron como de la familia. Misia Merceditas
les enseñó el rudimento y ellos se criaron como hermanos de los muchachos. ¡Las
veces que los vi en dulce montón loqueando con la volanta! Bueno, sin vacilar la
otra noche se apersonaron a la comandancia de la Magdalena y dijeron que los patrones
andaban en tratos con los conspiradores. La policía se contrajo a su obligación
y antes de la madrugada era de ver cómo trabajaban los piquetes de fusilamiento.
No quedó nadie de la familia, ni siquiera la misia Merceditas, que murió perdonando
a sus delatores; pero yo le pregunto a la señora de qué le valió ese gesto. La peonada,
créame, es gente humilde y ha comprendido con toda razón que estaba en juego el
provenir de la patria.
–Habrá Rosas para siempre –sentenció el otro–. El pueblo
lo quiere. No porque unos escritores franceses piensen lo que se les dé la gana…
En ese momento un cabo y dos soldados irrumpieron en
el cuarto; se detuvieron frente al escritorio, burdamente perplejos, como si el
coraje que los impulsó a entrar empezara a faltarles.
–Me han interrumpido. No sé lo que iba a decir –protestó
Villarino; después de una pauta interrogó–: ¿Qué hay? ¿Por qué no me traen al otro
salvaje?
El cabo contestó:
–Se ha escapado, señor.
(Efectivamente, el otro salvaje, el doctor Cruz, logró
escapar. Algún tiempo después reapareció en Montevideo y luego en Maldonado, donde
llevó una vida oscura y estudiosa. En el 52 volvió a su patria, con el Ejército
Grande de Urquiza, y peleando a las órdenes del general Lamadrid murió en la batalla
de Caseros. Mitre y Sarmiento lamentaron alguna vez que el doctor Cruz no viviera
para colaborar en la obra luminosa de la organización nacional).
Villarino palideció visiblemente. Encarándose con Almeyra
gritó:
–Y usted ¿por qué no se escapa? Sépalo: no hay escapatoria
para nadie. Tenemos Rosas para siempre, Rosas para siempre.
Extendió una mano hacia la mesa para tomar el rebenque,
pero uno de los soldados preguntó con una sonrisa púdica:
–¿Me permite, patroncito?
Rápidamente el soldado sujetó del pelo a Almeyra y con
un trazo limpio y seguro lo degolló.
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