Abelardo Castillo
Se despertó de golpe, sin abrir los ojos, aterrado y cubierto de sudor. Era
de mañana, lo supo por el tenue color polvo de ladrillo que filtraba la luz a
través de sus párpados cerrados. El corazón le latía con grandes mazazos, al
ritmo del mundo, que se bamboleaba y saltaba y caía como si estuviera a punto
de partirse como un huevo. En realidad no era el mundo lo que parecía amenazado
por un cataclismo (no al menos en un sentido inmediato), sólo que Esteban
Espósito con los ojos apretados y rígido de miedo no tenía por ahora la menor
intención de averiguarlo. Dios mío, pensó, si salgo de ésta. Porque lo que sí
adivinaba sin mucho esfuerzo es que al llegar a este sitio, cualquiera fuese el
sitio donde ahora se hallaba, debió de estar tan descomunalmente borracho como muy
raras veces antes en su vida, lo que no es poco decir si tenemos en cuenta cuál
había sido su manera habitual de soportar el mundo en los últimos cinco o seis
años. Y aunque resulte curioso, esta comprobación lo llevó a pensar que, bien
mirado, no existía ningún motivo para imaginarse en peligro. Excepto por la sed
y los golpes como timbales de su corazón y la necesidad increíblemente nueva de
tomarse un whisky, cosa que nunca le había ocurrido antes al despertar,
excepto, pensó con algo vagamente parecido al humor que esté en peligro de
muerte, por colapso alcohólico. Pensamiento que dejó de causarle gracia al
mismo tiempo que lo formuló y que tuvo la virtud de hacerle olvidar el whisky. No
abrió los ojos. Hizo algo aparentemente menos lógico: cerró, con cautela, la
boca. Nadie lo vería dormir con la boca abierta por más que, según todas las
señales, ésta fuera la última mañana del mundo. Supo, con los ojos cerrados –lo
supo mucho antes de comprender que aquello no era el mundo, sino un ómnibus
expreso, ómnibus que Esteban había conseguido tomar de algún modo y que ahora
acababa de entrar en un desvío de tierra–, supo que era pleno día y que,
dondequiera que estuviese o lo hubieran metido, podía haber testigos. Dormir
con la boca abierta es una obscenidad, un signo de abandono, de abyección. Testigos
o testigas. Porque, la verdad sea dicha, lo único que le importaba era que
pudiera verlo una mujer. El ómnibus dio un nuevo bandazo, Esteban oyó por
primera vez el zumbido del motor y tomó plena conciencia de que aquello era un
ómnibus. Bueno, pensó calmado en parte, aunque sin dejar de sentir una especie
de inquietud, parece que finalmente conseguí tomar el ómnibus. Se llevó, con
disimulo, la mano a la frente empapada. La mano no tembló. Luego, sin abrir los
ojos y con casual naturalidad de alto ejecutivo que viaja en ómnibus porque no
ha conseguido pasaje en avión y tiene el coche descompuesto, se alisó el pelo:
entonces sintió que le dolía terriblemente el parietal izquierdo. ¿Qué era? ¿Un
golpe? O el lógico dolor de cabeza, primero de los castigos o agonías que
siguen a eso que los libros llaman una noche de juerga, pero que él, Esteban
Espósito, treinta y tres años, ex futuro maestro de su generación, había
aceptado llamar finalmente con el más apropiado nombre de alcoholismo crónico,
en un acto de coraje que un mes atrás lo había ennoblecido hasta la
Bienaventuranza ante el espejo del baño, pero que no modificó en absoluto su
amistad cada día más estrecha con el whisky y la ginebra, si bien siempre le
quedaba el consuelo intelectual de sentirse dueño (todavía) de una lucidez implacable.
Las dos cosas. El lógico dolor de cabeza y un golpe. Ahora palpaba el hematoma
del cuero cabelludo, la inflamación a todo lo largo del hueso. No habré
cometido la idiotez de pelearme con alguien. ¡O caído! Pero de pronto recordó
el taxi, con alivio recordó que esa madrugada, al tomar el taxi, y por algún
misterio, calculó que el auto tenía umbral, pisó el aire, se fue hacia adelante
y dio con el costado izquierdo de la cabeza contra la puerta. Lo recordó con un
alivio un poco inexplicable y abrió los ojos: era de mañana, en efecto, y nadie
lo miraba. Pero era tan de mañana, y con un sol tan repugnante y redondo colgado
de su propia ventanilla, que fue como si le reventaran un petardo en la cabeza.
Dios mío, pensó, cómo pude ponerme un traje semejante, porque de acuerdo con la
altura del sol no era mucho más de las ocho y, a mediodía, ese traje de lana y
su chaleco podían llegar a enloquecerlo, sin que esto fuera ninguna metáfora.
Corrió la cortinita de la ventanilla y cerró los ojos. No se quitó el saco ni
el chaleco. Otras cuestiones lo distrajeron. Con qué dinero había tomado el
ómnibus, por ejemplo. Y dónde la había dejado a Mara. O cómo consiguió llegar a
su casa desde la fiesta, porque ahora también recordaba la fiesta. Y sobre todo:
cómo hizo para subir las escaleras hasta su departamento, vestirse, volver a
bajar, tomar un taxi y llegar a la estación de ómnibus. ¿Y adónde iba?
