Abelardo Castillo
–A ella le gustaba el mar, andar descalza por la calle,
tener hijos, hablaba con los gatos atorrantes, quería conocer el nombre de las constelaciones;
pero no sé si es del todo así, no sé si de veras se la estoy describiendo –dijo
el hombre que tenía cara de cansancio. Estábamos sentados desde el atardecer
junto a una de las ventanas que dan al río, en el Club de Pescadores; ya era
casi medianoche y desde hacía una hora él hablaba sin parar. La historia, si se
trataba de una historia, parecía difícil de comprender: la había comenzado en
distintos puntos tres o cuatro veces, y siempre se interrumpía y volvía atrás y
no pasaba del momento en que ella, la muchacha, bajó una tarde de aquel tren–. Se
parecía a la noche de las plazas –dijo de pronto, lo dijo con naturalidad; daba
la impresión de no sentir pudor por sus palabras. Yo le pregunté si ella, la
muchacha, se parecía a las plazas–. Por supuesto –dijo el hombre y se pasó el
nacimiento de la palma de la mano por la sien, un gesto raro, como de fatiga o
desorientación–. Pero no a las plazas, a la noche de ciertas plazas. O a
ciertas noches húmedas, cuando hay esa neblina que no es neblina y los bancos
de piedra y el pasto brillan. Hay un verso que habla de esto, del esplendor en
la hierba; en realidad no habla de esto ni de nada que tenga que ver con esto,
pero quién sabe. De todas maneras no es así, si empiezo así no se lo voy a
contar nunca. La verdad es que me tenía harto. Compraba plantitas y las dejaba
sobre mi escritorio, doblaba las páginas de los libros, silbaba. No distinguía
a Mozart de Bartók, pero ella silbaba, sobre todo a la mañana, carecía por
completo de oído musical pero se levantaba silbando, andaba entre los libros,
las macetas y los platos de mi departamento de soltero como una Carmelita
descalza y, sin darse cuenta, silbaba una melodía extrañísima, imposible, una
cosa inexistente que era como una czarda inventada por ella. Tenía, ¿cómo puedo
explicárselo bien?, tenía una alegría monstruosa, algo que me hacía mal. Y,
como yo también le hacía mal, cualquiera hubiese adivinado que íbamos a
terminar juntos, pegados como lapas, y que aquello iba a ser una catástrofe.
¿Sabe cómo la conocí? Ni usted ni nadie puede imaginarse cómo la conocí.
Haciendo pis contra un árbol. Yo era el que hacía pis, naturalmente. Medio
borracho y contra un plátano de la calle Virrey Meló. Era de madrugada y ella
volvía de alguna parte, qué curioso, nunca le pregunté de dónde. Una vez estuve
a punto de hacerlo, la última vez, pero me dio miedo. La madrugada del árbol
ella llegó sin que yo la oyera caminar, después me di cuenta de que venía
descalza, con las sandalias en la mano; pasó a mi lado y, sin mirarme, dijo que
el pis es malísimo para las plantitas. En el apuro me mojé todo y, cuando ella
entró en su casa, yo, meado y tembloroso, supe que esa mujer era mi maldición y
el amor de mi vida. Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre en
el primer minuto. Sin embargo es increíble de qué modo se encadenan las cosas,
de qué modo un hombre puede empezar por explicarle a una muchacha que un
plátano difícilmente puede ser considerado una plantita, ella simular que no
recuerda nada del asunto, decimos señor con alegre ferocidad, como para marcar
a fuego la distancia, decir que está apurada o que debe rendir materias, aceptar
finalmente un café que dura horas mientras uno se toma cinco ginebras y le
cuenta su vida y lo que espera de la vida, pasar de allí, por un laberinto de
veredas nocturnas, negativas, hojas doradas, consentimientos y largas
escaleras, a meterla por fin en una cama o a ser arrastrado a esa cama por
ella, que habrá llegado hasta ahí por otro laberinto personal hecho de otras
calles y otros recuerdos, oír que uno es hermoso, y hasta creerlo, decir que
ella es todas las mujeres, odiarla, matarla en sueños y verla renacer intacta y
descalza entrando en nuestra casa con una abominable maceta de azaleas o
comiendo una pastafrola del tamaño de una rueda de carro, para terminar un día diciéndole
con odio casi verdadero, con indiferencia casi verdadera, que uno está harto de
tanta estupidez y de tanta felicidad de opereta, tratándola de tan puta como
cualquier otra. Hasta que una noche cerré con toda mi alma la puerta de su
departamento de la calle Meló, y oí, pero como si lo oyera por primera vez, un
ruido familiar: la reproducción de Carlos el Hechizado que se había venido
abajo, se da cuenta, una mujer a la que le gustaba Carlos el Hechizado. Me
quedé un momento del otro lado de la puerta, esperando. No pasó nada. Ella esa vez
no volvía a poner el cuadro en su sitio: ni siquiera pude imaginármela, más
tarde, ordenando las cosas, silbando su czarda inexistente, la que le borraba
del corazón cualquier tristeza. Y supe que yo no iba a volver nunca a esa casa.
