Carlos Manuel Cruz Meza
AQUEL HOMBRE proclama el amor
que le tiene a aquella mujer, jura ser capaz de hacer cualquier cosa por ella, de
alcanzar la sublimación o degradarse hasta la ignominia con tal de conseguirla.
“Por tu amor haría lo que fuera; daría mi vida por ti”, insiste, convencido. Y lo
cree.
AQUELLA MUJER no considera sinceras las palabras de
aquel hombre que proclama el amor que le tiene, que jura ser capaz de hacer cualquier
cosa por ella, de alcanzar la sublimación o degradarse hasta la ignominia con tal
de conseguirla. “¿Realmente darías tu vida por mí? ¿Harías lo que fuera?”, inquiere,
dubitativa. Y no lo cree.
AQUELLOS EXTRAÑOS llegan hasta el borde de la azotea
de ese edificio de siete pisos, siete. El viento sopla allí como un fúrico endemoniado
o un amante presa de la asfixia. Abajo espera el asfalto. Ella lo mira con sus ojos
capataces y comenta solemnemente (porque siente que aquel es un instante decisivo
que amerita gran solemnidad), la frase destinada a terminar con el asedio: “No estaré
segura de que me amas ni creeré en tu afirmación hasta que, sin haberme tenido,
seas capaz de sacrificarte sin dudarlo. Entonces yo sabré que realmente me quisiste
más que nadie”. Él palidece. Ella mira hacia el vacío. El sol brilla sobre sus cabezas
coronadas de polvo, coronadas de luz. Intentando parecer sereno (porque intuye que
aquel es un momento supremo que requiere enorme serenidad), él contesta lo que concluirá
de tajo con su lucha: “Si lo hago, moriré. ¿De qué servirá el que sepas que en verdad
te amo, si ya nunca podrás ser mía?”. Ella sonríe. Mide con cuidado cada sílaba
pronunciada: “¿Ves cómo no era verdad que estuvieses dispuesto a todo por mí? ¿Te
das cuenta de la manera en que tu supuesto amor flaquea ante la primera prueba?
¿Aceptas ahora que en realidad no me quieres al grado de dar tu vida por demostrarlo?”.
Él parpadea con nerviosismo. Ella mira el filo de la azotea. El sol no cesa de brillar
sobre sus rostros bañados de sudor, bañados de reflejos. Él la ama. Se dirige hacia
la orilla. Sube al borde y voltea a mirarla. Espera que lo detenga aunque sabe que
no lo hará. Ella solamente observa. “Te amo”, afirma él con tono inseguro, se persigna
y salta. Durante su caída da vueltas en el aire, casi con gracia, antes de estrellarse.
El sol no cesa de brillar. Ella mira hacia abajo. Ahora le cree. Pero no lo ama.
Y en el funeral, que se celebrará al otro día, portará luto, llorando inconsolablemente
por haber perdido al único hombre que realmente la amó.
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