Esteban abrió los ojos con espanto. Pero no debía
alarmarse. Lo fundamental en esos casos era no alarmarse. Se arregló el nudo de
la corbata. Con una fugaz admiración por sí mismo comprobó que tenía prendido
el botón del cuello. Iba a Entre Ríos, sí. A Concordia. Vestido como para una
excursión a Nahuel Huapi, pero iba, decentemente, a dar una conferencia sobre
alguna cosa (que ya recordaría) a algún lugar llamado Amigos del Arte, o Amigos
del Libro. O amigos de hincharme las pelotas, pensó de pronto al darse cuenta
de que no llegaría antes de las cuatro de la tarde, suponiendo que llegara,
porque quién le aseguraba que ese ómnibus iba a Entre Ríos, quién podía asegurarle
que él, esa madrugada, hubiera hecho inconscientemente algo tan sensato como
sacar un pasaje para el verdadero sitio al que iba. Metió la mano en el
bolsillo interior del saco buscando el pasaje. A punto de gritar, retiró la
mano. Sus dedos habían tocado un pequeño objeto peludo. Ahora estaba aterrado
realmente y sentía todo el cuerpo empapado al mismo tiempo. Era absurdo. “No
soy tan borracho”. ¿No? “No, no al menos como para tener…” ¿Alucinaciones?, ¿Táctiles?
¿Alucinaciones táctiles? “Está ahí; eso, lo que sea, está realmente en mi bolsillo”.
¿Está? ¿Podríamos jurarlo? ¿Podríamos jurar que nunca, antes, habíamos tenido
una, para decirlo de otro modo, una pequeña confusión de ningún tipo? “Sí,
puedo jurarlo”, murmuró locamente Esteban, y al comprender que había hablado
casi en voz alta hundió la mano en el bolsillo y apretó con ferocidad aquella
cosa, su pequeña pelambre, mientras una náusea incontenible le subía agriamente
a la garganta, y un segundo después se encontró mirando con estupor en la palma
de su mano un cepillo de dientes, un hermoso cepillo de dientes de mango azul
como el cielo, como los ojos de una mujer de ojos azules, como cualquier cosa
azul y transparente en este portentoso mundo de flores azules y viajes al lugar
exacto, porque ahora, después de meter la mano en otro bolsillo, encontró un
pasaje donde se leía Transportes Mesopotámicos, marcado con un agujerito
redondo como la boca de un pez, como una perla, como toda cosa redonda y mínima
que Dios haya puesto sobre su azul y redondo mundo en el lugar correspondiente
a la ciudad de Concordia.
Se quitó el saco y el chaleco. Habría estado muy borracho
la noche anterior, perfecto. Tan borracho como para no recordar casi nada de lo
que había hecho (¿dónde la había dejado a Mara?, ¿era Mara?), pero no tan
borracho como para olvidarse de salir correctamente vestido con un traje de
lanilla que, pensándolo bien, era lo más adecuado para sobrellevar el fresco
repentino de las noches litorales, ni tan borracho como para olvidar esto, el
Símbolo de nuestra Civilización y nuestra Cultura, de manera que si el esperado
cataclismo hundiese el planeta los arqueólogos del futuro podrían reconstruir a
Espósito y su mundo, su irrisión y su conmovedora grandeza, a partir de este
solo dato. Imaginó con cierta ternura, junto a sus incorruptibles huesos, la
incorruptible baquelita azul del cepillo.
Cuando intentó ponerse de pie para dejar el saco y el
chaleco en el portaequipajes, comprobó que no había estado borracho, sino que, técnicamente
hablando, todavía estaba borracho. Y de qué modo. Mirando desde allí el
portaequipajes, comprobó otra cosa: no se veía valija ni bolso de mano, ni
objeto alguno que fuera suyo, sobre todo, no un portafolio. Y él recordaba
perfectamente un portafolio, negro, con manija, baratísimo y suyo, sin valor
para nadie que no fuera el hombre que ahora volvía a transpirar y se aflojaba
la corbata con un tirón tan brusco que le saltaron dos botones de la camisa, su
portafolio de material sintético, negro estuche de su alma, dicho sea con toda
ironía, o Caja de Pandora de tres por cinco donde sin embargo, dicho sea sin la
menor ironía, anidaba la Esperanza, por no llamarla Redención. Esteban recordó
haber llegado a su casa sin Mara (¿dónde la habría dejado?, Mara o la que
fuera), vale decir, solo. Vale decir que no pudo haber entrado en ningún bar.
Nunca bebía solo. Nunca, o todavía. ¡Bah!, andá al carajo con tus
interrupciones, pensó. O sí, el único lugar donde aceptaba beber sin compañía
era su casa, pero no hasta emborracharse, y esto sí que era extraño y hasta
novedoso, era un poco anormal desde el punto de vista clásico, ya que esta
gente (los borrachos, pensó, los enfermos alcohólicos), como los drogadictos, tienen
una manifiesta tendencia a la soledad cuando están en racha, al anonimato, a
los bodegones sórdidos, cosa que a Esteban le resultaba bastante inexplicable
porque, según pensaba ahora ya totalmente olvidado del portafolio y hasta de su
alma inmortal cautiva en el portafolio bajo la especie de un gran cuaderno
Leviatán de hojas cuadriculadas, la soledad únicamente se soporta estando
sobrio, sólo es bella y contiene al hombre como en el centro de una perla
negra, si se está sobrio, en cambio, el mundo, que repentinamente había
derivado desde una redonda transparencia con azules flores de campanilla hasta la
forma algo arbitraria de una escupidera cuyo contenido venía a ser la Civilización,
y sobre todo ciertos borrachos, y sobre todo ciertos escritores borrachos
(excepto los muertos venerables), en cambio el mundo no puede ser soportado con
menos de medio litro de whisky bajo la camiseta, pensó Esteban como si cantara
en medio de un incendio, imagen que estuvo a punto de revelarle una teoría
general y algo catastrófica sobre el destino de la Cultura Occidental, y sobre
el arte, esa borrachera de la cultura, y sobre sí mismo como una especie de cordero
borracho inmolado por amor a la sobriedad, al equilibrio y a las flores azules.