Después, en mi propio departamento, cuando metí una muda de ropa y las cosas de
afeitar en un bolso de mano, también sabía, desde hacía horas, que ella tampoco
iba a llamarme ni a volver.
–Pero usted se equivocaba, ella volvió –me
oí decir y los dos nos sorprendimos; yo, de estar afirmando algo que en
realidad no había quedado muy claro; él, de oír mi voz, como si le costara
darse cuenta de que no estaba solo. El hombre con cara de cansancio parecía de
veras muy cansado, como si acabara de llegar a este pueblo desde un lugar lejanísimo.
Sin embargo, era de acá. Se había ido a Buenos Aires en la adolescencia y cada
tanto volvía. Yo lo había visto muchas veces, siempre solo, pero ahora me
parece que una vez lo vi también con una mujer–. Porque ustedes volvieron a
estar juntos, por lo menos un día.
–Toda la tarde de un día. Y parte de la
noche. Hasta el último tren de la noche.
El hombre con cara de cansancio hizo el
gesto de apartarse un mechón de pelo de la frente. Un gesto juvenil y
anacrónico, ya que debía de hacer años que ese mechón no existía. Tendría más o
menos mi edad, quiero decir que se trataba de un hombre mayor, aunque era
difícil saberlo con precisión. Como si fuera muy joven y muy viejo al mismo tiempo.
Como si un adolescente pudiera tener cincuenta años.
–Lo que no entiendo –dije yo– es dónde está
la dificultad. No entiendo qué es lo que hay que entender.
–Justamente. No hay nada que entender, ella
misma me lo dijo la última tarde. Hay que creer. Yo tenía que creer simplemente
lo que estaba ocurriendo, tomarlo con naturalidad: vivirlo. Como si se me
hubiera concedido, o se nos hubiera concedido a los dos, un favor especial. Ese
día fue una dádiva, y fue real, y lo real no precisa explicación alguna. Ese
sauce a la orilla del agua, por ejemplo. Está ahí, de pronto; está ahí porque
de pronto lo iluminó la luna. Yo no sé si estuvo siempre, ahora está. Fulgura,
es muy hermoso. Voy y lo toco y siento la corteza húmeda en la mano; ésa es una
prueba de su realidad. Pero no hace ninguna falta tocarlo, porque hay otra
prueba; y le aclaro que esto ni siquiera lo estoy diciendo yo, es como si lo
estuviese diciendo ella. Es extraño que ella dijera cosas así, que las dijera
todo el tiempo durante años y que yo no me haya dado cuenta nunca. Ella habría
dicho que la prueba de que existe es que es hermoso. Todo lo demás son
palabras. Y cuando la luna camine un poco y lo afee, o ya no lo ilumine y
desaparezca, bueno: habrá que recordar el minuto de belleza que tuvo para
siempre el sauce. La vida real puede ser así, tiene que ser así, y el que no se
da cuenta a tiempo es un triste hijo de puta –dijo casi con desinterés, y yo le
contesté que no lo seguía del todo, pero que pensaba solucionarlo pidiendo otro
whisky. Le ofrecí y volvió a negarse, era la tercera vez que se negaba; le hice
una seña al mozo–. Entonces la llamé por teléfono. Una noche fui hasta la Unión
