Abelardo Castillo
Se imaginará: yo estaba acostumbrado a sus decisiones rápidas, a veces
hasta insólitas. No me extrañó. Por otra parte no tenía nada de extraño
(aparentemente, al menos, no lo tenía) que ella fuera viuda. Norah se llamaba,
y era hermosísima. La descripción que Sebastián me hizo esa noche no exageraba,
no, la belleza de aquella mujer temible. No se ría: ella era, es aún, temible.
Mucho más tarde supe también que era diez años mayor que Sebastián.
Pero ¿de veras se acuerda de él? Entonces no me negará
que fue uno de esos pocos seres raros y espléndidos que parecen llevar, no sé,
como una marca: estampada sobre la frente. Un elegido. Desde muchacho lo veo
así. Y sin embargo, amigo, ya ve. Pero le hablaba de ella. Sí, una mujer
temible: diabólica, si lo prefiere. Me cuesta explicarle qué originaba esa,
digamos, impresión que me causó desde la primera vez que la vi. Tal vez, sus
ojos. Aunque sé perfectamente que usted está pensando “qué tontería”: si fantaseamos
que una mujer es misteriosa, nada mejor que atribuírselo a sus ojos, ¿no es
cierto? De cualquier modo, su mirada tenía cierta cosa profunda y
estremecedora. Magnética, como los fondos de aljibe. ¿Se ha asomado alguna
noche a un aljibe? Hay una atracción tortuosa, algo secreto que brilla en el
fondo, que sube de allá abajo: algo oscuro y fascinante que hace sentir no sé
qué vacío en la cabeza. ¿Vértigo? Bueno, llámelo así. Pero el vértigo es una
sensación nuestra, no una cualidad de las cosas. Y yo creo que, en el caso de
Norah, venía de ella. Estaba en ella.
Sebastián me la presentó unos días después. Cosa extraña;
creí notar en él, en sus palabras y en sus gestos, una especie de orgullo. De
satisfacción pueril. La mujer era en realidad un ejemplar soberbio, pero qué
quiere, a esto sí que yo no estaba acostumbrado: a que un hombre como Sebastián
se dejara sorber el seso por una pollera. Le digo que le sorbió el seso. Lo
atrapó, ésa es la idea, como entre las babas de una araña. Se miraban de un
modo tan… salvaje, que, para serle franco, uno se sentía molesto con ellos, o
intruso: como espiándolos. Y en la mirada de Norah había eso que digo, una
urgencia, algo perentorio que sólo he visto en ciertas mujeres y en contados
momentos; en ella, aquel abismo era permanente.
No me asombré ni me alarmé al principio. Quizá mi único
motivo de extrañeza al verla fue sospechar que tendría dos o tres años más que Sebastián.
Diez años, está pensando usted. Claro que eran diez, pero eso lo supe mucho más
tarde. Él tenía veintiocho entonces; ella no aparentaba más de treinta. Y
cuando volvieron de Bariloche yo estaba tan acostumbrado al rostro de Norah (el
suyo es uno de esos rostros inolvidables, más que inolvidables debí decir:
perdurables) que la diferencia resultaba todavía más insignificante. Tal vez,
ya ni siquiera había diferencia. Él parecía mayor. O no sé: sólo más maduro. Y
éste, ¿se fijó?, es un fenómeno que se opera frecuentemente en los hombres recién
casados. Seguían mirándose de aquel modo feroz que le he dicho, aunque ahora –o
quizá fueron ideas mías– me pareció que Sebastián ya no estaba a la altura del
conflicto.
Sí, lo he llamado conflicto. Estoy convencido de que el
amor, la pasión, es un conflicto. Una conflagración. Usted se ríe. Yo le digo
que uno busca no sólo subordinar la voluntad del otro; busca aniquilarlo. No,
no exagero, ni siquiera pretendo que la idea sea original. Simplemente, sucede
así. En el amor, mi amigo, uno devora o lo decapitan. Y demos gracias que la
mayoría de los casos termine, inocentemente, con el triunfo de una voluntad
sobre otra. ¿Que si hay otros casos? Lea, lea los diarios.
En el verano del 59 recibí una carta de Sebastián. Me
invitaba a pasar unos días en su casa de Bragado. Una hermosa casa. Había
pérgolas a la entrada; un gran parque. Yedras, enredaderas. Él mismo la diseñó.