Y sabe Dios adónde habría ido a parar si la necesidad de escribir todo esto (de
escribir una carta) –pensó–, no le hubiese hecho recordar el portafolio.
Tenía la costumbre de apoyarlo junto a la pata de las
mesas, en los bares, pero, por las razones filosóficas ya apuntadas, él no
había entrado en ningún bar. O sí. ¿El bar de la estación? Imposible. Y no porque
esta misma mañana no se hubiera sentido capaz de refutar su sana teoría sobre
él y los bares, sino porque en la estación de ómnibus no había ningún bar, no
uno abierto. Ni tampoco en los alrededores, porque ahora se recordó a sí mismo,
portafolio en mano, buscando con alguna desesperación un bar abierto por la
calle Hornos.
–“Nortespierto” –oyó, junto a la oreja.
Una dulce electricidad le erizó los pelos de la nuca. Y
mientras alcanzaba a pensar que esa expresión no era un giro literario, comprobando
al mismo tiempo que a su lado no había nadie, cosa que ya sabía, recordó el
nombre de la calle (¡Hornos!) y sintió que se le helaban los dedos debajo de
las uñas. Su asiento estaba reclinado; el contiguo, no. En el hueco vio una
nariz y un ojo. El ojo era más bien verde, pero Esteban, por una cuestión de
cábala, lo miró como si fuera azul. Ojo que pertenecía a una encantadora
anciana que acababa de preguntarle al señor del asiento de adelante, o sea a
él, si ya estaba despierto. Esteban, con la espalda muy rígida contra el
respaldo y la cabeza vuelta en dirección al ojo, tenía, o le pareció, un vago
aspecto de persona a punto de ser fusilada, y, a causa de la torsión del cuello
y de los ojos, cierto aire de pánico que de todos modos no lograría atenuar mientras
debiera atender por entre los asientos a la anciana dama, quien, créase o no,
le estaba hablando a Esteban de su portafolio.
–Usted me lo puso en la falda, al subir –decía la bella
mujer antigua del asiento de atrás–. “Cuídemelo bien”, me dijo, y se fue a
dormir a su asiento.
–Me acuerdo –dijo soñadoramente Esteban.
–Pero yo me bajo acá cerca, en Zárate –decía el Hada de
los Poetas–. Así que no sé.
Yo debí tener una abuela así, pensó Esteban casi con
lágrimas, o aunque más no fuera un ama de llaves como ella. Nunca me habría
atrevido a defraudarla. Nunca me hubiese caído de cabeza en la bañadera al volver
de madrugada, nunca me hubiese deslizado en la oscuridad para robarle el Licor
de las Hermanas. Y todo, lo sé, todo habría sido distinto.
–Démelo, démelo nomás –dijo.
La abuela, que hasta ese momento seguía con el portafolio
sobre su falda, hizo ademán de levantarse.
No, pensó horrorizado Esteban. Ella no debía ponerse de
pie. Y él, menos. Perder el equilibrio justamente ahora hubiera sido horrible, hubiera
sido infame. Dios lo perdona todo, menos cosas como ésta.
–Por el agujero nomás –dijo, deslizando la mano entre los
dos asientos–. Pásemelo por el agujero.
De inmediato, y olvidándose por completo de dar las
gracias y quizá hasta olvidando a la anciana, descorrió el cierre del
portafolio, sacó el cuaderno, sacó un frasquito de anfetaminas, se tragó dos de
un golpe y buscó una lapicera: encontró tres. Como equipaje, era
representativo: un enorme cuaderno, las anfetaminas, tres lapiceras, una
camisa, un libro de Jack London y una bombilla para tomar mate cuya procedencia
y utilidad ya iría descubriendo con las horas, aparte del citado cepillo de dientes
que, vaya a saber por cuál arranque de ternura, había decidido llevar no en el
portafolio, sino junto a su corazón. Apoyó sobre las rodillas el cuaderno
abierto en una página en blanco. Lo veía todo muy claro ahora. Y todo quería
decir todo. El mundo. Y su relación con el mundo. El porqué de su relación con
el mundo y el porqué de su relación con Mara (con todas las mujeres, sí, pero
especialmente con Mara), y el porqué de que a veces, durante la noche, todavía
se creyera capaz de terminar su libro, y aun muchos otros libros que les
hablaran a los hombres de otro hombre, de Esteban Espósito, con una voz tan angelicalmente
bella y demoníaca que ellos se espantarían de sí mismos si eran perversos y, si
no lo eran, quizá comprenderían que él de veras se había crucificado
inmundamente, y se estaba matando, y se había hecho odiar por todos los que
alguna vez lo amaron y ya había dejado de amar, y casi no podía sentir un solo
sentimiento humano, por la pasión de ser feliz, de que todo hombre fuera feliz,
por la locura de que todo hombre y aun toda cosa fueran bellos y felices,
motivo por el cual se fue convirtiendo en lo que era, un egoísta hijo de puta,
un sórdido egoísta hijo de puta que se emborrachaba por miedo a vivir y se acostaba
con otras mujeres por miedo a vivir y no era capaz de confesarle a Mara que
nunca la había querido por miedo a vivir, y a dejarla vivir, y ya ni siquiera
escribía por miedo a vivir. Pero esta vez iba a decirlo palabra por palabra, a
confesarlo todo. Iba, siquiera por una sola vez en su vida, a hacer algo
irremediable, algo absolutamente sincero y honrado, e irremediable, pensó, o
quizá ya lo estaba escribiendo porque desde hacía unos minutos se había puesto
a escribir frenéticamente, ahogado por el calor y casi a ciegas, sacudido por
los bandazos del ómnibus y los propios bandazos de su corazón mientras comprendía
en algún lugar de su conciencia que le era absolutamente necesario conservar
este delirio, esta embriaguez, porque si no escribía hoy esta carta no se iba a
atrever a escribirla nunca. Hoy lo había emborrachado Dios.