Telefónica, pedí Buenos Aires y la llamé a su departamento. Eran como las tres
de la mañana y habían pasado cuatro o cinco meses. Ella podía haberse mudado,
podía no estar o incluso estar con otro. No se me ocurrió. Era como si entre aquel
portazo y esta llamada no hubiera lugar para ninguna otra cosa. Y atendió,
tenía la voz un poco extraña pero era su voz, un poco lejana al principio, como
si le costara despertarse del todo, como si la insistencia del teléfono la
hubiese traído desde muy lejos, desde el fondo del sueño. Le dije todo de
corrido, a la hora que salía el tren de Retiro, a la hora que iba a estar
esperándola en la estación, lo que pensaba hacer con ella, qué sé yo qué, lo
que nunca habíamos hecho y estuvimos a punto de no hacer nunca, lo que hace la
gente, caminar juntos por la orilla del agua, ir a un baile con patio de
tierra, oír las campanas de la iglesia, pasar por el colegio donde yo había
estudiado. A ver si se da cuenta: sabe cuántos años hacía que nos conocíamos,
cuántos años habían pasado desde que me sorprendió contra el plátano. Le basta
con la palabra años, se lo veo en la cara. Y en todo ese tiempo nunca se me había
ocurrido mostrarle el Barrio de las Canaletas ni el camino del puerto, el paso
a nivel de juguete por donde cruzaba el ferrocarril chiquito de Dipietri, la
Cruz, el lugar donde lo mataron a Marcial Palma. ¿Cómo no se me había ocurrido
antes? Qué sé yo, no comprende que ése es justamente el problema. O tal vez el
problema es que ella me atendió, y no sólo me atendió y habló por teléfono
conmigo, sino que vino. Ella bajó de ese tren… –y no sólo había bajado de ese
tren sino que traía puesto un vestido casi olvidado, un código entre ellos, una
señal secreta, y era como si el tiempo no hubiera tocado a la mujer, no el
tiempo de esos cuatro o cinco últimos meses, sino el Tiempo, como si la
muchacha descalza que había pasado hacía años junto al plátano bajara ahora de ese
tren. Vi acercarse por fin al mozo–. Sí, exactamente ésa fue la impresión –dijo
el hombre que tenía cara de cansancio–. Pero usted, cómo lo sabe.
Le contesté que él mismo me lo había dicho,
varias veces, y le pedí al mozo que me trajera el whisky. Lo que todavía no me
había dicho es qué tenía de extraño, qué tenía de extraño que ella viniera a
este pueblo, con ése o con cualquier otro vestido. Cuatro o cinco meses no es
tanto tiempo. ¿No la había llamado él mismo? ¿No era su mujer?
–Claro que era mi mujer –dijo, y sacó del
bolsillo del pantalón un pequeño objeto metálico, lo puso sobre la mesa y se
quedó mirándolo. Era una moneda, aunque me costó reconocerla; estaba totalmente
deformada y torcida–. Claro que yo mismo la había llamado –volvió a guardar la
moneda mientras el mozo me llenaba el vaso, y, sin preocuparse del mozo ni de
ninguna otra cosa, agregó–: Pero ella estaba muerta.
–Bueno, eso cambia un poco las cosas –dije
yo–. Déjeme la botella, por favor.
