Adolfo Bioy Casares
Yo no me asombro de nada,
porque mi aprendizaje transcurrió en el estudio de Sebastián Darrés. Produjo el
foro argentino profesionales de mayor talento, pero ninguno tuvo una envergadura
y clientela comparada a la suya, por la calidad y cantidad de crápulas. La circunstancia
de que tal gentuza acudiera a nuestro doctor sugiere una afinidad que no ocultaré
bajo las dictadas por una gratitud intempestiva; sin embargo, por aquello de que
un hombre es dos, o por el ansia de irnos de donde estamos y de ser lo que no somos,
o porque ni siquiera en dechados de vileza veremos la perfección, la verdad es que
Darrés había constituido un hogar ejemplar; no sólo ejemplar: rígidamente burgués,
con una buena señora al frente, doña Agustina, y tres niñas que nunca fueron jóvenes
y que el sábado a la tarde, a la hora del oporto y las vainillas, tocaban música
para los invitados. Yo le guardaba rencor al pobre viejo, no tanto por la rutina
del trabajo ni por la índole de los clientes, vigorosos cuervos que criábamos en
el estudio, entre los que no faltaba el individuo pintoresco, sino por las reuniones
del sábado, por el oporto y las vainillas (de las que siempre dijeron: “No son como
las de antes”) y por las tres hijas feas, en las que recelaba, como el zorro en
la carroña, una trampa. ¿Por qué, si no alentaba la esperanza abominable de casarme
por lo menos con una hija, ese hombre famoso me invitaría a su tertulia, a mí, el
pinche del bufete? El pinche, para vengarse de tanto honor, olvidaba a Carmen, a
Aída y a Norma, que así se llamaban las señoritas, y platicaba con la dueña de casa.
No era tonta doña Agustina; aun sospecho que añoraba, como a una patria desconocida,
pero que clama desde la sangre, ese mundo de aventuras, que en su manera más ingrata
se manifestaba en el estudio del doctor Darrés. Como tampoco era fea la señora,
en ocasiones me figuré que si ella tuviera un poco menos de edad y yo un poco más
de coraje… Me apresuro a declarar que gozo de carácter serio y que si no moví un
dedo para concluir con el celibato de las hijas, también me jacto de jamás comprometer
la reputación de una madre, concepto que encumbro.
Hubiera
sido paradójico que por obra de gente buena la desgracia golpeara este hogar. No
lo permitieron los dioses. Cuando sonó el tiro justiciero, descubrimos que lo disparó
un chantajista de poco seso, al que de tarde en tarde el estudio extorsionaba, por
principio y para mantener la disciplina. Me pregunto si este breve acto habrá saldado
la considerable deuda del doctor Darrés con la gente de mal vivir; aunque a juzgar
por lo desorientados que andaban los granujas en los días que liquidamos el estudio,
la deuda debía ser mutua; rondaban por la lechería de la esquina, por el garage
donde acude cuanto jubilado contiene el barrio, por la misma fonda de la media cuadra,
con esa cara de hormigas apabulladas, a quienes pisotearon el hormiguero.
Desde
luego asistí al velorio. La señora me dijo que su marido siempre me miró con aprecio.
Iluminaba, probablemente, la escena, el mágico nimbo de una herencia de millones,
pues me sorprendí meditando que en la casa faltaría un hombre; encontré que las
hijas no eran tan desabridas y me vinieron a la memoria las últimas palabras que
el viejo hipó entre mis brazos, cuando lo tenía medio reclinado en el suelo, contra
la jaula del ascensor: “No abandone a mis palomas” (acaso por afectación de apego,
llamaba así a las mujeres de su familia).
Para
acatar el mandato me prodigué en visitas de pésame, hasta el mismo día en que no
fue tan fácil entrar en la casa. Las reuniones del sábado, que en otros tiempos
yo había execrado, se convirtieron en motivo de nostalgia. Lo que más las recomendaba
era la comodidad. Ahora, para visitar a la familia Darrés, había que llamar por
teléfono y poco menos que inventar un pretexto. Por cierto la desidia me adormeció.
Brutalmente desperté a los diez meses, cuando llegó a mis oídos el rumor, confirmado
en el bar y en los baños del club, de que doña Agustina, tras de literalmente cubrirlo
de calcetines que importaba de Francia y de corbatas de seda natural, se había casado
con el Ñato Acosta. ¿Quién, en Buenos Aires, ignoraba la catadura del Ñato?
No me atrevo a jurar que nuestra respetable matrona. Por mi lado lo prontuario como
sigue: cliente del estudio, silueta inevitable de todo género de garito, confitería
y dancing, eventual traficante de alcaloides. Acosta vivía habitualmente
del trajín de la pobre rubia apodada Pez Limón y el año pasado estuvo a punto
de ir preso, cuando montó una agencia dedicada a la venta de pasajes para un imaginario
crucero a Tierra Santa. ¡Ay de las palomas del doctor Darrés! En este amargo trance
¿cómo las protegería su campeón? Barajando posibilidades, valoré la conjetura de
que palabras o hechos míos, contrarios a sus torvos intereses, llegaran a conocimiento
del citado Acosta, verdadera bala perdida, y resolví mantenerme al margen de la
cuestión, porque a menudo un mediador resulta perjudicial para las mismas partes.
Confieso, por lo demás, que me arriesgué a lanzar el vaticinio de que a la familia
Darrés podría ocurrirle cualquier cosa.
A
principios de abril fue la boda de doña Agustina y no había finiquitado mayo cuando
mi vaticinio empezó a cumplirse, ineluctablemente. Primero me dijeron que el Ñato
Acosta ya había dilapidado, en juego y en juergas, alrededor de un millón de pesos
de la viuda; después, ante mis propios ojos, bordeando el lago de Palermo en una
voiturette con ruedas de color naranja, riendo de oreja a oreja, pasó Acosta
rodeado de un ramillete de bulliciosas rubias: imagen que vino a confirmar, de modo
más intuitivo que lógico, la primera noticia. Otras novedades trajeron mis informantes:
no todo marchaba a la perfección en casa de doña Agustina; había continuas peleas
entre los cónyuges y lo más triste es que la señora, por su parte muy enamorada,
estaba increíblemente segura del afecto de su joven marido, aunque en más de una
ocasión debió apelar al recurso de excluirlo del dormitorio, tras de cuya puerta
cerrada ella se ocultaba a derramar lágrimas. Luego el final se precipitó. Ominosamente
un diálogo oído en el club obró en mi ánimo como augurio. Estábamos en los baños,
desnudos. Bajo la ducha de enfrente yo tenía a ese canallita de Acosta. Un consocio
le preguntó:
–¿Es
verdad que doña Agustina te echó de la casa?
–No
te preocupes –contestó el Ñato–. Ya me llamará. Es querendona la vieja y
cuando pase otra noche sin mí en su cama se pondrá a bramar como una loba.
Pudo
la señora enterarse de este desplante o de cualquiera de los que por jactancia festiva
repetía entonces entre amigotes el Ñato, que no era delicado con la intimidad
de nadie; lo cierto es que doña Agustina muy pronto nos dejó atónitos: entabló juicio
de divorcio. El resto ustedes lo saben. A las pocas horas, Acosta se había ahorcado
con una de sus famosas corbatas de seda natural.
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