Y en el mismo momento en que empezaba a meditar en el
sentido cabal (religioso) de la palabra embriaguez, advirtió que el ómnibus
estaba deteniéndose. Zárate. La Balsa. En la Balsa había una especie de confitería.
Se pasó la mano por la frente empapada. No, no iba a bajarse.
Como aureolada, la Abuela Mística del asiento de atrás
pasó junto al asiento de Esteban. No llevaba valija ni bolsón, llevaba un
paquete, porque todas las abuelas del mundo viajan por el mundo con paquetes. Ella
le sonreía. Y Esteban también sonrió, sólo que en dirección a su rodete, vale
decir un poco a destiempo porque ella ya había pasado. De modo que no la vería
nunca más. Y de modo que ella había venido custodiando, desde la mismísima
calle Hornos, su portafolio y, sobre todo, su ancho cuaderno Leviatán, de
cuatrocientas páginas y, sobre todo, doscientas de esas cuatrocientas páginas
cuadriculadas de su gran cuaderno de tapas duras, robado, seis años atrás, en
una ruinosa librería de Córdoba que, por si no se cree en el destino, se
llamaba nada menos que Fausto. Bruscamente, Esteban se puso de pie, mejor dicho
se puso de pie sin pensarlo y eso lo ayudó a pararse. O quizá ya le estaban haciendo
efecto las anfetaminas, porque se encontró dando grandes zancadas por el
pasillo del ómnibus detrás del rodete de la abuela, al que alcanzó a decirle “gracias”
en el momento exacto en que llegaba a la puerta. Ella se dio vuelta y volvió a
sonreír. “Pero hijo”, murmuró como una música. Y Esteban la vio irse de su
vida, con su gran paquete y rodeada de ángeles o de parientes que la esperaban,
parientes o ángeles a los que no quiso mirar porque también le pareció oír la
voz de un chico quien, en contados segundos, le robaría para siempre el amor de
la abuela, que sin saberlo, y más que nada sin importarle, había venido
custodiando los diez primeros capítulos de algo que en términos generales podía
llamarse su apuesta contra el tiempo, o el embrión, informe, pero el embrión,
de su grande y verdadera conversación con el demonio: su Pacto con el Diablo.
En el pasillo del ómnibus algunos impacientes parecían tener una idea distinta
de la de Esteban acerca del uso de la puerta, pero ¿qué hubiera pensado la
abuela de conocer el contenido del cuaderno?; esa pregunta lo hizo sonreír y,
por el momento, le impidió moverse. Mejor ni imaginar qué hubiera pensado, como
también era mejor no imaginar (y dejó de sonreír) al niño o los niños de ahí
abajo, a los que detestaba sin ningún escrúpulo, aunque (y volvió a sonreír)
todo el mundo había podido escuchar que Esteban fue llamado “hijo” y no, como
la primera vez, “señor”. Y en cuanto al problema del Bien y el Mal, al fácil
símbolo del demonio durmiendo protegido en el regazo de la abuela, al combate
milenario entre la luz y las tinieblas, se lo regalaba a los pasajeros sin
imaginación, ya que él había adivinado, hacía seis años, y también en un
ómnibus, sólo que aquel iba al Cerro de las Rosas, que nunca hubo tal combate y
que el gran Dostoievski le había errado fiero cuando murmuró aquella cochinada
de “si Dios no existe, todo está permitido” (donde Dios viene a ser una especie
de cuco o Cabo de Guardia boyando entre las nubes para que el pequeño Fiodor se
porte bien y tome toda la sopa), porque lo realmente trágico es que todo está
permitido siempre, exista Dios o no, o dicho de otro modo, que el único
problema es el del Mal, y ahí sí que te quiero ver, escopeta, se dijo Esteban y
dejó libre la puerta un segundo antes de que se desatara un motín en el
pasillo, y, luego de guiñarle un ojo a un señor petisito, caminó con asombrosa
firmeza hacia su asiento.
Ya sentado advirtió dos cosas: que, excepto el chofer, en
el ómnibus no quedaba nadie; que había caminado con demasiada firmeza. La segunda,
lo alarmó. Y estaba a punto de descubrir por qué, cuando oyó que ningún
pasajero podía quedarse en el coche durante el cruce del río.
–Pero yo necesito terminar una carta –dijo Esteban algo absurdamente,
pero con voz normal.
–En el ferry hay bar –dijo el chofer.
Qué ferry, de qué me está hablando este hombre. Y qué
quiere insinuar con lo del bar. Quién le preguntó si había o no bar.
Cuando lo comprendió estaba en el ferry-boat.
Pidió un café y una jarra de agua. Abrió el cuaderno. Miró el reloj del bar. La
sombra fresca y el aire de río le hicieron cerrar un segundo los ojos.
–Esto es suyo –oyó.
Abrió los ojos y vio que el mozo le alcanzaba el
cuaderno; pensó que no lo había oído caer y volvió a mirar el reloj. Casi
grita.
–¿Qué hora es ya?
Habían pasado quince minutos. Entonces comprendió por qué
lo había alarmado, en el ómnibus, caminar con cierta seguridad; si se le pasaba
la borrachera, si descansaba, nunca seguiría escribiendo esa carta.
–Un whisky –dijo–. Doble.