Ella no era un fantasma. El hombre con cara
de cansancio no creía en fantasmas. Ella era real, y la tarde de ese día y las
horas de la noche que pasaron juntos en este pueblo fueron reales. Como si se
les hubiera concedido vivir, en el presente, un día que debieron vivir en el
pasado. Cuando el hombre terminó de hablar, me di cuenta de que no me había dicho,
ni yo le había preguntado, algunas cosas importantes. Quizá las ignoraba él
mismo. Yo no sabía cómo había muerto la muchacha, ni cuándo. Lo que hubiera
sucedido, pudo suceder de cualquier manera y en cualquier momento de aquellos
cuatro o cinco meses, acaso accidentalmente y, por qué no, en cualquier lugar
del mundo. Cuatro o cinco meses no era tanto tiempo, como había dicho yo, pero
bastaban para tramar demasiados desenlaces. El caso es que ella estuvo con él más
de la mitad de un día, y muchas personas los vieron juntos, sentados a una mesa
de chapa en un baile con piso de tierra, caminando por los astilleros, en la
plaza de la iglesia, hablando ella con unos chicos pescadores, corrido él por
el perro de un vivero en el que se metió para robar una rosa, rosa que ella se
llevó esa noche y él se preguntaba adónde, muchos la vieron y algún chico habló
con ella, pero cómo recordarla después si nadie en este pueblo la había visto
antes. Cómo saber que era ella y no simplemente una mujer cualquiera, y hasta mucho
menos, un vestido, que al fin de cuentas sólo para ellos dos era recordable,
una manera de sonreír o de agitar el pelo. Entonces yo pensé en el hotel, en el
registro del hotel: allí debía de estar el nombre de los dos. Él me miró sin
entender.
–Fuimos a un hotel, naturalmente. Y si eso
es lo que quiere saber, me acosté con ella. Era real. Desde el pelo hasta la
punta del pie. Bastante más real que usted y que yo –de pronto se rio, una
carcajada súbita y tan franca que me pareció innoble–. Y en el cuarto de al
lado también había una pareja de este mundo.
–No le estoy hablando de eso –dije.
–Hace mal, porque tiene mucha importancia.
Entre ella y yo, siempre la tuvo. Por eso sé que ella era real. Ni una ilusión
ni un sueño ni un fantasma: era ella, y sólo con ella yo podría haberme pasado
una hora de mi vida, con la oreja pegada a una taza, tratando de investigar qué
pasaba en el cuarto de al lado.
–Ustedes dos tuvieron que anotarse en ese
hotel, es lo que trato de decirle. Ella debió dar su nombre, su número de
documento.
–Nombres, números: lo comprendo. Yo también
coleccionaba fetiches y los llamaba lo real. Bueno, no. Ni nombre ni número de
documento. Salvo los míos, y la decente acotación: “y señora”. Cualquier mujer pudo
estar conmigo en ese hotel y con cualquiera habrían anotado lo mismo. Trate de
ver las cosas como las veía ella: ese día era posible a condición de no dejar
rastros en la realidad, y, sobre todo, a condición de que yo ni siquiera los
buscara. Escúcheme, por favor. Antes le dije que ese día fue una dádiva, pero
no sé si es cierto. Es muy importante que esto lo entienda bien. ¿Cuándo cree
que me enteré de que ella había muerto? ¿Al día siguiente?, ¿una semana
después? Entonces yo habría sido dichoso unas horas y ésta sería una historia
de fantasmas. Usted tal vez imagina que ella, o algo que yo llamo ella se fue
esa noche en el último tren, yo viajé a Buenos Aires y allí, un portero o una
vecina intentaron convencerme de que ese día no pudo suceder. No. Yo supe la verdad
a media tarde y ella misma me lo dijo. Ya habíamos estado en el Barrio de las
Canaletas, ya habíamos reído y hasta discutido, yo había prometido ser
tolerante y ella ordenada, yo iba a regalarle libros de astronomía y mapas
astrales y ella un gran pipa dinamarquesa, y de pronto yo dije la palabra “cama”
y ella se quedó muy seria. Antes pude haber notado algo, su temor cuando quise
mostrarle la hermosa zona vieja del cementerio donde vimos las lápidas