Usted sabe que era –que pudo ser– un notable arquitecto: imaginación, talento,
y aquella capacidad de trabajo asombrosa. Ese verano, sin embargo, lo encontré
algo fatigado. “Mucho trabajo”, me dijo, como si se disculpara. Norah no
estaba. Llegó casi al anochecer; nos dejó evocar nuestros viejos tiempos de
estudiantes y sólo entonces apareció, sabiamente, soberbia y exultante como
siempre. Un espléndido animal. Durante su ausencia me había parecido notar que
Sebastián estaba preocupado, o inquieto. Como si no pudiese, como si le costara
pasarse sin ella. Tenía motivos, por supuesto. Y ahora creo que fue entonces cuando
borrosamente vi aquello, lo de no estar él a la altura del conflicto. Norah ya
lo trataba con cierta leve superioridad, maternalmente. Todas las mujeres
tienen esa virtud: hacernos recordar, de algún modo, que venimos de su vientre.
Hasta cuando hacen el amor. Se diría que quisieran volver a meternos dentro.
No, no las odio, las adoro. Pero le juro que me dan miedo. Y Norah era el tipo
“clásico” de mujer; o acaso el arquetipo. Cuidaba de su hombre como si le perteneciera
por derecho divino. Lo mimaba. Y a él le gustaba eso. Ella misma empleó aquel
día esa palabra de gelatina: mimoso. Lo dijo al explicar que, desde hacía
meses, Sebastián no tocaba para nada sus planos. Él me miró confuso como un
chico. “Mucho trabajo”, había dicho antes, sí.
Tomaré un café, gracias. Usted dice que hay algo
deliberadamente siniestro en mis palabras, en mi manera de contar las cosas.
Puede ser. De cualquier modo no creo que lo inquietante, lo extraño digamos,
esté sólo en mis palabras. Volví a verlos muchas veces. Hará cosa de tres años
me pareció advertir, ahora sí alarmado, que Sebastián estaba realmente enfermo.
Claro, usted lo conoció por el 56 o el 57: en aquel tiempo, es cierto (pero no
se imagina hasta dónde dice la verdad), él era un hombre “lleno de vida”.
¡Lleno de vida! Ya hablaremos de esto, es una teoría que tengo. Hace tres años
estaba verdaderamente mal, gastado. Él seguía repitiendo: “Mucho trabajo”,
pero, yo lo sabía desde mucho tiempo antes de aquel verano, ya no se preocupaba
más por la arquitectura. Había perdido la pasión, aquel encarnizamiento vital
de su juventud. O si en algo los conservaba era en el modo de comportarse con
ella, con su mujer. Digo juventud, ¿ha visto?, y en realidad apenas me refiero
a unos pocos años atrás. Creí notar, por otra parte, que aun en el modo de
comportarse con ella algo había cambiado.
Fue una de aquellas noches de Bragado, una noche
calurosa, agujereada de grillos y sonidos vagos cuando lo comprendí. O para ser
exacto, cuando estuve a punto de comprenderlo. No podía pegar los ojos y salí
al jardín. Caminaba bajo las pérgolas, suponiendo que ellos estarían dormidos,
y, asombrado, vi luz en la sala. Al acercarme oí un sonido bajo, premioso: la
voz de Norah. Luego, en un tono indescriptible, una respuesta que no entendí:
la voz de Sebastián. Entré. Ella estaba parada junto a él, inexorable. La
encarnación misma del pecado o de la tentación: la hembra. Pero no, algo mucho
más complejo y malsano. Fue un segundo, tan rápido y sorpresivo todo que no comprendí
su significado real hasta muchos años más tarde. Ellos me vieron antes de que
yo pudiera regresar al jardín, o esconderme, y todo volvió a ser normal. Norah,
con un gesto rápido, casi candoroso, apretó el deshabillé a la altura de su
pecho. Parecía una muchacha turbada. Una muchacha, exactamente. Hice ademán de
retirarme pero la voz de Sebastián me detuvo: “No”, dijo, “no te vayas”. Había
algo en su mirada, no sé, como una súplica profundísima. Norah, al subir a su cuarto,
dijo simplemente: “No tardes”; él hizo un gesto vago con la mano y luego
hablamos. No recuerdo de qué. Hablaba él. Como si quisiera retenerme, pienso
ahora. Y mientras tanto yo no podía apartar de mi cabeza la imagen de Norah, su
juventud persistente, incólume. Todos aquellos años sólo habían pasado para
Sebastián; ella se me figuró idéntica al primer día, y si me hubieran dicho que
era Eva, igual a sí misma desde el Génesis, no me habría asombrado. Hoy, al
menos, no me asombraría.