Era insensato, sí, era una locura o un suicidio o era
simplemente la excusa más formidable que se le había ocurrido nunca para seguir
emborrachándose (porque ¿podía jurar que no se trata de una excusa?, ¿no había
sido esto precisamente lo primero que pensó hacer al despertarse?), pero, fuera
lo que fuese, ya no le importaba. Iba a escribir incluso lo que estaba haciendo
y hasta la ambigüedad de lo que estaba haciendo. Sin tocar el whisky escribió
de un tirón otra página; cuando comenzaba la tercera notó que ya se lo había
bebido y llamó al mozo.
–Otro –dijo.
–¿Igual? –preguntó el mozo.
–Va a ser difícil que sea peor –dijo Esteban.
El mozo se reía, era su cómplice. Un mozo que reconoce la
jerarquía alcohólica de sus clientes, un mozo al que se le pueden pedir
favores. Cuando volvió con el whisky, Esteban le preguntó cuánto faltaba para terminar
el cruce.
–Una media hora –dijo el mozo.
–Perfecto. Hágame un favor: dentro de diez minutos me
sirve otro. Igual. Y un momento antes de atracar me trae una botellita de agua tónica;
antes la destapa y le echa una medida o dos de algo, gin o ginebra. Y la vuelve
a tapar. Es para llevármela al ómnibus. Esta noche tengo que dar una
conferencia en Entre Ríos, y si no consigo dormirme en el viaje, se imagina.
Estaba hablando demasiado. De cualquier modo, el mozo
pareció imaginarse.
–Sí, yo tampoco puedo dormir en los viajes –dijo, como si
el diálogo estuviera ocurriendo a medianoche.
Esteban no tenía la menor idea de cómo iba a pagar nada
de lo que había pedido. Y aunque te parezca mentira, escribió, lo único que lamentaría
si llego a armar un escándalo es haberlo defraudado al mozo. Parecía absurdo,
sí, y seguramente lo era, pero él se había pasado la vida sintiendo (cómo
escribirlo, sin embargo, cómo no adivinar tu gesto de fastidio ante la
inminencia de las grandes palabras, cómo ignorar los efectos que produce en el
ritmo de tu respiración, en los músculos de tus párpados y de tu boca, mi
arrebatador estilo), sintiendo que tenía una deuda con todos los hombres.
Especie de locura mesiánica o consecuencia de haber leído de muy chico a
Dostoievski y haberse tomado en serio aquello de que todos somos responsables
de todo ante todos. O la conciencia de haber llegado a los treinta y tres años
sin cumplir una sola de las fastuosas promesas que había hecho, y se había
hecho, en la adolescencia. Como todos los hombres, claro, pero sin que esa
excusa, a él (que era el rey de las excusas, el archimago de las coartadas),
justamente esa excusa le estuviera permitida. No iba a cambiar su manera de
vivir después de esto (lo escribió mientras se tomaba el whisky y miraba
furtivamente la hora), más bien tenía la sospecha de que éste era un Rito de
Pasaje, la antesala de algo parecido al Infierno, si se le permitía la
expresión; no, no iba a cambiar de vida ni, mucho más modestamente, de hábitos;
pero él sabía que después de un acto como éste ya no iba a poder mentirse, ni
mentirle, porque ni ella volvería a creerle cuando él, y sintió que no se iba
animar a escribirlo y de un trago acabó con el tercer whisky que
misteriosamente había aparecido sobre la mesa, notando al mismo tiempo que la
longitud de sus párrafos no guardaba relación alguna con el tiempo que le
llevaba redactarlos (suponiendo, pensó con un vago temor, pero sin atreverse a leer
lo escrito, que realmente estuviera escribiendo las cosas que pensaba), ni ella
volvería a creerle cuando él le dijera que sólo existía la literatura y no otras
mujeres, mujeres a carradas, hechas no de palabras, hechas no de estas sombras,
sino de carne y hueso, Mara, y hasta de una especie de ternura que también era
vagamente parecida al amor, o lo era ciertas noches como la que seguramente
tendría hoy mismo después de su conferencia en Concordia, por qué no, ni ella volvería
a creerle ni él a usar la cama para justificar la impotencia de lo que en una
época le gustaba llamar su alma, ni a usar su alma para justificar la sordidez
de su cuerpo, ni el alcohol para insultarla como ahora, que era la última vez,
pero hoy no por humillarla, no por odio (y de reojo vio al mozo parado junto a
su mesa con la botellita de agua tónica, lo que significaba que era necesario
dejar de escribir y sobre todo pagarle, y, sobre todo, ponerse de pie), sino
como un acto de fe, ya que entre ellos era un poco grotesco hablar de actos de
amor.
–¿Cuánto es? –preguntó en la mitad del último párrafo.
Terminó de escribir, cerró el cuaderno y se puso de pie.
Repentinamente marinero, abrió las piernas esperando el
sacudón. La balsa atracó con un estrépito de maderas y cadenas que correspondía
más a una novela de Joseph Conrad que a un mero cruce interprovincial argentino.
Que Dios me ayude, pensó, mientras con una mano apretaba el cuaderno contra su
cuerpo, y con la otra guardaba la lapicera en el bolsillo trasero del pantalón,
mano que reapareció bajo el sol con un billete de mil pesos, de la misma
manera, limpia y enigmática, que podría haber instalado en el mundo una paloma.
–El vuelto es suyo –dijo Esteban.
Recibió la botellita como quien oye aplausos.
–Que tenga suerte esta noche –dijo el mozo.