irlandesas, ciertas distracciones, que se parecían más bien a un olvido
absoluto, al rozar cualquier hecho vinculado con nuestro último día en Buenos
Aires, alguna fugaz ráfaga de tristeza al pronunciar palabras como mañana. No
sé, el caso es que yo dije que ya estaba viejo para tanta caminata y que si
quería contar conmigo a la noche debíamos, antes, encontrar una cama, y ella se
puso muy seria. Dijo que sí, que íbamos a ir adonde yo quisiera, pero que debía
decirme algo. Había pensado no hacerlo, le estaba permitido no hacerlo, pero
ahora sentía que era necesario, cualquier otra cosa sería una deslealtad. No te
olvides que ésta soy yo, me dijo, no te olvides que me llamaste y que vine, que
estoy acá con vos y que vamos a estar juntos muchas horas todavía. Pensé en
otro hombre, pensé que era capaz de matarla. No pude hablar porque me puso la
mano sobre los labios. Se reía y le brillaban mucho los ojos, y era como verla
a través de la lluvia. Me dijo que a veces yo era muy estúpido, me dijo que
sabía lo que yo estaba pensando, era muy fácil saberlo, porque los celos les
ponen la cara verde a los estúpidos. Me dijo que hay cosas que deben creerse,
no entenderse. Intentar entenderlas es peor que matarlas. Me habló del
resplandor efímero de la belleza y de su verdad. Me dijo que la perdonara por
lo que iba a hacer, y me clavó las uñas en el hueso de la mano hasta dejarme
cuatro nítidas rayas de sangre, volvió a decir que era ella, que por eso podía
causar dolor y también sentirlo, que era real, y me dijo que estaba muerta y
que si en algún momento del largo atardecer que todavía nos quedaba, si en algún
minuto de la noche yo llegaba a sentir que esto era triste, y no, como debía
serlo, muy hermoso, habríamos perdido para siempre algo que se nos había
otorgado, habríamos vuelto a perder nuestro día perdido, nuestra pequeña flor
para cortar, y que no olvidara mi promesa de llevarla a un baile con guirnaldas
y patio de tierra… Lo demás, usted lo sabe. O lo imagina. Entramos en ese
hotel, subimos las escaleras con alegre y deliberado aire furtivo, hicimos el
amor. Tuvimos tiempo de jugar a los espiones con la oreja pegada a la pared del
tumultuoso cuarto vecino, resoplando y chistándonos para no ser oídos. Ya era
de noche cuando le mostré mi colegio. La noche es la hora más propicia de esa
casa, sus claustros parecen de otro siglo, los árboles del parque se multiplican
y se alargan, los patios inferiores dan vértigo. En algún momento y en algún
lugar de la noche nos perdimos. Yo sé guiarme por las estrellas, me dijo, y
dijo que aquélla debía ser Aldebarán, la del nombre más hermoso. Yo no le dije
que Aldebarán no siempre se ve en nuestro cielo, yo la dejé guiarme. Después
oímos la música lejana de un acordeón y nos miramos en la oscuridad. Mi
canción, gritó ella, y comenzó a silbar aquella czarda inventada que ahora era
una especie de tarantela. Me gustaría contarle lo que vimos en el baile: era
como la felicidad. Un coche destartalado nos llevó a tumbos hasta la estación. Ahora
es cuando menos debemos estar tristes, dijo. Dios mío, necesito una moneda,
dijo de pronto. Yo busqué en mis bolsillos pero ella dijo que no; la moneda
tenía que ser de ella. Buscaba en su cartera y me dio miedo de que no la
encontrara. La encontró, por supuesto. Ahora yo debía colocarla sobre la vía y
recogerla cuando el tren se hubiera ido. No debería hacer esto, me dijo, pero
siempre te gustaron los fetiches. También me dijo que debería sacarle un
pasaje. Se reía de mí: Yo estoy acá, me decía, yo soy yo, no puedo viajar sin
pasaje.
Me dijo que no dejara de mirar el tren
hasta que terminara de doblar la curva. Me dijo que, aunque yo no pudiera verla
en la oscuridad, ella podría verme a mí desde el vagón de cola. Me dijo que la
saludara con la mano.
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