Quiere que se la describa. No sé de qué manera. Existe,
sin embargo, una forma de mujer que en cierto modo responde al tipo de aquélla:
una forma, lo repito. Las que le digo son mujeres hermosas, de cuerpo
fino, escuche bien esto, de cuerpo bello y perfecto pero que da la sensación de
ser plano. Sé que no me explico, lo sé. En la escala zoológica hay una especie,
un bicho abominable, aplastado, que da la idea exacta de lo que no puedo
describirle. Mujeres que parecen haber nacido para adherirse, para pegarse al
cuerpo de un hombre. Puede verlas en las fiestas, sobre todo ahí: hermosas
mujeres. Su posición habitual es la de un arco, caminan, bailan, imperceptiblemente
combadas hacia atrás, no me interrumpa: apenas tienen, cómo le diré, apenas
tienen modulada la curva del vientre, eso es, son planas en la cintura,
especialmente allí. Por eso dan la sensación de aplastarse. Como esos insectos
chatos y horrendos que mencioné antes. Oh sí, exactamente hay un tipo de mujer como
el que digo. ¿Sus ojos? No sé, no importa. Sólo importa lo que le he dicho, y
que es hermosa.
Después de esa noche comencé a tener mis ideas, ideas
vagas, oscuras, acerca de lo que estaba ocurriendo. Usted vuelve a sonreír, por
supuesto; pero no debiera sonreír. Acaso, no todo es tan simple, tan así como
usted lo piensa. La vida, por ejemplo.
Pero venga, salgamos de aquí.
Me gusta hablar mientras camino, una cuestión de ritmo.
Mírelos: robustos, hermosos como percherones. Toman a las muchachas por el cuello,
como si las robaran. Pero ¿ve aquél?, le apuesto a usted que ese hombre… ¿se ha
fijado, en cambio, lo que ocurre con ellas cuando se casan? Engordan, sí.
¿Grotesco?: es siniestro. Muchas veces he meditado el oculto sentido de esas
palabras: lleno de vida. Usted mismo las pronunció hoy. Sebastián, dijo, era un
hombre lleno de vida. Y entonces es como si uno fuera el recipiente, el ánfora
que decían los antiguos de esa cosa enigmática: la hermosa vida, la rara vida
de la que estamos plenos pero que por lo mismo, por lo mismo que nos colma, puede
quizá derramarse. O agotarse. O, acaso, mientras nos vaciamos, sernos robada.
Escuche. Le decía que al principio mis ideas sobre lo que
estaba ocurriendo eran vagas. Yo recuerdo a Sebastián sentado en su mecedora de
esterilla, con las piernas cubiertas por una manta, temblando súbitamente al
oír el ruido de una puerta que se abría o los pasos de alguien en la escalera.
Norah llegaba entonces, radiante y perfecta como siempre. O quizá, no
exactamente como siempre. “Te fijaste”, me preguntó él alguna vez, “no te das
cuenta”. Norah acababa de salir del cuarto y yo pensé que él se refería a los
cuidados irritantes que la mujer le prodigaba por aquel tiempo. Sí, lo protegía
como a una planta, como a lo que era en realidad: un miserable desecho. Nunca
he visto a otra mujer que con mayor abnegación cuidara a un hombre, lo preservara.
Alguna vez imaginé monstruosamente una analogía: esos fetos conservados, sabe
Dios con qué propósitos, en un frasco con formol. De cualquier modo, pensé que
había una cierta grandeza en aquella abnegación. Y quizá por eso no advertí lo
que a ella le pasaba. Por eso o por una costumbre que había adquirido, y que no
me pareció extravagante dada su edad: elegía siempre ángulos extraños,
equívocos, para hablar conmigo. Como si no quisiera mostrarse de frente ni a
plena luz.
“No te vayas”, me pidió Sebastián esa tarde. “No deberías
irte”. Miedo era lo que se oía en el fondo de su voz: miedo auténtico. Y sin
embargo, yo me fui. Muchas veces he querido justificar mi indolencia alegándome
a mí mismo que, en el fondo de aquella voz, se oía también otra cosa, en rebelión
con sus palabras: el deseo terrible y contradictorio de que yo me fuera, de que
los dejara solos… No, mi amigo, no debe seguir sonriendo. Claro que cualquier
hombre normal tendría motivos más que suficientes para querer estar a solas con
una mujer así, aún casi diez años después de haberse casado. Claro que esa
mujer era joven y hermosa; pero usted no debe seguir sonriendo. Ella era
demasiado joven, demasiado igual a sí misma a pesar de los años. Oh, por supuesto:
yo también pensé eso que usted piensa. Yo también creí –sensata,
razonablemente– que la enfermedad de Sebastián, o lo que fuera, creaba la
ilusión de juventud inmutable en la mujer. Claro que ella no era inmutable.