Y ahora, ya en el ómnibus, Esteban pensaba que hoy no era
el día de su muerte. Conoció su inmediato futuro. Supo, por ejemplo, que iba a terminar
esa carta. Dentro de una hora, supo también, su borrachera habría llegado al
límite, a la franja purpúrea donde la lucidez es casi sobrehumana y la locura
acecha. Allí, por el término de otra hora, él volaría lentamente con las alas
desplegadas a muchos metros sobre el mundo y los hombres. La hora siguiente,
gracias al alma adicional cautiva en la botellita, no sería demasiado atroz. Si
conseguía escribir durante esas tres horas sin pensar en otra cosa, y
especialmente sin pensar demasiado en lo que escribía, la carta estaría
terminada antes de que el cansancio, el alcohol y las anfetaminas, actuando
como de costumbre, lo fulminaran en un sueño que podía durar dos o tres horas más
y del que despertaría, también como una fulminación, en un estado tal que
ningún directivo de Amigos del Libro, sin conocerlo, podría diferenciar de la
más absoluta normalidad. Antes, claro, debía lavarse la cara y los dientes. Y
antes, en alguna parada del ómnibus, comprar un sobre, una estampilla y echar
la carta. Después de esto vendría el sueño. Y al despertar, en el pueblo
anterior a Concordia, recién entonces se lavaría la cara y los dientes. Y se
cambiaría la camisa. Y al llegar a Concordia, ¿quién bajaría del ómnibus? Un
escritor todavía joven, pálido por el viaje y ojeroso por las diez horas de
calor y ripios, vagamente parecido a Montgomery Clift en Mi secreto me
condena, casi tan inmortal como diez años antes, aunque mucho más solo.
Y así fue como Esteban Espósito supo que ése no era el
día de su muerte.
Y escribió. Semiahogado, por el calor, con el cuaderno
sobre las rodillas encogidas, el cuerpo empapado por la fiebre, y la garganta y
la nariz resecas, escribió, poniendo mucho cuidado en dibujar las palabras, de manera
que se podría haber dicho que lo hacía casi con amor, si la necesidad de
presionar la lapicera sobre el papel y la costumbre de apretar los dientes no
le dieran al acto un cierto aire de ferocidad, metido en ese ómnibus que corría
bajo el sol por un increíblemente liso camino de ripios abierto en algo
bastante parecido a una selva, y que quizá era una selva si sus nociones de
geografía argentina no eran muy fantásticas (¿me habré perdido yo también en
medio del camino de mi vida?, ¿será pueril la asociación?, ¿entenderás, no digo
ya las palabras, entenderás siquiera mi letra?, ¿querrás llegar, como yo, hasta
el final de este cáliz, o carta, o acto de purificación, o crimen?, ¿no querrás
imaginar generosa, y sobre todo cobardemente, que todo esto es obra de un
borracho, ni siquiera de un borracho, ya que está muy claro que yo no soy ellos,
sino obra de una borrachera, una especie de acné tardío que se cura con el
matrimonio y sus consiguientes preocupaciones por la leche en polvo, la diarrea
estival y otras responsabilidades civiles?), sabiendo que si se detenía a
pensar un segundo, todo estaba perdido, poniendo mucho cuidado no sólo en dibujar
las palabras sino en evitar que las gotas de sudor cayeran sobre el papel y las
borronearan con efecto doblemente desastroso, Esteban escribió. Tenía
conciencia de que nunca volvería a recordar nada de lo que ahora le resultaba
tan claro: sabía, sobre todo, que si no acababa esa carta y la despachaba a
Buenos Aires antes de llegar a Concordia, volvería a leerla y le parecería
insensata, y hasta se felicitaría por no haberla enviado, y esta misma noche,
caminando entre los palmares sometido al imperio de la Luna, o más bien
acostado en cualquier hotel con alguna joven asistente a su conferencia bajo el
efecto de varios whiskies, acabaría explicando que su relación con Mara era un
horror demasiado complejo para que no fuera también un modo del amor, por lo
menos del agradecimiento, y terminaría preguntando por qué tenía que venir a
encontrarla justamente a ella (a la muchacha de la conferencia, no a Mara),
justamente en ese momento de su vida y en esa ciudad de mierda, y si las cosas
marchaban bien conseguiría que la muchacha viajara de vez en cuando a Buenos
Aires, hasta que la incomodidad, la amenaza de un cariño conflictivo u otro
conferenciante asesinaran este idilio de luciérnagas. Y también lo escribió. O
escribió algo que equivalía a eso. Con una alegría angélica, con un dolor absoluto,
purísimo, como el que debe sentir un animal con el vientre rajado, escribió.
Escribió sobre su cobardía y su egoísmo, y era consciente incluso del egoísmo y
la cobardía que significaba la liberación de escribirlo. Escribió muchas veces
la palabra amor, y escribió, o creyó que escribía, cómo él había nacido para
celebrar el amor y cómo, sin que nadie tuviera la culpa, fue cayendo poco a
poco en el odio, primero hacia sí mismo y luego hacia ella, un odio que le corrompió
el corazón pero no alcanzó a destruirlo porque él aún creía, él sabía, que el
amor vendría a instalarse sobre la triste Tierra. Y escribió qué era lo que
quería de la vida, y cómo, aunque esta misma noche buscara desesperadamente una
muchacha contra la cual poder dormirse y mañana volviera a emborracharse y
quizá ya no le quedara tiempo, no le estuviera permitido acabar aquello para lo
que había venido al mundo, desde hoy sólo viviría para consumar su idea de la vida.
