John Collier
Alan Austen, nervioso como
un gato, subió cierta oscura y crujiente escalera en las inmediaciones de Pell Street
y escudriñó un momento en el sombrío rellano, antes de localizar el nombre que buscaba,
escrito confusamente sobre una de las puertas.
Empujó esa puerta,
como se le había indicado, y se encontró en una pequeña estancia, en la que no había
más mobiliario que una sencilla mesa de cocina, una mecedora y una silla corriente.
En una de las sucias paredes color gris había un par de anaqueles que contenía en
total, quizás, una docena de botellas y tarros.
Un hombre viejo
estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Alan, sin palabras, le entregó
la tarjeta que le habían dado.
–Siéntese, señor
Austen –indicó el viejo con gran cortesía–. Tengo mucho gusto en conocerlo.
–¿Es verdad que
posee usted cierta mixtura de… hum… unos efectos muy extraordinarios?
–Mi querido señor
–contestó el anciano–, mis existencias de ese género no son muy amplias, pero no
dejan de ser variadas. No trabajo compuestos comunes… Creo que nada de lo que vendo
tiene efectos que puedan ser descritos, precisamente, como corrientes.
–Bien, el hecho
es… –empezó Alan.
–Por ejemplo –le
interrumpió el viejo, tomando una botella del anaquel–, aquí está un líquido incoloro
como el agua, casi insípido, completamente imperceptible si se disuelve en café,
vino o cualquier otra bebida. Pasaría también totalmente inadvertido en cualquier
método usual de autopsia.
–¿Quiere decir
que se trata de un veneno? –exclamó Alan horrorizado.
–Llámelo detergente,
si le place –continuó el viejo con indiferencia–. Quizá sirva para limpiar guantes.
Jamás lo he intentado. Se podría llamar detergente de vidas. Las vidas necesitan
limpieza a veces.
–No deseo nada
de esa clase –precisó Alan.
–Probablemente
algo parecido –manifestó el anciano–. ¿Sabe el precio? Por una cucharadita de té,
que es suficiente, pido cinco mil dólares. Nunca menos. Ni un centavo menos.
–Espero que no
todos sus productos sean tan caros –dijo Alan, aprensivamente.
–¡Oh, no! –exclamó
el viejo–. No sería justo poner ese precio a una poción de amor, por ejemplo. Los
jóvenes que necesitan una poción de amor, muy raramente tienen cinco mil dólares.
De otro modo no la necesitarían.
–Me complace oír
eso –dijo Alan.
–Mi opinión es
ésta –explicó el viejo–; complazca a un cliente con un artículo y volverá cada vez
que necesite otro. Aunque sea más costoso. Ahorrará para ello, si es preciso.
–¿De manera que
vende realmente pociones de amor? –preguntó Alan.
–Si no vendiese
pociones de amor –afirmó el anciano, tomando otro frasco–, no le habría mencionado
el otro asunto. Únicamente cuando se tiene oportunidad de prestar un servicio, se
puede ser tan confidencial.
–Y esas pociones
–continuó– no son precisamente… hum…
–En absoluto –exclamó
el viejo–. Sus efectos son permanentes y se prolongan mucho más allá del mero impulso
casual. Pero lo incluyen. ¡Ya lo creo que lo incluyen! Generosa, insistentemente,
eternamente.
–¡Dios mío! –murmuró
Alan, que intentó dar otro matiz a sus palabras–. ¡Qué interesante!
–Además, considere
el aspecto espiritual –prosiguió el viejo.
–No dejo de hacerlo
–aseguró Alan.
–A la indiferencia
–explicó el anciano– sustituye la devoción. Al desdén, la adoración. Dé una pequeña
cantidad de esto a una muchacha. El sabor es imperceptible en zumo de naranja, sopa
o cocteles. Y, por alegre e inconstante que sea, cambiará por completo. No deseará
nada más que la soledad y a usted.
–Apenas puedo creerlo
–admitió Alan–. Es tan aficionada a las reuniones…
–Ya no le agradarán
–aseguró el viejo–. Sentirá temor de las muchachas bonitas que pueda conocer.
–¿Tendrá verdaderos
celos? –saltó Alan en un rapto de entusiasmo–. ¿De mí?
–Sí, deseará ser
todo para usted.
–Ya lo es. Pero
eso no le preocupa.
–Lo hará cuando
tome esto. Se preocupará intensamente. Usted será su único interés en la vida.
–¡Maravilloso!
–gritó Alan.
–Deseará saber
todo lo que haga –continuó el viejo–. Todo cuanto le ha sucedido durante el día.
Cada palabra. Querrá conocer lo que está pensando, por qué sonríe súbitamente, por
qué parece triste.
–¡Eso es amor!
–gritó Alan.
–Sí –asintió el
anciano–. ¡Con qué cariño lo cuidará! Nunca permitirá que se fatigue, que se siente
en una corriente de aire, que descuide su alimentación. Si se retrasa usted una
hora, estará aterrada. Pensará que lo mataron o que alguna sirena lo atrapó.
–¡Apenas puedo
imaginar a Diana así! –exclamó Alan, abrumado de alegría.
–No tendrá usted
que emplear su imaginación –aseguró el anciano–. Y, a propósito, ya que siempre
existen sirenas, si por cualquier casualidad usted necesitara más tarde una pequeña
escapada, no necesita preocuparse… Ella terminará por perdonarlo. Por supuesto,
quedará terriblemente afectada, pero al final lo perdonará.
–Eso no sucederá
–afirmó Alan fervientemente.
–Desde luego que
no –dijo el viejo–. No obstante, si sucediera, no necesita preocuparse. Jamás se
divorciará de usted. Y, naturalmente, nunca le dará el menor, el más pequeño motivo
de… disgusto.
–¿Y cuánto vale
esa maravillosa mixtura? –preguntó Alan.
–No es tan cara
–informó el viejo–, como el detergente de vidas, como a veces lo llamo. No. Ese
vale cinco mil dólares, ni un centavo menos. Hay que ser más viejo que usted para
permitirse ese lujo. Hace falta ahorrar para ello.
–Pero, ¿y la poción
de amor? –imploró Alan.
–¡Oh! –exclamó
el viejo abriendo un cajón de la mesa de cocina para sacar un frasquito, de aspecto
más bien sucio–. Esto vale sólo un dólar.
–No puedo expresarle
mi reconocimiento –afirmó Alan, observando cómo lo llenaba.
–Me agrada prestar
un servicio –explicó el anciano–. Los clientes vuelven más tarde cuando están mejor
situados en la vida y desean cosas más caras. Aquí lo tiene. Lo encontrará muy efectivo.
–Gracias de nuevo
–dijo Alan–. Adiós.
–Hasta la vista
–respondió el viejo.
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