Claro que, como usted razonablemente sospecha, ella cambiaba también.
Imperceptiblemente, sí. Imperceptiblemente. Escuche:
En marzo de este año recibí una carta. En el sobre
reconocí la letra de Sebastián, o debo decir que la intuí. La carta, escrita
con una caligrafía febril, como trazada por la aguja de un sismógrafo, era
apenas inteligible. Advertí en ella, en ciertos rasgos, esa falta de
sincronización entre las operaciones mentales más simples, típica de aquellos a
quienes los estragos de una enfermedad han acabado por destrozarles el sistema
nervioso. Me suplicaba que fuera. No sé si me asombró que hallándose él en
semejante estado Norah no redactara sus cartas, ni siquiera recuerdo si reparé
en este hecho. De haber sospechado lo que ahora sé, que la carta fue escrita en
secreto, de a ratos (quizá en la oscuridad), por un hombre sobresaltado, un
hombre con el oído atento al menor roce, listo acaso para esconder aquel papel
bajo su manta al primer crujido de un mueble o creyendo enloquecer porque una persiana,
súbitamente, ha golpeado contra los vidrios… ¿Gran imaginación, dice usted? No
crea. Oscuridad, persianas, crujidos de muebles, son cosas inofensivas,
perfectamente comprensibles, reales e inocentes como esta calle y este
crepúsculo. Hay alrededor de nosotros, sin embargo, en ese mendigo que pasa o
en aquella mujer que corre, enigmas más tenebrosos, monstruos más fantásticos
que los ángeles deformes del Apocalipsis: en el hombre, amigo mío, están los
monstruos. Él los inventa y de él se alimentan, como los vampiros de las
historias góticas. Usted se estremece. Es bueno eso. Apurémonos un poco, está anocheciendo.
Cuando llegué a la quinta, la tarde, como ahora, estaba
exactamente en ese clímax desgarrado, sangriento, en el que yo diría que las
potencias oscuras y la luz se entreveran en una cópula enfurecida, antigua
igual que el mundo, pero única cada vez; como un acoplamiento de libélulas monstruosas.
Decía que, si me asombró la carta, de ningún modo me asombró, al llegar a la
quinta, ver eso que quedaba de Sebastián. Sólo que ahora parecía resignado. Al
entrar, lo vi, como siempre en aquellos tiempos, sentado frente al ventanal que
daba al parque. La sala, en penumbras, tenía todas las apariencias de un
claustro. Cuando me oyó entrar, levantó los ojos con cansancio. “Es demasiado
tarde”, dijo con naturalidad, como si me saludara. Supongo que traté de
responder algo, pero él sonrió con tristeza. “No hace falta”, agregó y me llamó
a su lado. Norah no estaba allí. Imaginé, o quise imaginar, que estaría en alguna
de las habitaciones del piso alto. Antes, al cruzar el parque, me había
parecido verla entre los árboles, es decir: vi la silueta de una muchacha que
recogía alegremente unas flores. Fue un segundo, pero bastó para que no me
atreviera a llamarla: se trataba de una jovencita, poco más quizá que una
adolescente. Me figuré que sería alguna muchacha de los alrededores, por qué
no. Y ahora, a través del ventanal, podía verla nuevamente. Comprobé que no me
había equivocado, al menos en lo que respecta a la edad. Era, en efecto, casi una
chiquilina: no debía de tener más de dieciocho años. Sentí que mis dedos
estaban clavados en el brazo de Sebastián.
“Te das cuenta, ahora”, preguntó.
Todavía quise no entender, me forcé a imaginar que
Sebastián se refería a sí mismo, a su propio estado. Después, aparentando
calma, pregunté por Norah.
Él sonrió, y señaló el parque.
Nunca olvidaré los ojos ni la sonrisa de aquel hombre.
Usted, que lo conoció, tampoco los habría olvidado.
No, no debe mirarme así. No estoy loco, amigo mío: jamás
me he sentido tan enteramente cuerdo como esta noche. ¿Se va?; lo esperan en su
casa, seguramente. Buenas noches.
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