Que no es, escribió, lo que vos llamarías ser feliz. Porque vos te conformabas
con la felicidad y yo descubrí hace años que el mero hecho de vivir implica que
la felicidad no existe, y que, en todo caso, eso que ustedes llaman felicidad,
ese sol risueño, esa pequeña flor de cada mañana, aunque es cosa buena a los
ojos de Dios y se puede construir acá abajo y da alegría, no tiene nada que ver
con mi destino. ¿Que cómo lo sé? Porque yo, Mara, o cierta clase de humoristas
como yo, estamos en el fondo mucho más dotados que nadie (Esteban tachó por
primera vez una palabra y puso ustedes) para esa felicidad que voy a llamar humana,
aunque lo mejor sería hablar en plural y decir pequeños cristales límpidos y
redondos, felicidades. No habría más que abandonarse y aceptar las pueriles,
hermosas, inocentes cosas de la vida, atarse a la vida y dedicarse a crecer y
multiplicarse, ni hace falta amar, basta un poco de alegría. Yo sé que pude eso
y no lo quiero, y ahora, aunque lo quisiera, ya no podría, porque también sé
que algo hice, o sucedió algo, que me volvió desdichado, ya termino, algo que
me dejó sin alegría para compartir con nadie.
Y escribió dos o tres palabras más, levantó la cabeza, lo
sorprendió la calcinada inmovilidad del paisaje y volvió a escribir acto de fe.
Ya que entre nosotros es un poco grotesco hablar de actos de amor.
Y firmó. Y recién entonces tomó plena conciencia de que
acababan de cruzar la segunda balsa y que ahora estaba en el comedor de una
posta de la ruta. No tenía una idea muy clara de cuándo (ni cómo) había bajado
del ómnibus. Vio brumosamente que el señor petisito se anudaba con dignidad una
servilleta en el cuello. Vio a través de la ventana la desolación de una calle
de tierra y un quiosco de revistas y cigarrillos. Todo esto era importante, le
hubiera gustado saber por qué. Con mucho cuidado arrancó del cuaderno las hojas
escritas y las dobló. Se puso de pie: debía comprar un sobre. Eso era. Y una
estampilla. Buscó en el bolsillo delantero del pantalón y verificó que le
quedaban cien pesos. Si su experiencia no le fallaba, debía tener más, tan
arrugados como éstos, distribuidos secretamente en los lugares más astutos. Por
cábala no siguió buscando. Ya aparecerían a su debido tiempo. No había que mostrarse
desconfiado con la Divinidad, ni impaciente. Moisés debió meterse la varita en
el culo cuando sintió el impulso de volver a golpear la piedra. Lo que tenía
que hacer ahora requería cierta firmeza de carácter: llegar al quiosco. Y
antes, pasar entre esas dos mesas y abrir la puerta. El quiosco estaba
fácilmente a seis o siete metros.
Llegó. Se apoyó un segundo en la vitrina de los
caramelos.
–Un sobre –dijo, o al menos le pareció que lo dijo.
La calle, a pleno sol, era una especie de calle del Far
West. No se veía más que la estación de servicio, el restaurante, este quiosco
y dos o tres casas en cuyas puertas la gente parecía vender sandías o grandes zapallos.
–Qué –oyó.
El hombre del quiosco lo miraba con demasiada fijeza.
Esteban comenzó a transpirar. No sólo pedir un sobre, sino estampillas. Y había
algo más, algo en lo que hasta ahora nadie ha pensado. La idea le heló la
espalda.
–Y un buzón –dijo.
El hombre se echó hacia atrás. Esteban lo miró
directamente a los ojos.
–Un sobre –repitió con absoluta claridad y en un tono más
bien amenazante–. Un sobre para cartas. Y una estampilla. Y dígame –dijo contemplando
la calle de tierra, descubriendo a su lado un pato que lo miraba sin interés–
dónde hay un buzón cerca. Un buzón o algo –porque de pronto pensó que en los
pueblos, suponiendo que aquello fuera un pueblo, nunca había visto buzones.
El hombre, con calma, cortó una estampilla. El pato
desapareció moviendo la cola. Buzón, dijo el hombre, un buzoncito. Después le mostró
tres sobres. Esteban le sacó de las manos el más grande y metió la carta
dentro. Abultada espectacularmente. Compró dos estampillas más.
–Buzón no, estafeta –dijo el hombre–. Hay una estafeta
seis cuadras para adentro –y siguió hablando, mientras Esteban pensaba que caminar
seis cuadras ahora, bajo ese sol, estaba más allá de las posibilidades humanas.
Seis de ida, porque además había que volver–. Son noventa pesos –dijo el
hombre, alisando sobre el vidrio el billete de Esteban–. Cien pesitos. El vuelto
se lo debo. La gente que viaja nunca paga con monedas, y si no pagan con
monedas, yo de dónde las saco. ¿Quiere un caramelo? Esos de ahí son de diez.
Tiempo de ir y volver tiene, ahora que yo… –y volvió a mirarlo, frunciendo la
boca, como si calculara los días de vida que le quedaban a un enfermo grave–.
Vea, si usted quiere…
–No –lo interrumpió casi con terror. Lo que el hombre iba
a ofrecerle era echar él mismo la carta. Y Esteban no podía arriesgarse a que
lo olvidara, o la extraviase, o la despachara catastróficamente una semana después
cuando él ya hubiera vuelto a Buenos Aires y las cosas tuviesen otro signo, sin
contar que, por motivos que ahora no tenía muy claros, echar esta carta era
asunto de él–. Gracias –dijo.
Y con el portafolio en una mano y el caramelo en la otra,
echó a caminar por el centro de la calle. Dos cuadras, había dicho el hombre, primero
dos cuadras hasta la casa amarilla de techos colorados. A partir de allí, las
otras seis, hacia el río. Lo que hacía un total de ocho, lo que significaba
dieciséis. Caminó una cuadra y pensó que se desmayaba; al llegar a la tercera
se dio cuenta de que había pasado de largo frente a la casa amarilla, sin
verla. Dio la vuelta. Entonaba, dentro de la cabeza, una marcha militar. Cuando
llegó a la casa amarilla dobló instintivamente hacia la izquierda, sabiendo,
antes de ver las veredas arboladas de naranjos, que no se había equivocado.
Parecía la entrada de un pueblo. Debía imaginarse el pueblo si quería seguir caminando.
Casas con zaguanes frescos, baldosas y mayólicas, macetones con helechos,
viejas señoritas con baúles y trajes de novia, jamás usados, dentro de los
baúles. Caminaba muy erguido, pero ahora más lentamente. Desde alguna ventana
enrejada, por entre el crochet de las cortinas, debía estar mirándolo una
muchacha. El crochet lo ha tejido la abuela. La muchacha tiene ojos violetas y,
vaya a saber cómo, conoce su tristeza. Y Esteban se encontró de pronto frente a
la estafeta de Correos. La puerta, cerrada con un candado, fue lo primero que
vio. Y pudo haber sido lo último (ya que irremediablemente sintió que, por lo menos,
se volvía loco) si, a punto de perder el equilibrio, no se hubiera aferrado a
una especie de cajón que sobresalía de la pared. Vio en la cara superior del
cajón una ranura; vio, mientras recuperaba la verticalidad y el sol cantaba
sobre su cabeza, un letrerito que decía: “Correspondencias”. Así, con s final:
correspondencias. Cuando estaba por echar la carta vio a sus pies un perro de
ojitos helados que lo miraba socarronamente. Un perro o algo así como una
especie de perro. Y Esteban, que durante un segundo tuvo la nítida impresión de
que alguien reía (una carcajadita en el centro exacto de su nuca, no hay un modo
más humano de explicarlo), dejó caer el sobre en la irrevocable tiniebla del
cajón. El perro, si se trataba realmente de un perro, era más bien pesadillesco
aunque algo cómico; tenía el aire de un jabalí liliputiense, pero peludo.
Esteban, plácidamente se sentó junto a la escalofriante criatura en el umbral
de la estafeta. “Picho”, murmuró sin convicción mientras desenvolvía el
caramelo. Después, por desviar la vista de su terrorífico compañero de umbral,
al que por algún motivo resultaba casi irrespetuoso ofrecerle cualquier tipo de
golosinas, hizo como que leía las inscripciones grabadas en el cajón de las
cartas. Cuando aquello se quedó quieto, leyó, extasiado e incrédulo, que Betty era
bombachuda. Incrédulo no porque lo dudara, sino porque abajo firmaba Dante.
Betty Bombachuda, Dante. Y todo envuelto inesperadamente en el dibujo de un
corazón herido de un flechazo. El perro lo miraba con malignos ojitos de
inteligencia. Esteban se puso a comer su caramelo: “Voy a perder el ómnibus”,
murmuró con objetividad. “Es notable que, justamente ahora, me pase esto”.
Después estaba corriendo junto al ómnibus en marcha; sin saber cómo, había vuelto
y golpeaba la puerta para que le abrieran. Subió y dijo algo que quería
significar:
–Despiérteme en la parada anterior a Concordia.
En su asiento vio la botellita de agua tónica, intacta;
abrió la ventanilla y la tiró al camino: antes tomó un trago no muy grande.
Apoyó la cabeza en el respaldo y, como si hubiera recibido una pedrada en la frente,
se durmió.
Se despertó solo, tres horas después. Bajó del ómnibus y
volvió a subir con la cara lavada, la camisa limpia y oliendo fuertemente a
mentol. Cuarenta minutos más tarde, los directivos del Círculo Impulso de las Artes,
que así se llamaba por fin la estimulante institución, recibían, en la terminal
de Concordia, a un no muy conocido pero promisorio y desconcertadamente joven y
buen mozo escritor capitalino, aunque en realidad no tan buen mozo ni joven
como de aire interesante y aspecto juvenil, pese a las ojeras y al gesto
caviloso o distante que denotan el hábito de meditar sobre el contradictorio
corazón del hombre o el haber rodado varias horas sobre ripios; apuesto
disertante que en una mano llevaba un portafolio y con la otra saludaba
cortésmente a todo el mundo, y que pareció encantado con la idea de que la
muchacha del lunar, esposa del contador Unzain, director del Círculo (desdichadamente
empantanado en su campo de Villaguay, a unos cien kilómetros de Concordia),
fuera la encargada de hacer que lo pasara lo mejor posible; conferenciante que,
si aceptaba quedarse unos días, sería llevado a pasar el week-end a una
quinta preciosa cerca de los palmares, y al que pronto todos miraron con
asombro. Porque Esteban, en el momento de entrar en el automóvil de su joven
anfitriona con lunar, se irguió como electrizado, se llevó la mano a la frente
y soltó una carcajada límpida, larga, sonora y bastante fuera de situación.
Todo: lo había hecho todo, menos ponerle la dirección al
sobre. Era tan cómico, que daba miedo. En el fondo de un buzón de madera donde Dante
había dicho su última palabra sobre Beatriz y un asesinado corazón dibujaba
para siempre su muerte, en algún lugar del país, del mundo, en un pueblo
perdido del que Esteban no conocía siquiera el nombre ni se iba a molestar en
averiguarlo nunca, yacía, porque la palabra era yacía, algo así como su propio
corazón asesinado bajo la apariencia de un abultadísimo sobre sin destinatario,
en el fondo mismo de un cajón de madera, como el propio Esteban Espósito algún
día, vigilado socarronamente por un perro como de sueño con ojitos de jabalí.
Lo miraban.
–No, nada –comenzó a decir y entró en el auto mientras
sonriendo repetía que no, que no se trataba de nada que pudiera explicar, no al
menos tan pronto. Era, había sido, una especie de broma, algo muy gracioso.
Esas cosas que a veces ocurren en los viajes.
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